Lizalde, Eduardo

Lizalde, Eduardo

Poeta, narrador y ensayista mexicano nacido en Ciudad de México en 1929.

Estudió Filosofía y música en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Es uno de los grandes exponentes de la actual poesía mexicana. Ha ocupado diversos cargos en el campo universitario,

artístico y cultural. Hizo parte del grupo poético fundado en compañía de Enrique González Rojo y Marco Antonio

Montes de Oca. Fue director de la Casa del Lago de la UNAM, director general de Publicaciones y Medios de la Secretaría

de Educación Pública, y director de Ópera del Instituto Nacional de Bellas Artes. Actualmente dirige la Biblioteca

Nacional de México.

Su obra poética iniciada con “La mala hora” en 1956, fue seguida por otras publicaciones entre

las que se destacan, “Cada cosa es Babel” en 1966, “El tigre en la casa” en 1970, “La zorra enferma” en 1974,

“Caza mayor” en 1979, “Tabernarios y eróticos” en 1989, “Rosas” en 1994 y “Otros tigres” en 1995.

En 1984 le fue concedida la beca de la Fundación John Simon Guggenheim.

Su obra ha sido distinguida con importantes galardones: el Premio Xavier Villaurrutia en 1969,

el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes en 1974, el Premio Nacional de Lingüística y Literatura en 1988,

y el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde en 2002

Dos viñetas de un cándido

1. Bajo el cielo tenebroso
el rehilete se abre en el jardín.
La fiesta del gorrión que danza, canta
-se vuelve flor su trino,
fruto su aleteo-,
se baña bajo el líquido haz de chispas.
Pura felicidad en el pequeño prado,
el agua limpia -hubiera dicho el santo-,
es la sonrisa de Dios.


* * *

2. Buenos días, mundo.
Me alegra verte afuera al despertar.
Celebro que no hayas
-la ocasión la pintan calva-
aprovechado el manto de la noche maldita
para irte por siempre al inframundo.
También me reconforta
que aún te habiten pájaros cantores,
meistersinger del bosque en el jardín;
que el sol severo nos escalde aún
y nos torture el rudo ozono
-como todos los días-.

Soñé que te habías ido,
conmigo hacia el infierno
y que se habían quedado aquí
sin mundo todas las demás criaturas:
piedras, grajos, insectos o personas.
Te veo tan grande y bello,
que me río de los siniestros solipsistas
de antaño.
No has de esfumarte cuando yo me extinga.
Canto tu salud de hierro,
tu verde corazón y tu estructura
de granito.
Buenos días, querido, hermoso mundo.

 


 


El sexo en siete lecciones

1. Gozo y tortura
que el Tártaro yel Cielo
-uña de carne- desempeñan.

Al sexo y su desorden milagroso,
a su perfecto matrimonio; ,
de beso y abrelatas, sucumbimos.

A la gloria del sexo,
a su desenfrenado latrocinio,
su avaricia impecable,
alto, cedemos.

* * *

2. Y por estar a flote,
por ser la superficie de la espuma en la piel,
por ser lo más visible y general,
por ser el más común lugar del paraíso visitado,
el sexo, lo evidente,
lo que a todos iguala,
lo esencial-sabia era Eva,
ingenuo Segismundo-,
por ser el sexo algo tan real,
lo único real acaso,
sólo se existe y vive a su merced.

No es reducible el sexo a números ni a ciencia,
no es cosa comprensible,
no es natural ni humano
y la divinidad lo desconoce.

Lo real no está sujeto a inquisición.

* * *

3. El tiempo escaso por costumbre
y, por la costumbre, frágil,
no basta para el amor
y es demasiado para el sexo.

Pero si en sexo se midiera el tiempo
si el sexo -el gozo, mejor dicho- fuera
una unidad de tiempo,
sería la más pequeña
que el reloj pudiera imaginar,
la apenas registrable,
el átomo del tiempo.

* * *

4. Ni el denodado goce de los cuerpos,
ni el carnívoro roce de las bocas,
ni las fieras sensuales de los dedos,
ni las mejillas ardorosas,
ni el sudor refrescante de los pechos
-su rima encantadora-,
ni el tacto delicioso de los muslos,
ni la plata del pubis,
ni las caudas azules y viriles,
son suficientes para el sexo.

La plena saciedad misma, no basta.
Lacios los cuerpos tras el goce, exhaustos,
bebidos uno a otro hasta las plantas,
sueñan, despiertos, con el sexo.
Sólo han probado, sólo empiezan a hervir.
La saciedad más absoluta
es siempre, apenas, el principio.

* * *

5. El cuerpo es siempre virgen para el sexo.
El cuerpo siempre, Paul, recomenzando.
Y el cuerpo eterno, el fiero eterno cuerpo
muere antes que el sexo.

* * *

6. Y nada de que el sexo
sólo con amor es sexo.
El sexo es siempre amor,
nunca el amor es sexo.
El amor no es amor,
el sexo es el amor.
No hay sexo sin amor
pero hay amor sin sexo, y no lo es.
Todo amor sin sexo es corruptible.
Sólo una advertencia:
es ya desgracia conocida
que el sexo y el amor no sean posibles
sino con personas,
con almas y con cuerpos de cuatro dimensiones,
con seres existentes,
y nunca con fantasmas o sombras pasajeras,
mucho menos con plantas o gallinas.

7 (y última). El sexo es una cosa
que se embellece cuando se la mira.
Y la prostitución es su magnífico revés,
su negación perfecta,
su ausencia depresiva.
El sexo es este Dios moldeado
por su más portentosa y vil creatura.

 

 

Amor

La regla es ésta:
dar lo absolutamente imprescindible,
obtener lo más,
nunca bajar la guardia,
meter el jab a tiempo,
no ceder,
y no pelear en corto,
no entregarse en ninguna circunstancia
ni cambiar golpes con la ceja herida;
jamás decir “te amo”, en serio,
al contrincante.
Es el mejor camino
para ser eternamente desgraciado
y triunfador
sin riesgos aparentes.
 



 

El tigre real, el amo, el solo, el sol…

El tigre real, el amo, el solo, el sol
de los carnívoros, espera,
está herido y hambriento,
tiene sed de carne,
hambre de agua.
Acecha fijo, suspenso en su materia,
como detenido por el lápiz
que lo está dibujando,
trastornada su pinta majestuosa
por la extrema quietud.
Es una roca amarilla:
se fragua el aire mismo de su aliento
y el fulgor cortante de sus ojos
cuaja y cesa al punto de la hulla.
Veteado por las sombras,
doblemente rayado,
doblemente asesino,
sueña en su presa improbable,
la paladea de lejos, la inventa
como el artista que concibe un crimen
de pulpas deliciosas.
Escucha, huele, palpa y adivina
los menores espasmos, los supuestos crujidos,
los vientos más delgados.
Al fin, la víctima se acerca,
estruendosa y sinfónica.
El tigre se incorpora, otea, apercibe
sus veloces navajas y colmillos,
desamarra
la encordadura recia de sus músculos.
Pero la bestia, lo que se avecina
es demasiado grande
-el tigre de los tigres-.
Es la muerte
y el gran tigre es la presa.

 

 

Esto es falso, esto es bueno…

Esto es falso, esto es bueno
y aquello rubio cobre.

Qué ciencia, hermanos,
cómo saben todo eso.

¿No hay más azul, ni falso ni magenta
que el sol del que los mira?

¿No florecemos, no estamos
comprendidos
entre los seres del reino
-oh solipsistas, oh videntes, oh magos-?

Sólo somos el muro que retiene al jardín.

 

 

Martirio de Narciso

Al verterse en los charcos la apostura
del que delgado está, pues disemina
sus reflejos, el agua femenina
se hiela por guardar cada figura.

El revés del cristal nos asegura
su espalda contener: allí camina
la sangre que en Narciso se origina
cada vez que un espejo se fractura.

Pulida tempestad en los cristales
impide que navegue su reflejo;
le da ceguera un Tántalo cercano,

quien dice amordazando manantiales:
aquel que aprisionar logra un espejo
puede apretar el mundo con la mano.

 

 

No puedes, rosa, coincidir con tu rosa…

                                                         …alle Rosen sind entweder gelb oder
                                                                                                                           rot…

No puedes, rosa, coincidir con tu rosa.

La rosa es amarilla, o no:
la rosa es roja, es blanca, es rosa.
¿Son sus hermanas todas amarillas
o blancas?
¿Rosadas, color vino?

Lo verdadero no es un callo
de este aparador,
ni lo falso una grieta
de su espalda de encino.

Rosa, no es prenda tuya
la verdad
de tu amarillo o de tu rojo.
No es un pétalo más esa rojez
que es sólo sangre de tu realidad
y trampa y muerte
del ojo que te observa
con sus tintas.

No, rosa,
no eres verdad como rosa
de tal o cual textura,
no se empatan las voces, al cantar,
del crecer y el vivir.
En innúmeras vidas
te deshojas al tiempo en que maduras,
palideces o alientas,

Rosa, no puedes
coincidir con tu rosa.

 

Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses…

Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;
que se pierda
tanto increíble amor.
Que nada quede, amigos,
de esos mares de amor,
de estas verduras pobres de las eras
que las vacas devoran
lamiendo el otro lado del césped,
lanzando a nuestros pastos
las manadas de hidras y langostas
de sus lenguas calientes.

Como si el verde pasto celestial,
el mismo océano, salado como arenque,
hirvieran.
Que tanto y tanto amor
y tanto vuelo entre unos cuerpos
al abordaje apenas de su lecho se desplome.

Que una sola munición de estaño luminoso,
una bala pequeña,
un perdigón inocuo para un pato,
derrumbe al mismo tiempo todas las bandadas
y desgarre el cielo con sus plumas.

Que el oro mismo estalle sin motivo.
Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa
se destroce.

Que tanto y tanto amor, una vez más, y tanto,
tanto imposible amor inexpresable,
nos vuelva tontos, monos sin sentido.

Que tanto amor queme sus naves
antes de llegar a tierra.

Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,
niños, animales domésticos, señores,
lo que duele.

 

 

Vaca y niña

Los niños de las ciudades
conocen bien el mar,
                     mas no la tierra.
La niña que no había visto,
                     nunca, una vaca
se la encontró en el prado
                     y le gustó.
La vaca no sonreía
-está contra sus costumbres-.
La niña se le acercó, pasos menudos,
como a una fuente materna
de leche y miel y cebada.
La vaca a su vez,
rumiando dulce pastura,
miró a la pequeña triste,
como a un becerro perdido,
y la saludó contenta:
la cola en alta alegría,
látigo amable
que festejaban las moscas.

De “La zorra enferma” 1974