Watanabe, José
Poeta y dramaturgo peruano nacido en Laredo, Trujillo en 1946.
Hijo de un inmigrante japonés y una campesina de la sierra peruana, recibió la enseñanza básica en su pueblo natal, trasladándose luego a Lima donde inició estudios de Arquitectura. Después de algunos semestres interrumpió la carrera para dedicarse de lleno al ejercicio literario.
Por su primera publicación, “Album de familia”, publicada en 1971, recibió el premio Poeta joven del Perú. Su segundo libro, “El huso de la palabra”, sólo apareció en 1989 y lo consagró como uno de los poetas más importantes de la poesía peruana contemporánea.
Parte de su obra está contenida en publicaciones tan importantes como, “Cosas del cuerpo” 1999, “El guardián del hielo” 2000, galardonado con el premio Lezama Lima de Casa de las Américas, “Elogio del refrenamiento” 2003, “La piedra alada” 2005 y “Banderas detrás de la niebla” 2006. Se destacó además como guionista para cine y teatro.
Falleció en Lima en abril de 2007
¿Cómo sería la luz de la madrugada
en que Abraham, el hombre de la cerrada fe,
subió al monte Moriah
llevando de la mano a su unigénito Isaac?
Tiene que haber sido una luz hondamente azul
como la de este amanecer: en aquel azul
Abraham imaginaba
la vibrante sangre de su hijo en el cuchillo.
La sangre vibra más en el azul.
Lo sé porque mi piel, de tan sola ahora,
segrega sangre en la palma de mi mano:
el primer milagro de mi día, o castigo,
por haber querido subir la cuesta de la montaña
con una muchacha (más hija que esposa).
Ella, al primer sol, huyó asustada,
me negó
su joven cuerpo para el sacrificio
y yo no pude demostrarle
mi fe neurótica a Dios.
Desde la cornisa de la montaña
dejo caer suavemente una piedra hacia el precipicio,
una acción ociosa
de cualquiera que se detiene a descansar en este lugar.
Mientras la piedra cae libre y limpia en el aire
siento confusamente que la piedra no cae
sino que baja convocada por la tierra, llamada
por un poder invisible e inevitable.
Mi boca quiere nombrar ese poder, hace aspavientos, balbucea
y no pronuncia nada.
La revelación, el principio,
fue como un pez huidizo que afloró y volvió a sus abismos
y todavía es innombrable.
Yo me contento con haberlo entrevisto.
No tuve el lenguaje y esa falta no me desconsuela.
Algún día otro hombre, subido en esta montaña
o en otra,
dirá más, y con precisión.
Ese hombre, sin saberlo, estará cumpliendo conmigo.
Soy
lo gris contra lo gris. Mi vida
depende de copiar incansablemente
el color de la arena,
pero ese truco sutil
que me permite comer y burlar enemigos
me ha deformado. He perdido la simetría
de los animales bellos, mis ojos
y mis narices
han virado hacia un mismo lado del rostro. Soy
un pequeño monstruo invisible
tendido siempre sobre el lecho del mar.
Las breves anchovetas que pasan a mi lado
creen que las devora
una agitación de arena
y los grandes depredadores me rozan sin percibir
mi miedo. El miedo circulará siempre en mi cuerpo
como otra sangre. Mi cuerpo no es mucho. Soy
una palada de órganos enterrados en la arena
y los bordes imperceptibles de mi carne
no están muy lejos.
A veces sueño que me expando
y ondulo como una llanura, sereno y sin miedo, y más grande
que los más grandes. Yo soy entonces
toda la arena, todo el vasto fondo marino.
Si vas por la playa donde se vadea el río
verás,
plantadas en el limo,
largas varas de eucalipto. Están allí
para los caminantes que van a la otra ribera.
Una será tu cayado:
con ella tantearás, sin riesgo, un camino
entre las aguas turbias
y las piedras de resbaloso musgo.
Cuida de dejar hundida la vara
con gratitud
en la otra orilla: otro viene:
acaso mi padre
que en las tierras amarillas busca sandías silvestres,
acaso yo
que regreso, retrasado y viejo,
mirando ansioso mi pueblo que tras el río
ondula o se difumina en el vaho solar.
Allí,
según costumbre, sembraron mi ombligo
entre la juntura de dos adobes
para que yo tuviera patria.
Deja el cayado clavado en el limo.
EN el cauce del río seco
una espigada yegua orina sobre un sapo agradecido.
Yo, que voy de paso, sonrío y recuerdo
una antigua ley de compensaciones
de la magia: más feo el sapo
más bello y deslumbrante el príncipe.
Ay, pero la abundante orina de la yegua no es amor
y, aunque amorosamente regada,
no rompe los hechizos más perversos:
es sólo un poco de agua ácida en esta sequedad solar.
La yegua se aleja trotando aliviada, moviendo
las ancas
como una muchacha. Yo voy por los espinos resecos
recordando al sapo:
el pobre no tenía encantamiento
y se quedó solo
y soportando su fealdad inmutable
y ahora meada.
Qué rico es ir
de los pensamientos puros a un película pornográfica
y reír
del santo que vuela y de la carne que suda.
Qué rico es estar contigo, poesía
de la luz
en la pierna de una mujer cansada.
En la encañada
había piedras como huesos de un animal prehistórico
que se desbarató
antes de alcanzar nuestro valle.
Un gran cráneo
quedó detenido en la pendiente con la boca abierta
y el resto del cuerpo se dispersó hacia el río.
Yo trepaba la pendiente
y me detenía frente a esa boca, una oquedad
donde el viento se huracanaba,
y escuchaba
murmullos, palabras que se formaban a medias
y luego, sin decir nada, se diluían.
Nunca hubo una frase clara. La boca
como un oráculo piadoso
trababa sus propias frases ante el niño:
lo sé ahora
y le agradezco la vida ciega.
El algarrobo se inclina como una nube verde
sobre la única bodega del pueblo.
Detrás del mostrador humilde
una grácil jovencita lleva nuestra mirada
a un tiempo sin malicia.
Tiene el cabello recortado
como un muchachito travieso. El próximo año
tendrá la cabellera larga. El cuerpo
sobrecoge de tan puntual y prolijo: cumplirá
con el crecimiento de cada uno de sus cabellos
y hará sonar una música
menos inocente.
Mientras tanto, ella guarda sus negros mechones
en un frasco de vidrio
junto a los caramelos y gomas de menta.
Eso es siniestro, pequeña.
Tú, tan vivaz, hija
del solcito que venimos a buscar,
no deberías guardar nada muerto. No es justo
para los que ahora te miramos
como agüita de yerba para el desasosiego.
EL pelícano, herido, se alejó del mar
y vino a morir
sobre esta breve piedra del desierto.
Buscó,
durante algunos días, una dignidad
para su postura final:
acabó como el bello movimiento congelado
de una danza.
Su carne todavía agónica
empezó a ser devorada por prolijas alimañas, y sus
huesos
blancos y leves
resbalaron y se dispersaron en la arena.
Extrañamente
en el lomo de la piedra persistió una de sus alas,
sus gelatinosos tendones se secaron
y se adhirieron
a la piedra
como si fuera un cuerpo.
Durante varios días
el viento marino
batió inútilmente el ala, batió sin entender
que podemos imaginar un ave, la más bella,
pero no hacerla volar.
Donde el río se remansaba para los muchachos
se elevaba una piedra.
No le viste ninguna otra forma;
sólo era piedra, grande y anodina.
Cuando salíamos del agua turbia
trepábamos en ella como lagartijas. Sucedía entonces
algo extraño:
el barro seco en nuestra piel
acercaba todo nuestro cuerpo al paisaje:
el paisaje era de barro.
En ese momento
la piedra no era impermeable ni dura;
era el lomo de una gran madre
que acechaba camarones en el río. Ay poeta,
otra vez la tentación
de una inútil metáfora. La piedra
era piedra
y así se bastaba. No era madre. Y sé que ahora
asume su responsabilidad; nos guarda
en su impenetrable intimidad.
Mi madre, en cambio, ha muerto
y está desatendida de nosotros.
Al amanecer
una decena de muchachas, como en un mito,
entran algunos palmos en el mar tranquilo.
Visten un traje negro
y buscan
entre las piedras
los cangrejos y las conchas que ha dejado la marea alta.
Una roca oscura se confunde con ellas. Sólo asoma
hierática,
con el agua baja. Si respirara el aire salino de las
muchachas reiría con ellas
que se lanzan cangrejos y comen almejas crudas.
Las muchachas ignoran que esa alegría vibrátil
es su victoriosa debilidad.
Cuando la marea suba
huirán del avance de las aguas, la roca no.
Ella será la hermana severa
que increíblemente pasa la noche bajo el agua.
Mañana
volverá a emerger con la cabellera de rizadas algas
y el triste orgullo de no deberle nada a nadie.
Bien voluntarioso es el sol
en los arenales de Chicama.
Anuda, pues, las cuatro puntas del pañuelo sobre tu cabeza
y anda tras la lagartija inútil
entre esos árboles ya muertos por la sollama.
De delicadezas, la del sol la más cruel
que consume árboles y lagartijas respetando su cáscara.
Fija en tu memoria esa enseñanza del paisaje,
y esta otra:
de cuando acercaste al árbol reseco un fosforito trivial
y ardió demasiado súbito y desmedido
como si fuera de pólvora.
No te culpes, quien iba a calcular tamaño estropicio!
Y acepta: el fuego ya estaba allí,
tenso y contenido bajo la corteza,
esperando tu gesto trivial, tu mataperrada.
Recuerda, pues, ese repentino estrago (su intraducible belleza)
sin arrepentimientos
porque fuiste tú, pero tampoco.
Así
en todo.
Hagámosle caso a Simeón, oigamos
sus consejos, sus prédicas, sus advertencias
porque nos habla desde un sitio perfecto.
La sabiduría
consiste en encontrar el sitio desde el cual hablar.
Simeón nos habla desde lo alto de una columna
de piedra marmórea
que ha tallado
y plantado en medio del desierto.
No está, pues, ni en el cielo ni en la tierra.
Arriba, en el cielo,
vuelan los ángeles de ojos blancos
con sus pensamientos purísimos que
ninguna pasión humana agita
o enturbia.
Cuando Simeón baja la mirada a tierra
ve a los peregrinos
rodeando la base de su elevada columna, esperando
ansiosos
su palabra.
Observa tristemente
esos rostros demasiado afectados
por la inevitable vulgaridad de la vida terrestre, y luego
habla
y su palabra
es un fragor llameante que funde ángeles y rampantes.