Coleridge, Samuel T.

Samuel T. Coleridge (Inglaterra 1772-1834)

Reseña biográfica

Poeta y filósofo inglés nacido en Ottery St. Mary, en 1772.

Recibió una estricta educación primaria en un internado londinense y posteriormente fue matriculado en el “Jesus College” de la Universidad de Cambridge.

Suspendió los estudios universitarios y se relacionó con poetas importantes como Southey y Lowell, de cuya amistad nacieron sus primeras publicaciones “La caída de Robespierre” en 1794 y “Poemas misceláneos” en 1796.

En 1798 escribió con William Wordsworth “Las baladas líricas”, obra que marcó el comienzo del movimiento romántico inglés.

Su interés por la teoría de Kant lo llevó hasta Alemania donde profundizó sus conocimientos filosóficos. De regreso a Londres en 1800, tradujo algunos poetas y dramaturgos alemanes.

Olvidado por su familia y aquejado de múltiples dolencias, se refugió en casa de un amigo, donde produjo entre otras obras, “Biografía literaria” en 1817, “Hojas sibilinas” 1818 y “Ayudas para la reflexión” en 1825.

Falleció en Londres en julio de 1834.

Canción de glicina

MIRÉ un rayo de sol,

combado en el azul, hasta la tierra,

y allí vi un pájaro atrevido:

¡oh, qué encantado y dulce!

Bajábase y subía, parpadeaba, en círculos

volaba por el rayo de soleada niebla,

con sus ojos de llama y con su pico de oro

y todo su plumaje de amatista.

Y así cantaba: «¡Adiós! ¡Adiós!

Lo que sueña el amor se cumple raramente.

Las flores no se quedan nunca, nunca;

no permanecerán las gotas de rocío.

¡Oh, mayo, mayo dulce:

ya es hora de partir!

Iremos lejos, lejos,

¡iremos hoy, hoy mismo!»

Versión de Màrie Montand

El arpa eólica

¡Mi Sara pensativa! Reclinada

tu cabeza en mi brazo, es dulce estar

junto a nuestra cabaña recubierta

de jazmín y de mirto (los emblemas

de la inocencia y del amor reunidos)

y ver los montes rebosar la luz

de la tarde, reunirse lentamente

y mostrar el lucero refulgente

como la sabiduría. ¡Qué hermoso

el aroma del campo y qué callado

el mundo! El murmullo del mar lejano

nos habla del silencio.

Y esa humilde

arpa -óyela- en su lejano estuche,

acariciada por la simple brisa

cual tímida doncella ante el amante

es tan dulce reproche que me invita

a repetir la falta. Ya sus cuerdas,

suavemente tañidas, nos ofrecen

oleadas de notas que recuerdan

el embrujo sonoro que los elfos

pronuncian por la tarde, cuando viajan

con la brisa que llega de las hadas,

donde la música ronda las flores

salvajes como aves del paraíso

¡flotando en su ala indómita, sin pausa!

¡La vida dentro y fuera de nosotros,

que anima el movimiento y es su alma,

luz en sonido, sonido en la luz,

ritmo en el pensamiento y alegría

en todo! Cómo no amarlo todo

en un mundo tan pleno, donde canta

la brisa y el aire aquietado es música

dormida en ese tácito instrumento.

Así, mi amor, mientras al mediodía

paseo por las próximas colinas

con ojos entornados y contemplo

la danza de la luz como diamantes,

medito sosegado en el sosiego;

cruzan por mi cerebro, así indolente,

pensamientos que él mismo no convoca

y revuelos de ociosas fantasías

diversas y salvajes cual tormentas

que crecen y se agitan sobre el arpa.

Y ¿no serán los seres animados

arpas dispuestas de diverso modo

que se hacen pensamiento cuando sopla,

viva y vasta, una brisa intelectual,

de cada una el alma, Dios de todas?

Pero tus ojos serios me suponen

un sereno reproche, amada, y esos

borrosos pensamientos no rechazas

y me haces caminar en humildad

con Dios. ¡Hija del Cristo y de su estirpe!

Con sagrada razón has despreciado

conceptos de una mente aún corrupta,

pompas que brillan, se levantan, rompen

con el rumor de una filosofía

vana, ¡pues nunca podré hablar sin culpa

de Él, Incomprensible! Salvo cuando

con temor y con fe interior alabo

a aquel cuya piedad es salvación

para mí, miserable, pecador

e insensato. ¡Aquel que me dio paz

y a ti y esta cabaña, amada mía!

Versión de Gabriel Insuasti

El recuerdo

…El heno removido y los primeros frutos,

el heno removido y las mieses de un campo

dicen: se fue el estío. La digital, muy alta,

esparce campanillas de púrpura en el viento,

o cuando se remonta, rozándola, una alondra

o se posa un pinzón en su tallo. El rosal

(en vano predilecto de amores complacidos)

yérguese al modo de una belleza de otros tiempos,

con las espinas, pero se fueron ya las rosas.

Ni logro hallar, en mi paseo solitario,

junto a fuentes o arroyos o en húmedo camino,

la flor azul que brilla, mirando, en la ribera

y es gema de esperanza: el dulce nomeolvides.

Mas no han de marchitarse las flores que Emelina,

con dedos delicados, en la nevada seda

trazó ( bien sabe ella que son mis predilectas),

ni, más querido aún, su cabello de ámbar.

Versión de Màrie Montand

El ruiseñor

…Y un bosque yo me sé,

vasto, muy cerca de un castillo enorme,

que su señor no habita. Y en el bosque

los zarzales indómitos se enlazan

y quiebran los senderos, y la hierba apretada

y los botones de oro cubren las avenidas.

Mas nunca supe de un lugar tan lleno

de ruiseñores. Cerca o a lo lejos,

en árbol o zarzal, por todo el bosque,

se contestan e incitan en su canto,

con la pugna de trinos caprichosos,

murmullos musicales y rápidos gorjeos

y un leve silbo de mayor dulzura…

Tanto llenan el aire de armonía,

que, cerrando los ojos, olvidarías casi

que no era día. En los arbustos plateados

de luna, que abren leves hojuelas con relente,

tal vez los vieras sobre ramas finas,

sus ojos muy brillantes y redondos

centelleando, mientras un gusano de luz

ya su antorcha de amor alza en la sombra…

Versión de Màrie Montand

Hay una mente, una mente omnipresente…

Hay una mente, una mente omnipresente

y omnífica. Su nombre sagrado es el Amor.

¡Oh verdad de sublime grandeza! Quien se nutre

sacia con ella su alma constante, escapa

con una bendición de este ínfimo mundo.

Es lo más alto del hombre,

nuestra meridiana majestad, sabernos

partes de una maravillosa totalidad.

Esto hermana al hombre y asienta

su caridad y su conducta. Pero es Dios,

difundiéndose en todo, quien hace todo una unidad.

Y ésta es la peor superstición: desear algo

que no sea Él mismo, suprema realidad (…)

Versión de Gabriel Insuasti

Helada a medianoche

La helada cumple su secreto oficio

sin ayuda del viento. Un búho deja

su chillido en la noche -escucha- inmensa.

Todos descansan ya y me entrego a esa

soledad que propicia el desvarío.

Tan sólo queda junto a mí, en su cuna,

el reposado sueño de mi hijo.

¡Es tan tranquilo! Tanto que perturba

el pensamiento con su extremo y raro

silencio. ¡Mar, colina y arboleda,

junto a este pueblo! ¡Mar, colina y bosque

con los hechos diarios de la vida,

inaudibles cual sueños! La azul llama

se aquieta en el hogar y ya no tiembla;

sólo esa cinta interrumpe la calma,

agitándose aún sobre la verja.

Su meneo en la calma de esta escena

le da una semejanza con mi vida,

la toma una amistosa forma cuyo

endeble flamear hace un juguete

del pensamiento y es interpretada

a su modo por el alma, que busca

en cada cosa espejo de sí misma(…)

Versión de Gabriel Insuasti

Inscripción para una fuente que mana en un brezal

¡SICÓMORO, a menudo con música de abejas!

Tales tiendas querían los Patriarcas. Cubran

esas añosas ramas intactas largo tiempo

la taza pequeñita y redonda, que ampara

de las hojas caídas una piedra. y envíe,

tranquila como el hálito de un infante dormido,

primavera esas aguas frías al caminante,

con palpitar seguro y suave. Que no cese

el cono de arenita en su mudo danzar,

al fondo, como un paje de los Ellos, pues baila

ahora, tan menudo y alegre como ellos,

sin turbar a la fuente en su tersura clara.

Aquí hallarás frescor y crepúsculo y musgo,

un blando asiento y una sombra profunda y vasta.

Más árboles no busques: ni lejos los verías.

Bebe, pues, peregrino, y descansa. y si tienes

muy limpio el corazón, también podrá tu espíritu

refrigerarse, oyendo algún sonido dulce

de las brisas o las abejas murmurantes.

Versión de Màrie Montand

Kubla Khan

EN Xanadú, Kubla Khan

mandó que levantaran su cúpula señera:

allí donde discurre Alfa, el río sagrado,

por cavernas que nunca ha sondeado el hombre,

hacia una mar que el sol no alcanza nunca.

Dos veces cinco millas de tierra muy feraz

ciñeron de altas torres y murallas:

y había allí jardines con brillo de arroyuelos,

donde, abundoso, el árbol de incienso florecía,

y bosques viejos como las colinas

cercando los rincones de verde soleado.

¡Oh sima de misterio, que se abría

bajo la verde loma, cruzando entre los cedros!

Era un lugar salvaje, tan sacro y hechizado

como el que frecuentara, bajo menguante luna,

una mujer, gimiendo de amor por un espíritu.

Y del abismo hirviente y con fragores

sin fin, cual si la tierra jadeara,

hízose que brotara un agua caudalosa,

entre cuyo manar veloz e intermitente

se enlazaban fragmentos enormes, a manera

de granizo o de mieses que el trillador separa:

y en medio de las rocas danzantes, para siempre,

lanzóse el sacro río.

Cinco millas de sierpe, como en un laberinto,

siguió el sagrado río por valles y collados,

hacia aquellas cavernas que no ha medido el hombre,

y hundióse con fragor en una mar sin vida:

y en medio del estruendo, oyó Kubla, lejanas,

las voces de otros tiempos, augurio de la guerra.

La sombra de la cúpula deliciosa flotaba

encima de las ondas,

y allí se oía aquel rumor mezclado

del agua y las cavernas.

¡Oh, singular, maravillosa fábrica:

sobre heladas cavernas la cúpula de sol!

Un día, en mis ensueños,

una joven con un salterio aparecía

llegaba de Abisinia esa doncella

y pulsaba el salterio;

cantando las montañas de Aboré.

Si revivir lograra en mis entrañas

su música y su canto,

tal fuera mi delicia,

que con la melodía potente y sostenida

alzaría en el aire aquella cúpula,

la cúpula de sol y las cuevas de hielo.

Y cuantos me escucharan las verían

y todos clamarían: «¡Deteneos!

¡Ved sus ojos de llama y su cabello loco!

Tres círculos trazad en torno suyo

y los ojos cerrad con miedo sacro,

pues se nutrió con néctar de las flores

y la leche probó del Paraíso».

Versión de Màrie Montand

La canción del viejo marino

Argumento

Cómo un barco, habiendo pasado la línea, es impulsado por las tormentas hacia las frías comarcas del Polo Sur; y cómo de allí siguió la ruta a las latitudes tropicales del gran

Océano Pacífico; y de los extraños sucesos que padecieron] de qué manera el viejo marino tornó a su patria.

Parte primera

Un viejo marinero se encuentra con tres invitados a una boda,

y detiene a uno de ellos.

Este es un viejo marinero

y a uno detiene de los tres;

«¿por tu ojo claro y barba gris,

Por qué me quieres detener.

Ves aquí la casa del novio,

su pariente cercano soy:

la gente se apresta, comienza la fiesta:

oír puedes el gayo clamor».

Y él, de su mano reseca, le para:

«Había una vez un barco…»

«¡Suéltame, viejo vagabundo!»

y presto retira la mano.

El invitado a la boda queda fascinado por la mirada del viejo navegante,

y se ve obligado a oír su historia.

Y él, de su claro mirar, le detiene:

el invitado a la boda se para,

y le oye, atento como un niño.

Logra el marino lo que ansiaba.

El invitado se sienta en un poyo,

ya nada puede, sino escuchar,

y así le habla ese pobre vejete,

el marino de claro mirar:

«El barco alegre, el puerto alegre,

qué gozosos nos deslizamos

frente a la iglesia y la colina,

y frente a la torre del faro».

El marinero cuenta cómo el navío se dirigió hacia el sur con buen viento

y admirable tiempo, hasta que llegó a la línea.

Surgió el sol a la izquierda,

¡salía de la propia mar!

¡alumbró, y al cabo, a la diestra

se sepultó en la propia mar!

Y día tras día más alto,

a la punta del mástil llegó…

Se da el invitado en el pecho,

al oír el ronco fagot.

El invitado a la boda oye la música nupcial: pero el marinero continúa su narración.

La novia en el salón ha entrado,

como una rosa, roja y fresca,

y detrás, a compás, la siguen

los ministriles de la fiesta.

Se da el invitado en el pecho,

ya nada puede sino escuchar;

y así le habla ese pobre vejete,

el marinero de claro mirar.

El navío es impulsado por un temporal hacia el Polo Sur.

«Y vino entonces la tormenta,

y era tiránica y feroz;

de sus alas nos torturaba,

y al sur nos arrastró.

Vencidos mástiles, bauprés hundido,

como el que, a palos perseguido,

en la sombra enemiga va

y angustiado la frente levanta,

así el bajel, al viento cruel,

hacia el sur, hacia el sur volaba.

Trayendo el frío insoportable

vinieron la niebla y la nieve:

y flotaban los altos hielos,

como las esmeraldas verdes».

La tierra del hielo y de los sones espantosos, donde no se veía un ser viviente.

«La nieve en montañas de blancas marañas

daba una torva claridad:

hombres no vimos, bestias no vimos,

¡El hielo, el hielo, y nada más!

¡El hielo aquí y el hielo allí,

hielo, hielo por todas partes:

gritaba, gruñía, saltaba, crujía;

tal oye quien va a desmayarse!»

Hasta que una gran ave marina, llamada el Albatros, vino a través del turbión

de nieve, y fue recibida con gran alegría, y con hospitalidad.

«Y vino, por fin, un Albatros:

a través de la niebla vino;

como a un alma cristiana, salve

en el nombre de Dios dijimos.

Comió lo que nunca comiera,

al redor de la nave voló;

el hielo rompió un sordo trueno,

y el timonel a través pasó».

Y he aquí que el Albatros mostró ser un ave de buen augurio, y siguió al barco,

que viró hacia el norte, a través de la niebla y de los hielos flotantes.

«Un viento suave movió la nave,

y el Albatros iba detrás,

¡Y a la algarabía marina acudía

por comer o por retozar!

Y en niebla y nieve, durante nueve

noches, reposó en los cordajes;

y entre la bruma la blanca luna

brillaba en el blanco paisaje».

Inhospitalariamente, el viejo marino mató el ave de buen agüero.

«¡Te salve Dios, viejo marino

de los demonios! ¿Mas por qué

miras así?»- «Con mi ballesta

al Albatros maté»

* * *

Parte segunda

Y surgió el sol a la derecha:

salía de la propia mar;

quedó en la bruma, y a la izquierda

se sepultó en la propia mar.

Y el viento suave movió la nave,

¡mas ningún ave iba detrás

que a la marinera llamada acudiera

por comer o por retozar!

Los camaradas recriminan al viejo marino, por haber matado al ave de buena suerte.

Hice una cosa del infierno

que debía traer la desdicha:

y sabían que yo al ave maté,

la que hacía soplar la brisa.

¡Oh, qué gran pesar al ave matar,

la que hacía soplar la brisa!

Mas cuando se disipó la bruma, justificaron el crimen, y se hicieron cómplices de él.

Mas ved que el sol, testa de Dios,

lleno de gloria, sube;

y dijeron que yo al ave maté,

que traía la niebla y las nubes.

¡Ah, qué bienestar al ave matar,

que traía la niebla y las nubes!

La buena brisa continúa; el barco entra en el Océano Pacífico,

rumbo al norte, hasta que llega a la línea.

La brisa esfuma la blanca bruma,

y libre nos sigue la estela;

un gran mar vimos, y dél supimos

nosotros por vez primera.

El barco de repente se para.

Cayó la brisa, cayó el velamen,

más triste nada se pudo dar;

¡sólo si hablábamos, turbábamos

el silencio del mar!

En un cielo caliente de cobre,

al medio día un sol de púrpura

encima del mástil estaba,

y no más grande que la luna.

Día tras día, día tras día,

sin olas ni viento, pasamos;

parecía una nave pintada

en un océano pintado.

Y el Albatros comienza a ser vengado.

Agua, por todas partes agua,

y chirriaba el calor, en la borda;

agua, por todas partes agua,

y para beber, ni una gota.

Se pudría el abismo; ¡Dios!

¡Tales cosas poder mirar!

Patudas y fangosas bestias

surgían del fango del mar.

En torno, en torno, pululaban

en la noche, los fuegos fatuos;

y como lámparas de bruja

brilló el mar, verde, azul y blanco.

Un espíritu las había seguido.; uno de los invisibles habitantes de este planeta,

que ni son ánimas en pena, ni son ángeles; a propósito de ellos puede verse lo que

dicen el docto judío Josefo, y Miguel Psellus, el platónico constantinopolitano.

Son muy numerosos, y no hay clima ni elemento donde no se encuentren uno o varios.

Y unos en sueño ver decían

al mal espíritu que nos tortura.

Hundido nueve brazas seguíamos

desde el país de la nieve y la bruma.

Y cada lengua, por la sed,

seca estaba hasta la raíz;

hablar no podíamos, y éramos

como asfixiados con hollín.

Los navegantes, en su desolación, quisieron echar toda la culpa al viejo marinero;

y como señal de ello, ataron a su cuello el ave marina muerta.

¡Ah! ¡qué miradas espantosas

viejos y mozos me lanzaban!

en vez de la cruz, el Albatros

a mi cuello anudado estaba.

* * *

Parte tercera

Vino un cruel tiempo. Las gargantas

secas, los ojos encendidos.

¡Un tiempo cruel! ¡Un tiempo cruel!

Cómo los ojos estaban ardidos,

cuando, mirando al occidente,

vieron algo en el infinito.

El viejo marino advierte una señal lejana, en el elemento.

Era primero como un punto,

como la niebla era después;

movióse, movióse y al cabo

una forma distinta juzgué.

¡Punto, niebla, forma juzgué!

y más y más se aproximaba;

como esquivando un dios del mar,

se hundía, cedía y giraba.

Al acercarse más, le pareció que era un barco; y por medio de un costoso

sacrificio libró su voz de las cadenas de la sed.

Gargantas secas, bocas entecas,

ni reíamos ni llorábamos;

¡mudos estábamos de sed!

Mordí mi brazo, la sangre chupé,

y dije: ¡Un barco! ¡Un barco!

Una explosión de alegría.

Gargantas secas, bocas entecas

al oírme gritas- «¡gran merced!»

de contento gesticularon,

y el aire inmóvil aspiraron,

como si aplacaran la sed.

Mas el horror sobrevino. Pues, ¿ cómo puede darse un barco

que avance sin oleaje ni viento?

¡Mirad, mirad! (grité) ¡Se mueve,

y en nuestra. ayuda se aproxima,

sin brisa ni oleaje,

y alzada al espacio la quilla!

Al crepúsculo en occidente,

era el mar un gran resplandor.

Sobre las olas de occidente

reposaba un enorme sol,

cuando pasó esta forma extraña

entre nuestro barco y el sol.

Le parece el esqueleto de un navío.

Ocultaron al sol unas barras

(¡Dadnos gracia, Madre del cielo!)

y como a través de una celda

nos miraba su faz de fuego,

Velozmente venía, venía;

y mi corazón palpitaba;

¡son esas sus velas, que brillan

como vivientes telarañas!

Y su armazón, sobre el sol poniente, forma como los barrotes de una celda.

Y el sol, tras la armazón, nos mira

como del hueco de una celda.

¿Y es esa mujer su tripulación?

¿Es esa la Muerte, o son dos ?

¿Es la Muerte su compañera?

La mujer-espectro y su compañera la Muerte. Y nadie más en el navío-esqueleto.

¡A tal barco, tal tripulación!

Los labios rojos, francos los ojos,

amarillo de oro el cabello;

la piel, del blanco de la lepra.

Era Vida-en-Ia-Muerte, espectro

que la sangre del hombre congela.

La Muerte y la Vida-en-Ia-Muerte han echado dados por disputarse la tripulación.

La Vida-en-la-Muerte gana al viejo marinero.

Pasó el navío destartalado;

corrieron dados; la Vida-en-la-Muerte,

«¡Abur el juego! ¡Gané! ¡Gané!»

dijo, silbando por tres veces.

No hay crepúsculo a la puesta del sol.

Se hundió el sol, las estrellas salieron,

la sombra, súbito, llegó;

por el mar, con lejano susurro,

el barco fantasma pasó.

Al salir la luna.

Oímos, miramos en torno,

¡El espanto bebíase a sorbos

la sangre de mi corazón!

Oscuros los astros, la noche cerrada,

la faz del piloto era blanca

al reflejo de su farol.

Rocío filtraban las velas;

por oriente con una estrella,

la luna creciente salió.

Uno tras otro.

Uno tras otro, ante el astro y la luna.

Ni sollozando ni gimiendo,

la faz tornaron con pavor,

y con los ojos me maldijeron.

Sus compañeros caen muertos.

Cuatro veces cincuenta hombres

(ni sollozando ni gimiendo)

pesadamente, masas sin vida,

uno tras otro cayeron.

Mas la Vida-en-la-Muerte comienza su labor en el viejo marinero.

¡De los cuerpos volaron las almas,

a eterna angustia o dicha eterna!

¡Y todas pasaron por mí

como silbidos de mi ballesta!

* * *

Parte cuarta

El invitado a la boda teme que sea un espíritu quien le habla.

«Miedo me das, viejo marino,

¡miedo me da tu mano flaca!

y eres largo, fino y moreno

como la arena de las playas».

Pero el viejo marino le responde por su vida corporal, prosigue el relato

de su horrible penitencia.

«Miedo me dan tus ojos vivos

y tus resecas manos frías».

-«¡No temas, huésped de la boda!

mi cuerpo vive todavía.

¡Solo, solo, cruelmente solo,

solo en un ancho, un ancho mar!

y de mi alma en agonía

ningún santo tuvo piedad».

Desprecia las criaturas del mar en calma.

¡Y tales hombres, tan hermosos,

yacían muertos a mis pies!

y mil viles criaturas del fango

viven, y yo vivo también.

Y las envidia, pues que pueden vivir cuando tantos han muerto.

Y hacia el podrido mar miré,

y aparté con horror la vista;

al puente podrido miré,

y los muertos allí yacían.

Miré al cielo, quise rezar,

mas, cuando alzaba la oración,

un impío susurro me puso

de polvo seco el corazón.

Fuertemente apreté los párpados:

como arterias mis ojos latían:

porque el cielo y el mar, porque el mar y el

espacio,

eran plomo en mis ojos cansados,

y a mis pies los muertos yacían.

Pero la maldición vive para él en los ojos de los marineros muertos.

Y les corría un sudor frío,

mas no se pudrieron jamás;

la mirada que me lanzaron

no la podré nunca olvidar.

Un huérfano, cuando maldice,

puede un ángel lanzar al infierno;

¡pero es más cruel la maldición

en las pupilas de los muertos!

y a mí, que no pude morir,

siete días me maldijeron.

En su soledad y en su quietud, es consolado por la luna errante y por las estrellas

que la acompañan, y que ahora giran con ella. Y dondequiera el cielo azul les pertenece,

es su natural reposo, su tierra natal, y su propio natural hogar: En el cual entran sin anunciarse, como señores que se saben esperados; y empero hay un júbilo silencioso

a su llegada.

La luna móvil ascendió,

la luna viajó por el cielo;

y suavemente se movían

al lado suyo, dos luceros.

Sus rayos, rocío de abril,

del mar oprimido mofaban;

mas, donde la nave era sombra,

ardían las mágicas olas

en espantables llamaradas.

A la luz de la luna advierte las criaturas de Dios en mar en calma.

Y más allá de la gran sombra

vi las serpientes de los mares:

en su blancura se agitaban,

y al saltar, la luz encantada

partíase en blancos cendales.

Y entre la sombra del navío

miré en sus cuerpos ricos tonos:

verde, azul y velludo negro;

saltaban, y sus movimientos

eran relámpagos de oro.

¡Oh cosas vivas! nadie puede

su belleza feliz explicar:

fuente de mi amor surtió mi pecho;

y las bendije a mi pesar.

Piedad tal vez tuvo mi santo,

y las bendije a mi pesar.

Empieza a romperse el encanto.

En ese instante rezar pude;

y, desprendido de mi cuello,

como un plomo cayó y se hundió

el Albatros en el océano.

* * *

Parte quinta

¡Oh sueño! ¡Oh dulce sueño, siempre

de polo a polo bendecido!

A María, la Reina, gracias

que Ella del cielo bajar hizo

el suave sueño hasta mi alma.

Por gracia de la divina Madre, el viejo marinero es refrescado por la lluvia.

Los cubos que sobre cubierta

quedaron secos tantos días,

soñé ver llenos de rocío…

y cuando recordé, llovía.

Los labios húmedos, fresca la boca,

empapada la ropa caída;

en sueños sin duda bebí,

y aún mi cuerpo bebía, bebía.

Al moverme, nada sentí;

y me vi tan puro y liviano,

que pensé fuera muerto en el sueño,

y tornado en espíritu santo.

Oyó sones, y vio raras cosas, y conmociones en el cielo y en el elemento.

Sin que llegara hasta la nave,

sonó, lejos, un viento fuerte;

mas su ruido agitó las velas,

las velas tostadas y endebles.

¡Arriba el aire, vivo, ardió!

y cien estandartes de llamas

giraron en torbellino;

y en él danzaron, en locos giros,

las estrellas amedrentadas.

Suspiraron las velas al viento

como los juncos que se doblan;

y llovió de una nube negra

que tenía la luna de su orla.

Se hendió la negra nube, y siempre

estaba a su lado la luna;

como torrente despeñado

descendió, súbito, el relámpago,

en catarata furibunda.

Se mueven los cadáveres de los marineros, y el navío avanza.

¡Al barco no vino el ventalle,

y el barco avanzó, sin embargo!

y gimieron los hombres muertos

bajo la luna y los relámpagos.

Gimieron, moviéronse, alzáronse,

sin hablar, con los ojos quietos.

Aun en sueños extraños sería

ver alzarse a esos hombres muertos.

Al gobernalle fue el piloto,

y el barco, sin brisa, avanzó;

los marineros, en sus sitios,

hicieron la usada labor;

sus miembros, muertas herramientas,

una horrible tripulación.

Junto a mí, rodilla a rodilla”

quedó el cuerpo de mi sobrino;

ambos tiramos de una cuerda,

mas él palabra alguna dijo.

Pero no por las almas de los hombres, ni por los demonios de la tierra

o del aire inferior, sino por una tropa bendita de espíritus celestiales,

venidos por invocación del ángel guardián marino.

-«¡Miedo me das, marino viejo!».

-«¡No temas nada, convidado!

No eran sus ánimas errantes

que volvían a los cadáveres;

eran espíritus sagrados.

Pues, los brazos bajando, al alba,

al pie del mástil se agruparon;

suaves sones sus bocas fluían,

que de sus cuerpos se esfumaron.

En torno, en torno, ledamente,

los sones volaban al sol;

volvían luego, entrelazados,

o uno a uno cada son.

Como dulces notas del cielo

las alondras oí cantar;

¡juntas todas las avecillas,

de su encantada melodía

llenaban el aire y el mar!

O ya como toda la orquesta,

o ya como una flauta sola;

o como el canto de los ángeles,

que a los mismos cielos asombra.

Y cesó; mas las velas siguieron

como un delicioso murmullo;

era como un arroyo suave,

que en el pródigo mes de junio

a las selvas dormidas les canta

un suave estribillo nocturno.

Y hasta mediodía bogamos,

y no sopló ninguna brisa;

lenta y cauta avanzó la nave

de popa a proa impelida.

El solitario espíritu del Polo Sur lleva el barco hasta la línea,

obedeciendo a la tropa angélica; pero pide venganza siempre.

Bajo la quilla, a nueve brazas,

desde la tierra de nieve y neblina,

vagó el espíritu; y él era

quien la nave mover hacía.

Cesaron las velas su canto,

y el barco paró, a mediodía.

El sol, por encima del mástil,

lo había fijado al océano:

mas a poco la nave movióse

con breve y difícil esfuerzo;

medio cuerpo, ya atrás, ya adelante,

con breve y difícil esfuerzo.

Después, como un caballo brioso,

un gran salto dio, repentino;

subió la sangre a mi cabeza,

y luego caí, sin sentido.

Los demonios, compañeros del Espíritu del Polo, habitantes invisibles

del elemento, toman parte en su pena.

En tal estado cuánto tiempo

quedé, no lo supe; mas antes

de que la vida a mí tornara,

pude escuchar dos voces claras,

y distinguirlas en el aire.

Y dos de ellos se dicen qué larga y penosa penitencia ha sido

señalada al viejo marino por el Espíritu Polar que torna al sur.

Dijo la luna: -«¿ El hombre es él,

por el que en la cruz murió,

.el que al inofensivo Albatros

con la ballesta cruel mató?

El alma que por él sufría

en la tierra de nieve y niebla,

amó al pájaro que amó al hombre

que lo mató con la ballesta».

La otra voz era más suave,

suave como miel diluida

y dijo: «Este hombre ha expiado mucho,

y habrá de expiar más todavía»,

* * *

Parte sexta

Primera voz

Mas dime, dime, torna a hablar,

repite la réplica suave:

¿Qué es lo que impulsa al raudo buque,

y el océano ahora qué hace ?

Segunda voz

Tal un esclavo ante su dueño,

retiene su soplo la mar;

fija en la luna tiene ahora

su honda mirada de cristal,

Y le pide saber la ruta,

pues ella, buena o cruel, le guía.

Contempla, hermano, qué graciosa

por mirarle se inclina.

El marinero ha estado sumido en un letargo.

Primera voz

Mas la nave, ¿por qué tan rauda,

sin vientos y sin oleaje?

El poder angélico ha impulsado la nave al norte con celeridad

que ninguna humana vida podría soportar:

Segunda voz

Porque adelante se abre el viento,

y se cierra detrás de la nave.

¡Arriba! ¡arriba! ¡hermano, vamos,

arriba! no nos retardemos,

pues la nave se detendrá

cuando despierte el marinero.

El impulso sobrenatural es retardado; despierta el marino y

se renueva su expiación.

«Cuando al fin desperté navegábamos;

hacía luna y manso tiempo;

y bajo la luna apacible

se alzaron, a una, los muertos:

Se irguieron todos en el puente;

y era carne muerta que en mí

fijaba los ojos de piedra

que hacía la luna fulgir.

El horrible ademán de su muerte

ya nunca lo podré olvidar;

no pude apartar la mirada

de sus ojos ni para orar.

La maldición es por fin expiada.

El encanto cesó; de nuevo

contemplé el océano verde;

lejos miré, mas no vi nada

que no hubiera mirado siempre,

Como el que por senda apartada

tembloroso y medroso va,

y habiendo mirado una vez

atrás, ya no torna a mirar,

porque sabe que un enemigo

horrible, le sigue detrás.

Mas pronto vino un viento a mí,

sin movimiento y sin alarma;

y no vagaba sobre el mar,

ni lo agitaba ni rizaba.

Me acarició cabello y rostro

como céfiro campesino;

se mezcló raramente a mi espanto,

empero, me fue bienvenido.

Veloz, veloz iba la nave,

a toda vela y suavemente;

suave, suave sopló la brisa,

y sopló para mí solamente.

El marinero advierte su tierra natal.

¡Oh sueño de dicha! ¿La luz

de la torre del farol es ésta?

¿Y éstas la iglesias y la colina?

¿Es esta mi propia tierra?

Pasamos la entrada del puerto,

y suspirando alcé mis preces:

¡Oh Dios, déjame despertar,

o déjame dormir por siempre!

El puerto era un claro cristal,

¡así se extendía de suave!

y en el puerto, luz de la luna,

y las sombras lunares.

Brillaba el peñasco, brillaba la iglesia,

la iglesia que está en el peñasco;

y el claro de luna bañaba

la veleta del campanario.

Los espíritus angélicos se llevan los cadáveres. Y aparecen

en sus veras formas de luz.

Y en la luz silenciosa del puerto,

y saliendo de la mar misma,

muchas formas -o sombras- brotaron,

de vivo escarlata vestidas.

A poca distancia de proa

vi esas figuras de carmín,

y tornando los ojos al puente

de repente, ¡oh Cristo, qué vi!

Los cuerpos, flácidos, yacían,

y, ¡por la Santa Cruz!

de cada cuerpo un serafín

surgía, bañado de luz.

Y cada uno alzó la mano

con un ademán celestial.

Enviaban señales a tierra,

todos, amable claridad.

Y cada uno alzó la mano

sin decir palabra ninguna;

¡ninguna! mas en mi espíritu

este silencio era una música.

El timonel y su grumete

aprisa oílos se acercar.

¡Dios del cielo! ¡Ya no podían

los muertos blasfemar!

¡Otro aún vi, y oí su voz:

era el buen ermitaño!

El que en el bosque en alta voz,

canta los himnos santos.

El lavará de mi alma

la sangre del Albatros.

* * *

Parte séptima

El ermitaño del bosque,

«Este eremita el bosque habita

que hasta la orilla del mar baja.

¡Cómo es dulce su hablar cristalino!

le gusta oír a los marinos

que vienen de tierras lejanas.

Reza a mañana y tarde y noche;

tiene un suave reclinatorio:

la raíz de una vieja encina

le procura musgo sedoso.

Y la barca por fin se acerca;

hablar les oigo: -«¿Qué sería

de las luces muchas y claras,

las que señales nos hacían?»

Se acerca, asombrado, al navío.

«Es raro -dice el eremita-,

nuestro saludo no contestan;

están carcomidas las planchas,

las velas, gastadas y secas.

Mis ojos nunca nada vieron

así, como no fueran.

Los esqueletos de las hojas

que mi arroyo del bosque detiene,

cuando cubre la hiedra la nieve

y chilla el búho, si a la loba

sus cachorros el lobo devora».

-«¡Señor, si es cosa del Maligno!

(El timonel le respondía)

Tengo miedo» -«¡Adelante! ¡adelante!»

le dice alegre el eremita-.

La barca se acerca a la nave,

yo estaba inmóvil y sin voz.

La barca tocó al fin la nave,

y un ruido enorme se escuchó.

El navío repentinamente se hunde.

Gruñó debajo de las olas

espantoso cada vez más.

Llegó el navío, y el navío

se hundió como plomo en el mar.

El viejo marino es salvado en la barca del piloto.

Aterrado por ese estruendo

que mar y cielo removió,

como un náufrago de ocho días

mi cuerpo en las olas flotó;

mas veloz, como un sueño, el piloto

en su barca se recogió.

En el turbión que hundió la nave

la barca giraba en redor;

nada se oyó; mas la colina

repitió el ruido aterrador.

Abrí la boca, y el piloto

fulminado cayó, dando un grito.

El ermitaño alzó los ojos,

y sus preces al cielo dijo.

Tomé los remos, el grumete

que ahora vaga enajenado,

moviendo los ojos vivaces,

y riendo, y riendo mientras tanto,

-«Bien sé ya» -dijo a grandes voces-

«Cómo sabe remar el Diablo».

¡Y por fin, sobre tierra firme

anduve, y en mi propia tierra!

Saltó del bote el ermitaño,

enderezarse pudo apenas.

El viejo marino pide con insistencia al ermitaño que lo confiese;

y la expiación de por vida cae sobre él.

-«¡Confiésame, confiésame»

le dije al devoto varón.

-«Yo te conjuro a que me digas

quién eres»; y se signó.

Y al punto mi cuerpo torcióse

en una agonía indecible

que me forzó a decir mi historia,

y que cesó, no bien la dije.

De entonces, de tiempo en tiempo, y por el resto de sus días,

una agonía le impele a vagar de tierra en tierra.

Desde entonces, esta agonía

torno a sentir en hora incierta;

y hasta finar mi extraña historia

corazón adentro me quema.

Como la noche, voy por el mundo;

para hablar tengo un don secreto;

apenas le miro a la faz,

conozco a quien me ha de escuchar:

a ese le digo mi cuento.

¡Qué alegre algazara se escucha!

Son los huéspedes de la boda;

y cantan en el bosquecillo

las damas de honor y la novia;

mas la campana vesperal

para la oración nos convoca.

¡Más grato que fiesta de bodas,

para mí más grato sería

ir, entre otros, a la iglesia

con una amable compañía!

Ir, entre otros, a la iglesia,

y todos orar al cielo,

en tanto a Dios cada cual ruega,

ancianos, niños y doncellas,

y jóvenes compañeros.

Y a enseñar con su propio ejemplo, el amor y el respeto

para todas las cosas que Dios hizo, y que ama.

¡Adiós, convidado de bodas!

y oye: mejor sabe rezar

quien ama las criaturas todas

hombre, pájaro y animal.

Sabe rezar quien sabe amar

las cosas grandes y las breves;

porque el Dios bueno que nos ama,

las hizo y las ama igualmente».

El marinero de ojos vivos

y de blanca barba sedeña,

se fue, y el convidado a bodas

se alejó de la fiesta

Con el sentido trastornado

como el que fue del rayo herido.

Y el alba despertó, en un hombre

más grave y triste, convertido.

Versión de Otto de Greiff

La pintura o la decisión del enamorado

(fragmento)

ENTRE juncias y espinas, maleza enmarañada,

camino a duras penas; me encaramo o desciendo

por las peñas desnudas o musgosas, hollando

con loco pie las bayas de púrpura, y, a veces,

invisible apresúrase, entre las hojas mustias,

con un leve rumor, la culebra. y avanzo

sin saber hacia d6nde. Un alborozo nuevo,

dulce como la luz, pronto como una brisa

de estío y jubiloso como el primer nacido

de abril, me llama, lejos, o en pos de mí se viene,

mi camarada y guía. Mitígase mi ardiente

querer, y ya soy libre. Con roja y cenicienta

corteza, los abetos y el roble desmedrado,

de esa maraña loca de helechos y de arbustos

emergen, y entrelazan su techo melancólico,

muy alto, que murmura como una mar lejana.

Pudo aquí refugiarse el Dolor, la Prudencia

o el desechado amante que, con el alma enferma

y harto del corazón humano y de sus cuitas,

rinde culto al espíritu de la inconsciente vida

en árboles y flores silvestres. ¡Dulce loco!

Pudo aquí no perder del todo su existencia,

ya que no ser quería:

mas lograrla un ser que no conoce,

en el viento o las aguas o las peñas desnudas.

Mas no llegue hasta aquí tu contagio, ¡oh, cuitado!

No hay bellos senderillos de mirto, y esas frondas

al Amor nunca vieron. Pues si, con pesadumbre,

hasta aquí se perdiera, los troncos lastimaran

su delicado pie, zarzarrosas y espinos

despeinaran sus plumas. Como un pájaro herido,

presa fácil le hicierais, ¡oh ninfas, oh modestas

oréades y dríadas, que vais con el crepúsculo!

Y las brisas terrestres, que hacéis, muy de mañana,

temblar en mallas tenues las gotas de rocío

y vosotros, los aires sin alas, deslizándoos

entre rígidos tallos del brezo y la mordida

aliaga, a cuya sombra escasa, en el estío,

dejó la oveja madre la forma de su lecho-

los que ahora su lana refrescáis con relente

y susurráis, cansados, al cordero que nutre.

¡Oh, elfos, dadle caza! ¡Idle en pos, enanitos!

Con espinas más finas que sus dardos, burlaos

de ese divino infante, logrando que a la fuerza

se deslice entre zarzas y dé contra un erizo(…)

Versión de Màrie Montand

La sombra de este tilo, mi cárcel

A Charles Lamb, de la Casa de la India, Londres

Ya se han ido y aquí debo quedarme,

a la sombra del tilo que es mi cárcel.

Afectos y bellezas he perdido

que serán intensos recuerdos cuando

la edad ciegue mis ojos. Mientras tanto

mis amigos, que acaso nunca encuentre

de nuevo por los campos y colinas,

se pasean alegres, tal vez llegan

a ese valle boscoso, estrecho y hondo

del que yo les hablé y que sólo alcanza

el sol del mediodía; o a ese tronco

que se arquea entre rocas como un puente

y ampara al fresno sin ramas y oscuro

cuyas escasas hojas amarillas

no agita la tormenta pero airea

la cascada. Y allí contemplarán

mis amigos el verde de las hierbas

desgarbadas -¡fantástico lugar!-

que se comban y lloran bajo el borde

de esa arcilla morada.

Ya aparecen

bajo el cielo abierto y de nuevo ven

la ondeada y magnífica extensión

de campos y colinas, y el mar

quizá con un navío cuyas velas

alegran el azul entre dos islas

de penumbra violácea. ¡Y caminan

alegres todos, pero tal vez más

mi bienaventurado Charles !Pues muchos años

has anhelado la naturaleza,

recluso en la ciudad, sobrellevando

con alma triste y paciente el dolor,

el mal y la calamidad (…)

Versión de Gabriel Insuasti

Meditaciones religiosas

Poema sin orden, escrito en la Navidad de 1794

Este es el tiempo en que la voz de la adoración,

que es divina para el oído, me levanta

como con la trompeta de un ángel; y accediendo

y mezclándome con el coro, casi creo ver

la muchedumbre celestial que cantó el himno

de la paz sobre los campos de Belén.

Pero tú eres más luminoso que el resplandor de los ángeles

que anunciaron tu nacimiento; tú, varón de dolores,

¡despreciado Galileo! Porque lo Grande

e invisible (que sólo percibimos por símbolos)

con extraña e insuperable luz

brilla desde el rostro del justo y oprimido

cuando, sin cuidar de sí, el santo flagelado

compadece al opresor. ¡Hermosa la miel

del viernes, el bosque, el mar, el sol, las estrellas,

huellas de su Señor Creador! (…)

Versión de Gabriel Insuasti

Versos compuestos en una sala de conciertos

¡Oh! Dadme, libre ya de esta escena sin alma,

escuchar a aquel músico viejo, ciego y canoso,

a quien, desde los brazos del alma, besé un día:

sus aires escoceses y sus bélicas marchas,

a la luz de la luna, en perfumada noche

de estío, mientras danzo junto al heno esparcido,

con chicas que sonríen entre un brillo de bucles.

O, si el ocaso pone su púrpura en remansos

del lago en calma, terso, dejadme que me esconda,

sin ser visto ni oído, tras los alisos. Flota,

atada a sus raíces una lancha de pesca,

y en su asiento atildado descansa Edmundo y deja

que le mezca la lancha perezosa, y arranca

a su flauta una música tan ardiente y tan triste,

que unas lágrimas dulces en el rostro le tiemblan.

Y si corre, Ana mía, el viento de la noche

y la ráfaga hiciese crujir el cobertizo

y chillar agriamente al gallo, entre la lluvia,

¡qué bueno oírte alguna balada triste, triste,

de un náufrago perdido, que flota en la tormenta

y a quien, bajo la arena, su viejo amor sepulta!

Oírte, ¡oh, delicada mujer! , pues tu voz guarda

todas las melodías y goces melancólicos

de la Naturaleza: de pájaros y de árboles,

del quejumbroso mar en las cavernas verdes,

y música y murmullo de donde tiembla, rígida,

al súbito airecillo, la hierba en los brezales.

Versión de Màrie Montand