Gallegos, Mía

Reseña biográfica

Poeta costarricense nacida en San José en 1953.

Es una de las poetas vivas más importantes de su país. Su poesía mítica y onírica es un ejemplo de la resistencia femenina ante un mundo hostil.

A los veintitres años ganó el Premio Joven creación 1976 por su libro «Golpe de Albas», luego el premio Alfonsina Storni en 1977 y el Premio Nacional Aquileo Echeverría en 1985.

Poemas suyos han sido traducidos al inglés e incluidos en importantes antologías de poesía latinoamericana.

Ha trabajado en periodismo durante varios años y ha sido encargada de relaciones públicas del Teatro Nacional de San José de Costa Rica.

Además es autora «Los reductos del sol» en 1985, «El claustro elegido» en 1989 y «Los sueños y los días» en 1995.

Coreografía

Para mí amigo Carlos Cortés

En fin

que no he vivido nada.

No sé qué cosa es una guerra

y tengo como prisión al cuerpo

y alma como campo de batalla.

Me debato entre la duda

de reflexionar o fluir;

esto es situarse en el palco de los espectadores,

o estar

en cada íntimo instante del milagro.

Vivo de pedacitos,

pero aspiro a la totalidad,

es decir a Mozart y al poema que me redima

y me revele los espacios absolutos

y la nada.

Percibo de mí

los sitios más secretos:

la culpa,

una tercera conciencia de las cosas,

la dualidad del pensamiento,

la ira pequeña

por lo que ya ocurrió.

Pero he vivido poco. Treinta años.

Dos amores de piel

y un querer abandonar

esta espera que me señala la vida.

Anhelo la anarquía,

el más tierno desorden del amor,

la cábala

los relojes de arena y una habitación sencilla.

Quiero tener un destino trazado de antemano,

encontrarme con Dios

y los abismos

y no tener conciencia de la llama.

Ser la llama misma y la aventura.

Pero vengo de soledades últimas,

de conversaciones que nunca concluyeron,

de espejos que me miraron desde la infancia hasta ahora,

de abandonados armarios de caoba que fueron

de tías o de abuelas remotísimas.

Cuán poco he vivido.

No conozco la guerra. Y tampoco la paz.

Me duele la orfandad,

el desarraigo,

el sentirme extranjera en cualquier sitio,

el no pertenecer

a una familia o a una patria.

No puedo narrar una batalla;

ni hablar del hambre y de la peste,

ni escribir la canción de algún soldado herido,

ni hablar de mujer violada,

ni decir cómo es un cementerio después de una llovizna.

Pero anhelo decir en el poema

que la vida me conmueve,

que respiro mejor cuando me entrego,

que necesito amar de la manera más simple y primitiva.

Me gusta la paz y la defiendo

y la guerra cuando es justa,

y el sabor de las mandarinas cuando llega el verano,

que me gusta ser una y arraigarme en el cosmos,

y sentir que mi vida palpita al mismo tiempo que la vida,

aunque no haya vivido,

aunque mi hambre sea de infinito,

aunque no sepa expresar

que por alguna razón precisa estoy aquí,

a punto de vencer,

a punto de morir,

de vivir.

De «Los reductos del sol»

III

Me aferro al cuerpo

como único reducto permitido.

Carezco de sitios de ternuras y llantos.

De nuevo palpo la llama del pájaro quebrado.

Busco abrigo en lana.

He puesto mis pies debajo de las aguas

y por la presión

de mis párpados callados

sé que no soy ni siquiera una isla.

VIII

Vivir, ya he dicho:

Tener sobre las manos un fajo de papeles:

un lápiz, libros, dibujos, sueños.

El alma al descubierto

vulnerable.

Estar así. Beberse a uno mismo.

Sollozar.

Tomar el invierno para tejer

una mansión de lino

Vigilantes los senos,

escondidos en la piel.

Vibrar

Repasar las camisas, acomodar los sueños,

dejar en perfecta armonía los clavos, la canela,

el azúcar y los aromas.

Dejar el alma al despoblado,

musitar pequeños versos de Sor Juana,

olvidar castigos y derrotas.

Recordar el olor de un verano en Guanacaste.

Fruncir el ceño por placer ,

sonreír por malicia.

Vivir,

acodada entre sombras,

aniñando los ojos

y olvidar, olvidar.

El claustro elegido

No busco nada.

A nadie aguardo en este día.

Esperar es una de las raras

estratagemas de Dios

para detenernos en un punto.

Mi país:

montaña verde y lluvia.

Un caballo se pierde en la llanura

imaginada,

que ahora está vedada a mis ojos.

Busco la intensa reflexión:

la de los libros amigos,

la luz interna que preciso para vivir,

el candil de oro,

el Eclesiastés y la paciencia de Job.

A mi edad y en un país de lluvia,

el claustro es una elección.

Ahí se pierden los contornos.

La vida se diluye en un ir y venir

del trabajo al café,

del café a la taberna.

Busco la infancia que soy:

la llanura, la sombra del árbol gigantesco,

el único mar sin fondo,

el caballo desbocado en su furia,

el verdor de la montaña junto al cielo.

Me gusta quedarme a solas

sintiendo como la sangre me nutre de nuevas vestiduras.

A solas me pertenezco.

No hay dicotomía entre el espejo y yo.

Una vive y la otra sueña.

Juntas recordamos a un hombre.

Juntas hemos escrito estos versos.

El ojo de la aguja

VII

Al amor llegué con un grito de seda

y puse las dos mejillas,

el cuerpo y la conciencia.

Nada quedó de mí,

ni siquiera una carta,

ni siquiera un espejo en donde reconocerme.

Mas aprendí a pasar

por el ojo de la aguja,

es decir a perdonar sinceramente.

A dejar la piel en el alambre,

a dolerme desde los pies

a la cabeza.

Lo perdí todo.

Y cuando entendí que no sabía defenderme de la gente,

respondí con una bofetada de ternura,

porque yo sé

que sólo los dulces heredarán la tierra.

En mi habitación tejo el viento…

En mi habitación tejo el viento.

Ignoro si son remotas mis lágrimas

o si están guardadas al lado de amarillas

fotografías,

junto a dedales y agujas que sollozaron.

Cavilo uniendo las puntas de la aguja

con la lana.

Desatiendo la espera.

Tejo y olvido.

De pronto pierdo el punto

y un agujero se deshace sobre el sillón

y mis manos.

Quedo entrelazada toda

en un ovillo de amor y lumbre.

No sé

si tejo para esperarte

o si trazo en círculos

el viento

y mi mortaja.

Hay dos caminos en mi vida…

II

Hay dos caminos en mi vida. Siempre

los hubo. En cada uno hallé un ánfora

con el agua hasta los bordes. De las dos

aguas he bebido hasta saciarme. Mas

ahora, he llegado al final de cada trecho

y las aguas han sido consumidas.

Me coloco el peplo y te escojo a ti, vida,

como tercer camino.

Hija de la tierra soy

III

Hija la tierra soy. Amante de la muerte.

A menudo en mis sueños la verdad se revela por

completo.

Crecen mis manos y mis pies hasta enroscarse

en un enorme tronco.

Deja que sea yo quien te penetre. Aunque

sea por una sola vez.

Soy dueña tan solo de mis lágrimas.

No sé llorar por dentro.

Jaguar de agua

Yo canto porque no puedo eludir la muerte,

porque le tengo miedo, porque el dolor me mata.

La quiero ya como se quiere el amor mismo.

Su terror necesito, su hueso mondo y su misterio.

Lleno del fervor de la manzana y su corrosiva fragancia,

lujurioso como un hombre que sólo una idea tiene,

angustiadamente carnal con la misma muerte devorante,

yo me consumo aullando la traición de los dioses.

Soledad mía, oh muerte del amor, oh amor de la muerte,

que nunca hay vida, nunca, ¡nunca! sino sólo agonía.

En mis manos de fango gime una paloma resplandeciente

porque el amor y el sueño son las alas de la vida.

Me duele el aire… Me oprimen tus manos absolutas,

rojas de besos y relámpagos, de nubes y escorpiones.

Soledad de soledades, yo sé que si es triste todo olvido,

más triste es aún todo recuerdo, y más triste aún toda esperanza.

Porque el amor y la muerte son las alas de mi vida,

que es como un ángel expulsado perpetuamente.

Mi rebelión

Un día partí lejos.

Cuando mi padre se olvidó

que yo tenía senos.

Callé de golpe y dije adiós.

-Decir adiós es tener

pájaros feroces en las manos-.

Me fui hacia allá

donde todo es azul

y es torrencial y fresco:

la montaña.

Iba con mi arado silencioso

y un alto sueño de tambores

en las manos.

Inmensa,

conjugada con el viento,

recorriendo la cordillera

de mi vientre,

fresca como la santalucía

que nace libre

en los parajes.

Después ya nadie

me pronuncio en las clases,

ni en mi barrio

ni en mi casa.

Solo la leyenda

de mi valija al hombro,

con mi mochila de luz

creciendo arriba

de mi espalda.

Después,

ya nunca pregunto mi padre

si yo tenía lápida,

cruz

o alguna azucena dormida

entre los dedos.

Mía de nadie

Mía Gallegos.

Mía de nadie. Mía de mí.

Sin una biografía.

Tierna. Casi ácida.

Con un destino trazado

en una cruz.

Mía Gallegos. Mía de nadie,

de nadie, nadie, nadie, nadie.

Aferrada a la ternura

como único pan que no consuela.

Mía de nadie. Mía de mí.

Sin aire. Umbría.

Deja que el tiempo pase.

Deja que la vida pase.

Deja que el amor pase.

Deja que la muerte pase.

Mía sin biografía y sin abuelo.

Sin un sitio.

Ni siquiera santa.

Ni siquiera puta.

Mía de mí.

Narciso

Narciso no era bello ni hermoso.

Lo embriagó su propia pequeñez,

su rostro en el otro rostro.

No halló la paradoja,

la secreta lámpara,

los jaspes,

el centro de luz entre sus cejas.

No tuvo por dentro un auriga,

ni la espada para vencer al tigre,

ni bebió de la tórrida, altiva respiración de los dragones.

Lo hallé muerto,

como las flores remotas que desconocen su origen

y su aroma

El eco no lo pudo salvar

de la muerte

de la embriaguez,

de su oscura bastardía.

De “El claustro elegido”

Toco la carta suavemente

XIV

Toco la carta suavemente. El mago murmura

algunas palabras que no entiendo. Dice que

la mujer del coche soy yo.

No puedo lanzarme desde aquí, aunque quisiera

tener el valor de hacerlo. Soy yo, la mujer,

esta criatura mágica que tira de las riendas

de este coche, sin haber descubierto nunca

quien las puso en mis manos.

No comprendo cuál es mi papel. Lo cierto es que

estoy aquí desde siempre, en lo alto, mirando

hacia adelante, sin parar, sin hacer un solo

momento de tregua. No puedo hacerle concesiones

a nadie. Estoy aquí yeso me basta.

Quiero que otra persona venta de pronto.

Pero no. Nadie podría atravesar conmigo

tantos lugares, tan altos, tan angostos y

gigantescos sueños, aquí conmigo en este

coche.

Temo perder las riendas. Si alguien viene

podría adueñarse del coche, de los dragones

y también de mí. Necesito llegar lejos, a

las cumbres, a las puertas azules de los montes,

o quizás más alto aún: a las nubes.

Temo quedarme sola; sin embargo no puede

detenerme.

Es el destino ya ese sitio se llega a oscuras

en la ceguera total. Tiene que haber un final, por

eso continúo mi ruta, mi viaje total con las

estrellas. ¿Cómo será ese fin? ¿Será la muerte

líquida, será la muerte blanca, la de la creación,

la que me aguarda, o será la muerte-muerte?

Basta, no importa ya nada. Tengo mi alma y el

coche en movimiento. Soy la mujer que dirige

un carruaje con los dragones de Medea. Sé hacia

dónde voy. Si alguien pregunta por mí, díganle

que me vieron pasar, que salí al alba y que no

regreso más.

Vuelvo a la noche

De pronto vuelvo

a la noche

con mis zapatos de agua.

Me desnudo

en el lento

ejercicio de mis manos

y busco

solamente

un objeto mío,

un pequeño barco,

un cometa,

un circo de inventadas cosas,

figuras cotidianas,

tuyas y mías,

que amo.

Pero sé

que de pronto

me vuelvo inaccesible

y vuelvo a ser silencio

y llama oscura,

donde mi barco

se escapa de tu orilla.