Forner, Juan Pablo

Juan Pablo Forner (España, 1754-1797)

A Filis, enferma de la garganta…

Amor, Filis mía,

que enojado vio

la dureza ingrata

de tu corazón,

vibrando la flecha

con nuevo rigor,

herirte dispuso,

mas, ¡ay!, no acertó.

Al pecho asestaba,

y el vibrado arpón

tocó tu garganta,

y en mi pecho dio.

Tú libre quedaste;

yo, herido de amor;

¡Oh, qué dulce hierro,

si hiriera a los dos!

Tu garganta airosa,

donde de tu sol

ondean las hebras

que el oro envidió,

lastimada apenas

del golpe veloz,

del robusto niño

percibió el ardor;

percibióle sólo;

padézcole yo,

herido, abrasado

de impía pasión.

Tú de Amor te burlas,

yo sufro su error;

¡Oh, qué dulce hierro,

si hiriera a los dos!

Tímidos deseos,

que, afable, animó

de tus ojos gratos

el vivo esplendor,

de estar a tu lado

diéronme ocasión;

¡momento dichoso,

si acertara Amor!

De su arco invencible

yo el juguete soy,

pudiendo su tiro

doblar el traidor.

Retiró la mano,

sin ver dónde hirió.

¡Oh, qué dulce hierro,

si hiriera a los dos!

Ay, niña adorable,

no te enojes, no,

si en ruegos exhalo

mi amarga aflicción:

que en esta venganza

que Amor meditó,

a mí fué la herida,

y a ti la intención.

Amar tu debieras

como amando estoy,

y ya me contento

con tu compasión.

Por mí de Cupido

burlas el rigor.

¡Oh, qué dulce hierro,

si hiriera a los dos!

A Lucinda, en el fin de año

¡Qué importa que ligera

la edad, huyendo en presuroso paso,

mi vida abrevie en la callada huida,

si cobro nueva vida

cuando en las llamas de tu amor me abraso,

y logro renacer entre su hoguera,

como el ave del sol, que vida espera?

Amor nunca fue escaso,

¡oh, Lucinda amorosa!

y aumenta gustos en los pechos tiernos.

Si el año tuvo fin, serán eternos

los que goce dichosa

mi dulce suerte entre tus dulces brazos,

¡oh mi Lucinda hermosa!,

brazos con tal blandura, que los lazos

vencerán de la Venus peregrina,

cuando, suelto el cabello,

a Marte desafía

y al victorioso dios vence en batalla;

en ellos mi amor halla

la vida, que en sus vueltas a porfía

el sol fúlgido y bello

me lleva en su carrera presurosa,

¡oh Lucinda amorosa!,

y en la estación helada,

cuando su margen despojada enfría

el yerto Manzanares,

al año despidiendo con su hielo,

la lumbre de tu cielo

dará calor a la esperanza mía,

ajena de pesares,

no perdida mi edad, mas renovada,

por más que el año huya,

con el calor de la esperanza tuya.

¡Oh! siempre acompañada

te goces del deseo que me anima,

más años que agradable

flores esparce en la húmeda ribera

la alegre primavera;

y nunca el cielo oprima

la dulce risa de tu rostro hermoso

con disgusto enojoso,

permitiendo que goce yo las flores

(como fiel mariposa

o cual dorada abeja, que su aliento

chupa, y en ellas forma su alimento)

de tus dulces amores,

¡oh mi Lucinda hermosa!

Y vuele el tiempo, pues su paso lento

detiene mi contento,

detiene torpe su estación tardía,

que tú me llames tuyo, y yo a ti mía;

vuele, vuele en buen hora,

y este año tenga fin, y juntamente

le tengan otros y otros; y el violento

curso de Febo, que la tierra dora

con su madeja ardiente,

su carrera apresure,

y tanto, en tanto mi ventura dure,

cuanto en tu pecho vea

reinar la llama que mi amor desea.

Vuelen, vuelen las horas,

y llévense los días y los años

en sus vueltas traidoras,

y llegue el tiempo en que mi amor posea

tu pecho unido al amoroso mío,

y la suerte gozosa

dé fin dichoso al ruego que la envío,

oh Lucinda amorosa;

y en tanto los engaños

de amor tengan tu pecho entretenido

con deseo, esperanza,

manjares que alimentan a Cupido.

¡Oh tardos días de presentes daños!

Por vosotros alcanza

su fin cuanto en el mundo es comprendido.

Pues huid, y dad fin al encendido

fuego en que mis deseos se alimentan;

mas, lográndolos luego,

el paso diligente

que detengáis os ruego;

dejad que entonces, pues que ahora cuentan

siglos los años, yo, mi bien gozando,

haga siglos los días,

y tanto dure en las venturas mías,

cuanto el alegre tiempo dar pudiera

estación venturosa

de tu edad a la hermosa primavera,

oh mi Lucinda hermosa.

Desordenado en desaliño airoso…

Desordenado en desaliño airoso

al bullicioso céfiro permite

Nisa el cabello, porque no limite

su nativo esplendor lazo industrioso.

Velo sutil sobre su pecho hermoso

al gusto esconde lo que al gusto incite;

ni tanto que el tesoro facilite,

ni tanto que de él dude el ojo ansioso.

Así en traje sucinto reclinada

en alcatifa generosa yace

su gentileza y gala peregrina;

así la halla Cendón y la taimada

del necio que su pompa satisface

cobra el oro, y a Alexi lo destina.

Epitafio

Aquí yace Jazmín, gozque mezquino,

que sólo al mundo vino

para abrigarse en la caliente falda

de madama Crisalda,

tomar chocolatito,

bizcochos y confites,

el pobre animalito,

desazonar visitas y convites,

alzando la patita

para orinar las capas y las medias

con audacia maldita,

ladrar rabiosamente

al yente y al viniente,

ir en coche a paseos y comedias

y ser martirio eterno de criados,

por él o despedidos o injuriados

con furor infernal y grito horrendo.

Si inútil fue y aborrecible bicho,

y petulante y puerco y disoluto,

culpas no fueron suyas, era bruto;

educóle el capricho

de delicia soez con estupendo

horror de la razón; naturaleza

no le inspiró tan bárbara torpeza.

Los que en la tierra al Hacedor retratan,

sus hechuras divinas desbaratan,

corrompen y adulteran.

Los vicios de Jazmín, de su ama eran.

Madrid

Esta es la villa, Coridón, famosa

que bañada del leve Manzanares

leyes impone a los soberbios mares

y en otro mundo impera poderosa.

Aquí la religión, zagal, reposa

rica en ofrendas, fértil en altares;

en las calles los hallas a millares;

no hay portal sin imagen milagrosa.

Y por que más la devoción entiendas

de este piadoso pueblo, a cada mano

ves presidir los santos en las tiendas.

Y dime, Coridón, ¿es buen cristiano

pueblo que al cielo da tantas ofrendas?

Eso yo no lo sé, cabrero hermano.

Pequeñez de la grandeza humana

Salgo del Betis a la ondosa orilla

cuando traslada el sol su nácar puro

al polo opuesto, y en el cielo oscuro

la luna ya majestüosa brilla.

Entre la opaca luz su honor humilla

la soberbia ciudad y el roto muro

que, al rigor de los siglos mal seguro,

reliquia funeral, ciñe a Sevilla.

Pierde la sombra su grandeza ufana;

la altiva población y sus destrozos

lúgubres se divisan y espantables.

Fía, Licino, en la grandeza humana;

contémplala en la noche de sus gozos,

y los verás medrosos, miserables.