Mistral, Gabriela

Mistral, Gabriela

Poeta chilena nacida en Vicuña pequeña localidad del centro norte de Chile en 1889., Aunque su nombre real

fue Lucila Godoy Alcayaga, adoptó su pseudónimo inspirada en la obra de Gabriel D’Annunzio y Fréderic Mistral.

Su labor literaria comenzó a reconocerse en 1914 al resultar ganadora de unos Juegos Florales.

En 1922 fue publicada su primera obra y desde entonces viajó por numerosos países de América y Europa.

Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1945 como un justo reconocimiento no sólo de su producción poética,

sino de la labor literaria y social de una mujer que había dedicado su vida a la difusión de la cultura y a la lucha

por la justicia social y los derechos humanos.

Falleció en Nueva York en el año de 1957.

Adiós

En costa lejana
y en mar de Pasión,
dijimos adioses
sin decir adiós.
Y no fue verdad
la alucinación.
Ni tú la creíste
ni la creo yo,
«y es cierto y no es cierto»
como en la canción.
Que yendo hacia el Sur
diciendo iba yo:
«Vamos hacia el mar
que devora al Sol».
Y yendo hacia el Norte
decía tu voz:
«Vamos a ver juntos
donde se hace el Sol».
Ni por juego digas
o exageración
que nos separaron
tierra y mar, que son
ella, sueño y el
alucinación.
No te digas solo
ni pida tu voz
albergue para uno
al albergador.
Echarás la sombra
que siempre se echó,
morderás la duna
con paso de dos…
Para que ninguno,
ni hombre ni dios,
nos llame partidos
como luna y sol;
para que ni roca
ni viento errador,
ni río con vado
ni árbol sombreador,
aprendan y digan
mentira o error
del Sur y del Norte,
del uno y del dos!

 

 

 

Amor, amor

Anda libre en el surco, bate el ala en el viento,
late vivo en el sol y se prende al pinar.
No te vale olvidarlo como al mal pensamiento:
¡lo tendrás que escuchar!

Habla lengua de bronce y habla lengua de ave,
ruegos tímidos, imperativos de amar.
No te vale ponerle gesto audaz, ceño grave:
¡lo tendrás que hospedar!

Gasta trazas de dueño; no le ablandan excusas.
Rasga vasos de flor, hiende el hondo glaciar.
No te vale decirle que albergarlo rehúsas:
¡lo tendrás que hospedar!

Tiene argucias sutiles en la réplica fina,
argumentos de sabio, pero en voz de mujer.
Ciencia humana te salva, menos ciencia divina:
¡le tendrás que creer!

Te echa venda de lino; tú la venda toleras;
te ofrece el brazo cálido, no le sabes huir.
Echa a andar, tú le sigues hechizada aunque vieras
¡que eso para en morir!

 

 

 

Apegado a mí

Velloncito de mi carne
que en mis entrañas tejí,
velloncito tembloroso,
¡duérmete apegado a mí!

La perdiz duerme en el trigo
escuchándola latir.
No te turbes por aliento,
¡duérmete apegado a mí!

Yo que todo lo he perdido
ahora tiemblo hasta al dormir.
No resbales de mi pecho,
¡duérmete apegado a mí!

 

 

 

Ausencia

Se va de ti mi cuerpo gota a gota.
Se va mi cara en un óleo sordo;
se van mis manos en azogue suelto;
se van mis pies en dos tiempos de polvo.

¡Se te va todo, se nos va todo!

Se va mi voz, que te hacía campana
cerrada a cuanto no somos nosotros.
Se van mis gestos, que se devanaban,
en lanzaderas, delante tus ojos.
Y se te va la mirada que entrega,
cuando te mira, el enebro y el olmo.

Me voy de ti con tus mismos alientos:
como humedad de tu cuerpo evaporo.
Me voy de ti con vigilia y con sueño,
y en tu recuerdo más fiel ya me borro.
Y en tu memoria me vuelvo como esos
que no nacieron ni en llanos ni en sotos.

Sangre sería y me fuese en las palmas
de tu labor y en tu boca de mosto.
Tu entraña fuese y sería quemada
en marchas tuyas que nunca más oigo,
¡y en tu pasión que retumba en la noche,
como demencia de mares solos!

¡Se nos va todo, se nos va todo!

 

 

 

Balada

El pasó con otra;
yo le vi pasar.
Siempre dulce el viento
y el camino en paz.
¡Y estos ojos míseros
le vieron pasar!

Él va amando a otra
por la tierra en flor.
Ha abierto el espino;
pasa una canción.
¡Y él va amando a otra
por la tierra en flor!

El besó a la otra
a orillas del mar;
resbaló en las olas
la luna de azahar.
¡Y no untó mi sangre
la extensión del mar!
El irá con otra
por la eternidad.
Habrá cielos dulces.
(Dios quiere callar.)
Y el irá con otra
por la eternidad!

 

 

 

Besos

Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.

Hay besos silenciosos, besos nobles
hay besos enigmáticos, sinceros
hay besos que se dan sólo las almas
hay besos por prohibidos, verdaderos.

Hay besos que calcinan y que hieren,
hay besos que arrebatan los sentidos,
hay besos misteriosos que han dejado
mil sueños errantes y perdidos.

Hay besos problemáticos que encierran
una clave que nadie ha descifrado,
hay besos que engendran la tragedia
cuantas rosas en broche han deshojado.

Hay besos perfumados, besos tibios
que palpitan en íntimos anhelos,
hay besos que en los labios dejan huellas
como un campo de sol entre dos hielos.

Hay besos que parecen azucenas
por sublimes, ingenuos y por puros,
hay besos traicioneros y cobardes,
hay besos maldecidos y perjuros.

Judas besa a Jesús y deja impresa
en su rostro de Dios, la felonía,
mientras la Magdalena con sus besos
fortifica piadosa su agonía.

Desde entonces en los besos palpita
el amor, la traición y los dolores,
en las bodas humanas se parecen
a la brisa que juega con las flores.

Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tú los conoces bien son besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Besos de llama que en rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.

¿Te acuerdas del primero…? Indefinible;
cubrió tu faz de cárdenos sonrojos
y en los espasmos de emoción terrible,
llenaron sé de lágrimas tus ojos.

¿Te acuerdas que una tarde en loco exceso
te vi celoso imaginando agravios,
te suspendí en mis brazos… vibró un beso,
y qué viste después…? Sangre en mis labios.

Yo te enseñe a besar: los besos fríos
son de impasible corazón de roca,
yo te enseñé a besar con besos míos
inventados por mí, para tu boca.

 

 

 

Cosas

                                         A Max Daircaux

Amo las cosas que nunca tuve
con las otras que ya no tengo:

Yo toco un agua silenciosa,
parada en pastos friolentos,
que sin un viento tiritaba
en el huerto que era mi huerto.

La miro como la miraba;
me da un extraño pensamiento,
y juego, lenta, con esa agua
como con pez o con misterio.

Pienso en umbral donde dejé
pasos alegres que ya no llevo,
y en el umbral veo una llaga
llena de musgo y de silencio.

Yo busco un verso que he perdido,
que a los siete años me dijeron.
Fue una mujer haciendo el pan
y yo su santa boca veo.

Viene un aroma roto en ráfagas;
soy muy dichosa si lo siento;
de tan delgado no es aroma,
siendo el olor de los almendros.

Me vuelve niños los sentidos;
le busco un nombre y no lo acierto,
y huelo el aire y los lugares
buscando almendros que no encuentro.

Un río suena siempre cerca.
Ha cuarenta años que lo siento.
Es canturía de mi sangre
o bien un ritmo que me dieron.

O el río Elqui de mi infancia
que me repecho y me vadeo.
Nunca lo pierdo; pecho a pecho,
como dos niños nos tenemos.

Cuando sueño la Cordillera,
camino por desfiladeros,
y voy oyéndoles, sin tregua
un silbo casi juramento.

Veo al remate del Pacífico
amoratado mi archipiélago,
y de una isla me ha quedado
un olor acre de alción muerto…

Un dorso, un dorso grave y dulce,
remata el sueño que yo sueño.
Es al final de mi camino
y me descanso cuando llego.

Es tronco muerto o es mi padre,
el vago dorso ceniciento.
Yo no pregunto, no lo turbo.
Me tiendo junto, callo y duermo.

Amo a una piedra de Oaxaca
o Guatemala, a que me acerco,
roja y fija como mi cara
y cuya grieta da un aliento.

Al dormirme queda desnuda;
no sé por qué yo la volteo.
Y tal vez nunca la he tenido
y es mi sepulcro lo que veo…

 

 

 

Creo en mi corazón, ramo de aromas…

Creo en mi corazón, ramo de aromas
que mi Señor como una fronda agita,
perfumando de amor toda la vida
y haciéndola bendita.

Creo en mi corazón, el que no pide
nada porque es capaz del sumo ensueño
y abraza en el ensueño lo creado:
¡inmenso dueño!

Creo en mi corazón, que cuando canta
hunde en el Dios profundo el franco herido,
para subir de la piscina viva
recién nacido

Creo en mi corazón, el que tremola
porque lo hizo el que turbó los mares,
y en el que da la Vida orquestaciones
como de pleamares.

Creo en mi corazón, el que yo exprimo
para teñir el lienzo de la vida
de rojez o palor y que le ha hecho
veste encendida.

Creo en mi corazón, el que en la siembra
por el surco sin fin fue acrecentando.
Creo en mi corazón, siempre vertido,
pero nunca vaciado.

Creo en mi corazón, en que el gusano
no ha de morder, pues mellará a la muerte;
creo en mi corazón, el reclinado
en el pecho de Dios terrible y fuerte.

 

 

 

Dame la mano y danzaremos… 

Dame la mano y danzaremos,
dame la mano y me amarás.
Como una sola flor seremos,
como una flor, y nada más. . .

El mismo verso cantaremos,
al mismo paso bailarás.
Como una espiga ondularemos,
como una espiga, y nada más.

Te llamas Rosa y yo Esperanza,
pero tu nombre olvidarás,
porque seremos una danza
en la colina y nada más…

 

 

 

Desolación

La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde
me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.
La tierra a la que vine no tiene primavera:
tiene su noche larga que cual madre me esconde.

El viento hace a mi casa su ronda de sollozos
y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.
Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,
miro morir intensos ocasos dolorosos.

¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido
si más lejos que ella sólo fueron los muertos?
¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado y yerto
crecer entre sus brazos y los brazos queridos!

Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto
vienen de tierras donde no están los que son míos;
y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos
sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos.

Y la interrogación que sube a mi garganta
al mirarlos pasar, me desciende, vencida:
hablan extrañas lenguas y no la conmovida
lengua que en tierras de oro mi vieja madre canta.

Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;
miro crecer la niebla como el agonizante,
y por no enloquecer no encuentro los instantes,
porque la “noche larga” ahora tan solo empieza.

Miro el llano extasiado y recojo su duelo,
que vine para ver los paisajes mortales.
La nieve es el semblante que asoma a mis cristales;
¡siempre será su altura bajando de los cielos!

Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada
de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;
siempre, como el destino que ni mengua ni pasa,
descenderá a cubrirme, terrible y extasiada.

 

 

 

Desvelada

Como soy reina y fui mendiga, ahora
vivo en puro temblor de que me dejes,
y te pregunto, pálida, a cada hora:
«¿Estás conmigo aún? ¡Ay, no te alejes!»

Quisiera hacer las marchas sonriendo
y confiando ahora que has venido;
pero hasta en el dormir estoy temiendo
y pregunto entre sueños: «¿No te has ido?»

 

 

 

Día

Día, día del encontrarnos,
tiempo llamado Epifanía.
Día tan fuerte que llegó
color tuétano y ardentía
sin frenesí sobre los pulsos
que eran tumulto y agonía,
tan tranquilo como las leches
de las vacadas con esquilas.

Día nuestro, por qué camino,
bulto sin pies, se allegaría,
que no supimos, que no velamos,
que cosa alguna lo decía,
que no silbamos a los cerros
y él sin pisada se venía.

Parecían todos iguales,
y de pronto maduró un Día.
Era lo mismo que los otros,
como son cañas y son olivas,
y a ninguno de sus hermanos,
como José, se parecía.

Le sonriamos entre los otros.
Tenga talla sobre los días,
como es el buey de grande alzada
y es el carro de las gavillas.

Lo bendigan las estaciones,
Nortes y Sures lo bendigan,
y su padre, el año, lo escoja
y lo haga mástil de la vida.

No es un río ni es un país,
ni es un metal: se llama un Día.
Entre los días de las grúas,
de las jarcias y de las trillas,
entre aparejos y faenas,
nadie lo nombra ni lo mira.

Lo bailemos y lo digamos
por galardón de Quien lo haría,
por gratitud de suelo y aire,
por su regato de agua viva,
antes que caiga como pavesa
y como cal que molerían
y se vuelquen hacia lo Eterno
sus especies de maravilla.

¡Lo cosamos en nuestra carne,
en el pecho y en las rodillas,
y nuestras manos lo repasen,
y nuestros ojos lo distingan,
y nos relumbre por la noche
y nos conforte por el día,
como el cáñamo de las velas
y las puntadas de las heridas!

 

 

 

Dios lo quiere

I
La tierra se hace madrastra
si tu alma vende a mi alma.
Llevan un escalofrío
de tribulación las aguas.
El mundo fue más hermoso
desde que me hiciste aliada,
cuando junto de un espino
nos quedamos sin palabras
¡y el amor como el espino
nos traspasó de fragancia!

Pero te va a brotar víboras
la tierra si vendes mi alma;
baldías del hijo, rompo
mis rodillas desoladas.
Se apaga Cristo en mi pecho
¡y la puerta de mi casa
quiebra la mano al mendigo
y avienta a la atribulada!

II
Beso que tu boca entregue
a mis oídos alcanza,
porque las grutas profundas
me devuelven tus palabras.
El polvo de los senderos
guarda el olor de tus plantas
y oteándolas como un ciervo,
te sigo por las montañas…
A la que tú ames, las nubes
la pintan sobre mi casa.
Ve cual ladrón a besarla
de la tierra en las entrañas;
que, cuando el rostro le alces,
hallas mi cara con lágrimas.

III
Dios no quiere que tu tengas
sol si conmigo no marchas;
Dios no quiere que tu bebas
si yo no tiemblo en tu agua;
no consiente que te duermas
sino en mi trenza ahuecada.

IV
Si te vas, hasta en los musgos
del camino rompes mi alma;
te muerden la sed y el hambre
en todo monte o llamada
y en cualquier país las tardes
con sangre serán mis llagas.
Y destilo de tu lengua
aunque a otra mujer llamaras,
y me clavo como un dejo
de salmuera en tu garganta;
y odies, o cantes, o ansíes,
¡por mí solamente clamas!

V
Si te vas y mueres lejos,
tendrás la mano ahuecada
diez años bajo la tierra
para recibir mis lágrimas,
sintiendo cómo te tiemblan
las carnes atribuladas,
¡hasta que te espolvoreen
mis huesos sobre la cara!

 

 

 

El amor que calla

Si yo te odiara, mi odio te daría
en las palabras, rotundo y seguro;
¡pero te amo y mi amor no se confía
a este hablar de los hombres tan oscuro!

Tú lo quisieras vuelto un alarido,
y viene de tan hondo que ha deshecho
su quemante raudal, desfallecido,
antes de la garganta, antes del pecho.

Estoy lo mismo que estanque colmado
y te parezco un surtidor inerte.
¡Todo por mi callar atribulado
que es más atroz que entrar en la muerte!

 

 

 

El encuentro

Le he encontrado en el sendero.
No turbó su ensueño el agua
ni se abrieron más las rosas.
Abrió el asombro mi alma.
¡Y una pobre mujer tiene
su cara llena de lágrimas!

Llevaba un canto ligero
en la boca descuidada,
y al mirarme se le ha vuelto
grave el canto que entonaba.
Miré la senda, la hallé
extraña y como soñada.
¡Y en el alba de diamante
tuve mi cara con lágrimas!

Siguió su marcha cantando
y se llevó mis miradas…

Detrás de él no fueron más
azules y altas las salvias.
¡No importa! Quedó en el aire
estremecida mi alma.
¡Y aunque ninguno me ha herido
tengo la cara con lágrimas!

Esta noche no ha velado
como yo junto a la lámpara;
como él ignora, no punza
su pecho de nardo mi ansia;
pero tal vez por su sueño
pase un olor de retamas,
¡porque una pobre mujer
tiene su cara con lágrimas!

Iba sola y no temía;
con hambre y sed no lloraba;
desde que lo vi cruzar,
mi Dios me vistió de llagas.

Mi madre en su lecho reza
por mí su oración confiada.
¡Pero yo tal vez por siempre
tendré mi cara con lágrimas!

 

 

 

Escóndeme

Escóndeme que el mundo no me adivine.
Escóndeme como el tronco su resina, y
que yo te perfume en la sombra, como
la gota de goma, y que te suavice con
ella, y los demás no sepan de dónde
viene tu dulzura…

Soy fea sin ti, como las cosas desarraigadas
de su sitio; como las raíces abandonadas
sobre el suelo.

¿Por qué no soy pequeña como la almendra
en el hueso cerrado?

¡Bébeme! ¡Hazme una gota de tu sangre, y
subiré a tu mejilla, y estaré en ella
como la pinta vivísima en la hoja de la
vid. Vuélveme tu suspiro, y subiré
y bajaré de tu pecho, me enredaré
en tu corazón, saldré al aire para volver
a entrar. Y estaré en este juego
toda la vida.

 

 

 

Éxtasis

Ahora, Cristo, bájame los párpados,
pon en la boca escarcha,
que están de sobra ya todas las horas
y fueron dichas todas las palabras.

Me miró, nos miramos en silencio
mucho tiempo, clavadas,
como en la muerte, las pupilas. Todo
el estupor que blanquea las caras
en la agonía, albeaba nuestros rostros.
¡Tras de ese instante, ya no resta nadar!

Me habló convulsamente;
le hablé, rotas, cortadas
de plenitud, tribulación y angustia,
las confusas palabras.
Le hablé de su destino y mi destino,
amasijo fatal de sangre y lágrimas.

Después de esto ¡lo sé! no queda nada!
¡Nada! Ningún perfume que no sea
diluido al rodar sobre mi cara.

Mi oído está cerrado,
mi boca está sellada.
¡Qué va a tener razón de ser ahora
para mis ojos en la tierra pálida!
¡ni las rosas sangrientas
ni las nieves calladas!

Por eso es que te pido,
Cristo, al que no clamé de hambre angustiada:
¡ahora, para mis pulsos,
y mis párpados baja!

Defiéndeme del viento
la carne en que rodaron sus palabras;
líbrame de la luz brutal del día
que ya viene, esta imagen.
Recíbeme, voy plena,
¡tan plena voy como tierra inundada!

 

 

 

Íntima

Tú no oprimas mis manos.
Llegará el duradero
tiempo de reposar con mucho polvo
y sombra en los entretejidos dedos.

Y dirías: -“No puedo
amarla, porque ya se desgranaron
como mieses sus dedos.”

Tú no beses mi boca.
Vendrá el instante lleno
de luz menguada, en que estaré sin labios
sobre un mojado suelo.

Y dirías: -“La amé, pero no puedo
amarla más, ahora que no aspira
el olor de retamas de mi beso.

Y me angustiara oyéndote,
y hablaras loco y ciego,
que mi mano será sobre tu frente
cuando rompan mis dedos,
y bajará sobre tu cara llena
de ansia mi aliento.

No me toques, por tanto. Mentiría
al decir que te entrego
mi amor en estos brazos extendidos,
en mi boca, en mi cuello,
y tú, al creer que lo bebiste todo,
te engañarías como un niño ciego.

Porque mi amor no es solo esta gavilla
reacia y fatigada de mi cuerpo,
que tiembla entera al roce del cilicio
y que se me rezaga en todo vuelo.

Es lo que está en el beso,  y no es el labio;
lo que rompe la voz, y no es el pecho:
¡es un viento de Dios, que pasa hendiéndome
el gajo de las carnes, volandero!

 

 

 

La abandonada

                                             A Emma Godoy

Ahora voy a aprenderme
el país de la acedía,
y a desaprender tu amor
que era la sola lengua mía,
como río que olvidase
lecho, corriente y orillas.

¿Por qué trajiste tesoros
si el olvido no acarrearías?
Todo me sobra y yo me sobro
como traje de fiesta para fiesta no habida;
¡tanto, Dios mío, que me sobra
mi vida desde el primer día!

Denme ahora las palabras
que no me dio la nodriza.
Las balbucearé demente
de la sílaba a la sílaba:
palabra “expolio”, palabra “nada”,
y palabra “postrimería”,
¡aunque se tuerzan en mi boca
como las víboras mordidas!

Me he sentado a mitad de la Tierra,
amor mío, a mitad de la vida,
a abrir mis venas y mi pecho,
a mondarme en granada viva,
y a romper la caoba roja
de mis huesos que te querían.

Estoy quemando lo que tuvimos:
los anchos muros, las altas vigas,
descuajando una por una
las doce puertas que abrías
y cegando a golpes de hacha
el aljibe de la alegría.

Voy a esparcir, voleada,
la cosecha ayer cogida,
a vaciar odres de vino
y a soltar aves cautivas;
a romper como mi cuerpo
los miembros de la “masía”
y a medir con brazos altos
la parva de las cenizas.

¡Cómo duele, cómo cuesta,
cómo eran las cosas divinas,
y no quieren morir,
y se quejan muriendo,
y abren sus entrañas vívidas!
Los leños entienden y hablan,
el vino empinándose mira
y la banda de pájaros sube
torpe y rota como neblina.

Venga el viento, arda mi casa
mejor que bosque de resinas;
caigan rojos y sesgados
el molino y la torre madrina.
¡Mi noche, apurada del fuego,
mi pobre noche no llegue al día!

 

 

 

La flor del aire

Yo la encontré por mi destino,
de pie a mitad de la pradera,
gobernadora del que pase,
del que le hable y que la vea.

Y ella me dijo: “Sube al monte.
Yo nunca dejo la pradera,
y me cortas las flores blancas
como nieves, duras y tiernas.”

Me subí a la ácida montaña,
busqué las flores donde albean,
entre las rocas existiendo
medio dormidas y despiertas.

Cuando bajé, con carga mía,
la hallé a mitad de la pradera,
y fui cubriéndola frenética,
con un torrente de azucenas.

Y sin mirarse la blancura,
ella me dijo: “Tú acarrea
ahora sólo flores rojas.
Yo no puedo pasar la pradera.”

Trepe las penas con el venado,
y busqué flores de demencia,
las que rojean y parecen
que de rojez vivan y mueran.

 

 

 
La medianoche

Fina, la medianoche.
Oigo los nudos del rosal:
la savia empuja subiendo a la rosa.

Oigo
las rayas quemadas del tigre
real: no le dejan dormir.

Oigo
la estrofa de uno,
y le crece en la noche
como la duna.

Oigo
a mi madre dormida
con dos alientos.
(Duermo yo en ella,
de cinco años.)

Oigo el Ródano
que baja y que me lleva como un padre
ciego de espuma ciega.

Y después nada oigo
sino que voy cayendo
en los muros de Arlès
llenos de sol…

 

 

 

La mujer fuerte

Me acuerdo de tu rostro que se fijó en mis días,
mujer de saya azul y de tostada frente,
que en mi niñez y sobre mi tierra de ambrosía
vi abrir el surco negro en un abril ardiente.

Alzaba en la taberna, honda la copa impura
el que te apegó un hijo al pecho de azucena,
y bajo ese recuerdo, que te era quemadura,
caía la simiente de tu mano, serena.

Segar te vi en enero los trigos de tu hijo,
y sin comprender tuve en ti los ojos fijos,
agrandados al par de maravilla y llanto.

Y el lodo de tus pies todavía besara,
porque entre cien mundanas no he encontrado tu cara
¡y aun te sigo en los surcos la sombra con mi canto!

 

 

 

La otra

Una en mí maté:
yo no la amaba.

Era la flor llameando
del cactus de montaña;
era aridez y fuego;
nunca se refrescaba.

Piedra y cielo tenía
a pies y a espaldas
y no bajaba nunca
a buscar «ojos de agua».

Donde hacía su siesta,
las hierbas se enroscaban
de aliento de su boca
y brasa de su cara.

En rápidas resinas
se endurecía su habla,
por no caer en linda
presa soltada.

Doblarse no sabía
la planta de montaña,
y al costado de ella,
yo me doblaba…

La dejé que muriese,
robándole mi entraña.
Se acabó como el águila
que no es alimentada.

Sosegó el aletazo,
se dobló, lacia,
y me cayó a la mano
su pavesa acabada…

Por ella todavía
me gimen sus hermanas,
y las gredas de fuego
al pasar me desgarran.

Cruzando yo les digo:
-Buscad por las quebradas
y haced con las arcillas
otra águila abrasada.

Si no podéis, entonces,
¡ay! , olvidadla.
Yo la maté. ¡Vosotras
también matadla!

 

 

 

La sombra inquieta

Flor, flor de la raza mía, sombra inquieta,
¡qué dulce y terrible tu evocación!
El perfil de éxtasis, llama la silueta,
las sienes de nardo, l’habla de canción;

cabellera luenga de cálido manto,
pupilas de ruego, pecho vibrador;
ojos hondos para albergar más llanto;
pecho fino donde taladrar mejor.

Por suave, por alta, por bella ¡precita!
fatal siete veces; fatal ¡pobrecita!
por la honda mirada y el hondo pensar.

¡Ay! quien te condene, vea tu belleza,
mire el mundo amargo, mida tu tristeza,
¡y en rubor cubierto rompa a sollozar!

II
¡Cuánto río y fuente de cuenca colmada,
cuánta generosa y fresca merced
de aguas, para nuestra boca socarrada!
¡Y el alma, la huérfana, muriendo de sed!

Jadeante de sed, loca de infinito,
muerta de amargura, la tuya, en clamor,
dijo su ansia inmensa por plegaria y grito:
¡Agar desde el vasto yermo abrasador!

Y para abrevarse largo, largo, largo,
Cristo dio a tu cuerpo silencio y letargo,
y lo apegó a su ancho caño saciador…

El que en maldecir tu duda se apure,
que puesta la mano sobre el pecho jure:
-“Mi fe no conoce zozobra, Señor”.

III
Y ahora que su planta no quiebra la grama
de nuestros senderos, y en el caminar
notamos que falta, tremolante llama,
su forma, pintando de luz el solar,

cuantos la quisimos abajo, apeguemos
la boca a la tierra, y a su corazón,
vaso de cenizas dulces, musitemos
esta formidable interrogación:

¿Hay arriba tanta leche azul de lunas,
tanta luz gloriosa de blondos estíos,
tanta insigne y honda virtud de ablución

que limpien, que laven, que albeen las brunas
manos que sangraron con garfios y en ríos
¡oh, Muerta! la carne de tu corazón?

 

 

Leñador

Quedó sobre las hierbas
el leñador cansado,
dormido en el aroma
del pino de su hachazo.
Tienen sus pies majadas
las hierbas que pisaron.
Le canta el dorso de oro
y le sueñan las manos.
Veo su umbral de piedra,
su mujer y su campo.
Las cosas de su amor
caminan su costado;
las otras que no tuvo
le hacen como más casto,
y el soñoliento duerme
sin nombre, como un árbol.

El mediodía punza
lo mismo que venablo.
Con una rama fresca
la cara le repaso.
Se viene de él a mí
su día como un canto
y mi día le doy
como pino cortado.
Regresando, a la noche,
por lo ciego del llano,
oigo gritar mujeres
al hombre retardado;
y cae a mis espaldas
y tengo en cuatro dardos
nombre del que guardé
con mi sangre y mi hálito.

 

 

 

Los sonetos de la muerte

1°. Del nicho helado…

Del nicho helado en que los hombres te pusieron,
te bajaré a la tierra humilde y soleada.
Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,
y que hemos de soñar sobre la misma almohada.

Te acostaré en la tierra soleada con una
dulcedumbre de madre para el hijo dormido,
y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna
al recibir tu cuerpo de niño dolorido.

Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas,
y en la azulada y leve polvareda de luna,
los despojos livianos irán quedando presos.

Me alejaré cantando mis venganzas hermosas,
¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna
bajará a disputarme tu puñado de huesos!

 

2°. Este largo cansancio…

Este largo cansancio se hará mayor un día
y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir
arrastrando su masa por la rosada vía
por donde van los hombres, contentos de vivir…

Sentirás que a tu lado cavan briosamente,
que otra dormida llega a la quieta ciudad.
Esperaré que me hayan cubierto totalmente…
¡y después hablaremos por una eternidad!

Sólo entonces sabrás el por qué, no madura
para las hondas huesas tu carne todavía,
tuviste que bajar, sin fatiga, a dormir.
Se hará luz en la zona de los sinos, oscura:
sabrás que en nuestra alianza signo de astros había
y, roto el pacto enorme, tenías que morir…
3°. Malas manos tomaron tu vida…

Malas manos tomaron tu vida desde el día
en que, a una señal de astros, dejara su plantel
nevado de azucenas. En gozo florecía.
Malas manos entraron trágicamente en él.

Y yo dije al Señor: “Por las sendas mortales
le llevan, ¡sombra amada que no saben guiar!
¡Arráncalo, Señor, a esas manos fatales
o le hundes en el largo sueño que sabes dar!

“¡No le puedo gritar, no le puedo seguir!
Su barca empuja un negro viento de tempestad.
Retórnalo a mis brazos o le siegas en flor”.

Se detuvo la barca rosa de su vivir…
¿Que no sé del amor, que no tuve piedad?
¡Tú, que vas a juzgarme, lo comprendes, Señor!

 

 

 

País de la ausencia

                                             A Ribeiro Couto

País de la ausencia
extraño país,
más ligero que ángel
y seña sutil,
color de alga muerta,
color de neblí,
con edad de siempre,
sin edad feliz.

No echa granada,
no cría jazmín,
y no tiene cielos
ni mares de añil.
Nombre suyo, nombre,
nunca se lo oí,
y en país sin nombre
me voy a morir.

Ni puente ni barca
me trajo hasta aquí,
no me lo contaron
por isla o país.
Yo no lo buscaba
ni lo descubrí.

Parece una fábula
que yo me aprendí,
sueño de tomar
y de desasir.
Y es mi patria donde
vivir y morir.

Me nació de cosas
que no son país;
de patrias y patrias
que tuve y perdí;
de las criaturas
que yo vi morir;
de lo que era mío
y se fue de mí.

Perdí cordilleras
en donde dormí;
perdí huertos de oro
dulces de vivir;
perdí yo las islas
de caña y añil,
y las sombras de ellos
me las vi ceñir
y juntas y amantes
hacerse país.

Guedejas de nieblas
sin dorso y cerviz,
alientos dormidos
me los vi seguir,
y en años errantes
volverse país,
y en país sin nombre
me voy a morir.

 

 

 

Riqueza

Tengo la dicha fiel
y la dicha perdida:
la una como rosa,
la otra como espina.
De lo que me robaron
no fui desposeída:
tengo la dicha fiel
y la dicha perdida,
y estoy rica de púrpura
y de melancolía.
¡Ay, qué amante es la rosa
y qué amada la espina!
Como el doble contorno
de dos frutas mellizas,
tengo la dicha fiel
y la dicha perdida….

 

 

 

Todas íbamos a ser reinas…

Todas íbamos a ser reinas,
de cuatro reinos sobre el mar:
Rosalía con Efigenia
y Lucila con Soledad.

En el valle de Elqui, ceñido
de cien montañas o de más,
que como ofrendas o tributos
arden en rojo y azafrán.

Lo decíamos embriagadas,
y lo tuvimos por verdad,
que seríamos todas reinas
y llegaríamos al mar.

Con las trenzas de los siete años,
y batas claras de percal,
persiguiendo tordos huidos
en la sombra del higueral.

De los cuatro reinos, decíamos,
indudables como el Korán,
que por grandes y por cabales
alcanzarían hasta el mar.

Cuatro esposos desposarían,
por el tiempo de desposar,
y eran reyes y cantadores
como David, rey de Judá.

Y de ser grandes nuestros reinos,
ellos tendrían, sin faltar,
mares verdes, mares de algas
y el ave loca del faisán.

Y de tener todos los frutos,
árbol de leche, árbol del pan,
el guayacán no cortaríamos
ni morderíamos metal.

Todas íbamos a ser reinas,
y de verídico reinar;
pero ninguna ha sido reina
ni en Arauco ni en Copán…

Rosalía besó marino
ya desposado con el mar,
y al besador, en las Guaitecas,
se lo comió la tempestad.

Soledad crió siete hermanos
y su sangre dejó en su pan,
y sus ojos quedaron negros
de no haber visto nunca el mar.

En las viñas de Montegrande,
con su puro seno candeal,
mece los hijos de otras reinas
y los suyos nunca-jamás.

Efigenia cruzó extranjero
en las rutas, y sin hablar,
le siguió, sin saberle nombre,
porque el hombre parece el mar.

Y Lucila, que hablaba a río,
a montaña y cañaveral,
en las lunas de la locura
recibió reino de verdad.

En las nubes contó diez hijos
y en los salares su reinar,
en los ríos ha visto esposos
y su manto en la tempestad.

Pero en el valle de Elqui, donde
son cien montañas o son más,
cantan las otras que vinieron
y las que vienen cantarán:

«En la tierra seremos reinas,
y de verídico reinar,
y siendo grandes nuestros reinos,
llegaremos todas al mar».

 

 

 

Vergüenza

Si tú me miras, yo me vuelvo hermosa
como la hierba a que bajó el rocío,
y desconocerán mi faz gloriosa
las altas cañas cuando baje el río.

Tengo vergüenza de mi boca triste,
de mi voz rota y mis rodillas rudas.
Ahora que me miraste y que viniste,
me encontré pobre y me palpé desnuda.

Ninguna piedra en el camino hallaste
más desnuda de luz en la alborada
que esta mujer a la que levantaste,
porque oíste su canto, la mirada.

Yo callaré para que no conozcan,
mi dicha los que pasan por el llano,
en el fulgor que da a mí frente tosca
y en la tremolación que hay en mi mano…

Es noche y baja a la hierba el rocío;
mírame largo y habla con ternura,
¡que mañana al descender al río
la que besaste llevará hermosura!

 

 

 

Volverlo a ver

¿Y nunca, nunca más, ni en noches llenas
de temblor de astros, ni en las alboradas
vírgenes, ni en las tardes inmoladas?

¿Al margen de ningún sendero pálido,
que ciñe el campo, al margen de ninguna
fontana trémula, blanca de luna?

¿Bajo las trenzaduras de la selva,
donde llamándolo me ha anochecido,
ni en la gruta que vuelve mi alarido?

¡Oh, no! ¡Volverlo a ver, no importa dónde,
en remansos de cielo o en vórtice hervidor,
bajo unas lunas plácidas o en un cárdeno horror!

¡Y ser con él todas las primaveras
y los inviernos, en un angustiado
nudo, en torno a su cuello ensangrentado!

 

 

 

Yo canto lo que tú amabas, vida mía…

Yo canto lo que tú amabas, vida mía,
por si te acercas y escuchas, vida mía,
por si te acuerdas del mundo que viviste,
al atardecer yo canto, sombra mía.

Yo no quiero enmudecer, vida mía.
¿Cómo sin mi grito fiel me hallarías?
¿Cuál señal, cuál me declara, vida mía?

Soy la misma que fue tuya, vida mía.
Ni lenta ni trascordada ni perdida.
Acude al anochecer, vida mía;
ven recordando un canto, vida mía,
si la canción reconoces de aprendida
y si mi nombre recuerdas todavía.

Te espero sin plazo ni tiempo.
No temas noche, neblina ni aguacero.
Acude con sendero o sin sendero.
Llámame a donde tú eres, alma mía,
y marcha recto hacia mí, compañero.