Fernández Moratín, Nicolás

Nicolás Fernández de Moratín (España, 1737-1780)

Atrevimiento amoroso

Amor, tú que me diste los osados

intentos y la mano dirigiste

y en el cándido seno la pusiste

de Dorisa, en parajes no tocados;

si miras tantos rayos, fulminados

de sus divinos ojos contra un triste,

dame el alivio, pues el daño hiciste

o acaben ya mi vida y mis cuidados.

Apiádese mi bien; dile que muero

del intenso dolor que me atormenta;

que si es tímido amor, no es verdadero;

que no es la audacia en el cariño afrenta

ni merece castigo tan severo

un infeliz, que ser dichoso intenta.

Bendita sea la hora, el año, el día…

Bendita sea la hora, el año, el día

y la ocasión y el venturoso instante

en que rendí mi corazón amante

a aquellos ojos donde Febo ardía.

Bendito el esperar y la porfía

y el alto empeño de mi fe constante

y las saetas y arco fulminante

con que abrasó Cupido el alma mía.

Bendita la aflicción que he tolerado

en las cadenas de mi dulce dueño

y los suspiros, llantos y esquiveces,

los versos que a su gloria he consagrado

y han de vencer del duro tiempo el ceño,

y ella bendita innumerables veces.

Dorisa en traje magnífico

¡Qué lazos de oro desordena el viento,

entre garzotas altas y volantes!

¡Qué riqueza oriental y qué cambiantes

de luz que envidia el sacro firmamento!

¡Qué pecho hermoso do el Amor su asiento

puso, y de allí fulmina a los amantes,

absortos al mirar sus elegantes

formas, su delicioso movimiento!

¡Qué vestidura arrastra, de preciado

múrice tinta y recamada en torno

de perlas que produjo el centro frío!

¡Qué extremo de beldad, al mundo dado

para que fuese de él gloria y adorno!

¡Qué heroico y noble pensamiento el mío!

El gallo y el zorro

Un gallo muy maduro,

de edad provecta, duros espolones,

pacífico y seguro,

sobre un árbol oía las razones

de un zorro muy cortés y muy atento,

más elocuente cuanto más hambriento.

«Hermano», le decía,

«ya cesó entre nosotros una guerra

que cruel repartía

sangre y plumas al viento y a la tierra.

Baja; daré, para perpetuo sello,

mis amorosos brazos a tu cuello.»

«Amigo de mi alma»,

responde el gallo, «¡qué placer inmenso

en deliciosa calma

deja esta vez mi espíritu suspenso!

Allá bajo, allá voy tierno y ansioso

a gozar en tu seno mi reposo.

«Pero aguarda un instante,

porque vienen, ligeros como el viento,

y ya están adelante,

dos correos que llegan al momento,

de esta noticia portadores fieles,

y son, según la traza, dos lebreles.»

dijo el zorro, «que estoy muy ocupado;

luego hablaré contigo

para finalizar este tratado.»

El gallo se quedó lleno de gloria,

cantando en esta letra su victoria:

Siempre trabaja en su daño

el astuto engañador;

a un engaño hay otro engaño,

a un pícaro otro mayor.

El león y el ratón

Estaba un ratoncillo aprisionado

en las garras de un león; el desdichado

en la tal ratonera no fue preso

por ladrón de tocino ni de queso,

sino porque con otros molestaba

al león, que en su retiro descansaba.

Pide perdón, llorando su insolencia;

al oír implorar la real clemencia,

responde el Rey en majestuoso tono

(no dijera más Tito): «Te perdono.»

Poco después, cazando, el león tropieza

en una red oculta en la maleza;

quiere salir, mas queda prisionero;

atronando la selva ruge fiero.

El libre ratoncillo, que lo siente,

corriendo llega; roe diligente

los nudos de la red de tal manera

que al fin rompió los grillos de la fiera.

Conviene al poderoso

para los infelices ser piadoso;

tal vez se puede ver necesitado

del auxilio de aquel más desdichado:

Los animales con peste

En los montes, los valles y collados,

de animales poblados,

se introdujo la peste de tal modo,

que en un momento lo inficiona todo.

Allí, donde su porte el león tenía,

mirando cada día

las cacerías, luchas y carreras

de mansos brutos y de bestias fieras,

se veían los campos ya cubiertos

de enfermos miserables y de muertos.

«Mis amados hermanos»,

exclamó el triste Rey, «mis cortesanos,

ya veis que el justo cielo nos obliga

a implorar su piedad, pues nos castiga

con tan horrenda plaga;

tal vez se aplacará con que se le haga

sacrificio de aquel más delincuente,

y muera el pecador, no el inocente.

Confiese todo el mundo su pecado.

Yo, cruel, sanguinario, he devorado

inocentes corderos,

ya vacas, ya terneros,

y he sido, a fuerza de delito tanto,

de la selva terror, del bosque espanto.»

«Señor», dijo la zorra, «en todo eso

no se halla más exceso

que el de vuestra bondad, pues que se digna

de teñir en la sangre ruin, indigna,

de los viles cornudos animales

los sacros dientes y las uñas reales.»

Trató la corte al Rey de escrupuloso,

Allí del tigre, de la onza y oso

se oyeron confesiones

de robos y de muertes a millones;

mas entre la grandeza, sin lisonja,

pasaron por escrúpulos de monja.

El asno, sin embargo, muy confuso

prorrumpió; «Yo me acuso

que al pasar por un trigo este verano,

yo hambriento y él lozano,

sin guarda ni testigo,

caí en la tentación: comí del trigo.»

«¡Del trigo! ¡y un jumento!»

gritó la zorra, «¡horrible atrevimiento!»

Los cortesanos claman: «Este, éste

irrita al cielo, que nos da la peste.»

Pronuncia el Rey de muerte la sentencia,

y ejecutóla el lobo a su presencia.

Te juzgarán virtuoso,

si eres, aunque perverso, poderoso;

y aunque bueno, por malo detestable,

cuando te miran pobre y miserable.

Esto hallará en la corte quien la vea,

y aun en el mundo todo. ¡Pobre Astrea!

Oda a los ojos de Dorisa

Ojos hermosos

de mi Dorisa:

yo os vi al reflejo

de luces tibias…

¡Noche felice,

no te me olvidas!

Turbado y mudo

quedé a su vista,

susto de muerte

me atemoriza,

y sólo huyendo

pude evadirla.

Ojos hermosos:

yo así vivía,

cuando amor fiero

gimió de envidia.

Quiso que al yugo

la cerviz rinda,

y os me presenta

con pompa altiva,

una mañana,

cuando ilumina

Febo los prados

que abril matiza.

Vi que con nuevas

flores se pinta

el suelo fértil,

la cumbre fría;

los arroyuelos

libres salpican,

sonando roncos,

la verde orilla.

Gratos aromas

el viento espira,

cantan amores

las avecillas.

Ojos hermosos:

yo me aturdía,

cuando me ciega

luz improvisa,

con más incendios

y más rüinas

que si centellas

Júpiter vibra.

Nunca posible

será que diga

que pena entonces

me martiriza.

¡Qué feliz era,

qué bien hacía

mientras huyendo

sus fuegos iba!

Ojos hermosos:

si conocida

a vos os fuese

vuestra luz misma,

o en el espejo

la reflexiva

tanto mostrara,

conoceríais

qué estrago al orbe

se le destina,

bien con enojos

bien con delicias.

¡Ay cómo atraen,

cómo desvían,

cómo sujetan,

cómo acarician!

Piedad, hermosas

lumbres divinas,

de quien amante

os solemniza.

Y si a mi verso

la suerte amiga

da, que en el mundo

durable exista,

aplauso eterno

haré que os siga,

y en otros siglos

daréis envidia.

Oh, gran Pepona, de saber profundo…

(…)¡Oh, gran Pepona, de saber profundo;

grande en tu oficio! Deja que repita

para instrucción y norma de alcahuetas

la alta respuesta que a mi cargo diste,

dignas palabras de grabarse en bronce.

«Hijo, me dice un día, que a las once

quedó citada en la espaciosa lonja

de Trinitarios; hijo, está perdida

la putería; apenas lo creyera,

¿quién en mi mocedad me lo dijera?

En consecuencia del encargo tuyo

hice, cual suelo, vivas diligencias,

que, o no admitir la comisión honrada,

o debemos hacerlas en conciencia,

y donde no, restituir la paga,

mas pocas hay de proceder tan justo.

Yo, como sabes ya, sé bien tu gusto,

que por larga experiencia sé servirte;

ya fe de honrada no sabré decirte

cuánto afané por una buena moza.(…)

Saber sin estudiar

Admiróse un portugués

de ver que en su tierna infancia

todos los niños en Francia

supiesen hablar francés.

«Arte diabólica es»

dijo, torciendo el mostacho,

«que para hablar en gabacho,

un fidalgo en Portugal

llega a viejo, y lo habla mal;

y aquí lo parla un muchacho.»