Mistral #2, Gabriela

Mistral #2, Gabriela

Chile (1889-1957)

Apegado a mí

Velloncito de mi carne
que en mis entrañas tejí,
velloncito tembloroso,
¡duérmete apegado a mí!

La perdiz duerme en el trigo
escuchándola latir.
No te turbes por aliento,
¡duérmete apegado a mí

Yo que todo lo he perdido
ahora tiemblo hasta al dormir.
No resbales de mi pecho,
duérmete apegado a mí!

 

 

 

Canción de las muchachas muertas

                                                              Recuerdo de mi sobrina Graciela

¿Y las pobres muchachas muertas,
escamoteadas en abril,
las que asomáronse y hundiéronse
como en las olas el delfín?

¿A dónde fueron y se hallan,
encuclilladas por reír
o agazapadas esperando
voz de un amante que seguir?

¿Borrándose como dibujos
que Dios no quiso reteñir
o anegadas poquito a poco
como en sus fuentes un jardín?

A veces quieren en las aguas
ir componiendo su perfil,
y en las carnudas rosas-rosas
casi consiguen sonreír.

En los pastales acomodan
su talle y bulto de ceñir
y casi logran que una nube
les preste cuerpo por ardid;

Casi se juntan las deshechas;
casi llegan al sol feliz;
casi reniegan su camino
recordando que eran de aquí;

Casi deshacen su traición
y van llegando a su redil.
¡Y casi vemos en la tarde
el divino millón venir!

 

 

 

Dos ángeles

No tengo sólo un Ángel
con ala estremecida:
me mecen como al mar
mecen las dos orillas
el Ángel que da el gozo
y el que da la agonía,
el de alas tremolantes
y el de las alas finas.

Yo sé, cuando amanece,
cuál va a regirme el día,
si el de color de llama
o el color de ceniza,
y me les doy como alga
a la ola, contrita.

Sólo una vez volaron
con las alas unidas:
el día del amor,
el de la Epifanía.

¡Se juntaron en una
sus alas enemigas
y anudaron el nudo
de la muerte y la vida!

 

 

 

El ángel guardián

Es verdad, no es un cuento;
hay un Ángel Guardián
que te toma y te lleva como el viento
y con los niños va por donde van.

Tiene cabellos suaves
que van en la venteada,
ojos dulces y graves
que te sosiegan con una mirada
y matan miedos dando claridad.
(No es un cuento, es verdad.)

El tiene cuerpo, manos y pies de alas
y las seis alas vuelan o resbalan,
las seis te llevan de su aire batido
y lo mismo te llevan de dormido.

Hace más dulce la pulpa madura
que entre tus labios golosos estruja;
rompe a la nuez su taimada envoltura
y es quien te libra de gnomos y brujas.

Es quien te ayuda a que cortes las rosas,
que están sentadas en trampas de espinas,
el que te pasa las aguas mañosas
y el que te sube las cuestas más pinas.

 

 

La encina

                                                                        A la maestra Señorita Brígida Walker.

I
ESTA alma de mujer viril y delicada,
dulce en la gravedad, severa en el amor,
es una encina espléndida de sombra perfumada,
por cuyos brazos rudos trepara un mirto en flor.

Pasta de nardos suaves, pasta de robles fuertes,
le amasaron la carne rosa del corazón,
y aunque es altiva y recia, si miras bien adviertes
un temblor en sus hojas que es temblor de emoción.

Dos millares de alondras el gorjeo aprendieron
en ella, y hacia todos los vientos se esparcieron
para poblar los cielos de gloria. ¡Noble encina,

déjame que te bese en el tronco llagado,
que con la diestra en alto, tu macizo sagrado
largamente bendiga, como hechura divina!

II
El peso de los nidos ¡fuerte! no te ha agobiado.
Nunca la dulce carga pensaste sacudir.
No ha agitado tu fronda sensible otro cuidado
que el ser ancha y espesa para saber cubrir.

La vida (un viento) pasa por tu vasto follaje
como un encantamiento, sin violencia, sin voz;
la vida tumultuosa golpea en tu cordaje
con el sereno ritmo que es el ritmo de Dios.

De tánto albergar nido, de tánto albergar canto,
de tánto hacer tu seno aromosa tibieza,
de tánto dar servicio, y tánto dar amor,

todo tu leño heroico se ha vuelto, encina, santo.
Se te ha hecho en la fronda inmortal la belleza,
¡y pasará el otoño sin tocar tu verdor!

III
¡Encina, noble encina, yo te digo mi canto!
Oue nunca de tu tronco mane amargor de llanto,
que delante de ti prosterne el leñador
de la maldad humana, sus hachas; y que cuando
el rayo de dios hiérate, para ti se haga blando
y ancho como tu seno, el seno del Señor!

 

 

 

La extranjera

                                                                  A Francis de Miomandre

Habla con dejo de sus mares bárbaros,
con no sé qué algas y no sé qué arenas;
reza oración a dios sin bulto y peso,
envejecida como si muriera.
Ese huerto nuestro que nos hizo extraño,
ha puesto cactus y zarpadas hierbas.

Alienta del resuello del desierto
y ha amado con pasión de que blanquea,
que nunca cuenta y que si nos contase
sería como el mapa de otra estrella.

Vivirá entre nosotros ochenta años,
pero siempre será como si llega,
hablando lengua que jadea y gime
y que le entienden sólo bestezuelas.
Y va a morirse en medio de nosotros,
en una noche en la que más padezca,
con sólo su destino por almohada,
de una muerte callada y extranjera.

 

 

 

La flor del aire

Yo la encontré por mi destino,
de pie a mitad de la pradera,
gobernadora del que pase,
del que le hable y que la vea.

Y ella me dijo:  «Sube al monte.
Yo nunca dejo la pradera,
y me cortas las flores blancas
como nieves, duras y tiernas.»

Me subí a la ácida montaña,
busqué las flores donde albean,
entre las rocas existiendo
medio dormidas y despiertas.

Cuando bajé, con carga mía,
la hallé a mitad de la pradera,
y fui cubriéndola frenética,
con un torrente de azucenas.

Y sin mirarse la blancura,
ella me dijo:  «Tú acarrea
ahora sólo flores rojas.
Yo no puedo pasar la pradera.»

Trepe las penas con el venado,
y busqué flores de demencia,
las que rojean y parecen
que de rojez vivan y mueran.

 


 

Meciendo

El mar sus millares de olas
mece divino.
Oyendo a los mares amantes,
mezo a mi niño.

El viento errabundo en la noche
mece los trigos.
Oyendo a los vientos amantes,
mezo a mi niño.

Dios Padre sus miles de mundos
mece sin ruido.
Sintiendo su mano en la sombra,
mezo a mi niño.

 

 

 

Mientras baja la nieve

Ha bajado la nieve, divina criatura,
el valle a conocer .
Ha bajado la nieve, esposa de la estrella.
¡Mirémosla caer!

¡Dulce! Llega sin ruido, como los suaves seres
que recelan dañar .
Así baja la luna y así bajan los sueños.
¡Mirémosla bajar!
¡Pura! Mira tu valle cómo lo está bordando
de su ligero azahar .
Tiene unos dulces dedos, tan leves y sutiles,
que rozan sin rozar.
¡Bella! ¿No te parece que sea el don magnífico
de un alto Donador?
Detrás de las estrechas su ancho peplo de seda
desgaja sin rumor.
Déjala que en la frente te diluya su pluma
y te prenda su flor.
¡Quién sabe si no trae un mensaje a los hombres,
de parte del Señor!

 

 

 

Volverlo a ver

¿Y nunca, nunca más, ni en noches llenas
de temblor de astros, ni en las alboradas
vírgenes, ni en las tardes inmoladas?

¿Al margen de ningún sendero pálido,
que ciñe el campo, al margen de ninguna
fontana trémula, blanca de luna?

¿Bajo las trenzaduras de la selva,
donde llamándolo me ha anochecido,
ni en la gruta que vuelve mi alarido?

¡Oh, no! ¡Volverlo a ver, no importa dónde,
en remansos de cielo o en vórtice hervidor,
bajo unas lunas plácidas o en un cárdeno horror!

¡Y ser con él todas las primaveras
y los inviernos, en un angustiado
nudo, en torno a su cuello ensangrentado!