Joseph Brodshy (Rusia – EE.UU. 1940-1996)
Reseña biográfica
Poeta ruso nacido en San Petersburgo en 1940.
De formación autodidacta, reconoció la influencia que en él ejercieron los poetas clásicos, los metafísicos ingleses y los poetas polacos modernos, además de Proust, W. H. Auden y Herman Melville.
Acusado de “parasitismo social”, fue encarcelado durante dieciocho meses a la edad de veinticuatro años.
En 1972 emprendió el camino al exilio, obteniendo la nacionalidad estadounidense en 1977.
Sus “Poemas selectos”, que reúnen una importante colección de su poesía, se publicaron en versión inglesa en 1973, seguidos de “Partes de la oración” en 1980 e Historia del siglo XX en 1986.
En 1981 obtuvo una beca de la Fundación MacArthur, y en 1987 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura.
Su producción literaria se extendió hasta el día de su muerte, ocurrida en Nueva York el 28 de enero de 1996.
A Eugenio
En cualquier elemento el hombre
es tirano, prisionero o traidor…
A. Pushkin
Yo estuve en México, escalé las pirámides
impecables moles geométricas
desparramadas por el istmo de Tehuantepec.
Quiero creer que las hicieron visitantes del cosmos
pues estas obras suelen edificarlas los esclavos
y el istm0 está cubierto de hongos pétreos.
Los ídolos de arcilla son tan fáciles
de falsificar que propician rumores.
Bajorrelieves varios, con cuerpos de serpientes
y el alfabeto indescifrable de una lengua
que ignoró siempre la conjunción o.
¿Qué contarían si empezaran a hablar?
Nada. En el mejor de los casos, las victorias
sobre tribus vecinas y cabezas partidas.
Que la sangre del hombre vertida en el altar
del Dios del Sol le fortalece un músculo.
Que el sacrificio nocturno de ocho jóvenes fuertes
garantiza el alba con mayor seguridad que un despertador.
De cualquier modo es preferible la sífilis o las fauces
mortíferas de aquellos unicornios de Cortés, al sacrificio.
Si te toca en suerte alimentar con tus ojos a los cuervos
es preferible que el asesino sea asesino y no un astrónomo.
En general, sin esos españoles es muy poco probable
que hubiesen llegado a tener la certeza
de que alguna cosa les había pasado.
Es aburrido vivir, querido Eugenio. Dondequiera que vas
la estupidez y la crueldad te siguen.
Me da pereza encerrar eso en versos.
Como dijo el poeta: «En cualquier elemento…».
¡Qué lejos vio desde sus marismas natales!
Yo agregaría: en cualquier latitud.
1975
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
Amicum-philosophum de melancholia, mania et plica polonica
(«Al amigo-filósofo, de la manía, de la melancolía y de la plica
polaca»: título de un tratado del siglo XVIII que se conserva en la
biblioteca de la Universidad de Vilnius. [Nota del autor.])
Insomnio. Un trozo de mujer. Un vidrio
repleto de reptiles que se abalanzan hacia afuera.
La locura del día se desliza del cerebelo
al cogote donde ha formado un charco.
En cuanto te meneas, el interior percibe
como en este lodo helado alguien
sumerge una pluma fina
y lentamente traza «maldición»
con letra que se tuerce en cada curva.
El trozo de mujer con crema
suelta al oído palabras largas
como una mano en mugrientas greñas.
Y tú en las sombras estás solo, sobre la sábana
denudo, como un signo zodiacal.
1971
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
Canción de amor
Si te estuvieras ahogando, acudiría a salvarte,
a taparte con mi manta y a ofrecerte té caliente.
Si yo fuera comisario, te arrestaría y te
encerraría en una celda con la llave echada.
Si fueras un pájaro, grabaría un disco
y escucharía toda la noche tu trino agudo.
Si yo fuera sargento, tú serías mi recluta
y, chico, te aseguro que te encantaría la instrucción.
Si fueras china, aprendería tu idioma, quemaría
mucho incienso, llevaría tu ropa rara.
Si fueras un espejo, asaltaría el baño de las señoras,
te daría mi lápiz rojo de labios y te soplaría la nariz.
Si te gustaran los volcanes, yo sería lava
en constante erupción desde mi oculto origen.
Y si fueras mi esposa, yo sería tu amante,
porque la Iglesia está firmemente en contra del divorcio.
Versión de Alejandro Valero
Carta a un amigo romano
(De Marcial)
Sopla el viento hoy, las olas se encaraman.
Se acerca el otoño y trocará toda la vista.
Y, Póstumo, este mudar de tonos te llega más al alma
que ver cómo se cambia de vestido la amiga.
De una doncella gozas hasta un punto cierro,
que no supera el codo, la rodilla.
Cuánta más dicha en la belleza ajena al cuerpo:
a salvo del abrazo, la perfidia.
*
Te mando Póstumo, estos escritos.
¿Y en la capital? ¿La cama te hacen blanda, o te resulta dura?
¿Qué es del César? ¿Sigue aún con sus intrigas?
Con ellas sigue, imagino, y con su gula.
Me encuentro en mi jardín, arde una tea.
Sin una amiga, sin siervos, sin afectos.
Y en lugar de los pequeños y grandes de la tierra,
suena en concierto un zumbar de insectos.
*
Aquí yace un mercader de Asia. El mercader valía;
era hábil, aunque fuera discreto.
Murió deprisa: de unas fiebres. A hacer negocio había venido
y no, ciertamente, a acabar en esto.
Junto a él yace un legionario bajo un cuarzo grueso.
Dio gloria al Imperio en la batalla.
¡Pudo caer tantas veces! Pero murió de viejo.
Tampoco aquí, mi Póstumo, hay norma que valga.
*
Tal vez una gallina, en verdad, no llegue a ave,
mas hasta con su seso te lloverán los palos.
Si por fortuna en tierras del Imperio naces,
mejor que vivas junto al mar, en un rincón lejano.
Lejos del César, de fieros nubarrones,
de la adulación, el miedo, la premura.
¿Que todos sus gobernadores, dices, son ladrones?
Mejor quien roba que el que tortura.
*
Acepto esperar contigo que pase el aguacero,
hetera, pero sin regateos de mercado:
cobrar de quien te está cubriendo el cuerpo
es como reclamar las tejas a un tejado.
¿Tengo goteras, dices? Mas ¿y la prueba del delito?
No he dejado charco alguno en mi vida.
Verás, el día en que encuentres un marido,
como te dejará las sábanas perdidas.
*
Ya ves, ya hemos recorrido media vida.
Como me dijo un viejo esclavo en la taberna:
«Mirando alrededor tan sólo vemos ruinas».
Dura opinión, lo reconozco, pero cierta.
Estuve en las montañas. Un ramo aderezo con las flores.
Un jarro he de hallar, llenarlo de agua fresca…
¿Por Libia cómo va, mi Póstumo, o dónde te encuentres?
¿Será posible que aún siga la guerra?
*
¿Recuerdas, Póstumo, la hermana que el gobernador tenía?
Aquella delgadita, pero de gruesas ancas.
Llegaste a dormir con ella… Ahora es sacerdotisa.
Sacerdotisa, Póstumo, y con los dioses habla.
Ven, tomaremos vino, de pan acompañado.
O con ciruelas. Me contarás las nuevas.
Te pondré el lecho en el jardín, bajo el cielo despejado
y te diré cómo se llaman las estrellas.
*
Mi Póstumo, pronto tu amigo, amante de las sumas,
su vieja deuda pagará a tanta resta.
Encontrarás dinero bajo el cojín de plumas;
para el entierro al menos basta, me parece.
Ve en tu yegua negra donde las heteras viven,
allá, donde la villa alcanza la muralla.
Y págales lo mismo que por su arte piden,
para que por suma igual lloren mi marcha.
*
El verde del laurel que el temblor alcanza.
De par en par la puerta y polvo en la rejilla.
La silla, abandonada, vacía la estancia.
Y una tela que bebe el sol del mediodía.
El Ponto ronca sordo tras los pinos negros.
Combate con el viento un buque junto al cabo.
En un reseco banco se sienta Plinio el Viejo.
Murmura quedo un mirlo en un ciprés crespado.
Marzo de 1972
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
Divertimento mexicano
A Octavio Paz
Cuernavaca
En el jardín donde M., un protegé francés
mantuvo a una beldad de espesa sangre indígena
hoy canta un hombre venido de muy lejos.
En el jardín tupido como un trazo cirílico
un mirlo nos recuerda al ceño cejijunto.
El aire de la noche suena como cristal.
El cristal ya está roto, notémoslo de paso.
Aquí Maximiliano fue emperador tres años.
Introdujo el cristal, la champaña, los bailes
y todas esas cosas que adornan la existencia.
Pero la infantería de los republicanos
lo fusiló después. Dolorosos graznidos
llegan del denso azul.
Los campesinos sacuden sus perales.
Tres patos blancos nadan en el estanque.
El oído percibe en la hojarasca
la jerga de las almas que conversan
en un infierno densamente poblado.
*
Omitamos las palmas. Destaquemos el sauce.
Imaginemos que M. deja a un lado la pluma,
se despoja, sereno, de su bata de seda
y se pregunta lo que hará su hermano
Francisco José (también emperador),
mientras silba, quejoso, Mi marmota.
«Saludos desde México. Mi esposa
enloqueció en París. En las afueras
de palacio oigo tiros, crepitan las llamas.
La capital, querido hermano, está rodeada
y mi marmota, fiel, permanece conmigo.
El revólver, de moda, ha vencido al arado.
Qué otra cosa decirte, la caliza terciaria
es famosa por ser un suelo hostil.
Agreguémosle a esto el calor tropical
donde los disparos son la ventilación.
Se resienten mis pobres pulmones y riñones,
sudo tanto estos días que se me cae la piel.
Como si fuera poco, se me antoja largarme,
extraño demasiado nuestros tugurios patrios.
Envíame almanaques y libros de poemas.
Todo parece indicar que ya di con la tumba
en donde una marmota será mi compañía.
Mi mestiza te manda los debidos saludos.»
*
Julio llega a su fin y se oculta en la lluvia
como un conversador entre sus pensamientos,
lo cual, por supuesto, nada afecta a un país
con mucho más pasado que futuro.
Una guitarra gime. Las calles tienen lodo.
Un paseante se hunde en un velo amarillo.
Incluido el estanque, todo se ha enyerbado.
Alrededor pululan culebras y lagartos.
En las ramas hay pájaros con nidos y sin ellos.
Todas las dinastías declinan por la cifra
tan grande de herederos y la falta de tronos.
El bosque nos invade como las elecciones.
M. no reconocería el lugar. No hay bustos
en los nichos, los pórticos están desvencijados,
los muros desdentados muerden la ladera.
Puedes saciar la vista, mas no los pensamientos.
El parque y el jardín se convierten en selva.
De los labios se escapa una palabra: “Cáncer».
1975
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
El busto de Tiberio
Yo te saludo, pasados dos mil años.
También tú fuiste marido de una puta.
Es algo que tenemos en común. Por lo demás,
en torno a ti está tu urbe. Estruendo, coches,
chusma con jeringas en húmedos portales,
ruinas. Yo, un viajero del montón,
saludo ahora tu busto polvoriento
en la desierta galería. Ah, Tiberio,
aquí no alcanzas ni los treinta. Del rostro
mana la confianza de quien domina el músculo
más que el futuro de su suma. Y la cabeza,
que el escultor cortara en vida,
muestra en esencia el augurio del poder.
Todo lo que queda bajo el mentón es Roma:
provincias, cohortes y también rentistas,
más un sinfín de infantes que besan tu aguijón
-placer en clave de la loba
que alimenta a los críos Remo
y Rómulo-.(¡Los mismos labios!,
musitando, dulces, inconexos
entre los pliegues de la toga. ) A fin de cuentas:
un busto en señal de independencia entre cuerpo y cerebro.
De hecho, incluido el del Imperio.
De dibujar tú mismo tu retrato,
sería todo él circunvoluciones.
Aquí no alcanzas ni los treinta. Nada
en ti detiene la mirada.
Ni, a su vez, tu firme observar
está dispuesto a detenerse en algo:
ni en rostro alguno ni en un
paisaje clásico. ¡Ah, Tiberio!
¡Qué más te da lo que rezonguen
Tácito o Suetonio en busca de las causas
que te hicieron cruel! No hay causas en el mundo,
tan sólo efectos. Los hombres son sus víctimas.
Y sobre todo en las mazmorras donde todos confiesan;
no en vano confesar bajo tortura,
como las confidencias del niño,
se torna monocorde. Lo mejor es
no tener nada que ver con la verdad.
Por lo demás, ésta no eleva. A nadie.
Menos aún al César. Al menos,
tú apareces más capaz de ahogarte
en tu baño que por una gran idea.
Y en general, ¿ser cruel no es acaso
precipitar tan sólo el común destino
de toda cosa, o la caída libre
de un cuerpo simple en el vacío? En él
siempre acabas en el momento de caer.
No vendrá el diluvio tras nosotros
Enero. Un aluvión de nubes
sobre la invernal ciudad a modo de mármol sobrante.
El Tíber, que huye de la realidad.
Las fuentes, que echan agua hacia el lugar
de donde nadie mira, ni cómo quien no ve,
ni entornando la mirada. ¡Es otro tiempo!
Y no hay modo de atrapar al lobo
enloquecido. ¡Ah, Tiberio!
¿Quiénes somos nosotros para ser tus jueces?
Has sido un monstruo, mas fiera impasible.
Pues la naturaleza, cuando crea sus monstruos
-las víctimas jamás-, los plasma, no obstante,
a semejanza suya. Más nos vale mil veces
-si escoger nos es dado-
que venga a destruirnos un engendro del infierno
antes que un neurasténico. Con treinta sin cumplir,
el rostro hecho en piedra, cara rocosa,
creada para dos milenios,
te asemejas a un instrumento natural
de exterminio, y en nada a un esclavo
de pasión humana alguna, o a un forjador de ideas
y demás. Y defenderte de las invenciones
es como proteger al árbol de sus hojas,
con su complejo de que ellas son, entre susurros
inconexos pero claros, mayoría.
En la desierta galería. En mediodía gris.
El ventanal tiznado con las luces del invierno.
El ruido de la calle. Ajeno por completo
a la textura del espacio, el busto…
¡No puede ser que no me oigas!
Pues yo también huí, sin mirar hacia atrás,
de todo lo que me había sucedido; me convertí en isla
con sus ruinas, sus cigüeñas. También me esculpí
el rostro por medio de un candil.
A mano. Y lo que llegase a decir,
lo que haya dicho, a nadie le interesa,
y no en su momento, sino hoy mismo.
¿No es esto también un modo de acelerar
la historia? ¿No es un intento -logrado por desdicha-
de colocarse el efecto delante de la causa?
Y además, también en el total vacío,
lo cual no garantiza un gran aplauso.
¿Arrepentirse? ¿Rehacer tu suerte?
¿Jugar, como se dice, con otra baraja?
Pero, ¿vale la pena acaso? La lluvia radiactiva
nos cubrirá no mucho peor que tu historiador.
¿Y quién vendrá a maldecirnos? ¿Una estrella?
¿La luna? ¿Una termita enloquecida por
las incontables mutaciones, de tronco fofo, eterna?
Todo es posible. Pero, cuando, como un objeto duro,
se tope con nosotros, ella también, tal vez,
algo turbada, detendrá la excavación.
«Un busto -exclamará en el lenguaje de las ruinas,
del músculo abreviado-, un busto, un busto.»
1985
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
El explorador polar
Todos los perros devorados. En el diario
no queda una hoja en blanco. La foto de la esposa
se cubre de palabras a modo de rosario,
clavado en su mejilla el lunar de una fecha dudosa.
Le sigue la foto de la hermana. Tampoco la respeta:
¡se trata de la latitud alcanzada! Y, cada vez
más negra, por la cadera trepa la gangrena
como la media de una corista de varietés.
22 de julio de 1978
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
El fuego, oyes, se empieza a apagar…
El fuego, oyes, se empieza a apagar.
En los ángulos las sombras se agitan.
Y ya no hay modo de poderlas señalar,
gritarles que se queden quietas.
Cerrando filas, se han puesto a formar.
No, esta hueste no atiende a palabras.
Silenciosa avanza de cualquier rincón
y yo de pronto he ocupado el centro.
Más altas cada vez, signos de exclamación,
las explosiones de tinieblas se elevan.
La noche arruga el papel hasta el mentón
de lo alto, cada vez más densa.
Se han esfumado las agujas del reloj.
Y éste no se ve, ni se oye siquiera.
Y aquí no ha quedado más que el brillo ocular,
inmóvil, detenido. Detenido.
El fuego se apagó. Lo oyes: se apagó.
El humo ardiente vuela por el techo.
Mas no huye de la vista este fulgor.
O, mejor dicho, no deja las tinieblas.
1962
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
El nuevo Jules Verne
3. Conversación en el salón de pasajeros
«¿El archiduque? ¡Un monstruo, sin duda! Aunque, si bien lo
miras,
es imposible negarle al hombre cierta virtud…»
«Los esclavos critican al señor. Y los señores, la esclavitud.»
«¡Qué círculo vicioso!» «¡No, más bien un salvavidas!»
«¡Espléndido jerez!» «Toda la noche sin poder dormir.
Qué sol más horroroso. Me ha quemado los hombros, el bandido.»
«¿… y si se ha abierto una vía de agua? Como he leído, puede ocurrir.
¡Figúrese que se ha abierto una vía y empezamos a hundirnos!»
«¿Ha naufragado alguna vez, teniente?» «Nunca. Pero me mordió
un tiburón.»
«¿Sí? Qué curioso… Pero, imagínese que empieza a entrar
agua… Y figúrese que…»
«Quién sabe, tal vez el trance obligue a asomarse a la cubierta
a la del I 2-B.»
«¿Quién es?» «Viaja en el barco a Curaçao, es hija del gobernador.»
* * *
4. Conversaciones sobre cubierta
« Yo, profesor, también de joven tenía el ideal
de descubrir alguna isla, no sé, algún bacilo, una fiera…»
«¿Y qué se lo impidió?» «Es que la ciencia me supera.
Y luego además, esto, lo otro.» «¿Perdón?» «¡Aaah… el vil metal.»
«Porque, ¡¿qué es el hombre?! ¡No más que un mosquito, la verdad!»
«Y dígame, monsieur, ¿en Rusia qué, resulta que hasta tienen goma?»
«¡Voldemar, estése quieto! ¡Me ha mordido, Voldemar!
No olvide que si yo…» «Cousine, ¿verdad que me perdona?»
«Oye, chaval.» «¿Qué hay?» «¿Qué será eso, lejos? ¿Ves?»
«¿Dónde?» «Allí, a la derecha.» «No veo.» «Ah, diría…
Parece una ballena. ¿No tiene nada para envolver?» «No, sólo
el diario del día…
¡Pero si crece! ¡Mira!… Es inmens…»
1976
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
En la región de los lagos
En aquel tiempo, en el país de los dentistas,
-sus hijas mandaban a Londres los pedidos,
sus tenazas izaban bien sujeta en bandera
una muela del juicio que no tenía dueño-,
yo, ocultas en la boca unas ruinas
más limpias que lo estaba el Partenón,
espía, bandolero, quintacolumnista
de una podrida civilización -de hecho
profesor de bellas letras-, vivía
en un college junto al principal
de los Grandes Lagos, adonde
me habían llamado a emplear el potro
con los adolescentes del lugar.
Todo lo que escribía en aquella época,
se reducía sin remedio a puntos suspensivos.
Aterrizaba en la cama con lo puesto.
Y si me daba por examinar el techo,
de noche, en busca de una estrella,
ella caía, acorde con la ley del fuego,
por la cara a la almohada sin dar tiempo
a que yo formulara siquiera un deseo.
1972
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
Me han culpado de todo, salvo del tiempo…
Me han culpado de todo, salvo del tiempo,
yo mismo me he solido amenazar con un duro rescate.
Mas pronto me arrancaré, como se dice, los galones,
y me convertiré en una simple estrella.
Y brillaré en el adiós como un teniente de los cielos,
cuando oiga el trueno, me ocultaré entre la nube
sin ver cómo la tropa, bajo el empuje de los saldos,
huye bajo el acoso de la pluma.
Cuando alrededor ya no hay lo que una vez estuvo
no importa si es un blitz o si os cogen prisionero.
Así el escolar, al ver en sueños el tintero,
mejor dispuesto está a multiplicar que tabla alguna.
Y si, por la velocidad con que va la luz, no esperas premio,
al menos el blindaje del común no ser
valore tal vez los intentos de mudarlo en cedazo
y por la brecha que abrí me dé las gracias.
1994
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
Mi verso mudo, mi callado verso…
Mi verso mudo, mi callado verso
pero aciago -mal le pesen las riendas-,
¿a dónde de este yugo iremos a quejamos
y a quién decir la vida que llevamos?
Por mucho que, pasadas ya las doce, buscando
detrás de la cortina, con cerillas, el ojo de la luna,
expulses de los restos de tu mueca opaca
con la mano, en la mesa, de la locura el polvo.
Por mucho que embadurnes este engrudo escrito
más denso que la miel, ¿con quién quebrar
en la rodilla, o en el codo al menos,
una vez más, el trozo ya cortado, mi callado verso?
De “Parte de la oración” 1975 – 1976
Versión de Ricardo San Vicente
Música sueca
K.J.
Cuando la nieve cubre el mar y el crujir del pino
deja en el aire más honda huella que el trineo,
¿a qué azul pueden llegar los ojos?, ¿a qué silencio
puede caer la voz desamparada?
Perdido de vista, ignorado, el mundo exterior
ajusta cuentas con la cara, como con un rehén de Mameluco.
…así en el fondo del océano fosforescea el calamar,
así el silencio se embebe de la entera rapidez del sonido,
así ya basta una cerilla para poner el fogón al rojo,
así, tras el latir del corazón, el reloj de pared,
al detenerse en éste, seguirá andando en el otro
extremo de la mar.
1978
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
No hay sólo andar, también silencio, en tu reloj…
No hay sólo andar, también silencio, en tu reloj,
que además ignora el caminar en círculo.
Así en su caja hay gato y hay ratón,
nacidos, se diría, el uno para el otro.
Tiemblan, escarban, yerran en qué día están,
mas sus roer, enredos y trajín constantes
apenas se aprecian en un hogar del campo,
que suele cobijar cientos de seres vivos.
Allí en la razón cada hora se borra
y los rostros etéreos de los años perdidos
se escapan -más aún si se acerca el invierno,
que llena el zaguán de cabras, gallinas, carneros.
1963
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
Parte de la oración
Desde ningún lugar, con amor, tal día de martubre,
querido, muy señor, cariño -quién seas
tanto da, si no es posible ya
recordar los rasgos-; la verdad
este ni suyo ni de nadie fiel amigo, le saluda
desde uno de los cinco continentes, fundado por cowboys;
te he querido más que a un ángel, que al mismísimo,
y hoy por eso estoy de ti aún más lejos;
entrada ya la noche, en lo más hondo de un dormido valle,
en un villorrio con nieve hasta el pomo del portal,
y retorciéndome en la sábana de noche
-como en adelante al menos no se indica más-,
con un mugido «tu», ahueco la almohada,
sin límite ni fin, y más allá del mar,
tratando en las tinieblas y con el cuerpo todo,
de repetir tus rasgos como un espejo loco.
* * *
El norte pudre el metal, mas del cristal se apiada.
Enseña a la garganta a decir: «¡Déjame entrar!».
El frío me educó, me puso la pluma entre los dedos
para una vez cerrados poderlos calentar.
Mientras me hielo, más allá del mar
veo el sol ponerse, y nadie alrededor.
La suela resbala en el hielo, o es la tierra misma
la que se va abreviando bajo el tacón.
Y en mi garganta, donde se pone la risa,
o la palabra o el té caliente,
cada vez la nieve resuena más precisa,
y como tu explorador, negrea un «adiós».
* * *
Reconozco este viento que embiste la hierba,
inclinada a su paso como bajo el mongol.
Reconozco esta hoja que cae en el barro
como príncipe ruso en rojo estertor.
En tierra extraña desbordado en ancha saeta,
por el pómulo torcido de un caserón,
como al ganso por su vuelo, el otoño distingue,
abajo, en el vidrio, una lágrima en el rostro.
Y alzando al techo los ojos en blanco,
yo no canto a las tropas, olvidé cuántas son,
mas de noche la lengua en la boca agita el nombre estepario
como el sello que entrega el rey oriental.
* * *
Es una serie de observaciones. En el rincón hace calor.
Y la mirada deja huella en las cosas.
El agua representa el cristal.
Da más pavor el hombre que sus huesos.
Noche de invierno con vino, en ningún lugar.
Veranda al embate de un salcedo.
El cuerpo descansa en el codo
como morena fuera del glaciar.
Al cabo de mil años, de entre cortinas de moluscos,
desde unos flecos, asomados, extraerán,
con el mohín de «buenas noches» unos labios
sin nadie a quien poderlas desear.
* * *
Porque el tacón deja su huella es invierno.
Con abrigos de madera, helados en el campo,
las casas se conocen por quién pasa por ellas.
Qué decir del futuro al caer de la tarde,
cuando en noche silente aparece el recuerdo
de tus «espacio en blanco», mientras duermes,
lanzado por el cuerpo del alma a la pared
como en la pared la vela nocturna
proyecta una sombra de silla,
y bajo el mantel del cielo caído sobre bosque,
sobre la torre del granero que alas de grajo tiñen
no blanquearás el aire con la nieve punzante.
* * *
Un Laocoonte de madera, tras apear por un momento
un monte de sus hombros, sostiene una gran nube.
Del cabo llegan ráfagas de viento duro. La voz intenta
retener las frases, chillando sin salirse del sentido.
Se precipita el aguacero como espaldas en el baño:
maromas retorcidas azotan los lomos de los altos.
El mar medinvernal se agita tras columnatas mondas,
a modo de salada lengua tras los dientes quebrados.
El corazón asilvestrado no ha dejado de batir por dos.
El cazador no ignora dónde el faisán se esconde: en charco agazapado.
Se alza inmóvil el mañana tras el día de hoy,
como tras el sujeto el predicado.
* * *
He nacido y crecido en las ciénagas bálticas, al amor
de las olas de zinc, que siempre revientan a pares,
y es de aquí que provienen las rimas, y de aquí, la voz apagada
que se trenza entre ellas como el pelo mojado
si es que aquélla se llega a trenzar. Apoyado en el codo,
no distingue el oído el fragor de la roca,
sino el choque de telas, postigos y palmas, anota
teteras que hierven, a lo sumo el gritar de gaviotas.
El alma, en tan llana región, se salva de falsos manejos
por no haber un rincón que te oculte y se ve aún más lejos.
Solamente al sonido el espacio es opaco,
pues el ojo no ha de llorar por la falta de eco.
* * *
En cuanto a las estrellas, siempre están ahí.
Es decir, si hay una, siempre viene otra.
Y sólo así es dado mirar de allá hacia aquí;
de noche, tras las ocho, refulgiendo.
Mejor aspecto tiene el cielo sin luceros.
Mas qué certeza habría de conquistar el cosmos
si no fuera por ellas. Siempre que ni por un instante
te alces del sillón, en la terraza.
Pues, como dijo, en vuelo, el piloto a una estrella
media cara escondida en la sombra:
en parte alguna parece que haya vida,
y en ninguna de ellas se fija la vista.
* * *
…Y ante la voz de porvenir, de la lengua rusa
salen corriendo ratones, que en enjambre
se ponen a roer un trozo suculento de memoria
que es tu queso horadado.
Tras tantos inviernos ya no importa
qué o quién está en la ventana tras la cortina,
y en el cerebro retumba ya no un do no terrenal,
sino su susurro. La vida, a la que,
como algo regalado, no le miran la boca,
en cada encuentro muestra desnudos los dientes.
De todo hombre siempre os queda una parte de oración.
De hecho una parte. Parte de la oración.
* * *
No es que me esté volviendo loco, es el verano que me agota.
Buscas en el cajón una camisa, y el día entero echado por la borda.
Que llegue cuanto antes el invierno y cubra todo con su manto:
ciudades, hombres, pero primero el verde de las hojas.
Me echaré a dormir sin desnudarme, o leeré si quiero
un libro ajeno, y entretanto los retales del año,
como un perro que ha huido de su ciego,
atraviesan la calle por el paso indicado.
La libertad es
no recordar entero el nombre del tirano,
y que sea la saliva más dulce que el almíbar,
y, aunque estrujen tu cerebro cual cuerno de carnero,
no mane nada ya del ojo azul.
1975 – 1976
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
Post aetatem nostram
A A. Ya. Serguéyev
I. «Imperio -país para idiotas.»
Llega el Emperador y el tráfico está cortado.
Se apretuja el gentío
contra los legionarios: canciones y gritos;
pero el palanquín marcha cerrado. El objeto del amor
no quiere ser objeto de curiosos.
Tras el palacio, en un café vacío,
un griego vagabundo jugando al dominó
con un barbudo inválido. En los manteles
descienden los despojos de la luz exterior,
y el eco de los vivas mueve suavemente
las cortinas. El griego, que ha perdido,
cuenta los dracmas; encarga el vencedor
un huevo crudo y una pizca de sal.
En la espaciosa alcoba, un viejo rentista
cuenta a una joven hetera
que vio al Emperador.
La hetera no lo cree y de él se carcajea.
Así son sus preludios al juego del amor.
1970
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
Ulises a Telémaco
Querido Telémaco,
la Guerra de Troya
ha terminado. No recuerdo quién venció.
Los griegos, debe ser: los griegos, quién si no,
puede dejar en tierra extraña tantos muertos…
De todos modos, el camino que me lleva al hogar
resulta que se alarga demasiado.
Como si Poseidón, mientras perdíamos el tiempo,
hubiera dilatado el espacio.
Ignoro dónde estoy y lo que veo ante mí.
Al parecer, una isla, sucia, arbustos,
casas, gruñir de cerdos, un jardín
abandonado, cierta reina, hierba y pedruscos…
Telémaco, querido, en verdad
todas las islas se parecen una a otra
cuando es tan largo el viaje: el cerebro ya
va perdiendo la cuenta de las olas,
el ojo, tiznado de tanto horizonte, echa a llorar,
la carne de las aguas obtura el oído.
No recuerdo ya cómo acabó la guerra,
ni cuántos años tienes hoy recuerdo.
Hazte hombre, Telémaco, y crece.
Sólo los dioses saben si hemos de encontrarnos.
Tampoco ahora ya no eres el chiquillo
ante el cual detuve aquellos toros.
Hoy, de no ser por Palamedes, estaría a tu lado.
Pero tal vez sea mejor así: pues sin mí
te has librado de los males de Edipo,
y en tus sueños, Telémaco, ignoras el pecado.
1972
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
Y no importa que un vacío empiece a abrirse…
Y no importa que un vacío empiece a abrirse
de entre tus sentires, que tras la gris tristeza
crepite el miedo y, digamos, un foso de furor.
Porque en la era atómica, cuando tiembla hasta la roca,
podremos sólo salvar los muros del hogar,
los corazones, fundiéndolos con fuerza igual
y nexo semejante a la muerte que los viene a acechar.
Y temblarás al escuchar decir: «Querido».
Noviembre – diciembre de 1964
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente
Yo no era más que aquello que tú…
A.M.B.
Yo no era más que aquello que tú
con la mano acariciabas,
allí donde en noche de pavor,
cerrada, la frente reclinabas.
Yo no era más que aquello que tú
distinguías allá, abajo:
primero, solamente imagen vaga,
mucho después, también los rasgos.
Tú fuiste quien, ardiendo,
creaste en un susurro
las conchas de mi oído,
el diestro y el siniestro.
Tú quien, meciendo la cortina
en el mojado cuenco de la boca,
me plantaste la voz
que te llamaba a gritos.
Yo estaba ciego, simplemente.
Y tú, escondida, brotando,
me obsequiabas el don de ver.
Así es como se deja rastro.
Así es como se engendran mundos.
Así, a menudo, tras crearlos,
los dejan dando vueltas
los dones dilapidando.
Así, ora al fuego lanzado,
ora al frío, ya a la luz, ya a lo oscuro,
perdido en la creación del mundo,
el globo va girando.
1981
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente