Zambrano, María

Zambrano, María

Pensadora, ensayista y poeta española nacida en Vélez, Málaga, en 1904.

Hija del pensador y pedagogo Blas José Zambrano, hizo sus primeros estudios en Segovia. En Madrid estudió

Filosofía y Letras con Ortega y Gasset, García Morente, Besteiro y Zubiri. Vivió muy de cerca los acontecimientos

políticos de aquellos años, de cuya vivencia fue fruto su primer libro «Horizonte del liberalismo» en 1930.

Entabló amistad con importantes poetas y pensadores de la época como Luis Cernuda, Jorge Guillén, Emilio Prados

y Miguel Hernández, entre otros.

Finalizada la Guerra Civil, salió de España en enero de 1939, dejando atrás todo lo suyo, exiliándose inicialmente en Paris

donde entabló amistad con Albert Camus y con René Char. Posteriormente vivió en México, La Habana y Roma,

desarrollando una gran intensidad literaria y escribiendo algunas de sus obras más importantes: «Los sueños y el tiempo», «Persona y democracia», «El hombre y lo divino» y «Pensamiento y Poesía» entre otros.

Después de 45 años de exilio regresó por fin a Madrid en 1984.

En 1988 le fue reconocida su obra con el Premio Príncipe de Asturias y el Premio Cervantes.

Falleció en Madrid en 1991

Antes de la ocultación

Comencé a cantar entre dientes por obedecer en la oscuridad absoluta que no había hasta entonces conocido, la vieja canción del agua todavía no nacida, confundida con el gemido de la que nace; el gemido de la madre que da a luz una y otra vez para acabar de nacer ella misma, entremezclado con el vagido de lo que nace, la vida parturiente. Me sentí acunada por este lloro que era también canto tan de lejos y en mí, porque nunca nada era mío del todo. ¿No tendría yo dueño tampoco?
La música no tiene dueño, pues los que van a ella no la poseen nunca. Han sido por ella primero poseídos, después iniciados. Yo no sabía que una persona pudiera ser así, al modo de la música, que posee porque penetra mientras se desprende de su fuente, también en una herida. Se abre la música sólo en algunos lugares inesperadamente, cuando errante el alma sola, se siente desfallecer sin dueño. En esta soledad nadie aparece, nadie aparecía cuando me asenté en mi soledad última; el amado sin nombre siquiera. Alguien me había enamorado allá en la noche, en una noche sola, en una única noche hasta el alba. Nunca más apareció. Ya nadie más pudo encontrarme.

Zambrano, M.: Diotima de Mantinea en Hacia un saber sobre el alma, Madrid,
Ed. Alianza, 1989, p. 196

Claros del bosque

No me respondes, hermana. He venido ahora a buscarte. Ahora, no tardarás ya mucho en salir de aquí. Porque aquí no puedes quedarte. Esto no es tu casa, es sólo la tumba donde te han arropado viva. Y viva no puedes seguir aquí; vendrás ya libre, mírame, mírame, a esta vida en la que yo estoy. Y ahora sí, en una tierra nunca vista por nadie, fundaremos la ciudad de los hermanos, la ciudad nueva, donde no habrá ni hijos ni padres. Y los hermanos vendrán a reunirse con nosotros. Nos olvidaremos allí de esta tierra donde siempre hay alguien que manda desde antes, sin saber. Allí acabaremos de nacer, nos dejarán nacer del todo. Yo siempre supe de esa tierra. No la soñé, estuve en ella, moraba en ella contigo, cuando se creía ése que yo estaba pensando.
En ella no hay sacrificio, y el amor, hermano, no está cercado por la muerte.
Allí el amor no hay que hacerlo, porque se vive en él. No hay más que amor.
Nadie nace allí, es verdad, como aquí de este modo. Allí van los ya nacidos, los salvados del nacimiento y de la muerte. Y ni siquiera hay un Sol; la claridad es perenne. Y las plantas están despiertas, no en su sueño como están aquí; se siente lo que sienten. Y uno piensa, sin darse cuenta, sin ir de una cosa a otra, de un pensamiento a otro. Todo pasa dentro de un corazón sin tinieblas. Hay claridad porque ninguna luz deslumbra ni acuchilla, como aquí, como ahí fuera.

Zambrano, M.: “Los hermanos” en La tumba de Antígona, Madrid,
Ed. Mondadori, 1989, pp 79-80

El templo y sus caminos

Una tinieblas que prometen y a veces amenazan abrirse. Y es difícil creer que quien recorre tal camino no se vea acometido por el tempor y un temblor casi paralizantes. Es la luz de un viaje más bien extrahumano, que el hombre emprendía asomándose al lado dé allá, a ese lado al cual se supuso, cada vez con mayor ligereza, que sólo se asoman los místicos. Es la luz que se vislumbra y la luz que acecha, la luz que hiere. La luz que acecha en la inmensidad de un horizonte donde perderse parece inevitable, y que hiere con un rayo que despierta más allá de lo sostenible, llamando a la completa vigilia, ésa donde la mente se incendiaría toda.

Zambrano, M.: “La respuesta de la Filosofía”, en Los bienaventurados, Madrid,
Ed. Siruela, 1990, pp. 80-81


Geografía de la aurora

Y las piedras preciosas, esas grutas de esmeraldas que nacen en sueños y al soñante acogen tan de verdad que éste conserva en la vigilia las huellas del tacto, a veces hecho memoria tanto o más que un lugar simplemente natural; y el color que sin nombre sostiene la retina por años, por duraciones sin fin, ese color visto tan sólo en sueños y ese felicísimo estar en la gruta, y aun el poder volver a ella encontrándola en tierras lejanas bañadas por otra luz. ¿Cómo suceden, cómo están ahí asequibles aunque no enteramente, y sin sombra alguna de terror, cosa tan extraña a toda gruta desconocida, por insignificante que sea? Este no tener, y no esperar, este estar sin esfuerzo alguno, esta patria perdida o esperada, donde se ha entrado sin saber cómo ni por qué, sin esperanza ni temor. Y ese vivir sin anhelar, ni apetecer, sin añorar sin soñar, duerme al fin en su gruta sin soñar señor alguno, que le haya herido y sin soñarse él a sí mismo, olvidado de toda herida.
El ciervo reposa sin herida, apoyada su cabeza sobre una piedra, flor azul.

Zambrano, M.: “Geografía de la Aurora”, en De la Aurora, Madrid,
Ed. Turner, 1986, p.106

La llama

Asisitida por mi alma antigua, por mi alma primera al fin recobrada, y por tanto tiempo perdida. Ella, la perdidiza, al fin volvió por mí. Yentonces comprendí que ella había sido la enamorada. Y yo había pasado por la vida tan sólo de paso, lejana de mí misma .Y de ella venían las palabras sin dueño que todos bebían sin dejarme apenas nada a cambio. Yo era la voz de esa antigua alma. Y ella, a medida que consumaba su amor, allá, donde yo no podía verla; me iba iniciando a través del dolor del abandono. Por eso nadie podía amarme mientras yo iba sabiendo del amor. Y yo misma tampoco amaba. Sólo una noche hasta el alba. Y allí quedé esperando. Me despertaba con la aurora, si es que había dormido. Y creía que ya había llegado, yo, ella, él… Salía el Sol y el día caía como una condena sobre mí. No, no todavía.

Zambrano, M.: Diotima de Mantinea, en Hacia un saber sobre el alma, Madrid,
Ed. Alianza, 1989, p. 197

La mirada

Sólo cuando la mirada se abre al par de lo visible se hace una aurora. Y se detiene entonces, aunque no perdure y sólo sea fugitivamente, sin apenas duración, pues que crea así el instante. El instante que es al par indeleblemente uno y duradero. La unidad, pues, entre el instante fugitivo e inasible y lo que perdura. El instante que alcanza no ser fugitivo yéndose.
Inasible. El instante que ya no está bajo la amenaza de ser cosa ni concepto. Guardado, escondido en su oscuridad, en la oscuridad propia, puede llegar a ser concepción, el instante de concebir, no siempre inadvertido.
Y así, la mirada, recogida en su oscuridad paradójicamente, saltando sobre una aporía, se abre y abre a su vez, “a la imagen y semejanza”, una especie de, circulación. La mirada recorre, abre el círculo de la aurora que sólo se dio en un punto, que se muestra como un foco, el hogar, sin duda, del horizonte. Lo que constituye su gloria inalterable.

Zambrano, M.: “La mirada”, en De la Aurora, Madrid,
Ed. Turner, 1986 p. 35

La pensadora del aura

Nacer sin pasado, sin nada previo a que referirse, y poder entonces verlo todo, sentirlo, como deben sentir la aurora las hojas que reciben el rocío; abrir los ojos a la luz sonriendo; bendecir la mañana, el alma, la vida recibida, la vida ¡qué hermosura! No siendo nada o apenas nada por qué no sonreír al universo, al día que avanza, aceptar el tiempo como un regalo espléndido, un regalo de un Dios que nos sabe, que nuestro secreto, nuestra inanidad y no le importa, que no nos guarda rencor por no ser…
…Y como estoy libre de ese ser, que creía tener, viviré simplemente, soltaré esa imagen que tenía de mí misma, puesto que a nada corresponde y todas, cualquier obligación, de las que vienen de ser yo, o del querer serlo.

Zambrano, M.: “Adsum”, En Delirio y Destino, Madrid,
Ed. Mondadori, 1989, pp. 21-22

Lo celeste

“En par de los levantes de la Aurora”

Por amplias que sean sus alas, la luz auroral que sigue al alba es como un boquete, un lugar que tiende a absorber y ofrecer al par la inminencia de que algo inconcebible aparezca. ¿Un ser? Un animal quizás, un ser viviente, se dibuja casi, está al dibujarse. Un ser viviente de aliento y de pasión, un fuego oscuro por indiscernible que luego resulta ser simplemente blanco. Un blanco inextenso, un ser sin extensión. ¿Pensamiento? Mira tan sólo. Es una mirada, ya que la mirada de todo aquello que se manifiesta visiblemente es lo único que no tiene extensión y, aun más, la borra.
Llega la mirada anulando la distancia, quien la recibe queda traspasado, raptado o fijado; fijado, si es la mirada de la luz. Y cuando la luz nos fija es que nos mira, y, al mirarnos, ¿se sabría decir lo que sucede? Y, por no saberlo decir, se borra: no crea memoria.
Y así, de esta mirada de la luz, nace, podría nacer, ha nacido una y otra vez un pensamiento sin memoria. Un pensamiento liberado del esfuerzo de la pasión de tener que engendrar memoria y, en su virtud, liberado también de toda representación y de todo representar.

Zambrano, M.: “Lo celeste”, en De la Aurora, Madrid,
Ed. Mondadori, 1989, p.43

1. Los textos que aparecen a continuación han sido tomados  de “El agua ensimismada”,
edición de María Victoria Atencia, publicados por la Universidad de Málaga en 2001

¡Cuánta hermosura..!

Nota de María Victoria Atencia:
En el verano de hace ahora diez años, tras la publicación de algún libro mío,
recibí de María un pliego doblado en cuatro y con un breve escrito que casi se perdía
en la relativa inmensidad del papel.
Venían en él, impresos, su nombre y su dirección postal. Y más abajo, mecanografiado
y centrado en su página, el título, “A María Victoria Atencia”, y el texto en el que suplo
algún signo ortográfico. Prescindo del nombre de la autora que en el pie figuraba como firma.
Pero bajo a ese pie la indicación sobre el lugar y fecha en que se escribió. Traigo ese
texto aquí, después de largas dudas por razones de discreción personal, al considerar
que no se trata de una bella dedicatoria con ocasión del envío de un libro suyo,
como solía hacer, sino de unas líneas tan innecesarias como espontáneamente escritas
ex abundantia cordis. Por ese mismo criterio de discreción reduzco a simple dedicatoria
el encabezamiento del poema y doy a éste un título con parte de su primer verso.

A María Victoria Atencia

¡Cuánta hermosura en tierra nuestea!
Y que se hace de todos por obra de tu palabra
y de la música.
Dios os bendiga.

Madrid, 20 de junio de 1989

De L’etoile des alpes

De l’Étoile des Alpes
à
l’ëtoile Polaire,

invisible y presente,
íntima de
tan inmediata.

10.10.1983

Delirio del incrédulo

Bajo la flor, la rama;
sobre la flor, la estrella;
bajo la estrella, el viento.
¿Y más allá?
Más allá, ¿no recuerdas? , sólo la nada.
La nada, óyelo bien, mi alma:
duérmete, aduérmete en la nada.
[Si pudiera, pero hundirme… ] Ceniza de aquel fuego, oquedad,
agua espesa y amarga:
el llanto hecho sudor;
la sangre que, en su huida, se lleva la palabra.
Y la carga vacía de un corazón sin marcha.
¿De verdad es que no hay nada? Hay la nada.
Y que no lo recuerdes. [Era tu gloria.] Más allá del recuerdo, en el olvido, escucha
en el soplo de tu aliento.
Mira en tu pupila misma dentro,
en ese fuego que te abrasa, luz y agua.
Mas no puedo.
Ojos y oídos son ventanas.
Perdido entre mí mismo, no puedo buscar nada;
no llego hasta la nada.

Roma. Enero, 1950. Hotel d’lnghilterra

El agua ensimismada

Para Edison Simons

El agua ensimismada
piensa o sueña?
El árbol que se inclina buscando sus raíces,
el horizonte,
ese fuego intocado,
¿se piensan o se sueñan?
El mármol fue ave alguna vez;
el oro, llama;
el cristal, aire o lágrima.
¿Lloran su perdido aliento?
¿Acaso son memoria de sí mismos
y detenidos se contemplan ya para siempre?
Si tú te miras, ¿qué queda?

1950. Roma (antes de abril) .
Albergo d’lnghilterra.

La Pièce, 2 de febrero de 1978

Muchas gracias

Muchas gracias;
muchas, muchas gracias.
Qué va. Está muy bien.
Dispénseme, señora.
No hay de qué.
Está completo, pero está muy bien.
Un farsante, un cuentista,
un enterao
-la Place de l’Alma-, un cualquiera,
me da igual.
Cuando usted quiera.
Ah, señora, ¡si usted supiese!
Está bien.
Aquellos buenos tiempos…
Mas París es París, y está muy bien.
Aunque no lo comprendo.
L’Étoile, Notre-Dame, Les Champs,
se sabe, ¿por qué no?
Encuentro, encontraré, ¿encontré
ya?
Entonces, apresúrese, vaya.
¿Por qué no?

Traducción de Mª Victoria Atencia

Pámpano, rosa, las eras…

(Ed. Jesús Moreno)

Pámpano, rosa, las eras
las navas

Altura carrascal
cántaro, hombre, las eras
ladera, azul, la quebrada
cabrerizo, gris, las breñas
la enramada y el molino
y a mí qué, de qué te quejas
taciturno. Horado […] siempre, jamás, nunca
amor, ausencia

Silencio. Ya no más
qué lejos

Pan: cántaro, hogaza
no vuelvas.

Muerto y yerto. Calcinado
ardiente y feliz, las arenas
Juntas, secano
huidas                                    barbecho, quietud, […] cuita, faenar, gozo, siesta
llanto, amor, serranía
aire. Amanecidos
soledad, angustia, calma
sonrisa. ¿Por qué no?
reja
colibrí y mes de mayo
siempreviva, candela
enlucida, cal, claveles
rosa y tomillo [ …] acacias entre dos luces
enterrarme mecida, vega
cantueso, humilde, brega
di que sí y será. Alondra, paloma
risa. ¿ Qué esperas?

No [ …] Ensimismado y amargo
España, amarilla; [ …] desconocido y [ …] confuso, [ …] pelea
tártagos                                  humillada y sin ventana
somorujos                             ya acabó. Desvívete
somormujos   (*)                 No te mueras
Resucita y agoniza
No te detengas. Sierpe. Sirena.
¿Para qué? ¿No ves?
No quiero: quería. Sueño
La sombra                             Ancestro. Fiera
de la
Corneja
No vuelvas
ojos, manos, atropello
helada, acecho, qué pena
entregas
extranjería [ …] [ …] [ …] embelesos          Madrugada embebiendo. Pecado
Culpa. No vuelvas
No vuelvas. No [ …] cuitas
las candelas sudores Amor
Antes de                                                                   Nada
morir                                                             No vuelvas
quisiera                                                         Nadie esta Nada
transverberación                                                  Estrellas Alba
y Ángel                                                          ¡La Virgen! Luna, El Mar
o                                                                       La luz
substancia                                                    Paraíso. Entrañas Madre
herida. Pero                                                             La Alba
esencia                                                           No vuelvas
huesos
médula
deshechos
al cabo de tantas penas
qué vida
Virgen. Paloma. Pureza(**)
Taciturno [ …] nada
protestante. Rienda
suelta
caridad
locura viviente
obediencia
Libertad. No: admirar
¿Por qué no me
entiendes? ¡Señor!

(*) Jesús Moreno añade aquí a mano en mi ejemplar este somormujos” en corrección -supongo- del “somorujos”
de la línea anterior, que no tacha sin embargo. Ignoro, pues, si María escribió las dos cosas. Para esa y otras cuestiones
sería preciso disponer de su facsímil. (Nota de María Victoria Atencia)

(**) Advierte Jesús Moreno que aquí se lee claramente. bajo una tachadura. (Nota de María Victoria Atencia)