Heaney, Seamus

Heaney, Seamus (Irlanda, 1939)

Poeta y crítico literario irlandés nacido en County Derry, Norte de Irlanda en 1939.

Al terminar la escuela primaria en su ciudad natal, se trasladó a Belfast para ingresar a Queen’s University donde concluyó su carrera universitaria, dedicándose luego a la enseñanza hasta 1972, año en el que decidió viajar a Doublin para dictar la cátedra de literatura en Carysfort College.

A partir de 1982, dedicado por completo a la poesía y a la crítica, ejerció como profesor de Retórica y Oratoria en la Universidad de Harvard, profesor de poesía en la Universidad de Oxford y conferenciante de prestigiosos establecimientos culturales.

De su obra se destacan “Muerte de un naturalista” 1966, “Puerta a las tinieblas” 1969, “Huyendo del invierno” 1972, “Trabajo de campo” 1979, “Viendo cosas” 1991 y “Poesía reunida” 1998. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1995.

Acta de unión

I

Esta noche, un primer movimiento, un pulso,

como si la lluvia se acumulase en el pantano

hasta romper y desbordarse: una presa que estalla,

un tajo abriendo la cama de helechos.

Tu espalda es una firme línea de costa del este

y brazos y piernas se prolongan

más allá de tus colinas graduales. Acaricio

la palpitante provincia donde creció nuestro pasado.

Soy el reino elevado por encima de tus hombros

al que no halagarías ni puedes ignorar.

La conquista es mentira. Envejezco

tolerando tu orilla semi-independiente

dentro de cuyos límites ahora mi legado

culmina inexorable.

II

Imperialmente soy varón todavía,

dejando para ti todo el dolor,

el proceso de rendición en la colonia,

el ariete, la barrera que explota desde dentro.

El acta germinó en una obstinada quinta columna

cuya postura crece de forma unilateral.

Su corazón bajo tu corazón es un tambor de guerra

que llama a filas a la fuerza. Sus parasitarios

e ignorantes puños pequeños

ya golpearon tus fronteras y sé que apuntan hacia mí

por encima del agua. No veo ningún tratado

que ponga a salvo por completo

tu cuerpo hollado y estirado, el gran dolor

que, como campo abierto, te deja en carne viva, una vez más.

De “Norte” 1975

Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens

 

 

Casa de verano

I

¿Era el viento de los vertederos

o algo en el calor

que nos seguía los pasos, con el verano agriándose,

y un nido pestilente incubando en algún lugar?

¿De quién era la culpa?, me preguntaba, inquisidor

del aire poseído.

Para de pronto descubrir,

al levantar la estera

que había larvas, moviéndose-

e hirviendo, hirviendo, hirviendo.

II

Mientras arreglo la puerta, con mis brazos

repletos de cereza silvestre y rododendro,

a través de la entrada escucho su perdido

gimotear, que, carraspeando, tintinea

mi nombre, una y otra vez.

Oh amor, he aquí la culpa.

Las flores sueltas entre nosotros

se reúnen, componen

una especie de altar del mes de mayo.

Estos capullos francos y caídos

se tiñen pronto del color de un dulce bálsamo.

Asiste. Unge la herida.

III

Oh atendimos nuestras heridas con corrección

bajo la dulzura hogareña

y yacemos como si la superficie fría de una hoja

nos hubiese dejado sin aliento.

Postulo más y más

curas gruesas, como ahora

cuando te doblas en la ducha

el agua vive cayendo por la pila bautismal de tus pechos.

IV

Con un definitivo

impulso nada musical

largos granos empiezan

a abrirse y se separan

hacia adelante

y de nuevo agotamos

el blanco, pateado

camino al corazón.

V

Mis hijos lloran la calurosa noche extranjera.

Caminamos por el suelo, mi boca podrida se desahoga

contigo y yacemos rígidos hasta que el alba

acude a la almohada, y al maíz, y la viña

que sostiene su plena carga hacia la luz.

Las rocas de ayer cantaban cuando las golpeábamos

estalactitas en las viejas cuevas, goteando oscuridad –

nuestras llamadas de amor pequeñas como un diapasón.

De “Invernando” 1972

Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens

 

 

Conduciendo de noche

Los olores cotidianos eran nuevos

en el viaje nocturno a través de Francia:

lluvia y heno y bosques en el aire

creaban cálidas corrientes de aire en el coche abierto.

Los postes blanqueaban sin cesar.

Montreuil, Abbeville, Beauvais

se prometían, prometían, llegaban y se iban,

garantizando cada lugar el cumplimiento de su nombre.

Una tardía trilladora gruñía por el sendero

sangrando semillas a través de su luz.

Un incendio forestal se extinguía.

Uno a uno cerraban los pequeños cafés.

Pensé en ti de forma continua

unas mil millas al sur donde Italia

apoya su lomo en Francia en la esfera oscurecida.

Tu cotidianeidad se renovó allí.

De “Puerta a la oscuridad” 1969

Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens

 

 

Día de boda

Tengo miedo.

El sonido se ha parado en el día

y las imágenes se repiten

sin cesar. ¿Por qué esas lágrimas,

el pesar salvaje en su rostro

fuera del taxi? Crece

el jugo del lamento

en nuestros invitados que saludan.

Tras la gran tarta estás cantando

como una novia abandonada

que persiste, demente,

y que atraviesa el ritual.

Cuando fui a los lavabos

había un corazón con una flecha

y palabras de amor. Deja que duerma

recostado en tu pecho, camino al aeropuerto.

De “Invernando” 1972

Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens

 

 

El metro

Ahí estábamos corriendo por los túneles abovedados,

tú deprisa delante, con tu abrigo de estreno

y yo, yo entonces como un dios velocísimo ganándote

terreno antes de que te convirtieras en un junco

o alguna nueva flor blanca salpicada de rojo

mientras el abrigo batía salvajemente y botón tras botón

saltaban y caían, dejando un rastro

entre el metro y el Albert Hall.

De luna de miel, luneando, ya tarde para el Baile de Promoción,

nuestros ecos mueren en ese corredor y ahora

vengo como lo hizo Hansel sobre las piedras iluminadas por la luna

recorriendo el sendero de nuevo, recogiendo botones

para acabar en una estación con corrientes de aire y luz de lámparas

cuando los trenes ya se han ido, las vías húmedas

desnudas y tensas como yo, todo atención

por si tus pasos me siguen, pero antes muerto que mirar atrás.

De “Station Island” 1984

Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens

 

 

El recado

«¡Va, vete ya! Hijo, corre como el diablo

y dile a tu madre que intente

encontrarme una burbuja para el nivel del espíritu

y un nuevo nudo para esta corbata».

Pero aún así estaba contento, lo sé, cuando planté cara,

responsabilizándolo a él

con una sonrisa que superaba su sonrisa y su encargo de bufón,

esperando el siguiente movimiento en el huego.

De “El nivel del espíritu” 1995

Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens

 

 

La dificultad de Inglaterra

Me movía como un agente doble entre los conceptos.

La palabra «enemigo» tenía la eficacia dental de un cortacésped. Era un ruido mecánico y distante más allá

de esa opaca seguridad, esa ignorancia autónoma.

«Cuando los alemanes bombardearon Belfast eran las partes orangistas más amargas las que peor fueron golpeadas».

Me encontraba subido a los hombros de alguien, llevado a través del patio iluminado por estrellas para ver cómo el cielo

ardía sobre Anahorish. Los mayores bajaban sus voces y se reacomodaban en la cocina como si estuvieran cansados

después de una excursión.

Pasado el apagón, Alemania convocaba en cocinas iluminadas por lámparas a través de bayetas desgastadas,

baterías secas, baterías húmedas, cables capilares, válvulas condenadas que chirriaban y burbujeaban mientras

el sintonizador absolvía a Stuttgart y Leipzig.

«Es un artista, este Haw Haw. Puede tranquilamente dejarlo dentro».

Me hospedaba con los «enemigos del Ulster» , los pinches extramuros. Un adepto al estraperlo, cruzaba las líneas

con palabras de paso cuidadosamente enunciadas, hacía funcionar cada discurso en los controles y no informaba a nadie.

De “Estaciones” 1975

Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens

 

 

Las estaciones del oeste

En mi primera noche en la Gaeltacht la anciana me habló en inglés: «Estarás bien».

Me senté al borde de un lecho iluminado por el crepúsculo, escuchando a través de la pared un irlandés fluido,

con la nostalgia de un discurso que tuve que extirpar.

Había venido al oeste para inhalar el tiempo absoluto. Los visionarios me soplaban en la cara un olor a cocina de caridad, mezclaban el polvo de las tumbas de cosechadores con la saliva de ayuno de nuestro credo y ungieron mis labios.

Ephete, urgían. Me sonrojaba pero sólo controlaba unas pocas palabras.

Tampoco descendió ningún don de lenguas en mis días en aquella habitación superior cuando todos a mi alrededor

parecían profetizar. Pero aún así recordaría las estaciones del oeste, arena blanca, rocas duras, luz ascendiendo

como su definición sobre Rannafast y Errigal, Annaghry y Kincasslagh: nombres portátiles como piedras de altar,

elementos sin levadura.

De “Estaciones” 1975

Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens

 

 

Muerte de un naturalista

Durante todo el año el dique de lino supuraba

en el corazón del pueblo; verde y de cabeza pesada

el lino se pudría allí, aplastado por enormes terruños.

A diario chorreaba bajo un sol de justicia.

Burbujas gorgojeaban con delicadeza, moscardones

tejían una fuerte gasa de sonido en tomo al olor.

Había también libélulas, mariposas con lunares,

pero lo mejor de todo era esa baba caliente y espesa

de huevos de rana que, a la sombra de las orillas,

crecía como agua coagulada. Aquí, cada primavera

yo llenaría los tarros de mermelada con gelatinosas

motas para poner en fila en el alféizar de la casa,

y en el colegio, sobre estantes, y esperaría y miraría

hasta que los puntos engordasen estallando en ágiles

renacuajos nadadores. La Señora Walls nos contaría cómo

a la rana padre se le llamaba rana toro

y cómo croaba y cómo la mamá rana

depositaba centenares de pequeños huevos y eso eran

babas de rana. También se podía predecir el tiempo por las ranas

pues eran amarillas al sol y marrones

bajo la lluvia.

Entonces, un caluroso día cuando los campos apestaban

a boñiga de vaca sobre la hierba, las airadas ranas

invadieron el dique de lino; yo atravesaba los marjales

agachado y al son de un áspero croar que no había oído

antes. El aire se espesó con un coro de bajos.

Justo al pie del dique ranas de gordas barrigas sé mantenían alertas

sobre terruños; sus nucas sueltas latían como velas. Algunas saltaban:

el slap y plop eran amenazas obscenas. Algunas se sentaron

dispuestas como granadas de barro, con sus calvas cabezas pedorreando.

Me sentí enfermo, di la vuelta y corrí. Los grandes reyes babosos

se reunían allí para vengarse y supe

que si metía mi mano las babas la agarrarían.

De “Muerte de un naturalista” 1966

Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens

 

 

Sibila

Mi lengua se movía, una relajante bisagra ondulante.

Le dije a ella, «¿qué será de nosotros?»

Y como agua olvidada en un pozo puede agitarse

tras una explosión bajo la mañana

o una fractura recorre un tejado,

empezó a hablar.

«Pienso que nuestra forma misma deberá cambiar.

Perros en un asedio. Recaídas de saurios. Hormigas.

A menos que el perdón encuentre voz y nervio,

a menos que los árboles sangrantes y con casco

puedan ser verdes y dar brotes como el puño de un niño

y el pútrido magma incube

ninfas brillantes… Mi gente piensa en el dinero

pero habla del tiempo. Los pozos petróleo calman su futuro

como simples temas de adquisición. El silencio

se vuelve bajío con el sonar de ecos que lanzan las traineras.

La tierra a la que aplicábamos nuestro oído durante tanto tiempo

está despellejada o muy callosa, y sus entrañas

tentadas por un augurio impío.

Nuestra isla está llena de ruidos nada confortantes.

De “Trabajo de campo” 1979

Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens

 

 

Un sueño de celos

Caminando contigo y otra dama

por un parque boscoso, la susurrante hierba

corría sus dedos a través de nuestro silencio sospechoso

y los árboles se abrían hacia un sombreado

claro e inesperado donde nos sentamos.

Creo que el candor de la luz nos desalentó.

Hablamos sobre deseo y ser celoso,

nuestra conversación una simple bata suelta

o un mantel de pic-nic blanco desplegado

como un libro de modales en el desierto.

«Muéstrame,» dije a nuestra compañera, «lo que

tanto he deseado, tu estrella malva del pecho.»

Y ella consintió. Oh ni estos versos

ni mi prudencia, amor, pueden curar la herida de tus ojos.

De “Trabajo de campo” 1979

Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens

 

 

Una llamada

«Espera,» dijo ella, «saldré simplemente e iré a por él.

El tiempo aquí es tan bueno, que aprovecha

para escardar Un poco.»

De modo que lo vi

apoyado sobre las manos y rodillas al lado del rastrillo,

tocando, inspeccionando, separando un

tallo del otro, estirando con suavidad

cada cosa no estrechada, frágil y sin hojas,

complacido de sentir cómo se abría cada raíz de malas hierbas,

pero también arrepentido…

Luego me encontré escuchando

al amplio y grave tic de los relojes de la entrada

donde el teléfono estaba desatendido en una calma

de espejo y péndulos iluminados por el sol…

y me encontré entonces pensando: si fuera hoy,

así es como la Muerte convocaría a Cualquiera.

A continuación él habló y casi le dije que le amaba.

De “El nivel del espíritu” 1995

Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens