Thomas, Dylan

Thomas, Dylan (1914-1953)

Poeta galés nacido en Swansea, en octubre de 1914.

Heredó de su padre, un profesor y frustrado poeta inglés, la capacidad intelectual y literaria.

Poco tiempo después de terminar estudios básicos se casó, y con el fin de sostener su familia, alternó la actividad literaria con trabajos diversos como actor, reportero, guionista y periodista radial.

Su primera colección poética “Dieciocho poemas”, data de 1934. Siguieron luego, “Veinticinco poemas” en 1936, y “Mapa de amor” en 1939. Después de la Segunda Guerra mundial se dio a conocer como brillante poeta y dramaturgo, mientras ocupaba una plaza en la BBC de Londres. A partir de 1950 realizó varias giras de recitales poéticos por los Estados Unidos. “Muertes y entradas” en 1946, “En el sueño campestre” en 1951 y “Bajo el bosque lácteo”, publicada después de

su muerte, constituyen la parte más importante de su obra.

Su vida licenciosa y dedicada al alcohol, lo condujo a la muerte, ocurrida en Nueva York, en noviembre de 1953.

Dylan Thomas

Antes que llamara y la carne me abriese…

Antes que llamara y la carne me abriese,
que mis líquidas manos golpearan en el vientre,
yo, que era entonces informe como el agua
que formaba el Jordán junto a mi casa
era hermano de la hija de Mnetha
y hermana del gusano que gestaba la vida.

Yo que era sordo ante la primavera y el verano,
que no sabía los nombres de la luna y el sol,
ya sentía el latido bajo la armadura de mi carne,
aunque existía sólo en forma de infusorio,
veía las plomizas estrellas, el martillo lluvioso
que mi padre balanceaba en su cúpula.

Conocía el mensaje del invierno,
los dardos del granizo y la nieve pueril
y el viento era mi hermana pretendiente;
en mí saltaba el viento, el rocío infernal;
y mis venas fluían con los climas de oriente;
antes que me engendraran supe el día y la noche.

Antes que me engendraran ya por cierto sufría;
el potro de tortura de los sueños
enroscaba mi osamenta de lirio
en una cifra viva,
la carne era cortada para cruzar los bordes
de las horcas en cruces sobre el hígado
y las zarzas de los cerebros estrujados.

Mi garganta conocía la sed antes de la estructura
de vena y piel alrededor del pozo
donde palabras y agua se entremezclan
sin pausa alguna, hasta pudrir la sangre,
mi corazón conocía el amor, mi vientre el hambre;
al gusano yo olía entre mis propias heces.

Después el tiempo envió a mi mortal criatura
a derivar o ahogarse en los océanos
habituados a la aventura de la sal
en las mareas que jamás tocan las orillas.
Yo que era rico, me hice más rico aún
sorbiendo poco a poco el vino de los días.

Nacido del espectro y la carne, no era espectro
ni hombre, sino espectro mortal.
Y luego me abatió la pluma de la muerte.
Fui mortal hasta el último suspiro prolongado
que llevó hacia mi padre
el mensaje de su agónico cristo.

Tú que te inclinas en la cruz y el altar
acuérdate de mí y apiádate de Aquel
que mi carne y mi sangre tomó por armadura
y llegó a traicionar el vientre de mi madre.

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell

Cuando de pronto los cerrojos del crepúsculo…

Cuando de pronto los cerrojos del crepúsculo
ya no encerraron el largo gusano de mi dedo
ni maldijeron al mar enroscado en mi puño,
la boca del tiempo sorbió como una esponja
el ácido lechoso en cada gozne
y se tragó los líquidos del pecho hasta secarlo.

Cuando el mar de galaxia fue sorbido
y liberado todo el lecho seco del mar,
envié a mi criatura para explorar el globo,
el mismo globo de pelos y osamenta
que cosido a mí mismo por mi mente y mis nervios,
mi frasco de materia ligara a su costilla.

Mis fusibles calcularon el tiempo para impulsar su corazón,
él estalló, hecho polvo, hacia la luz
y celebró con el sol un pequeño sabático,
pero cuando los astros asumiendo su forma
dibujaron las briznas del sueño en sus ojos,
ahogó dentro de un sueño las magias de su padre.

Todo surgió armado de la tumba
el cáncer pelirrojo, vivo aún,
los ojos velados de cataratas con sus turbios tejidos;
algunos muertos deshicieron sus quijadas tupidas,
y hubo bolsas de sangre que soltaron sus moscas;
él supo de memoria el sendero de cruces funerarias.

El sueño navega las mareas del tiempo;
el áspero sargazo de la tumba
entrega a sus muertos en este mar tan laborioso;
y el sueño mudo rueda por los lechos
donde las sombras comen el alimento de los peces
y a través de las flores, emergen hacia el cielo.

Cuando de pronto giraron las tuercas del crepúsculo,
y la leche materna fue dura como arena,
envié a mi propio embajador hacia la luz;
por truco o por azar él se durmió
y por arte de magia se armó de una osamenta
para robarme los fluidos en su corazón.

Despierta, mi durmiente, hacia el sol,
trabajador en la mañana pueblerina
y deja a este soñoliento en el sitio en que yace;
han caído los cercos de la luz,
sólo quedan en pie los jinetes más diestros,
y hay mundos que cuelgan de los árboles.

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell

De los suspiros algo nace…

De los suspiros algo nace
que no es la pena, porque la he abatido
antes de la agonía; el espíritu crece
olvida y llora:
algo nace, se prueba y sabe bueno,
todo no podía ser desilusión:
tiene que haber, Dios sea loado, una certeza,
si no de bien amar, al menos de no amar,
y esto es verdadero luego de la derrota permanente.

Después de esa lucha que los más débiles conocen.
hay algo más que muerte;
olvida los grandes sufrimientos o seca las heridas,
él sufrirá por mucho tiempo
porque no se arrepiente de abandonar una mujer que espera
por su soldado sucio con saliva de palabras
que derraman una sangre tan ácida.

Si eso bastase, bastaría para calmar el sufrimiento,
arrepentirse cuando se ha consumido
el gozo que en el sol me hizo feliz,
qué feliz fui mientras duró el gozar,
si bastara la vaguedad y las mentiras dulces fueran suficiente,
las frases huecas podrían soportar todo el sufrimiento
y curarme de males.

Si eso bastase: hueso, sangre y nervio,
la mente retorcida, el lomo claramente formado,
que busca a tientas la sustancia bajo el plato del perro,
el hombre debería curarse de su mal.
Pues todo lo que existe para dar yo lo ofrezco:
unas migas, un granero y un cabestro.

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell

Desde la primera fiebre del amor a su infortunio, desde el tierno segundo…

Desde la primera fiebre del amor a su infortunio, desde el tierno segundo
hasta el hueco minuto del vientre,
desde el primer atisbo hasta el tijeretazo umbilical
la edad del pecho y la época feliz del delantal cuando ninguna boca
se agitaba en torno al hambre suspendido,
y el mundo entero era uno solo, una nada ventosa,
bautizaron mi mundo en un fluir de leche.
Y la tierra y el cielo fueron un solo cerro al aire,
el sol y la luna derramaban una misma luz blanca.

Desde la primera huella del pie descalzo, desde la mano que se eleva
y la irrupción del pelo,
desde el primer secreto del corazón, el fantasma que advierte,
y hasta el primer asombro mudo ante la carne,
el sol fue rojo y la luna fue gris,
y la tierra y el cielo fueron cual dos montañas que se encuentran,

El cuerpo prosperó, los dientes en las encías meduladas,
los huesos que crecían, el murmullo del semen
dentro de la glándula santificada, la sangre bendijo al corazón,
y los cuatro vientos, que tanto tiempo soplaron al unísono
abrillantaron mis orejas con la luz del sonido,
llamaron en mis ojos con el sonido de la luz.
Y fue amarilla la multiplicación de las arenas,
cada grano dorado salpicaba la vida en su vecino,
verde era la casa cantarina.

La ciruela que mi madre arrancara maduró dulcemente,
el niño que dejara caer desde la oscuridad de su costado
hacia el regazo cavado de la luz, creció fuerte,
musculoso, enmarañado, atento a los gemidos del muslo
y a la voz que, como una voz de hambre,
arañaba en el sonido del viento y del sol.

Y desde el primer deterioro de la carne
yo aprendí el lenguaje del hombre para enroscar las formas del pensar
en el idioma pétreo del cerebro,
para llenar de sombras y tejer nuevamente la trama de palabras
dejada por los muertos que, en su césped sin luna,
no necesitan del calor de la palabra.
La raíz de las lenguas se termina en un cáncer exangüe,
no es más que un nombre que los gusanos hacen cruz.

Aprendí los verbos de la voluntad y supe mi secreto;
las claves de la noche golpearon en mi lengua;
donde antes había sólo una, hubo de pronto muchas mentes sonoras.

Un solo vientre, un solo espíritu vomitó la materia.
Un pecho amamantó al fruto de la fiebre,
aprendí la otra cara del cielo que divorcia,
el globo dos veces enmarcado que giraba;
un millón de cerebros alimentaron al retoño
que divide mis ojos;
la juventud, de veras se abrevió; las lágrimas de la primavera
se diluyeron en el verano y en las cien estaciones;
un sólo sol, un único maná, fue calor y alimento.

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell

Donde una vez las aguas de tu rostro…

Donde una vez las aguas de tu rostro
giraron impulsadas por mis hélices, sopla tu áspero fantasma,
los muertos alzan la mirada;
donde un día asomaron el pelo los tritones
a través de tu hielo, el viento áspero navega
por la sal, la raíz, las huevas de los peces.

Donde una vez tus verdes nudos hundieron su atadura
en el cordón de la marea, allí camina ahora
el vegetal destejedor,
con tijeras filosas, empuñando el cuchillo
para cortar los canales en su origen
y derribar los frutos empapados.

Invisibles, tus mareas medidoras del tiempo
irrumpen en las camas galantes de las algas;
el alga del amor se vuelve mustia;
allí en torno a tus piedras
sombras de niños van, que desde su vacío
lloran ante el mar colmado de delfines.

Secos como la tumba, tus coloreados párpados
no serán aherrojados mientras la magia se deslice
sabia sobre el cielo y la tierra;
habrá corales en tus lechos,
habrá serpientes en tus mareas,
hasta que mueran todos nuestros juramentos del mar.

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell

En mi oficio o mi arte sombrío…

En mi oficio o mi arte sombrío
ejercido en la noche silenciosa
cuando sólo la luna se enfurece
y los amantes yacen en el lecho
con todas sus tristezas en los brazos,
junto a la luz que canta yo trabajo
no por ambición ni por el pan
ni por ostentación ni por el tráfico de encantos
en escenarios de marfil,
sino por ese mínimo salario
de sus más escondidos corazones.

No para el hombre altivo
que se aparta de la luna colérica
escribo yo estas páginas de efímeras espumas,
ni para los muertos encumbrados
entre sus salmos y ruiseñores,
sino para los amantes, para sus brazos
que rodean las penas de los siglos,
que no pagan con salarios ni elogios
y no hacen caso alguno de mi oficio o mi arte.

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell

Este pan que yo parto fue alguna vez avena…

Este pan que yo parto fue alguna vez avena,
este vino en un árbol extranjero
se zambulló en su fruta;
durante el día el hombre y por la noche el viento
segaron las cosechas, rompieron el gozo de la uva.

Alguna vez, en este vino, la sangre del verano
golpeteaba en la carne que vestía la viña,
un día en este pan
la avena al viento era alegría,
el hombre rompió el sol, abatió el viento.

Esta carne que partes, esta sangre a la que dejas
sembrar desolación entre las venas
fueron avena y uva
nacieron de la raíz sensual y de la savia;
mi vino que te bebes, el pan que me arrebatas.

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell


Mi mundo es pirámide

Mitad del padre camarada
cuando imita al Adán que el mar sorbiera
en su casco vacío,
Mitad de la madre camarada
cuando salpica con su leche lasciva
la zambullida del mañana,
las sombras bifurcadas por el hueso del trueno
saltan hacia la sal que no ha nacido.

La mitad camarada era de hielo
cuando una primavera corrosiva
brotaba en la cosecha del glaciar.
la sombra y la simiente camarada
murmuraban el vaivén de la leche
encrespado en el pecho,
pues la mitad del amor era sembrada en el fantasma
estéril y perdido.

Las mitades dispersas se han vuelto camaradas
en un ente lisiado
la muleta que la médula golpea sobre el sueño
renguea en la calle del mar, entre la turba
de cabezas con lengua de marea y vejigas al fondo
y empala a los durmientes en la tumba salvaje
donde ríe el vampiro.

Las mitades zurcidas se partían huyendo
por el bosque de los cerdos salvajes y la baba en los árboles,
sorbiendo las tinieblas sobre el cianuro se abrazaban
y desataban víboras prendidas en su pelo;
las mitades que giran perforan como cuernos
al ángel arterial.

¿De qué color es la gloria? ¿La pluma de la muerte?
tiemblan esas mitades que taladran el ojo de la aguja en el aire
y a través del dedal horadan el espacio, manchado de pulgares.
El fantasma es un mudo que farfullaba entre la paja,
el fantasma que tramaba el saqueo en su vuelo
enceguece sus ojos rastreadores de nubes.

II
Mi mundo es pirámide. La sigilosa máscara
llora sobre el ocre desierto y el verano
agresivo de sal.
Con mi armadura egipcia fundiéndose en su sábana
araño la resina hasta un hueso estrellado
y un falso sol de sangre.

Mi mundo es un ciprés y un valle de Inglaterra
yo remiendo mi carne que retumbó en los patios
roja por la salva de Austria.
Oigo a través del tambor de los muertos, que mutilados jóvenes
mientras siembran sus vísceras desde un cerro de huesos
gritan Eloi a los cañones.

El cruce del Jordán arrasa mi sepulcro.
El casquete del Ártico y la hoya del sur
invaden mi jardín de casa muerta.
El que me busca lejos señalando en mi boca
las pajas de Asia me pierde cuando doblo
por el maíz atlántico.

Las mitades amigas, partidas mientras giran
en redes de mareas, se enredan a las valvas
y hacen crecer la barba del diablo no nacido,
sangran desde mi horquilla ardiente y huelen mis talones
las lenguas celestiales murmuran mientras yo me deslizo
atando la capucha de mi ángel.

¿Quién sopla la pluma de la muerte? ¿De qué gloria es el color?
en la vena yo soplo esta pluma lanuda
es el lomo la gloria en una laboriosa palidez.
Mi arcilla ignora el pecho y mi sal no ha nacido,
niño secreto, yo vago por el mar
en seco, sobre el muslo a medias derrotado.

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell


Nuestros sueños de Eunuco

I
Nuestros sueños de eunuco, sin semillas en la luz,
de luz y amor, los vaivenes del corazón,
castigan los miembros de sus hijos,
y amortajados su manto y su sábana,
acicalan a las novias oscuras, las viudas de la noche
presas entre sus brazos.

Las sombras de las niñas, con sudarios fragantes,
cuando se esconde el sol se apartan del gusano,
de los huesos del hombre, quebrados en sus lechos,
por nocturnas roldanas que vacían la tumba.

II
En ésta, nuestra época, el bandido y su hembra
fantasmas de una sola dimensión se aman sobre un carrete,
ajeno a la verdad de nuestros ojos,
y dicen engreídos sus naderías de media noche entre poses banales;
cuando paran las cámaras corren a su agujero
bajo el jardín del día.

Bailan entre nuestra calavera y sus linternas
imponen sus imágenes y echan fuera las noches;
miramos esa función de sombras que se besan o matan,
con fragancia de celuloide la mentira es amor.

III
¿Cuál es el mundo? ¿Cuál de nuestros dos modos de dormir
despertará cuando el bálsamo y su sarna
levanten esta tierra de ojos rojos?
Desatará las formas del día y sus aprestos,
los señores soleados, los ricachos galeses,
o impulsará a quienes se atavían en la noche.

La fotografía hizo sus bodas con el ojo,
y clavó en su pareja cáscaras fragmentarias de verdad;
el sueño ha sorbido desde su fe al durmiente
pues los amortajados se tornan médula en su vuelo.

IV
Este es el mundo: la engañosa semejanza
de nuestras trizas de materia que caen como harapos
desde los ademanes del amor y el rechazo;
el sueño que echa a los enterrados de su bolsa
venera a estos despojos tanto como a los vivos.
Este es el mundo. Tened fe.

Porque seremos como el gallo que grita
dispersando a los muertos; golpearán nuestras balas
la imagen de las planchas;
y dignos compañeros seremos de por vida,
y aquél que permanezca florecerá mientras ellos se aman,
gloria a nuestros errantes corazones.

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell

Plegaria

Vuelvo   la   esquina   de   la  plegaria   y  ardo
en   una   bendición del     repentino    sol
en   nombre    de   los   condenados
me     volvería   o     correría
a    la  escondida   tierra
pero   el  sonoro  sol
purifica
el cielo
Alguien
me encuentra
Oh     dejadlo
que me abrase y me ahogue
dentro    de   su   herida    terrena
Su     relámpago   contesta    mi   llanto
mi      voz     arde     en      su     mano
ahora estoy perdido en Aquel que enceguece
y   al  fin  de  la  plegaria  se  oye  el clamor del  sol

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell

Quién eres tú

Quien
eres      tú
tú    que    naces
en  el  cuarto vecino
tan  patente   en  mi cuarto
que   alcanzo   a   oír   el   vientre
cuando se abre y la sombra que avanza
sobre  el   fantasma  y  el   hijo   que  desciende
tras  la  pared  delgada  como  un hueso de  jilguero
en el cuarto  sangrante del  nacimiento  oculto
para  el incendio  y el  girar  del  tiempo
la   huella   del   corazón    humano
no   venera    el    bautismo
sino  la  sola  sombra
cuando bendice
a la salvaje
criatura

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell

Si me hiciera cosquillas el roce del amor…

Si me hiciera cosquillas el roce del amor
si una niña tramposa me robara a su lado
y horadase sus pajas rompiendo mi vendado corazón,
si ese rojo escozor pudiera dar a luz
la risa en mis pulmones como pare el ganado,
no temería yo a la manzana ni al diluvio
ni a la sangre maligna de la primavera.

¿Qué será, macho o hembra? se preguntan las células
y como un fuego arrojan desde la carne la ciruela.
Si me hiciera cosquillas la cabellera incubadora,
el hueso alado que crece en los talones,
la comezón del hombre sobre el muslo del niño,
no temería al hacha ni a las horcas
ni a la varas cruzadas de la guerra.

¿Qué será, macho o hembra? se preguntan los dedos
que llenan las paredes de niñas inmaduras
con sus hombres dibujados a tiza.
Si me hiciera cosquillas la avidez del granuja
que insufla su calor al nervio en carne viva
no temería al diablo sobre el lomo
ni a la tumba veraz.

Si me hiciera cosquillas el roce de los amantes
que no borra ni las patas de gallo ni la risa sin dientes
sobre magras quijadas en la vejez enferma,
el tiempo y las ladillas y el burdel de amoríos
me dejaría frío como manteca para moscas,
las espumas del mar bien podrían ahogarme
cuando rompen y mueren al pie de los amantes.

La mitad de este mundo es del demonio, la otra mitad es mía,
bobo por esa droga fumada en una niña
y enredado en el brote que bifurca su ojo.
La tibia del anciano y mi hueso tienen la misma médula
y todos los arenques huelen dentro del mar,
yo me siento y contemplo bajo mi uña al gusano
que corroe lo vivo.

Y éste es el roce, único roce que hormiguea.
El mono contrahecho que se hamaca a lo largo de su sexo
desde las húmedas tinieblas del amor y el tirón de la nodriza
no puede hacer surgir la medianoche de una risa entre dientes,
ni del momento en que encuentra una belleza entre los pechos
de la amante, la madre, los amantes o toda su estatura
en la punzante oscuridad.

¿Y qué es el roce? ¿La pluma de la muerte sobre el nervio?
¿es tu boca, amor mío? ¿El abrojo en el beso?
¿Mi payaso de Cristo nacido sobre el árbol entre espinas?
Las palabras de la muerte son más secas aún que su mismo cadáver
y mis heridas llenas de palabras tienen las huellas de tu pelo.
Me haría cosquillas el roce del amor, pues bien:
hombre, sé mi metáfora.

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell

Un cambio en los climas del corazón…

Un cambio en los climas del corazón
vuelve seco lo húmedo, la bala de oro estalla
sobre la tumba helada.
Un clima en la comarca de las venas
cambia la noche en día; la sangre entre sus soles
ilumina al viviente gusano.

Un cambio en el ojo advierte a tiempo
la ceguera hasta el hueso; y el útero incorpora
una muerte mientras surge la vida.

Una sombra en el clima del ojo
es a medias su luz; el mar sondeado irrumpe
sobre una tierra sin arpones.
La semilla que del lomo hace una selva
divide en dos su fruto; y la mitad se escurre
lenta en un viento dormido.

Un clima en la carne y el hueso
es seca y húmeda; el viviente y el muerto
se mueven como espectros ante el ojo.

Un cambio en el clima del mundo
vuelve espectro al espectro; y cada niño dentro su madre
se repliega en su doble de sombra.
Un cambio echa la luna dentro del sol,
tira de las ajadas cortinas de la piel;
y el corazón entrega a sus muertos.

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell

Veo a los muchachos del verano en su ruina…

I
Veo a los muchachos del verano en su ruina
convertir en eriales los dorados rastrojos,
desdeñar las cosechas y congelar los suelos;
y allí, en su ardor, el invernal diluvio
de amores escarchados, persiguen a las niñas,
y echan en sus mareas los sacos de manzanas.

Los muchachos de luz en su locura, coagulan lo que tocan,
agrian la miel hirviente;
hurguetean los muñecos de escarcha en las colmenas;
allí en el sol, frígidas hebras
de oscuridad y duda, ellos nutren sus nervios
y el signo de la luna, nada es en sus vacíos.

Veo a los muchachos del verano en el vientre materno
rasgar hacia la luz la atmósfera del útero,
dividir noche y día con pulgares de duende;
allí, desde lo hondo, con sombras seccionadas
de sol y luna ellos pintan sus dársenas
mientras les pinta el sol los cascos de la frente.

Sé que de estos muchachos han de surgir hombres de nada
hechos por la transformación de las semillas,
o han de lisiar el aire saltando de sus llamas,
desde sus corazones, cuando el pulso candente
del amor y la luz estalle en sus gargantas.
Oh, ved el pulso del verano en el hielo.

II
Pero las estaciones deben ser desafiadas o se tambalearán
en algún cuarto de hora repicante
donde, como una puntual muerte hacemos tintinear las estrellas;
esa noche en que el invierno soñoliento
les tira de la negra lengua a las campanas
y no se atreven a chistar siquiera
los vientos de la luna y de la medianoche.

Somos los oscuros negadores, exorcicemos a la muerte
en la mujer colmada de verano,
arrojemos la vida musculosa de los amantes que se crispan,
y de los muertos limpios que hace fluir el mar
echemos al gusano de ojos brillantes en la linterna de Davy,
y del vientre preñado quitemos el muñeco de paja.

Nosotros, muchachos del verano en esta red de cuatro vientos,
verdes por el hierro de las algas,
levantemos al bullicioso mar y arrojemos sus pájaros,
alcemos la bola del mundo llena de olas y espuma
para ahogar los desiertos con sus mareas
y trenzar los jardines del condado.

En primavera ornamentamos nuestra frente.
Vivan las bayas y la sangre,
y crucificamos a los alegres señores en los árboles;
Aquí el húmedo músculo del amor se aja y muere,
aquí estalla un beso en una cantera sin amor,
Oh ved en los muchachos los polos de la promesa.

III
Yo os veo, muchachos del verano, en vuestra ruina.
El hombre en el desierto de su larva.
Y los muchachos son plenos y ajenos en la bolsa.
Soy el hombre que vuestro padre fue.
Somos hijos del pedernal y de la brea.
Oh, ved cómo se besan los polos que se cruzan.

Versión de Elizabeth Azcona Cranwell



Y la muerte perderá su dominio…

Y la muerte perderá su dominio.
Los muertos desnudos serán un solo muerto.
Con el hombre en el viento y la Luna de occidente;
cuando se descarnen los huesos y desaparezcan los huesos.
Donde hubo codos y pies aparecerán estrellas.
Y aunque se sumerjan en profundas aguas tendrán que resurgir.
Y aunque los amantes se extravíen perdurará el amor.
Y la muerte perderá su dominio.

Y la muerte perderá su dominio.
Bajo los remolinos del mar
aquellos que yazgan largamente no morirán en la tempestad
retorciéndose en el tormento, cuando cedan los tendones
atados a una rueda no podrán destrozarse;
entre sus manos la fe se romperá en dos
y el Unicornio del mal los atravesará.
Y hendidos por todas partes no se desmembrarán.
Y la muerte perderá su dominio.

Y la muerte perderá su dominio.
Nunca más las gaviotas gritarán en sus oídos
o se romperán las olas tumultuosamente en la ribera;
allí donde se abrió una flor nunca más otra flor
ofrecerá su cabeza a los golpes de la lluvia.
Y aún locas o muertas como clavos
atravesarán la margaritas con sus cabezas de señoras;
irrumpiendo sobre el Sol hasta que el Sol se desprenda.
Y la muerte perderá su dominio.

Versión de Waldo Rojas