Guillén, Nicolás

Reseña biográfica

Poeta cubano nacido en Camagüey en 1902.

Desde muy joven se inclinó por las actividades culturales y políticas de su país, ocupando cargos importantes en la diplomacia a raíz del triunfo de la revolución cubana.

Su inclinación posmodernista y vanguardista lo convirtió en el autor más destacado de la poesía afro-antillana.

Su obra poética se inició con «Motivos de Son» en 1930 y «Sóngoro Cosongo» en 1931. Luego aparecieron los siguientes títulos:

«El son Entero», «La paloma de vuelo popular», «Tengo», «Poemas de amor», «El gran Zoo» y «Por el mar de las Antillas anda un barco de papel».

Falleció en 1989.

Agua del recuerdo

¿Cuándo fue?

No lo sé.

Agua del recuerdo

voy a navegar.

Pasó una mulata de oro,

y yo la miré al pasar:

moño de seda en la nuca,

bata de cristal,

niña de espalda reciente,

tacón de reciente andar.

Caña

(febril le dije en mí mismo),

caña

temblando sobre el abismo,

¿quién te empujará?

¿Qué cortador con su mocha

te cortará?

¿Qué ingenio con su trapiche

te molerá?

El tiempo corrió después,

corrió el tiempo sin cesar,

yo para allá, para aquí,

yo para aquí, para allá,

para allá, para aquí,

para aquí, para allá…

Nada sé, nada se sabe,

ni nada sabré jamás,

nada han dicho los periódicos,

nada pude averiguar,

de aquella mulata de oro

que una vez miré al pasar,

moño de seda en la nuca,

bata de cristal,

niña de espalda reciente,

tacón de reciente andar.

Alma música

Yo soy borracho. Me seduce el vino

luminoso y azul de la Quimera

que pone una explosión de Primavera

sobre mi corazón y mi destino.

Tengo el alma hecha ritmo y armonía;

todo en mi ser es música y es canto,

desde el réquiem tristísimo de llanto

hasta el trino triunfal de la alegría.

Y no porque la vida mi alma muerda

ha de rimar su ritmo mi alma loca:

aun mas que por la mano que la toca

la cuerda vibra y canta porque es cuerda.

Así, cuando la negra y dura zarpa

de la muerte destroce el pecho mío,

mi espíritu ha de ser en el vacío

cual la postrera vibración de un arpa.

Y ya de nuevo en el astral camino

concretara sus ansias de armonía

en la cascada de una sinfonía,

o en la alegría musical de un trino.

Angustia segunda

Tus venas, la raíz de nuestros árboles

La raíz de mi árbol, retorcida;

la raíz de mi árbol, de tu árbol,

de todos nuestros árboles,

bebiendo sangre, húmeda de sangre,

la raíz de mi árbol, de tu árbol.

Yo la siento,

la raíz de mi árbol, de tu árbol,

de todos nuestros árboles,

la siento

clavada en lo más hondo de mi tierra,

clavada allí, clavada,

arrastrándome y alzándome y hablándome,

gritándome.

La raíz de tu árbol, de mi árbol.

En mi tierra, clavada,

con clavos ya de hierro,

de pólvora, de piedra,

y floreciendo en lenguas ardorosas,

y alimentando ramas donde colgar los pájaros cansados,

y elevando sus venas, nuestras venas,

tus venas, la raíz de nuestros árboles.

Angustia cuarta

Federico

Toco a la puerta de un romance.

-¿No anda por aquí Federico?

Un papagayo me contesta:

-Ha salido.

Toco a una puerta de cristal.

-¿No anda por aquí Federico?

Viene una mano y me señala:

-Está en el río.

Toco a la puerta de un gitano.

-¿No anda por aquí Federico?

Nadie responde, no habla nadie…

-¡Federico! ¡Federico!

La casa oscura, vacía;

negro musgo en las paredes;

brocal de pozo sin cubo,

jardín de lagartos verdes.

Sobre la tierra mullida

caracoles que se mueven,

y el rojo viento de julio

entre las ruinas, meciéndose.

¡Federico!

¿Dónde el gitano se muere?

¿Dónde sus ojos se enfrían?

¡Dónde estará, que no viene!

(Una canción)

«Salió el domingo, de noche,

salió el domingo, y no vuelve.

Llevaba en la mano un lirio,

llevaba en los ojos fiebre;

el lirio se tornó sangre,

la sangre tornóse muerte».

(Momento en García Lorca)

Soñaba Federico en nardo y cera,

y aceituna y clavel y luna fría.

Federico, Granada y Primavera.

En afilada soledad dormía,

al pie de sus ambiguos limoneros,

echado musical junto a la vía.

Alta la noche, ardiente de luceros,

arrastraba su cola transparente

por todos los caminos carreteros.

«¡Federico!», gritaron de repente,

con las manos inmóviles, atadas,

gitanos que pasaban lentamente.

¡Qué voz la de sus venas desangradas!

¡Qué ardor el de sus cuerpos ateridos!

¡Qué suaves sus pisadas, sus pisadas!

Iban verdes, recién anochecidos;

en el duro camino invertebrado

caminaban descalzos los sentidos.

Alzóse Federico, en luz bañado.

Federico, Granada y Primavera.

y con luna y clavel y nardo y cera,

los siguió por el monte perfumado.

Caminando

Caminando, caminando,

¡caminando!

Voy sin rumbo caminando,

caminando;

voy sin plata caminando,

caminando;

voy muy triste caminando,

caminando.

Está lejos quien me busca,

caminando;

quien me espera está más lejos,

caminando;

y ya empeñé mi guitarra,

caminando.

Ay,

las piernas se ponen duras,

caminando;

los ojos ven desde lejos,

caminando;

la mano agarra y no suelta,

caminando.

Al que yo coja y lo apriete,

caminando,

ése la paga por todos,

caminando;

a ése le parto el pescuezo,

caminando,

y aunque me pida perdón,

me lo como y me lo bebo,

me lo bebo y me lo como,

caminando,

caminando,

caminando…

Canción

¡De que callada manera

se me adentra usted sonriendo,

como si fuera la primavera !

(Yo, muriendo.)

Y de que modo sutil

me derramó en la camisa

todas las flores de abril

¿Quién le dijo que yo era

risa siempre, nunca llanto,

como si fuera

la primavera?

(No soy tanto.)

En cambio, ¡Qué espiritual

que usted me brinde una rosa

de su rosal principal!

De que callada manera

se me adentra usted sonriendo,

como si fuera la primavera

(Yo, muriendo.)

Cómo no ser romántico y siglo XIX…

Cómo no ser romántico y siglo XIX,

no me da pena,

cómo no ser Musset

viéndola esta tarde

tendida casi exangüe,

hablando desde lejos,

lejos de allá del fondo de ella misma,

de cosas leves, suaves, tristes.

Los shorts bien shorts

permiten ver sus detenidos muslos

casi poderosos,

pero su enferma blusa pulmonar

convaleciente

tanto como su cuello-fino-Modigliani,

tanto como su piel-margarita-trigo-claro,

Margarita de nuevo ( así preciso ),

en la chaise-longue ocasional tendida

ocasional junto al teléfono,

me devuelven un busto transparente

( Nada, no más un poco de cansancio ).

Es sábado en la calle, pero en vano.

Ay, cómo amarla de manera

que no se me quebrara

de tan espuma tan soneto y madrigal,

me voy no quiero verla,

de tan Musset y siglo XIX

cómo no ser romántico.

De que callada manera…

¡De que callada manera

se me adentra usted sonriendo,

como si fuera la primavera !

¡Yo, muriendo!

Y de que modo sutil

me derramo en la camisa

todas las flores de abril

¿Quién le dijo que yo era

risa siempre, nunca llanto,

como si fuera

la primavera?

¡No soy tanto!

En cambio, ¡Qué espiritual

que usted me brinde una rosa

de su rosal principal!

De que callada manera

se me adentra usted sonriendo,

como si fuera la primavera

¡Yo, muriendo!

Ejercicio de piano con amapola de siete a nueve de la mañana

Año de 1910

Sobre la quemadura de la amapola

aplícate jazmines ,que eso la cura;

si acaso fuese grave la quemadura

usarás la camelia, pero una sola.

Cuando el cielo en verano se tornasola

y ni una nube vaga de cruel blancura,

y el hastío te invade como una impura

serpiente que te aprieta y asfixia y viola,

búscate una muchacha que toque viola,

siempre que de ella sea la partitura,

y quémala tú mismo con amapola;

una muchacha fresca, sonriente y pura

y dale una camelia, pero una sola,

si acaso fuese grave la quemadura…

El abuelo

Esta mujer angélica de ojos septentrionales,

que vive atenta al ritmo de su sangre europea,

ignora que en lo hondo de ese ritmo golpea

un negro el parche duro de roncos atabales.

Bajo la línea escueta de su nariz aguda,

la boca, en fino trazo, traza una raya breve,

y no hay cuervo que manche la solitaria nieve

de su carne, que fulge temblorosa y desnuda.

¡Ah, mi señora! Mírate las venas misteriosas;

boga en el agua viva que allá dentro te fluye,

y ve pasando lirios, nelumbios, lotos, rosas;

que ya verás, inquieta, junto a la fresca orilla

la dulce sombra oscura del abuelo que huye,

el que rizó por siempre tu cabeza amarilla.

Guitarra

A Francisco Guillén

Tendida en la madrugada,

la firme guitarra espera:

voz de profunda madera

desesperada.

Su clamorosa cintura,

en la que el pueblo suspira,

preñada de son, estira

la carne dura.

Arde la guitarra sola,

mientras la luna se acaba;

arde libre de su esclava

bata de cola.

Dejó al borracho en su coche,

dejó el cabaret sombrío,

donde se muere de frío,

noche tras noche,

y alzó la cabeza fina,

universal y cubana,

sin opio, ni mariguana,

ni cocaína.

¡Venga la guitarra vieja,

nueva otra vez al castigo

con que la espera el amigo,

que no la deja!

Alta siempre, no caída,

traiga su risa y su llanto,

clave las uñas de amianto

sobre la vida.

Cógela tú, guitarrero,

límpiale de alcol la boca,

y en esa guitarra, toca

tu son entero.

El son del querer maduro,

tu son entero;

el del abierto futuro,

tu son entero;

el del pie por sobre el muro,

tu son entero…

Cógela tú, guitarrero,

límpiale de alcol la boca,

y en esa guitarra, toca

tu son entero.

La tarde pidiendo amor…

La tarde pidiendo amor.

Aire frío, cielo gris.

Muerto sol.

La tarde pidiendo amor.

Pienso en sus ojos cerrados,

la tarde pidiendo amor,

y en sus rodillas sin sangre,

la tarde pidiendo amor,

y en sus manos de uñas verdes,

y en su frente sin color,

y en su garganta sellada…

La tarde pidiendo amor,

la tarde pidiendo amor,

la tarde pidiendo amor.

No.

No, que me sigue los pasos,

no;

que me habló, que me saluda,

no;

que miro pasar su entierro,

no;

que me sonríe, tendida,

tendida, suave y tendida,

sobre la tierra, tendida,

muerta de una vez, tendida…

No.

Llegada

¡Aquí estamos!

La palabra nos viene húmeda de los bosques,

y un sol enérgico nos amanece entre las venas.

El puño es fuerte

y tiene el remo.

En el ojo profundo duermen palmeras exorbitantes.

El grito se nos sale como una gota de oro virgen.

Nuestro pie,

duro y ancho,

aplasta el polvo en los caminos abandonados

y estrechos para nuestras filas.

Sabemos dónde nacen las aguas,

y las amamos porque empujaron nuestras canoas bajo

los cielos rojos.

Nuestro canto

es como un músculo bajo la piel del alma,

nuestro sencillo canto.

Traemos el humo en la mañana,

y el fuego sobre la noche,

y el cuchillo, como un duro pedazo de luna,

apto para las pieles bárbaras;

traemos los caimanes en el fango,

y el arco que dispara nuestras ansias,

y el cinturón del trópico,

y el espíritu limpio.

Traemos

nuestro rasgo al perfil definitivo de América.

¡Eh, compañeros, aquí estamos!

La ciudad nos espera con sus palacios, tenues

como panales de abejas silvestres;

sus calles están secas como los ríos cuando no llueve en la montaña,

y sus casas nos miran con los ojos pávidos

de las ventanas.

Los hombres antiguos nos darán leche y miel

y nos coronarán de hojas verdes.

¡Eh, compañeros, aquí estamos!

Bajo el sol

nuestra piel sudorosa reflejará los rostros húmedos

de los vencidos,

y en la noche, mientras los astros ardan en la punta

de nuestras llamas,

nuestra risa madrugará sobre los ríos y los pájaros.

Los fieles amantes

Noche mucho más noche; el amor ya es un hecho.

Feliz nivel de paz extiende el sueño

como una perfección todavía amorosa.

Bulto adorable, lejos ya,

se adormece,

y a su candor en la isla se abandona,

animal por ahí, latente.

¡Qué diario infinito sobre el lecho

de una pasión: costumbre rodeada de arcano!

¡Oh noche, más oscura en nuestros brazos!

Madrigal

Tu vientre sabe más que tu cabeza

y tanto como tus muslos.

Esa

es la fuerte gracia negra

de tu cuerpo desnudo.

Signo de selva el tuyo,

con tus collares rojos,

tus brazaletes de oro curvo,

y ese caimán oscuro

nadando en el Zambeze de tus ojos.

Madrigal II

Sencilla y vertical

como una caña en el cañaveral.

Oh retadora del furor

genital:

tu andar fabrica para el espasmo gritador

espuma esquina entre tus muslos de metal.

Mariposa

Quisiera

hacer un verso que tuviera

ritmo de Primavera;

que fuera

como una fina mariposa rara,

como una mariposa que volara

sobre tu vida, y cándida y ligera

revolara

sobre tu cuerpo cálido de cálida palmera

y al fin su vuelo absurdo reposara

–tal como en una roca azul de la pradera–

sobre la linda rosa de tu cara…

Quisiera

hacer un verso que tuviera

toda la fragancia de la Primavera

y que cual una mariposa rara

revolara

sobre tu vida, sobre tu cuerpo, sobre tu cara.

Mujer nueva

Con el círculo ecuatorial

ceñido a la cintura como a un pequeño mundo

la negra, mujer nueva,

avanza en su ligera bata de serpiente.

Coronada de palmas,

como una diosa recién llegada,

ella trae la palabra inédita,

el anca fuerte,

la voz, el diente, la mañana y el salto.

Chorro de sangre joven

bajo un pedazo de piel fresca,

y el pie incansable

para la pista profunda del tambor.

Palabras en el trópico

Trópico,

tu dura hoguera

tuesta las nubes altas

y el cielo profundo ceñido por el arco del Mediodía.

Tú secas en la piel de los árboles

la angustia del lagarto.

Tú engrasas las ruedas de los vientos

para asustar a las palmeras.

Tú atraviesas

con una gran flecha roja

el corazón de las selvas

y la carne de los ríos.

Te veo venir por los caminos ardorosos,

Trópico,

con tu cesta de mangos,

tus cañas limosneras

y tus caimitos, morados como el sexo de las negras.

Te veo las manos rudas

partir bárbaramente las semillas

y halar de ellas el árbol opulento,

árbol recién nacido, pero apto

para echar a correr por entre los bosques clamorosos.

Aquí,

en medio del mar,

retozando en las aguas con mis Antillas desnudas,

yo te saludo, Trópico.

Saludo deportivo,

primaveral,

que se me escapa del pulmón salado

a través de estas islas escandalosas hijas tuyas.

(Dice Jamaica

que ella está contenta de ser negra,

y Cuba ya sabe que es mulata.)

¡Ah,

qué ansia

la de aspirar el humo de tu incendio

y sentir en dos pozos amargos las axilas!

Las axilas, oh Trópico,

con sus vellos torcidos y retorcidos en tus llamas.

Puños los que me das

para rajar los cocos tal un pequeño dios colérico;

ojos los que me das

para alumbrar la sombra de mis tigres;

oído el que me das

para escuchar sobre la tierra las pezuñas lejanas.

Te debo el cuerpo oscuro,

las piernas ágiles y la cabeza crespa,

mi amor hacia las hembras elementales,

y esta sangre imborrable.

Te debo los días altos,

en cuya tela azul están pegados

soles redondos y risueños;

te debo los labios húmedos,

la cola del jaguar y la saliva de las culebras;

te debo el charco donde beben las fieras sedientas;

te debo, Trópico,

este entusiasmo niño

de correr en la pista

de tu profundo cinturón lleno de rosas amarillas,

riendo sobre las montañas y las nubes,

mientras un cielo marítimo

se destroza en interminables olas de estrellas a mis pies.

Piedra de horno

La tarde abandonada gime deshecha en lluvia.

Del cielo caen recuerdos y entran por la ventana.

Duros suspiros rotos, quimeras lastimadas.

Lentamente va viniendo tu cuerpo.

Llegan tus manos en su órbita

de aguardiente de caña;

tus pies de lento azúcar quemados por la danza,

y tus muslos, tenazas del espasmo,

y tu boca, sustancia

comestible y tu cintura

de abierto caramelo.

Llegan tus brazos de oro, tus dientes sanguinarios;

de pronto entran tus ojos traicionados;

tu piel tendida, preparada

para la siesta:

tu olor a selva repentina; tu garganta

gritando -no sé, me lo imagino-, gimiendo

-no sé, me lo figuro-, quemándose- no sé, supongo, creo;

tu garganta profunda

retorciendo palabras prohibidas.

Un río de promesas

desciende de tu pelo,

se demora en tus senos,

cuaja al fin en un charco de melaza en tu vientre,

viola tu carne firme de nocturno secreto.

Carbón ardiente y piedra de horno

en esta tarde fría de lluvia y de silencio.

¿Puedes?

¿Puedes venderme el aire que pasa entre tus dedos

y te golpea la cara y te despeina?

¿Tal vez podrías venderme cinco pesos de viento,

o más, quizás venderme una tormenta?

¿Acaso el aire fino

me venderías, el aire

(no todo) que recorre

en tu jardín corolas y corolas,

en tu jardín para los pájaros,

diez pesos de aire fino?

El aire gira y pasa

en una mariposa.

Nadie lo tiene, nadie.

¿Puedes venderme cielo,

el cielo azul a veces,

o gris también a veces,

una parcela de tu cielo,

el que compraste, piensas tú, con los árboles

de tu huerto, como quien compra el techo con la casa?

¿Puedes venderme un dólar

de cielo, dos kilómetros

de cielo, un trozo, el que tú puedas,

de tu cielo?

El cielo está en las nubes.

Altas las nubes pasan.

Nadie las tiene, nadie.

¿Puedes venderme lluvia, el agua

que te ha dado tus lágrimas y te moja la lengua?

¿Puedes venderme un dólar de agua

de manantial, una nube preñada,

crespa y suave como una cordera,

o bien agua llovida en la montaña,

o el agua de los charcos

abandonados a los perros,

o una legua de mar, tal vez un lago,

cien dólares de lago?

El agua cae, rueda.

El agua rueda, pasa.

Nadie la tiene, nadie.

¿Puedes venderme tierra, la profunda

noche de las raíces; dientes

de dinosaurios y la cal

dispersa de lejanos esqueletos?

¿Puedes venderme selvas ya sepultadas, aves muertas,

peces de piedra, azufre

de los volcanes, mil millones de años

en espiral subiendo? ¿Puedes

venderme tierra, puedes

venderme tierra, puedes?

La tierra tuya es mía.

Todos los pies la pisan.

Nadie la tiene, nadie.

Rosa tú, melancólica

El alma vuela y vuela

buscándote a lo lejos,

rosa tú, melancólica

rosa de mi recuerdo.

Cuando la madrugada

va el campo humedeciendo,

y el día es como un niño

que despierta en el cielo,

Rosa, tú, melancólica

ojos de sombra llenos,

desde mi estrecha sábana

toco tu firme cuerpo.

Cuando ya el alto sol

ardió con su alto fuego,

cuando la tarde cae

del ocaso deshecho,

ya en mi lejana mesa

tu oscuro pan contemplo.

Y en la noche cargada

de ardoroso silencio,

Rosa, tú, melancólica

rosa de mi recuerdo,

dorada, viva, y húmeda,

bajando vas del techo,

tomas mi mano fría

y te me quedas viendo.

Cierro entonces los ojos,

pero siempre te veo

clavada allí, clavando

tu mirada en mi pecho,

larga mirada fija,

como un puñal de sueño.

Siempre

Bien pueden su hojarasca y polvo y hielo

acumular los años sobre ti.

Mi corazón sacude el turbio velo,

y siempre te hallo, ¡oh dádiva del cielo!

fresca y radiante en mí.

Porque a mí te envió El, y yo he guardado

tu mejor luz en ánfora inmortal,

porque a cosas de Dios morir no es dado

y eres tú claro espíritu encarnado

en diáfano cristal.

No hay flor cuyo matiz no degenere

al pasajero sol que la esmaltó.

Tan sólo propia luz firmeza espere:

la perla de la mar se opaca y muere;

las de los cielos no.

Nuestra querida estrella leve gasa

o negro temporal veló talvez;

mas ¿qué a ella el furor que el golfo arrasa?

Parece cada nubarrón que pasa

doblar su brillantez.

La copa del banquete postrimera

el gusto encantado. En tu vergel

era sonó de juventud postrera;

el ángel me hallará, cuando yo muera,

saboreando tu miel.

La tarde de la vida, árida y fosca,

pide un hogar con su genial calor;

si él falta, huraño el corazón se embosca,

y la memoria en torno a sí se enrosca

cual serpiente en sopor.

Así, vuelta la espalda a lo presente,

que, sin el ser por quien vivir sentí,

es noria vil, bullicio impertinente,

torno a buscar mi sol, mi cara fuente,

mi cielo, urna de ti.

Voy para atrás pisada por pisada,

recogiendo el rumor de nuestros pies,

repensando un silencio, una mirada,

un toque, un gesto. ..tanto que fue nada

y que un diamante hoy es.

Oculta, como en mágica alcancía,

guardé felicidad para los dos,

y cuanto una vez fue lo es todavía,

que el sol del alma no es el sol de un día,

ni es del tiempo, -es de Dios.

Cierta, como la dicha antes de su hora,

es ésta; y tierna cual pasado bien

que en escondida soledad se llora;

sacra como deidad que la fe adora

y ojos de éxtasis ven.

Hora, hora mismo, en alta noche oscura,

mi aurora boreal, surges aquí.

Hay resplandor, hay brisa de hermosura;

alzo a ver -y hallo tu mirada pura

vertiendo tu alma en mí.

Y ya no media esa impaciencia ingrata,

ese exceso de luz que impide ver

y que al gustar el bien, nos lo arrebata.

La sal de la amargura hoy aquilata,

el néctar del placer.

… … … … … … … … … … … … … … … …

¡Ah! cuando osen a ti dardos y afrentas,

cuando te odies tú misma en tu dolor,

cuando apagada y lóbrega te sientas,

abre mi corazón: allí te ostentas

en todo tu esplendor.

¿Dónde está él? -Donde tú estés. Bien sabes

que fue, por fiel a ti, conmigo infiel.

Ábrelo, que en tu voz están sus llaves;

pero, al mirarte en su cristal, no laves

lo que escribiste en él.

Sigue…

Camina, caminante,

sigue;

camina y no te pare,

sigue.

Cuando pase po su casa

no le diga que me bite:

camina, caminante,

sigue.

Sigue y no te pare,

sigue:

no la mire si te llama,

sigue;

Acuérdate que ella e mala,

sigue.

Sudor y látigo

Látigo,

sudor y látigo.

El sol despertó temprano

y encontró al negro descalzo,

desnudo el cuerpo llagado,

sobre el campo.

Látigo,

sudor y látigo.

El viento pasó gritando:

– ¡Qué flor negra en cada mano!

La sangre le dijo: ¡vamos!

Él dijo a la sangre: ¡vamos!

Partió en su sangre, descalzo.

El cañaveral, temblando,

le abrió paso.

Después, el cielo callado,

y bajo el cielo, el esclavo

tinto en la sangre del amo.

Látigo,

sudor y látigo,

tinto en la sangre del amo;

látigo,

sudor y látigo;

tinto en la sangre del amo,

tinto en la sangre del amo

Tu recuerdo

Siento que se despega tu recuerdo

de mi mente, como una vieja estampa;

tu figura no tiene ya cabeza

y un brazo está deshecho, como en esas

calcomanías desoladas

que ponen los muchachos en la escuela

y son después, en el libro olvidado,

una mancha dispersa.

Cuando estrecho tu cuerpo

tengo la blanda sensación de que

estás hecho de estopa.

Me hablas, y tu voz viene de tan lejos

que apenas puedo oírte.

Además, ya no te creo.

Yo mismo, ya curado

de la pasión antigua,

me pregunto cómo fue que pude

amarte,

tan inútil, tan vana,

tan floja que antes del año

de tenerte en mis brazos

ya te estás deshaciendo

como un jirón de humo;

y ya te estás borrando

como un dibujo antiguo,

y ya te me despegas en la mente

como una vieja estampa!

Un poema de amor

No sé. Lo ignoro.

Desconozco todo el tiempo que anduve

sin encontrarla nuevamente.

¿Tal vez un siglo? Acaso.

Acaso un poco menos: noventa y nueve años.

¿O un mes? Pudiera ser. En cualquier forma

un tiempo enorme, enorme, enorme.

Al fin como una rosa súbita,

repentina campánula temblando,

la noticia.

Saber de pronto

que iba a verla otra vez, que la tendría

cerca, tangible, real, como en los sueños.

¡Qué trueno sordo

rodándome en las venas,

estallando allá arriba

bajo mi sangre, en una

nocturna tempestad!

¿Y el hallazgo, en seguida? ¿Y la manera

que nadie comprendiera

que ésa es nuestra propia manera?

Un roce apenas, un contacto eléctrico,

un apretón conspirativo, una mirada,

un palpitar del corazón

gritando, aullando con silenciosa voz.

Después

( Ya lo sabéis desde los quince años )

ese aletear de las palabras presas,

palabras de ojos bajos,

penitenciales,

entre testigos enemigos,

todavía

un amor de “lo amo”

de “usted”, de “bien quisiera,

pero es imposible…” De “no podemos,

no, piénselo usted mejor….”

Es un amor así,

es un amor de abismo en primavera,

cortés, cordial, feliz, fatal.

La despedida, luego,

genérica,

en el turbión de los amigos.

Verla partir y amarla como nunca;

seguirla con los ojos,

y ya sin ojos seguir viéndola lejos,

allá lejos, y aún seguirla

más lejos todavía,

hecha de noche,

de mordedura, beso, insomnio,

veneno, éxtasis, convulsión,

suspiro, sangre, muerte…

Hecha

de esa sustancia conocida

con que amasamos una estrella.