Guillén, Rafael

Reseña biográfica

Poeta español nacido en Granada en 1933.

Ha dedicado su vida a la actividad literaria destacándose en el campo de la narrativa, el ensayo, y especialmente en la poesía.

Pertenece al grupo Generación del 50.

Ha dirigido importantes publicaciones y su obra literaria se encuentra traducida a numerosos idiomas.

Ha publicado más de veinte libros obteniendo numerosos premios

entre los que se destacan:

Premio Países Hispánicos

II Premio Internacional del Círculo de escritores Iberoamericanos

Premio Internacional de Centroamérica

Premio Leopoldo Panero 1966

Premio Guipúzcoa 1968

Premio Boscán 1968

Premio Ciudad de Barcelona 1969

Premio Nacional de Literatura 1994

Premio de la Crítica Andaluza 2003

Alicatado para una tarde de verano

Para traspasar las hojas,

la luz se pone de lado.

Se despereza el aroma

y hay un sopor que, despacio,

deshilachan las zumbonas

avispas del emparrado.

La paz del jardín se esparce

por el brillo del acanto

y la tarde se inaugura

al regarse el empedrado.

Hay rincones invisibles

con amores encalados

y persianas donde crece

la penumbra del verano.

El mirador se remira

en los reflejos más altos.

Alguna risa que llega

por el silencio rampando

y el agua, dueña y señora

por fuentes y por regatos.

El aire tiene un desgaire

de mimbre desangelado.

El arrayán cuadricula

la dicha de estar mirando.

Desde los poyetes, rastras

en macetas de geráneos

cuelgan hasta el arriate

buscando su olor mojado.

El silencio se despierta

picoteado de pájaros.

Las glicinias se retuercen

sobre sus pomos morados

y son de azulejo y frío

los zócalos y los bancos.

El chirrido del portón

anuncia el rito diario.

Las sillas, de recia anea.

El vino, de mano en mano.

La amistad, como beberse

la tarde de un solo trago.

“De Mis amados odres viejos”

Anclado en mi tristeza de profeta…

Anclado en mi tristeza de profeta

sé cuánto ha de valer lo que hoy recibo;

cuánto valdrá después esto que vivo

sujeto a este después que me sujeta.

Mi plenitud en ti quedó incompleta

y espera un no sé qué definitivo.

Mientras, cerca de ti, escribo y escribo,

poeta al fin, en tiempo de poeta.

Sé cuánto ha de valer; eso es lo triste.

Valdrá más de lo mucho que poseo

el recordar lo mucho que me diste.

Profetizado don, con que falseo

esta presente gracia que me asiste

y esa futura gracia que preveo.

Canto a la esposa II

Como un ángel en traje de faena

descompones la casa amanecida.

Las camas y las mesas se abandonan

sin recato, las faldas levantadas.

¡Sacude viejos pasos de la alfombra,

que tu amor no es posible sin nacer cada día!

El brillo soñoliento del barniz y del vidrio

despierta a la caricia puntual del plumero,

el reloj te presiente y acelera el latido.

La escoba te florece entre las manos.

¡Canta más alto y barre los recelos;

que quede el aire justo por los cuartos!

Hay una pausa siempre donde la sangre clama.

Es cuando se doblega tu maternal cintura

y un racimo de niños colgados de tu cuello,

pone a punto de risa la claridad del día.

Esposa del amor y la cocina,

de la sonrisa fácil y el pelo alborotado,

de las mangas subidas y la mirada casta.

Aún no sé si es mi paz ese diario

trajín, en el que envuelves

nuestro amor, o si es acaso

mi paz este mirarte atareada

como libando aquí y allá en lo nuestro.

O si es mi paz el vuelo de tu falda,

o el aire de domingo con que pones la mesa.

Dos pájaros te escoltan cuando sales al patio.

Las tapias encaladas te roban la limpieza.

¡Tiende alta tu blusa y mi pañuelo

para que puedan verse desde el mar!

¡Tiende al sol tu recato y tu blancura

y que se sequen pronto los recuerdos!

Esposa del amor y la costura,

del cesto y de la plancha, que apaciguas

constante mi inquietud, como serenas

el mar blanco y rizado de las sábanas.

Después, la mano umbrosa de la tarde vencida

apaga lentamente rendijas y ventanas;

mientras por una escala de palabras mimosas

se te suben los hijos a la altura del beso.

Pasa un silencio por la línea exacta

donde termina el día,

y la luz se deshace iluminando

pequeños universos interiores.

Es cuando tú, sentada y poderosa,

redondeas el día dando forma al sosiego.

Es cuando tú preparas los caminos

por donde el bien resbala hasta entrar en la casa.

Es cuando tú presides la alegría.

La amiga noche, esposa, no se acerca

hasta que tú le tienes mullida la almohada.

Cristal romano

Si este ungüentario de cristal romano

que veinte siglos irisaron, donde

la transparencia envejecida apenas

deja ya ver el soplo que le diera

forma de lágrima y que aún se esconde

en su interior como con miedo a verse

en otro tiempo; si este vaso leve

que otro soplo o milagro ha conservado

indemne entre los mármoles partidos

de la arrasada villa, resbalase

de mis manos y en un funesto instante

se estrellase en el suelo dulcemente,

consternación aparte, no sabría

apreciar las distintas magnitudes

de tamaño suceso, ni sabría

ponerle fecha; pero estoy seguro

de que en el tiempo aquel, que permanece

detenido entre togas y columnas,

se oirían los clamores del desastre.

Cristales empañados

Se fue, no tan despacio que no hubiera

un desajuste tenue en la calima

del asfalto, y su falda

parecía más triste en el andar y hubo

como una duda, o tal vez no, y la acera

se fue estrechando al alejarse y, luego,

pareció, quizás fuera

su delgadez, sus hombros, que no iba,

que volvía a la infancia, y en la calle

apenas cabía el sol y mi mirada

y una música urbana que, tan joven,

surgió de un bar con soledad y miedo.

¿Te veías tú, acaso, dime, como

si te pudieras ver, de espaldas, sola,

pegada a la pared, andando, yéndote?

Me fui. Recuerdo que el vacío

aquél era ya parte

de mí. Porque me estuve yendo

todo el tiempo que, arriba, la buhardilla,

cama deshecha, sábanas con restos

de calor, vasos, deja

ya de fumar, me estuve

dejando ir en no querer ser pasto

de ciudad, y las calles

y el ruido estaba en mí y tus ojos, habla,

¿por qué te vas?, estaban

alrededor de mí; ser pasto

de ventanas cerradas, un quejido

o una sirena a media noche, esquinas

donde comprar la nada, el estallido

de la nada, acompáñame, me estuve

yendo de mí todo aquel tiempo tan hermoso.

Se fue y era de noche

en torno a su cintura y sus vaqueros

gastados. La bufanda, con su historia

ella también, entretejida, daba

una vuelta a la tibia

cadencia de su cuello y la seguía

a través de la lluvia y algún perro

y la insolente luz de los semáforos

poniendo en orden el desierto y, lejos,

la otra oscuridad, la que está hecha

de violencia y portales y mugrientas

escaleras.

Me fui de tanta prisa

por conocer, de tanto estar contigo,

de tanta juventud, frío empañando

los cristales, de tanto amor, la estufa,

libros y discos en desorden, altas

madrugadas del beso, tus preguntas,

café para el cansancio, las paredes,

tu pelo, el desconcierto de estar vivo.

Toda esta vida me sostiene ahora.

Todo este tiempo aquél que es lo que tengo,

lo único que tengo. Tanto irse,

tanto perder, tal desapego,

tanta sinceridad, tan armoniosa

desventura, tan sabio desvarío,

tal desesperación, tanta belleza.

De nuevo te esperé en el desconsuelo…

De nuevo te esperé en el desconsuelo

de la esquina. Por el bullicio oscuro

iban, venían rojos autobuses,

acharolados taxis que, ocupados,

se detenían un segundo antes

del desencanto. La farola daba

entintado de comic a la espera.

Los taxis están hechos con materia

de soledad, de presurosos besos,

de palabras sin terminar, de rápidos

adioses, de cabezas que se vuelven

como pidiendo auxilio. Cada taxi

va tejiendo y tejiendo su capullo

de seda por las calles, va encerrando

su mariposa entre los hilos tensos

de la ciudad que gime y que lo envuelve.

¿Por qué querer es esperar?. La lluvia

tenaz parpadeaba en el cambiante

neón de Piccadilly y los neumáticos

por el asfalto húmedo sonaban

como el desuello de una piel inmensa.

Todo el desecho de la prisa iba

acumulado en los asientos turbios

de los taxis. Su tántalo destino

era llegar para volver de nuevo.

Los taxis se alimentan de colillas,

de tersos portafolios, de monturas

de gafas, de coronas funerarias,

de perfumados guantes, de pañuelos

inmundos, de paraguas olvidados.

El horizonte de los taxis nace

a espaldas de la luz, está poblado

de sanatorios y consultas, linda

con discos y semáforos, discurre

por negocios y apremios y legajos.

¿A dónde va el amor cuando no acude

a nuestra cita?. Una lenta hilera

de gotas resbalaban por el borde

de la farola anochecida. Un golpe

de tos quebrada restalló muy cerca

de mi bufanda. El viento me azuzaba

los mastines del frío. Y otros taxis

pasaban sin parar, como otras noches,

como todas las noches de mi vida.

Cuando al amanecer se quedan solos

los taxis, se acarician la gastada

tapicería, que conserva algunas

viejas huellas de semen o de lágrimas.

Donde sonó una risa, en el recinto…

Donde sonó una risa, en el recinto

del aire, en los pasillos transparentes

del aire donde, un día

sonó una risa azul, tal vez dorada,

queda por siempre un hueco, un lienzo triste,

un muro acribillado, un arco roto,

algo como el desgaire de una mano

cansada, como un trozo

de madera podrida en una playa.

Donde saltó la vida y luego nada

echó a rodar, y luego nada, queda

una cama deshecha,

un cuarto clausurado, un portón viejo

en el vacío, algo

como un andén cubierto por la arena;

queda por siempre el hueco

que deja un estampido por el bosque.

De bruces, husmeando, rastreando

unas huellas, tirando

del hilo de un perfume,

penetra el corazón por galerías

que un latido de sangre subterránea

horadó alguna vez y allí quedaron.

Y que allí permanecen con su húmeda

oscuridad de tigres en acecho.

Penetra el corazón a tientas, llama

y su misma llamada lo sepulta.

Donde sonó una risa, una vidriera,

una delgada lámina de espacio

estalló lentamente. Y no es posible

poner de nuevo en orden tanta ruina.

Un nuevo aliento merodea. Llegan

otros sonidos hasta el borde y piden

su momento para existir. Afluyen

nuevas formas de vida

que al final toman cuerpo y se acomodan.

Pero el tiempo ya es otro y el espacio

ya es otro y no es posible

revivir lo que el tiempo desordena.

En la cresta del agua o de la espuma

donde una risa naufragó, ya nada

podrá buscar, hundirse, hallar los restos,

nadie podrá decir: éste es el sitio.

El mar no tiene sitios y sus cimas

son instantes de brillo y se disuelven.

Pero quedan los huecos, queda el tiempo.

El tiempo es un conjunto

de irrellenables huecos sucesivos.

Donde sonó una risa queda un hueco,

un coágulo de nada, una lejana

polvareda que fue,

que ya no está, pero que sigue hablando,

diciendo al alma que, en alguna parte

algo cruzó al galope y se ha perdido.

El miedo, no. Tal vez, alta calina…

El miedo, no. Tal vez, alta calina,

la posibilidad del miedo, el muro

que puede derrumbarse, porque es cierto

que detrás está el mar.

El miedo, no. El miedo tiene rostro,

es exterior, concreto,

como un fusil, como una cerradura,

como un niño sufriendo,

como lo negro que se esconde en todas

las bocas de los hombres.

El miedo, no, Tal vez sólo el estigma

de los hijos del miedo.

Es una angosta calle interminable

con todas las ventanas apagadas.

Es una hilera de viscosas manos

amables, sí, no amigas.

Es una pesadilla

de espeluznantes y corteses ritos.

El miedo, no. El miedo es un portazo.

Estoy hablando aquí de un laberinto

de puertas entornadas, con supuestas

razones para ser, para no ser,

para clasificar la desventura,

o la ventura, el pan, o la mirada

-ternura y miedo y frío- por los hijos

que crecen. Y el silencio.

Y las ciudades rutilantes, huecas.

Y la mediocridad, como una lava

caliente, derramada

sobre el trigo, y la voz, y las ideas.

No es el miedo. Aún no ha llegado el miedo.

Pero vendrá. Es la conciencia doble

de que la paz también es movimiento.

Y lo digo en voz alta y receloso.

Y no es el miedo, no. Es la certeza

de que me estoy jugando, en una carta,

lo único que pude,

tallo a tallo, hacinar para los hombres.

Ella vendrá, saladamente húmeda…

Ella vendrá, saladamente húmeda,

tenuemente velada

por el polvo de agua que liberan

las olas al romper.

Uno por uno, intento

ir forzando los límites. Y espero.

No sé que espero, ni por qué. Es un modo

de reclamar mi parte de aventura.

Ella vendrá. Vendrá desde la noche.

Como un débil galope que se acerca.

Como el recuerdo de una risa. Como

el eco de las voces que, otros tiempos,

habitaron la casa abandonada.

Ella vendrá. Yo creo en el misterio.

La fe en lo transparente, en lo que existe

alrededor de la materia; el vago

presentimiento ilógico; el deseo

me salvará. Yo creo

en la otra mitad de lo visible.

Ella vendrá, saliendo del espejo.

Sonriendo desde un retrato antiguo.

Será un leve crujido en la escalera,

el ruido de unos pasos por el techo,

una cortina que se mueve, un vaso

de cristal que se rompe sin tocarlo.

Ella vendrá, como una paz lejana.

Vendrá como un aroma

de vaguadas y montes, cabalgando

a lomos de la tarde.

Ella vendrá al final, no sé por dónde;

tal vez por el atajo

de alguna dimensión desconocida.

Ser hombre es resistirse.

Ser hombre es cometer, conscientemente,

un pecado de lesa desmesura.

Ser hombre es ser testigo de lo absurdo.

Ella vendrá, engarzada en una chispa

de pedernal. Abriendo paso al rayo.

Deslumbrante en la proa

de una infinita luz que se aproxima.

Escultor

En mis manos tu barro, te moldeo

con ternura. Mi soplo y mi caricia

dieron ser a la curva que te inicia.

Si carne te pensé, viento te veo.

Vaciada ya tu forma, me recreo,

te atesoro. No culpes mi codicia.

Alta puse la mira: tu primicia

esculpida a cincel en mi deseo.

Yo, escultor, sólo pido por mi arte

el contemplar mi obra: contemplarte.

Pero tú ya eres tú, aunque eras mía,

y si una vez te arredra mi egoísmo,

puedes irte si quieres. Me es lo mismo.

Te crearé, de nuevo, cualquier día.

Gesto final

Un hombre está tumbado bajo el cielo.

Se le ha apagado el tacto. Las hormigas

pueden subir el trigo por su cuello.

Esto es lo más terrible de los muertos:

que la vida los cubre y los absorbe.

Porque un hombre está muerto, y en la plaza

siguen jugando al tute los de siempre,

y se espera que grane la cosecha,

y hay barcos en los puertos, preparados

para zarpar al despuntar el alba.

Un muerto es la esperanza boca abajo.

Porque un hombre está muerto y todavía

es posible que tiene en los bolsillos

un paquete empezado de tabaco.

Y esto es lo más terrible de los muertos:

que se paran de pronto entre las cosas.

Ha muerto un hombre cuando se desdobla

y se mira su cuerpo, desde enfrente,

y se tiende la mano, y se despide.

Ha muerto un hombre, irremisiblemente,

cuando mueren los que lo recordaban.

Los muertos se resisten a estar muertos

y se defienden con su peso inerte,

y es terrible su grito cuando luchan

porque sólo se oye con los ojos.

Hay que amar a los muertos, comprenderlos.

Son como niños buenos enfadados.

Les han robado el aro y la cometa

y se han quedado tristes para siempre.

La espera y la esperanza

No es la esperanza, no. Sólo es la espera

lo que fijo me tiene a tu querencia.

tu palpable regreso a mí, evidencia

una ignorada ansia pasajera.

Si mucho es esperarte, aún más fuera

esperanzarte. Ciega mi impotencia,

no sabe de accidentes ni de esencia.

De ahí, el querer, quizás lo que no quiera.

Para esperarte tengo el sentimiento.

Esperanzado, nada tengo. Un viento,

acaso, que me enlaza a lo lejano.

La esperanza es un premio gratuito

a la espera; un don casi infinito

por un merecimiento casi humano.

Lindo con tu silencio, en la hora fría…

Lindo con tu silencio, en la hora fría

en que todo está dicho. Palpo ciego

tu encontrado silencio. Parto y llego

de silencio a silencio, día a día.

Cierto estoy de que cierto no podría

entrar en tus murallas . Cierto niego

que haya más fuerza en mí que la que entrego

a tu silencio, duda en ti, ya mía.

Con él limito. Sé que es la frontera

de no sé qué. -Tu muda primavera

torna en dudosos vientos mis certezas-.

Y en torno sigue tu silencio, y sigo

pensando en ti y sin ti, pero contigo,

si es que mueres en él o en él empiezas.

Miedo un instante

Tengo miedo de ti, o de mí. Cabalgo,

cabalgas tú mi piel por los umbrales

sombríos del amor. Y nunca sales

a mi luz, a tu luz. Y nunca salgo.

Tengo un algo de ti. Tienes un algo

de mí por tus distancias siderales.

¡Ah, si Dios me dijese lo que vales

para poder saber lo que yo valgo!

Estoy, estás, como cumpliendo un rito,

como dando postura por el viento

a esta voz con que gritas, con que grito.

Todo termina, justo, en el momento

en que casi nos toca lo infinito.

tienes miedo, y me mientes. Y te miento.

Poema del no

Me decías que no. Por tu mirada

pasaban barcos lentamente. Había

gaviotas en tus ojos, en tus blandos,

oscuros ojos grandes,

donde iba cayendo la amargura

como un anochecer de altas sirenas

en los puertos del Sur.

Me decías que no serenamente.

Era un no original, que ya existía

antes que tú, que hablaba por sí mismo

mientras que tú, impotente, absorta, fijos

en mí tus ojos, lo sentías vivo,

palpabas su raíz por tus adentros.

Era un no adivinado,

mudo, pesadamente silencioso.

Tu duro cuerpo tibio

me decía que no, sin causas, iba

replegándose, como

si volviese a la infancia. Tú no eras.

Me decías que no, y en tu mirada

cabalgaba un dolor que yo diría

maternal. Un dolor implorando

comprensión. Un no de contenida

pesadumbre, pero total, abierto,

levemente asomado

a las playas del llanto.

Me decías que no lejana, sola,

terriblemente sola, maniatada,

sin un porqué donde apoyarte, pero

era no, era no, sin gritos, no…

Los puertos, las sirenas,

los barcos en la noche, todo iba

perdiéndose, alejándose.

Yo, delante de ti, triste, abatido.

Poema para la voz de Marilyn Monroe

Tu voz.

Sólo tu tibia y sinuosa voz de leche.

Sólo un aliento gutural, silbante,

modulado entre carne, tiernamente

modulado entre almohadas

de incontenible pasmo, bordeando

las simas del gemido,

del estertor acaso.

Como un tacto de fina piel abierta.

Como un espeso y claro líquido absorbente

que envuelve tus adentros, que te sube

del sexo mismo hasta los labios,

que recorre tus dulces cavidades

antes de ser el soplo

caliente y sensorial que nos sumerge.

Tu masticada voz, que te desnuda

sutilmente, insidiosamente, como

si en derredor de tu cintura fuese

creando y disipando al mismo tiempo

mil velos transparentes de saliva.

Tu voz resuelta en quejas y mohines

que trasmina como un olor a cuerpo,

un tierno olor sedoso

que se propaga en ondas, que nos roza

tan delicadamente, que es posible

sentirlo por las manos y en las piernas.

Tu voz labial, visible,

como gustando el aire, como dando

forma a posibles moldes para besos.

Tu voz de oscura selva con riachuelos.

Clavado aquí, en mi hombría,

oigo tu voz, que late entre mis dientes,

y enmudezco la radio, y cierro el gesto.

Porque tú ya estás muerta;

porque hace largos meses que estás muerta

y aún es posible el grito enfebrecido.

Oigo tu voz carnal, y me pregunto

qué pasa aquí. Si acaso es esto un nuevo

pecado, o un castigo.

Pronuncio amor

Vengo de no saber de dónde vengo

para decir amor, sencillamente.

Para pensar amor, sobre la frente

sostengo qué sé yo lo que sostengo.

Para no detener lo que detengo

siembro en surcos y versos mi simiente.

Para poder subir, contra corriente,

tengo sujeto aquí, no sé qué tengo.

Venir es un recuerdo, si se llega.

Pensar es una huida, si se toca.

Sembrar es una historia, si se siega.

Sólo acierta en amor quien se equivoca

y entrega mucho más de lo que entrega.

Después, toda esperanza será poca.

Recacha

Aquí estaba, sentada

en la recacha, así de así, encogida,

acurrucada al sol

la abuela.

Esto era amor. Aquello.

Un tiempo

de negro y de ¡Señor, lo que se inventa!

ponía en derredor de su pequeño

mojoncito huesudo nuevos rostros

mocosos, y otra arruga,

eterno mosquerío, y más sumida

la desdentada boca, tiestos con geranios,

y no recuerdo nada !esta cabeza!

Una como ternura

caldeaba el acoso de las lajas.

Mano seca en las cejas protegiendo

del sol, gracia divina,

los ojos derretidos.

Vencido estar, joroba, a punto casi

de un crujido y ya está. Dios la reciba.

Aquí el mosquero, largos

papeles de colores;

aquí la zafa, el pie no se mejora,

agua de sal, la panza

de la jofaina desconchada.

Esto

era también amor, digo, miseria;

amor, digo, violencia. No lo supo.

¡Qué tiempos!

La jarapa

alpujarreña en las rodillas, negro

pañolón, ay el luto

descolorido, negro

refajo, en Cuba mismo lo enterraron.

Y más. Ochenta y tantos

años milenios en la costra yunque

de esta tierra, forjando

para qué su cansada reciedumbre.

Y una ignorancia añeja

que le tapaba el hambre con sudados

escapularios; que agostaba en brote,

lo ha dispuesto el Señor, la rebeldía.

Aquí la abuela niña, y un suspiro,

zurciendo eternamente, remendando,

y otro suspiro, cocinando, y otro,

los despojos, pasando

las cuentas del rosario.

Esto era

también amor. Y era

desprecio.

Somos pobres.

Y abandono.

Ya de tarde, lo lejos se tensaba

con un duro rasgueo

de cómplices guitarras.

Lo recuerdo.

Ser un instante

La certidumbre llega como un deslumbramiento.

Se existe por instantes de luz. O de tiniebla.

Lo demás son las horas, los telones de fondo,

el gris para el contraste. Lo demás es la nada.

Es un momento. El cuerpo se deshabita y deja

de ser la transparencia con que se ve a sí mismo.

Se incorpora a las cosas; se hace materia ajena

y podemos sentirlo desde un lugar remoto.

Yo recuerdo un instante en que París caía

sobre mí con el peso de una estrella apagada.

Recuerdo aquella lluvia total. París es triste.

Todo lo bello es triste mientras exista el tiempo.

Vivir es detenerse con el pie levantado,

es perder un peldaño, es ganar un segundo.

Cuando se mira un río pasar, no se ve el agua.

Vivir es ver el agua; detener su relieve.

Mi vagar se acodaba sobre el pretil de hierro

del Pont des Arts. De súbito, centelleó la vida.

Sobre el Sena llovía y el agua, acribillada,

se hizo piedra, ceniza de endurecida lava.

Nada altera su orden. Es tan sólo un latido

del ser que, por sorpresa, llega a ser perceptible.

Y se siente por dentro lo compacto del hierro,

y somos la mirada misma que nos traspasa.

La lucidez elige momentos imprevistos.

Como cuando en la sala de proyección, un fallo

interrumpe la acción, deja una foto fija.

Al pronto el ritmo sigue. Y sigue el hundimiento.

La pesada silueta de Louvre no se cuadraba

en el espacio. Estaba instalada en alguna

parte de mí, era un trozo de esa total conciencia

que hendía con su rayo la certeza absoluta.

Ser un instante. Verse inmerso entre otras cosas

que son. Después no hay nada. Después el universo

prosigue en el vacío su muerte giratoria.

Pero por un momento se detiene, viviendo.

Recuerdo que llovía sobre París. Los árboles

también eran eternos a la orilla. Al segundo,

las aguas reanudaron su curso y yo, de nuevo,

las miraba sin verlas, perderse bajo el puente.

Signos en el polvo

Como el dedo que pasa

sobre la superficie polvorienta

del mueble abandonado y deja un surco

brillante que acentúa la tristeza

de lo que ya está al margen de la vida,

de lo que sigue vivo y ya no puede

participar de nuevo, ni aun con esa

pasiva y tan sencilla

manera de estar limpio allí, dispuesto

a servir para algo; como el dedo

que traza un vago signo, ajeno a todo

significado, sólo

llevado por la inercia del impulso

gratuito y que deja

constancia así en el polvo de un inútil

acto de voluntad, así, con esa

dejadez, inconsciencia casi, siento

que alguien me pasa por la vida, alguien

que, mientras piensa en otra cosa, traza

conmigo un surco, se entretiene

en dibujar un signo incomprensible

que el tiempo borrará calladamente,

que recuperará de nuevo el polvo

aún antes de que pueda interpretarse

su cifrado sentido, si es que tuvo

sentido, si es que tuvo

razón de ser tan pasajera huella.

Tengo marcado un nombre…

Tengo marcado un nombre

no sé por quién, ni donde. Tengo un número

como deben tenerlo las plantas y los pájaros.

Me llaman y respondo.

Me vuelven a llamar desde una cima,

debajo de una roca, en un bosque desierto.

Me vuelvan a llamar desde una iglesia,

desde una sobremesa familiar, desde un amigo.

Me vuelven a llamar desde una tumba.

Sé que pude ser ciervo,

o pude ser encina, o no pasar de tierra.

Para decir: ya voy, tengo una voz concreta

que no me sé escuchar porque no es mía.

Parte de mí y se esconde,

aunque presiento que después de todo

he de volver a verla.

Es fácil responder,

A veces solo basta mirar o ser mirado

o sentirse sabido de memoria.

Puede ser suficiente

abrir los ojos, extender los brazos

y decir: aquí estoy.

Contestar es vivir. Basta gritar: ¡alerta!

La muerte debe ser

la primera llamada incontestable.

Un día, con el alba, volvía solitario…

Un día, con el alba, volvía solitario

de mis cosas de hombre. Pudo ser hace tiempo.

La claridad nacía del fondo de las calles

como la pena nace del fondo de una copa.

Siempre se vuelve solo. No sé por qué las calles

parecen tan vacías cuando el amor termina.

A través de las puertas cerradas, se sentía

vagar los esposos por la humedad del sueño.

Nunca pude entenderlo. Nos subimos a un cuerpo

como se sube un niño a la rama más alta.

De pronto, bajo el cielo, el cuerpo, que era todo,

se nos va consumiendo debajo del abrazo.

De pronto comprobamos que nos falla la tierra,

que por algún resquicio la vida se derrama.

La plenitud redonda que llegó por el tacto,

por ese mismo tacto regresa y se disipa.

Por campos y tejadas resbalaban los cinco.

Muy cerca, un jazminero debía estar despierto.

Yo volvía cansado, como vuelven los hombres

que han donado su parte para el dolor del mundo.

La desnudez de un brazo. Un cuello interminable.

Dos piernas que se alejan buscando una salida.

Una cintura firme donde apoyar las manos

como cuando se vuelca el peso en el arado.

Nunca pude entenderlo. Las miradas se enfrentan

como vueltos espejos que en si mismos acaban.

Delante de los ojos hay láminas opacas

tras las que cada amante disfraza su egoísmo.

Ella estuvo muy cerca, aquella vez, de darme

algo que con el tiempo tal vez fuera un recuerdo.

Desde aquí la contemplo, pero no tiene rostro.

No sería más triste se no hubiera existido.

Nos tiramos a un cuerpo como al mar, y aprendemos

que el amor, como el agua, no opone resistencia.

Bien poco es lo que queda después, si la ternura

no inventa sus razones para seguir viviendo.

Penetramos espacios que no nos pertenecen.

La carne, como el humo, se aleja si se toca.

Hoy ya no me pregunto la razón, y me entrego,

y acepto, y disimulo; pero sé que es chantaje.

Aquel día empezaba como todos los días;

porque todos los días empiezan y no acaban.

el alba suavizaba los últimos aleros

y la luz preparaba su primer estallido.

Siempre se vuelve solo del amor. Como entonces.

Porque el hombre limita con su piel, y los sueños

sólo cuentan, no siempre, cuando un pecho, entrevisto,

nos revela de pronto nuestra gran desventura.