Filósofo de Cirene enamorado del amor
Y es que la belleza, en efecto, promete un infinito.
¿Qué ves en el hermoso cuerpo joven?
Como un día al comienzo del verano – contestó –
cuando todo es brillo y delicia.
Y la carne vibra en éxtasis dorado,
y se balancea el pelo juvenil
como las ramas más altas de los árboles,
y semeja que el minuto aquél no tendrá fin.
¿Pero no hay más? ¿No notas acaso tú,
como si el cuerpo bello fuese la frontera de otro reino?
Es eterno, te dices. Y promete además
un mundo donde la perfección será costumbre.
Y le ves brincando en la dulce alegría de sí mismo,
como un quimérico país donde el sol más benigno
y la hierba y el río jamás terminasen…
¿Ves solamente la belleza del cuerpo?
¿La armonía del torso, la flor de la cintura?
Miras también tus deseos eternamente vivos,
tu antiguo cuerpo joven siempre igual a sí mismo,
la amistad perdurable con nobles camaradas
en inmóviles días de luz y primavera,
y el continuo torrente de la sangre detenido
con él, en el momento álgido
en que pasión de piel, espasmo entre los brazos,
significa también felicidad, amor,
perfección de lo exacto, inmutable placer
en que vive la mente su carne como espíritu…
El cuerpo juvenil es mucho más que él mismo.
Permanente promesa que se cumple en promesa,
mundo de plenitud vivido en luz del mundo,
júbilo de su tacto, oro, sed, perfumes,
como si el aspirar, el palpar, la bebida,
el vuelo portentoso no concluyesen nunca…
Y es que la belleza -repitió- promete, en efecto, un infinito.
Hécate divina
Es un sueño. Y en el sueño (que es despertar abrupto)
hay un amigo antiguo, ahora ilustre,
con gran batón barroco
en barcas que figuran el río del adiós
o del olvido…
Ese amigo ha traicionado la moral que quiso.
Ha traicionado, en el altar del sol,
los fuegos de la luna que quisimos,
fuegos fríos de dioses antinormativos,
dioses del no, del nunca, dioses rebeldes, vivos…
¿No fue nunca mi amigo en su verdad lunar?
¿Fue sólo ocasional su luna?
¿O es la traición -incluso la más simple-
corrientísima moneda de la vida?.
Éramos, no somos.
Sólo un trecho caminamos con alguien.
El camino, frecuentemente, se hace sólo,
y cambian, mudan las fugaces
y dulces compañías…
¿Traición o imposible?
Yo no sé si existe la amistad
y muchas veces dudo del camino y la meta…
Pero nunca he dudado de la luna y la noche.
De sus dioses salvajes, rebeldes, juveniles…
(Incluso cuando no sabía).
Sólo he querido la ley contra la Ley.
Sólo he querido rehacer el mundo.
Sólo la radical desobediencia.
(Pese al río que pasa y que es constante olvido).
Infancias y suicidios
Sí, claro que pensé en el suicidio. Tenía dieciséis años
y habían logrado -tras un aparente primera felicidad-
mancharme de mí mismo hasta lo abyecto…
Ser como era me condenaba, me hundía.
La verdad es que antes, cuatro años atrás,
ya podría, consecuentemente, haber pensado en desaparecer.
¿Me salvaron los libros, la fantasía, los sueños?
¿La falsa maravilla acaso con que pensaba edificar mi vida?
Todo me condenaba. ¿Lo sabías?
Pese al silencio, pese a las ofensas, pese a la oscuridad
tan sola, llegué a pensar en el suicidio.
Es extraño que lograra sobrevivir.
Lo pienso ahora, lejos. Insólito haber llegado acá,
Si bien se mira.
Algunos también como yo, se ahogaron casi en sus islas.
Alguien me dio el nombre y la seña salvadora:
los proscritos tenemos también un reino.
La seña de Caín. Algo parecido.
Los deshauciados por el infame reino del Bien.
En los ojos un vago nublo de melancolía…
Acaso me lo dijo el decadente, sólida y rotunda efigie.
Somos tu mundo. No estás solo.
El reino de los réprobos. La raza de los acusados.
¿Te acuerdas?
Saberme en el mal
me devolvió entonces a la bondad de la vida.
Del suicidio no quedó, lógicamente,
más que una notoria disposición a la bruma
y la fraternal nostalgia hacia todas las caídas.
Inténtalo, sensitivo
Si me lo hubieran descrito, hubiese dicho
no, no se puede vivir ahí. La oscuridad que hay
dentro quiere destruirte. Y el desprecio,
la desgana, la fatalidad buscan la muerte.
Claro que tampoco quieres morir, o no exactamente
morir, cesar acaso. Porque es muy difícil vivir ahí.
Los pensamientos te tambalean. Se despeñan.
Gesticulan. Golpean contra ti. Buscan herirte
fingiendo otras destrucciones. Tu pensamiento
se vuelve violento, paria, obtuso, y quiere,
quiere morir, o no exactamente, cesar. No se puede
vivir ahí. Un yermo. Ajeno al aire. Poca la luz.
Ajeno al movimiento. Sin gozo, sin voz casi,
con luces agrias. Si te lo describo con imágenes
de delirio y pesantez: No, no se puede vivir ahí.
El dolor es un país inhabitable, que
está habitado. Y cuantos recorren ese país
-por un mismo camino- viajan solos…
No se puede vivir. Voy caminando.
La tarde dichosa
Era una edad de libros y de escasos placeres.
Yo no pude, por tanto, haber sido uno de ellos,
y es otra cosa más que el Tiempo me adeuda.
* * *
En el extremo mismo de la juventud, uno es
frágil y esbelto con algo de pétalo y foscor en los ojos.
Y el otro un leve atleta, con los músculos tensos,
y alguna gallardía, rondando los dieciocho.
En el rincón penúltimo de un bar de esos, sentados,
la espalda se acarician y se besan después, muy lentamente.
La historia que hay detrás no es difícil saberla.
Días con sol y trenes sin nombre hacia el futuro,
y el mundo (ya lo ves) erguido en realidad perfecta.
“Huir del invierno” 1977 -1981
Labios bellos, ámbar suave
Con sólo verte una vez te otorgué un nombre,
para ti levanté una bella historia humana.
Una casa entre árboles y amor a media noche,
un deseo y un libro, las rosas del placer
y la desidia. Imaginé tu cuerpo
tan dulce en el estío, bañado entre las
viñas, un beso fugitivo y aquel -“Espera,
no te vayas aún, aún es temprano”.
Te llegué a ver totalmente a mi lado.
El aire oreaba tu cabello, y fue sólo
pasar, apenas un minuto y ya dejarte.
Todo un amor, jazmín de un solo instante.
Mas es grato saber que nos tuvo un deseo,
y que no hubo futuro ni presente ni pasado.
“El viaje a Bizancio” 1972 – 1974
Las rosas
Entonces hubiera gritado:
¡Señor, salva a Juan!
He visto deshacerse muchas bellezas;
sería bueno que quedase
una como emblema de nuestro
tiempo, un licor joven
que -contra el uso-
no envejeciera nunca…
Aún es hoy como monda
de naranja, y sonríe,
y un aroma delgado
aún llena el aire…
Pero no, tampoco mi oración
obtuvo respuesta.
Los monasterios más ocultos
Aludra dejó aquel inédito: Viajes solares…
¿Era un sueño ese sur sarraceno y sarraceno?
¿Guardaba un mundo acre la íntima piel del durazno?
En compañía de aquel pintor mexicano
penetramos los vastos reinos ilimítrofes del Sahel…
Y aunque aquel mundo de sol y serpientes
se volvía en la noche corzo de agua y caricioso tigre,
el pintor insistía en el fondo del viaje:
Llegar -aún muy brevemente- al centro del desierto,
donde Aludra situó la plenitud.
Marún y Hasim dispusieron tiendas,
fruta, música, y los viejos ciegos, guiadores…
Aún parecía que el primitivo regazo del placer
alargaría sus manos y sus piernas dulces, desveladas…
Y aquella noche antigua
(porque hacia el interior las estrellas fulgen tan cerca)
un líquido amoroso nos impregnó
los dedos y los labios en sedas
de aquellos oscuros Marún y Hasim, azules,
cuando el cuerpo perfecciona la música…
El pintor dijo a Gustavo Sendón: Es extraño,
siento que morir no importaría, no se sentiría
en este momento…
La amanecida -naranja y rosa- parecía blanda.
El esplendor llegó más tarde.
La luz del sol, la perfección de la luz,
lo vuelven piedra cuarzo,
y es tan geométrico el rayo,
tan exacta la caída
y tan sublime el transparente poliedro
ígneo y puro,
que la vida deja de existir. Desaparece enteramente.
Porque en la perfección -narró el profesor- nunca hay vida.
Apenas podíamos movernos. El sol mataba el agua
y agrietaba los labios;
la perfección -que es de un solo color-
genera un laberinto. La luz da a la luz
y el cristal al cristal: Monumentos de vidrio.
Marún y Hasim -de húmeda cintura- murieron
sin llegar a Tombuctú.
Y al pintor y a mí, casi exhaustos, cubiertos de llagas,
nos recogió un cuerpo de la Legión Extranjera, no supimos
adónde…
La perfección está justo antes de la perfección.
Igual que el placer y la dicha brotan, maravillosos,
la víspera del festivo.
Pues nunca vemos, amigo, lo que no está profundamente oculto.
Magia en verano
Me recreo ante tu cuerpo como ante un paisaje
imprevisto. Me sorprende verte en la desnudez juvenil,
y ansío recorrerlo, como una anhelada geografía.
Me ves pensando en la umbría vegetal de algunas
grutas, o en el agua del muslo donde brillan las venas.
Me perderé en un bosque que cruzo con mis manos,
y pediré una larga estepa donde los labios hablen.
Me ves sorprendido, anonadado, pensando en habitarte.
Y tú, mientras, te abandonas al cálido primor del aire.
Te dejas en la luz, que te navega; y si miro tus ojos
vuelvo al jardín oscuro donde es verano el verde.
Te miro otra vez y casi no te creo posible. Fulges,
encantas, guarda tu cuerpo el hechizo insabido de la tierra.
Y despacio sonríes al irme yo acercando, atónito,
hacia ti mientras el sol nos cubre con su luz, nos desdibuja,
y nos va metiendo en la calma inmensa y rubia de la tarde.
Martas cibelinas
Yo, señor, salí de Rusia por Crimea.
Era en 1919.
Hacía diseños vanguardistas para los ballets.
Pintaba colores infames, excesivos, caucásicos,
y vestía con delicado exotismo…
En Estambul, primero,
viví la miseria de amores sin dueño.
Era fácil. Divinamente fácil.
La tela blanca, fresca, sienta lujos en la piel oscura.
Pero también llegó al desorden.
Fui a Londres -vía Plymouth-
y luego a París (el inevitable París, toldos de perla)
donde pasaba tardes cansinas en un restaurant
y noches desgalichadas, obtusas, moradas de lujo,
con vodka barato y blinis mal hechos,
y caballeros a la antigua usanza
que pedían a ese mínimo lujo -y mi cintura-
el dulce perdón de los pecados…
Pecadores cuantos vivimos -decía el viejo pope-
sólo en la caridad hay salvación.
Soñábamos en la patria lejos. En días de nieve y oro.
Días de troikas y pieles blancas,
amores de armiño, adolescentes, isbas, sones de
la melancolía
vuelta perspectivas neoclásicas, cúpulas bulbosas…
Han pasado -querido señor- más de setenta años.
Casi todos han muerto. Son nietos, sobrinos, otros, lejos,
nadie.
Yo no he cambiado apenas. He perdido la cuenta. Casi no
sé mis años.
Vivo en España. Estuve en Porto. Volví a Berlín.
Ya sólo sé que todo es exilio.
Sólo que mi patria no existe. Que la patria -si es- está
muy lejos.
Sólo sé que todo es provisión. Esperanza, futuro, nada.
Sólo sé que cambiaré de pisos y ciudades,
siempre con recibos de la luz pendientes,
con viejas botellas de vodka en los rincones,
periódicos sin fecha, libros gastados, húmedos,
palabras de una lengua ausente…
Siempre sin fe, aguardando, sin esperanza, atentos.
Sólo sé que hay pisos estrechos,
nombres falsos, oscuros uniformes,
títulos vanos, inventos de aquel reino, frases falsas del
Emperador.
Recuerdo de orgías que no existieron nunca.
Música en palacios de deshielo, violines sin cuerdas…
Sólo que no volveré nunca.
Sólo que no soy de ningún sitio.
Que nunca estuve donde creí estar. Que nada sé,
y que la ilusa patria no existió ni existirá,
ni es posible.
En un perpetuo otoño, los quinqués dan una luz muy
tibia.
Crees en una casa. Pero toda casa está vacía.
Mercedes
Aunque el tiempo nos haya separado
(no es el tiempo sino la vida quien aleja)
no debo, no sería lícito olvidarte y ser injusto contigo.
Porque si tu presente de mujer burguesa
está tan lejos de lo que creo y siento,
a la muchachita que fuiste, junto a mí
la amé hasta ese natural punto que
no precisa palabras, ni declaración ni sexo.
Era la amistad el calor, más allá de otros lazos.
Jugaba contigo y me reía contigo
y te buscaba cuando estaba solo (tantas veces)
sin que tú nunca me fallaras ni mostrases
extrañeza. ¿Te acuerdas de cómo nos reíamos?
Jugábamos a chicas y hablábamos del mundo.
Íbamos al cine y me contabas, por fin,
los chicos que te gustaban, los actores, los sueños
de lo que ambos seríamos huyendo de aquella
adolescencia en el opaco, hosco Madrid cerrado
a la libertad, de los mediados sesenta. Adiós,
amiga mía, nunca será como antes y nunca hablaremos
como hablábamos entonces. Tú vas en tu avión
y yo vuelo -no sé cómo- en dirección contraria.
Pero te recuerdo y te doy las gracias. Única
amiga de mi infancia. Por ti no estuve solo del todo.
Por ti sentí que la vida podría ser amable.
Para ti fui un niño normal y corriente,
al que quisiste -creo- y te quería. Otro amigo.
Jamás sentí que me mirases con extrañeza.
Pocos -poquísimos- me vieron tan real, tan cerca.
De “Herejías privadas”
Morboso
Los ojos eran extremadamente hermosos.
Los labios de una carne muy dulce.
No era, en fin, tan joven como su belleza.
Gemía, se turbaba, descendía a los sótanos
más húmedos del cuerpo,
usaba su saliva como miel,
simulaba trances de pequeña muerte,
indudablemente efímeros y ciertos. ..
Algo en él era terriblemente delicado,
algo semejaba un perfume muy oscuro
de jazmines enfermos.
Era la suavidad de un lecho de agua,
la escurridiza obsesión de las ojeras,
la blanca piel, suntuosamente condenada.
La sexualidad más sórdida se le volvía azul.
Era el fin del mundo en filo de primavera.
Sabes que no era amor, ni amistad;
sólo un placer que se mira en espejos de noche.
Únicamente esperaba deshacer tu sensualidad en sus muslos.
Cada amanecer deseaba el horror del amor romántico.
Como húmeda flora,
putrefacción, y hermosura.
Luz lunar en un valle de caricias.
Era la belleza extremadamente turbia.
Su sexo descansaba, magnífico, como un león satisfecho…
Ni memoria ni olvido
Yo quise olvidar, estoy seguro. Incluso
aceleré tanto los caballos lujosos de mi vida
que pude haber llegado más allá del olvido.
Pero si hay arte en olvidar, cuando el recuerdo
vuelve, no como nostalgia sino cual boca viva,
también ha de haber arte en no sucumbir
a esa trepidación de odio, tristeza y futuro
que es el recuerdo no deseado, aquel garfio
que resultó, a la postre, más potente que la fantasía.
Quise olvidar. Quise tapar al niño negro que fui,
a esas tardes tan tristes, a los días violentos,
al extraño odio de unos camaradas de piedra…
Quise habitar un palacio de olvido. Y no pude.
Afortunadamente, dioses, no he podido. Pues si
es un arte olvidar, también lo es (y terrible)
volver virgen a morder aquella gruta podrida.
Oratio amatoria
Fueron dos o tres tardes de verano. Y esa noche
la primera casa prestada que recuerdo.
Si alguien me hubiese dicho entonces si te amaba,
¿qué habría contestado? Quería tus ojos negros,
el río oscuro y casi niño de tu hermoso cuerpo…
* * *
Otro año después, era casi el otoño. Un calor
opaco y dorado con sabor de merienda…
Y otra casa prestada a la hora de la siesta.
¿Te amaba? Me incendiaban tus ojos de africana
luna, y tu piel que enseñaba a mis manos delicia.
Y me acuerdo también de tu postura aquella,
y del fruto pequeño, escondido; y tu risa…
Te besaba. Yo hubiera querido allí morir contigo.
* * *
Pasó tiempo de nuevo. Y la casa prestada era
al menos la quinta. Yo te bañé de noche
y te unté de colonia (era invierno) y tus ojos
inmensos me querían. Hablábamos. Me contaste (y vi)
lo de las purgaciones. ¿Era el amor aquello?
Un nombre que sentaba muy bien a tu belleza.
* * *
Estés donde estés. Te suceda lo que te suceda,
yo te deseo el bien mayor, la bondad
imposible en este mundo. Te deseo el antiguo
verano y su agua dulce. El oro que mereces,
un bonancible viaje, y el amor que sé ya
(inútilmente ahora) que entonces te tenía.
“Huir del invierno” 1977 -1981
Piscina
Con un ligero impulso la palanca palpita,
y el desnudo se goza un instante en el aire,
para astillar después en vibraciones verdes
el oro y el azul y la espuma que canta.
Desciendes un momento. Y riela en los visos
del cristal transparente el fuego que galopa
entre las ramas verdes, y es túnica
de seda que amorosa recoge la selva de tu cuerpo.
Te detienes y nadas. El fondo es tu capricho.
Como un solaz de algas que amase tu cabello
te complaces en verte por grutas submarinas.
Y al regresar al sol, nos miras en la orilla,
mientras, toda codicias sexuales, el agua
deseosa, se goza solitaria en tu cintura.
Quimeras
Mi perfecto, mi ídolo de noche, provocación
de mis gozos solitarios mentales…
Te pienso, déjame que te piense. Me dirán
inmaduro, idealista, incapaz de amor.
Déjame suponerme entre tus piernas
(qué bien nos veo) coronarte de hiedras africanas
en idilios fingidos, con agua de rosas rociarte
los pies, pintarte un corazón sobre la cama
revuelta, con el pelo mojado y los ojos ardientes,
encendidos de sexo. En realidad te alabo solo
el perfil, me olvidaré del mundo luego. Tiraré
a la letrina todo, hecho un rebuño. Inmaduro,
del amor incapaz, te he amado por encima
del mundo, más allá de cualquiera…
Vino el amor mental. Siempre viene. Perdona.
Satélite del amor
The moon is the mother of pathos and pity
Wallace Stevens
Es hermoso y sagrado el reino de la noche,
lo pueblan suaves seres que maquillan sus ojos
y mezclan la tristeza con el sabor del júbilo.
Seres agrestes para quienes el amor tiene
todos los nombres del peligro. Las lámparas dejan
su ámbar por la noche. La lluvia su dulzura.
Los inmaduros cuerpos el delicado olor de su erotismo.
Rugen las motos. Cada puerta es un viaje sin destino.
Entonces tu cabello, como la piel suave de los hombros
desnudos, abunda más en bronce, se abandona a los tactos.
Son más dulces los labios. Más cálido de luna el río
esbelto y bello de tus piernas. Somos de ese reino,
donde como en Chuang-tsé, el filósofo, se mezcla sueño y vida.
Donde amar es provocación y goce, y un cuerpo el misticismo.
“El viaje a Bizancio” 1972 – 1974
Sed pagana
Yo miraba aquella noche arder la maravilla.
Os veía abrazándoos, bebidos, tan jóvenes los dos,
bailando entrelazados, alegres, entre la música
festiva y la entibidada luz de un lugar clandestino.
Observaba los ojos cariñosos, el biselado exacto
de los cuerpos tersos -serían apenas diecisiete años-
el fogoso frescor de pestañas y labios. En ambos
la hermosura. La indolencia natural de lo perfecto.
Y pensaba, mirándoos, que mi placer de belleza
y de ginebra no iba desinteresado con la envidia.
Que debía sufrir, claro, por no participar en ese reino.
Pero miraba y era deleite sólo vuestra danza,
deseo vuestras ondas de euritmia jovencísima.
Y pensé: No buscamos el logro, anhelamos deseo.
Que no es la fuente sólo, sino la sed que invita.
De pie en el antro penumbroso, sumido entre la música,
yo miraba aquella noche arder la maravilla.
Tractatus de amore
I
No digas nunca: Ya está aquí el amor.
El amor es siempre un paso más,
el amor es el peldaño ulterior de la escalera,
el amor es continua apetencia,
y si no estás insatisfecho, no hay amor.
El amor es la fruta en la mano,
aún no mordida.
El amor es un perpetuo aguijón,
y un deseo que debe crecer sin valladar.
No digas nunca: Ya está aquí el amor.
El verdadero amor es un no ha llegado todavía…
II
Y es que el verdadero amor -nos dicen- nunca jamás
se parece a su imagen.
Disociadas la forma y la materia,
se nos obliga a elegir,
considerando en más a la anterior morada.
(¡Pequeña traición, dulce retaguardia, muy humana!)
Porque el verdadero amor coincide
con sí mismo,
y dice bien Novalis que todo será cuerpo
un día que anhelamos.
Columna de oro y niño de azul,
el tetractys entregado en la mirada,
tú fuiste al tiempo unísono
el amor y su imagen
y sólo la realidad trastocó nuestros cuerpos
o confundió con falsa voz nuestra amistad equivocada.
Porque no siempre es posible el encuentro
y hostil es, a menudo, el bosque y su carcoma,
y se cubren los senderos de hojas malas…
Mas el verdadero amor, el alto amor,
-lo sé y te vi-
coincide, inevitablemente, con su alta representación afortunada.
III
¿Será el amor vencer tan sólo al cuerpo
con el cuerpo? Porque el ansia de beldad
empuja hacia dentro, para alcanzar un alma
confundida con las formas mismas de la materia…
Y al succionar los labios bebes alma,
y al estrechar el pecho tocas otro jardín
cuyas ramas te alcanzan. Queremos romper
el cuerpo para encontrar el cuerpo, bañarnos
en el pozo acuático de adentro con la imagen
misma que la luz nos muestra. Posesionar
el cuerpo para tocar un alma que es el mismo cuerpo.
Pues al ver y palpar el dorado desierto
de tu cuerpo, saltaba el alma en mis labios
deseando entrar en ti, restregarse a ti, ser en ti,
chupando tus axilas y tus nalgas y tu cuello,
ebria de ti, la absurda, la infame, la degenerada…
IV
Ya que el más alto amor es imposible.
Ya que no existe el alma pura convertida en cuerpo.
Ya que el instante detenido
(¡oh, párate un momento, eres tan bello!)
no es más que un grato sueño de la literatura.
Ya que se muda el dios de un día
y el tiempo torna falaz toda imagen armónica.
Ya que el eterno muchacho es sólo mito
y fugaz representación que solemniza el arte;
cuando alguien nos provoca amor,
cuando sentimos el ansia irreprimible
de estar con fuertemente, y de abrasarnos,
cuando creemos que aquel ser es toda
la dorada plenitud, sin dudar nos engañamos.
(Una magia y un deseo nos embaucan.)
No existe el sumo amor. Es tan sólo
un impulso del alma, y unas horas o unos meses,
ciegos, felices, burlados…
V
Aunque quizá todo esto es mentira.
Y el único amor posible (entiéndase, pues el Amor con mayúscula)
sea un ansia poderosa y humilde de estar juntos,
de compartir problemas, de darse calor bajo los cubrecamas…
Reír con la misma frase del mismo libro
o ir a servirse el vino a la par, cruzando las miradas.
Deseo de relación, de compartir, de comprender tocando,
de entrar en otro ser, que tampoco es luz, ni extraordinario,
pero que es ardor, y delicadeza y dulzura…
No la búsqueda del sol, sino la calma día a día encontrada.
El montón de libros sobre la mesa, tachaduras y tintas
en horarios de clase, el programa de un concierto,
un papel con datos sobre Ophuls y la escuela de Viena…
Quizá es feliz tal Amor, lleno de excepcionales minutos
y de mucha, mucha vulgaridad cotidiana…
Amor de igual a igual, con arrebato y zanjas, pero siempre amor,
un ansia poderosa, pobre, de estar unidos, juntos,
acariciar su pelo mientras suena la música
y hablamos de las clases, de los libros,
de los pantalones vaqueros,
o simplemente de los corazones…
Aunque quizá todo esto es mentira.
Y es la elección, elegir, lo que finalmente nos desgarra.
VI
Pero no utilices la palabra desprecio
si no aceptan el amor que regalas.
Si es un amor de palabras dulces,
de comprensión, de afecto, de ternura,
sabrás bien que el obsequio que
ofreces no lo has de dar tú solo…
Y si es pasión tu amor,
si es un arrebatamiento que desborda
y desdeña la vida cotidiana,
entonces el regalo recae sobre ti propio.
Desprecio no habrá en ningún caso.
Sólo carencia. Echar algo en falta.
Pero es que todo gran amor,
el poderoso amor, el importante amor,
el que llenaría plenamente un vivir,
ése es siempre ausencia, hay un foso
siempre; lo ves y no lo alcanzas…
VII
Eres, al fin, el nombre de todos los deseos.
No importa sin en ti buscamos la solicitud o la amistad.
No importa si es el río dorado de la carne,
o el alma, el inasible alma,
siempre la última frontera.
Son tuyos todos esos nombres, y en ellos te vemos
pero nunca, jamás te acercas.
No eres el codiciado calor de la leña
que temen perder quienes tienen morada y compañero.
No eres el brillo acuático, ni la piel del ídolo solar
que buscan paseantes solitarios.
Tampoco la marcha alada, el cendal bello, la plática antigua
del que desea la corpórea forma (aunque espiritual)
del ángel…
Sombrío dios sin devotos, les prestas tu mirar a todos ellos,
pero ninguno eres.
Estás siempre más allá, más lejos.
Y no te adornan aljabas ni rosas.
Ni proteges en tu seno a quienes nombran la palabra amor,
o dicen cumplirla, célibes y familiares.
Sobre tus largas uñas pones frío oro molido,
y en tus ojos oscuros dejas entrar la luna…
¿Qué nombre darte? ¿Amor Hipólito, Cupido?
Eres un dios de muertos. El dios, por excelencia.
Y pues que nada te cumple, ni rosas te sirven
ni anacreónticas imágenes.
Frío cuerpo de oro, las rojas amapolas te coronan
y las plantas del largo sueño eterno.
Un arte de vivir
Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa,
tu corbata de tarde, la carta que le escribes
a un amigo, la opinión sobre un lienzo, que dirás
en la charla, pero que no tendrás el torpe gusto
de pretender escrita. Beber, que es un placer efímero.
Amar el sol y desear veranos, y el invierno
lentísimo que invita a la nostalgia (¿de dónde
esa nostalgia?). Salir todas las noches, arreglarte
el foulard con cariño esmerado ante el espejo,
embriagarte en belleza cuanto puedas, perseguir
y anhelar jóvenes cuerpos, llanuras prodigiosas,
todo el mundo que cabe en tanta euritmia.
Dejar de amanecida tan fantásticos lechos,
y olerte las manos mientras buscas taxi, gozando
en la memoria, porque hablan de vellos y delicias
y escondidos lugares, y perfumes sin nombre,
dulces como los cuerpos. ¡Qué frío amanecer entonces,
qué triste es, qué bello! Las sábanas te acogerán
después un tanto yermas, y esperarás el sueño.
Del día que vendrá no sabes .nada. (No consultas
oráculos). Te quemarán hastíos y emociones,
tertulias y bellezas, las rosas de un banquete
suntuario, y las viejas callejas, donde se siente
todo, en el verano, como un aroma intenso.
Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa.
y si todo va mal, si al final todo es duro,
como Verlaine, saber ser el rey de un palacio de invierno.
“El viaje a Bizancio” 1972 – 1974
Un cuento en azul
Seguramente estaba sola.
Llevaba los ojos muy cercados de negro.
Era mayor, vieja, con ropas gastadas.
Por la noche -más aún en invierno-
se acercaba a los jardines del convento o del parque
con su bolsa de plástico
llena de despojos para gatos.
Junto a las verjas, entre las plantas, por las aceras
nocturnas,
la vieja dama de los ojos negros,
más sola que el más solo de la tierra,
buscaba a los gatos.
Bonito ven. Ven, mi rey. Para ti también, mimosa.
Toma, linda. Ay, qué bueno, tesoro…
y los gatos callejeros, los gatos atigrados del jardín,
la iban rodeando zalameros, altivos, dulces,
formando una Piedad extraña
de una madre y sus hijos, en el fin de los tiempos.
Mira a la gatera (oí decir otra noche
a unos que pasaban) vaya vieja loca…
Pero la vieja dama de los ojos negros,
con su bolsita de plástico y despojos,
ya no oía. Nunca oía. Porque el mundo
-desde hacía mucho tiempo-
no era afortunadamente real para ella.
Por ello nos sorprendió saber
que una noche de aquellas,
un hermoso muchacho con uniforme azul
se acercase a la dama y le dijese:
Soy el Rey de los Gatos, madame.
Y se cruzaron sus miradas.
Y el muchacho de los ojos gatunos la besó en la boca.
Los gatos se restregaban en sus piernas.
Y tomó de la mano a la dama.
Y se fueron hacia un mundo perfecto,
un maravilloso mundo de luz
que un benévolo dios creó para las viejas locas,
donde los gatos son chicos
y los chicos son gatos
que tienen siete almas, y no envejecen nunca,
como quiso aquel Rey
del Día Primero del Antiguo Mundo Bien Hecho.
Una escena del mundo flotante
Fue, en cierto modo, una historia trivial.
Yo tuve, hace años, algunas parecidas.
Si acaso, aquí no era común su insólita belleza,
ni tampoco su bondad, su grata camaradería.
Lo había mirado varias veces, en ese tiempo
en que la noche era para mí como una caja de sorpresas.
Alguien -no sé cómo- nos acercó un día
en un barito de esos, en calleja pobre y mal estilo
inglés… (Un lugar, incluso hoy, para el desdén absoluto
de la burguesía.) Y todo fue fácil y en seguida.
Tomamos una copa, repasamos los sitios
en que sin duda, días atrás, nos habríamos visto,
y un rato después entrábamos en una cama fría.
Pero era tanta su belleza, había tanta perfección
y calor en su joven cuerpo colmado de delicia,
que recuerdo que al meterme en sus brazos,
al besarnos, y sentir el tacto de su piel total
por vez primera, me estremecí absolutamente,
y me dije que sí, que era verdad, que estaba allí,
y que su boca, su cálida boca, buscaba la mía…