Rodríguez, Claudio

Rodríguez, Claudio

Poeta español nacido en Zamora en 1934.

Licenciado en Filología Romántica por la Universidad de Madrid, fue lector de español en las Universidades

de Nottingham y Cambridge entre 1958 y 1964. Esta circunstancia le permitió conocer a los románticos ingleses

y a Dylan Thomas quien fue fundamental en su formación como poeta.

Antes de cumplir los veinte años, en 1953, obtuvo el premio «Adonais», al que siguieron luego el premio

«Nacional de la Crítica», el «Nacional de Literatura» el de «Letras de Castilla y León», el «Premio Nacional de Poesía»,

el «Príncipe Asturias de las Letras», y el «Reina Sofía Iberoamericana».

En 1987 fue elegido miembro de número de la Real Academia Española de la Lengua para ocupar el sillón I,

sustituyendo a Gerardo Diego. Fue nombrado Hijo Predilecto de la Ciudad de Zamora en 1989, y en 1999, falleció

en Madrid cuando se encontraba trabajando en su último libro de poemas.

Adiós

Cualquier cosa valiera por mi vida
esta tarde. Cualquier cosa pequeña
si alguna hay. Martirio me es el ruido
sereno, sin escrúpulos, sin vuelta
de tu zapato bajo. ¿Qué victorias
busca el que ama? ¿Por qué son tan derechas
estas calles? Ni miro atrás ni puedo
perderte ya de vista. Esta es la tierra
del escarmiento: hasta los amigos
dan mala información. Mi boca besa
lo que muere, y lo acepta. Y la piel misma
del labio es la del viento. Adiós. Es útil
norma este suceso, dicen. Queda
tú con las cosas nuestras, tú, que puedes,
que yo me iré donde la noche quiera.

Ahí mismo

Te he conocido por la luz de ahora,
tan silenciosa y limpia,
al entrar en tu cuerpo, en su secreto,
en la caverna que es altar y arcilla,
y erosión.
Me modela la niebla redentora, el humo ciego
ahí, donde nada oscurece.
Qué trasparencia ahí dentro,
luz de abril,
en este cáliz que es cal y granito,
mármol, sílice yagua. Ahí, en el sexo,
donde la arena niña, tan desnuda,
donde las grietas, donde los estratos,
el relieve calcáreo,
los labios crudos, tan arrasadores
como el cierzo, que antes era brisa,
ahí, en el pulso seco, en la celda del sueño,
en la hoja trémula
iluminada y traspasada a fondo
por la pureza de la amanecida.
Donde se besa a oscuras,
a ciegas, como besan los niños,
bajo la honda ternura de esta bóveda,
de esta caverna abierta al resplandor
donde te doy mi vida.
Ahí mismo: en la oscura
inocencia.

Ajeno

Largo se le hace el día a quien no ama
y él lo sabe. Y él oye ese tañido
corto y curo del cuerpo, su cascada
canción, siempre sonando a lejanía.
Cierra su puerta y queda bien cerrada;
sale y, por un momento, sus rodillas
se le van hacia el suelo. Pero el alba,
con peligrosa generosidad,
le refresca y le yergue. Está muy clara
su calle, y la pasea con pie oscuro,
y cojea en seguida porque anda
sólo con su fatiga. Y dice aire:
palabras muertas con su boca viva.
Prisionero por no querer, abraza
su propia soledad. Y está seguro,
más seguro que nadie porque nada
poseerá; y él bien sabe que nunca
vivirá aquí, en la tierra. A quien no ama,
¿cómo podemos conocer o cómo
perdonar? Día largo y aún más larga
la noche. Mentirá al sacar la llave.
Entrará. Y nunca habitará su casa.

Al fuego del hogar

Aún no pongáis las manos junto al fuego.
Refresca ya, y las mías
están solas; que se me queden frías.
Entonces qué rescoldo, qué alto leño,
cuánto humo subirá, como si el sueño,
toda la vida se prendiera. ¡Rama
que no dura, sarmiento que un instante
es un pajar y se consume, nunca,
nunca arderá bastante
la lumbre, aunque se haga con estrellas!
Este al menos es fuego
de cepa y me calienta todo el día.

Manos queridas, manos que ahora llego
casi a tocar, aquella, la más mía,
¡pensar que es pronto y el hogar crepita,
y está ya al rojo vivo,
y es fragua eterna, y funde, y resucita
aquel tizón, aquel del que recibo
todo el calor ahora,
el de la infancia! Igual que el aire en torno
de la llama también es llama, en torno
de aquellas ascuas humo fui. La hora
del refranero blanco, de la vieja
cuenta, del gran jornal siempre seguro.
¡Decidme que no es tarde! Afuera deja
su ventisca el invierno y está oscuro.
Hoy o ya nunca más. Lo sé. Creía
poder estar aún con vosotros, pero
vedme, frías las manos todavía
esta noche de enero
junto al hogar de siempre. Cuánto humo
sube.  Cuánto calor habré perdido.
Dejadme ver en lo que se convierte,
olerlo al menos, ver dónde ha llegado
antes de que despierte,
antes de que el hogar esté apagado.

Canto del caminar

…ou le Pays des Vignes?
Rimbaud

Nunca había sabido que mi paso
era distinto sobre tierra roja,
que sonaba más puramente seco
lo mismo que si no llevase un hombre,
de pie, en su dimensión. Por ese ruido
quizá algunos linderos me recuerden.
Por otra cosa no. Cambian las nubes
de forma y se adelantan a su cambio
deslumbrándose en él, como el arroyo
dentro de su fluir; los manantiales
contienen hacia fuera su silencio.
¿Dónde estabas sin mí, bebida mía?
Hasta la hoz pregunta más que siega.
Hasta el grajo maldice más que chilla.
Un concierto de espiga contra espiga
viene con el levante del sol. ¡Cuánto
hueco para morir! ¡Cuánto azul vívido,
cuánto amarillo de era para el roce!
Ni aun hallando sabré: me han trasladado
la visión, piedra a piedra, como a un templo.
¡Qué hora: lanzar el cuerpo hacia lo alto!
Riego activo por dentro y por encima
transparente quietud, en bloques, hecha
con delgadez de música distante
muy en alma subida y sola al raso.
Ya este vuelo del ver es amor tuyo.
Y ya nosotros no ignoramos que una
brizna logra también eternizarse
y espera el sitio, espera el viento, espera
retener todo el pasto en su obra humilde.
Y cómo sufre cualquier luz y cómo
sufre en la claridad de la protesta.
Desde siempre me oyes cuando, libre
con el creciente día, me retiro
al oscuro henchimiento, a mi faena,
como el cardal ante la lluvia al áspero
zumo viscoso de su flor; y es porque
tiene que ser así: yo soy un surco
más, no un camino que desabre el tiempo.
Quiere que sea así quien me aró. -¡Reja
profunda!- Soy culpable. Me lo gritan.
Como un heñir de pan sus voces pasan
al latido, a la sangre, a mi locura
de recordar, de aumentar miedos, a esta
locura de llevar mi canto a cuestas,
gavilla más, gavilla de qué parva.
Que os salven, no. Mirad: la lavandera
de río, que no lava la mañana
por no secarla entre sus manos, porque
la secaría como a ropa blanca,
se salva a su manera. Y los otoños
también. Y cada ser. Y el mar que rige
sobre el páramo. Oh, no sólo el viento
del Norte es como un mar, sino que el chopo
tiembla como las jarcias de un navío.
Ni el redil fabuloso de las tardes
me invade así. Tu amor, a tu amor temo,
nave central de mi dolor, y campo.
Pero ahora estoy lejos, tan lejano
que nadie lloraría si muriese.
Comienzo a comprobar que nuestro reino
tampoco es de este mundo. ¿ Qué montañas
me elevarían? ¿Qué oración me sirve?
Pueblos hay que conocen las estrellas,
acostumbrados a los frutos, casi
tallados a la imagen de sus hombres
que saben de semillas por el tacto.
En ellos, qué ciudad. Urden mil danzas
en torno mío insectos y me llenan
de rumores de establo, ya asumidos
como la hez de un fermentado vino.
Sigo. Pasan los días, luminosos
a ras de tierra, y sobre las colinas
ciegos de altura insoportable, y bellos
igual que un estertor de alondra nueva.
Sigo. Seguir es mi única esperanza.
Seguir oyendo el ruido de mis pasos
con la fruición de un pobre lazarillo.
Pero ahora eres tú y estás en todo.
Si yo muriese harías de mí un surco,
un surco inalterable: ni pedrisca,
ni ese luto del ángel, nieve, ni ese
cierzo con tantos fuegos clandestinos
cambiarían su línea, que interpreta
la estación claramente. ¿ y qué lugares
más sobrios que estos para ir esperando?
¡Es Castilla, sufridlo! En otros tiempos,
cuando se me nombraba como a hijo,
no podía pensar que la de ella
fuera la única voz que me quedase,
la única intimidad bien sosegada
que dejara en mis ojos fe de cepa.
De cepa madre. Y tú, corazón, uva
roja, la más ebria, la que menos
vendimiaron los hombres, ¿cómo ibas
a saber que no estabas en racimo,
que no te sostenía tallo alguno?

-He hablado así tempranamente, ¿y debo
prevenirme del sol del entusiasmo?
Una luz que en el aire es aire apenas
viene desde el crepúsculo y separa
la intensa sombra de los arces blancos
antes de separar dos claridades:
la del día total y la nublada
de luna, confundidas un instante
dentro de un rayo último difuso.
Qué importa marzo coronando almendros.
Y la noche qué importa si aún estamos
buscando un resplandor definitivo.
Oh, la noche que lanza sus estrellas
desde almenas celestes. Ya no hay nada:
cielo y tierra sin más. ¡Seguro blanco,
seguro blanco ofrece el pecho mío!
Oh, la estrella de oculta amanecida
traspasándome al fin, ya más cercana.
Que cuando caiga muera o no, que importa.
Qué importa si ahora estoy en el camino.

Clávame con tus ojos esa nube…

Clávame con tus ojos esa nube
y esta esperanza de hombre que me queda.
¿Por dónde yo si estaba en la alameda
de tus ojos mintiendo cuando estuve?

Disciplina de todo lo que sube.
De lo que mira y ve, mientras se enreda
su triste agilidad, como en la rueda
de tus campos del cielo que no anduve.

Y es por seguir cegueras sin mancilla
por lo que tanta bruma nos separa
y hace del resplandor su maravilla,

su clavel mudo. ¡Y qué ajenos al daño
después, cuando tus ojos son la clara
locura de no verme siempre extraño!

Como si nunca hubiera sido mía…

Como si nunca hubiera sido mía,
dad al aire mi voz y que en el aire
sea de todos y la sepan todos
igual que una mañana o una tarde.
Ni a la rama tan sólo abril acude
ni el agua espera sólo el estiaje.
¿Quién podrá decir que es suyo el viento,
suya la luz, el canto de las aves
en el que esplende la estación, más cuando
llega la noche y en los chopos arde
tan peligrosamente retenida?
¡Que todo acabe aquí, que todo acabe
de una vez para siempre! La flor vive
tan bella porque vive poco tiempo
y, sin embargo, cómo se da, unánime,
dejando de ser flor y convirtiéndose
en ímpetu de entrega.  Invierno, aunque
no esté detrás la primavera, saca
fuera de mí lo mío y hazme parte,
inútil polen que se pierde en tierra
pero ha sido de todos y de nadie.
Sobre el abierto páramo, el relente
es pinar en el pino, aire en el aire,
relente sólo para mí sequía.
Sobre la voz que va excavando un cauce
qué sacrilegio éste del cuerpo, éste
de no poder ser hostia para darse.

Cómo veo los árboles ahora…

Cómo veo los árboles ahora.
No con hojas caedizas, no con ramas
sujetas a la voz del crecimiento.
Y hasta a la brisa que los quema a ráfagas
no la siento como algo de la tierra
ni del cielo tampoco, sino falta
de ese color de vida con destino.

Y a los campos, al mar, a las montañas,
muy por encima de su clara forma
los veo. ¿Qué me han hecho en la mirada?
¿Es que voy a morir? Decidme, ¿cómo
veis a los hombres, a sus obra, almas
inmortales? Sí, ebrio estoy sin duda.
La mañana no es tal, es una amplia
llanura sin combate, casi eterna,
casi desconocida porque en cada
lugar donde antes era sombra el tiempo,
ahora la luz espera ser creada.

No sólo el aire deja más su aliento:
no posee ni cántico ni nada;
se lo dan, y él empieza a rodearle
con fugaz esplendor de ritmo de ala
e intenta hacer un hueco suficiente
para no seguir fuera. No, no sólo
seguir fuera quizá, sino a distancia.
Pues bien: el aire de hoy tiene su cántico.
¡Si lo oyeseis! Y el sol, el fuego, el agua,
cómo dan posesión a estos mis ojos.
¿Es que voy a vivir? ¿Tan pronto acaba
la ebriedad? Ay, y cómo veo ahora
los árboles, qué pocos días faltan…

Don de la ebriedad

Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Así amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de sus sombras.

Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda
los contiene en su amor? ¡si ya nos llega
y es pronto aún, ya llega a la redonda
a la manera de los vuelos tuyos
y se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay tan claro como sus impulsos!

Oh, claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.
Como yo, como todo lo que espera.
Si tú la luz te la has llevado toda,
¿cómo voy a esperar nada del alba?

Y, sin embargo -esto es un don-, mi boca
espera, y mi alma espera, y tú me esperas,
ebria persecución, claridad sola
mortal como el abrazo de las hoces,
pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.

El baile de Águedas

Veo que no queréis bailar conmigo
y hacéis muy bien. ¡Si hasta ahora
no hice más que pisaros, si hasta ahora
no moví al aire vuestro estos pies cojos!
Tú siempre tan bailón, corazón mío.
¡Métete en fiesta; pronto,
antes de que te quedes sin pareja!
¡Hoy no hay escuela! ¡Al río,
a lavarse primero,
que hay que estar limpios cuando llegue la hora!
Ya están ahí, ya vienen
por el raíl con sol de la esperanza
hombres de todo el mundo! Ya se ponen
a dar fe de su empleo de alegría
¿Quién no esperó la fiesta?
¿Quién los días del año
no los pasó guardando bien la ropa
para el día de hoy? Y ya ha llegado.
Cuánto manteo, cuánta media blanca,
cuánto refajo de lanilla, cuánto
corto calzón. ¡Bien a lo vivo, como
esa moza se pone su pañuelo,
poned el alma así, bien a lo vivo!
Echo de menos ahora
aquellos tiempos en los que a sus fiestas
se unía el hombre como el suero al queso.
Entonces sí que daban
su vida al sol, su aliento al aire, entonces
sí que eran encarnados en la tierra.
Para qué recordar. Estoy en medio
de la fiesta y ya casi
cuaja la noche pronta de febrero.
y aún sin bailar: yo solo.
¡Venid, bailad conmigo, que ya puedo
arrimar la cintura bien, que puedo
mover los pasos a vuestro aire hermoso!
¡Águedas, aguedicas,
decidles que me dejen
bailar con ellos, que yo soy del pueblo,
soy un vecino más, decid a todos
que he esperado este día
toda la vida! Oídlo.
Óyeme tú, que ahora
pasas al lado mío y un momento,
sin darte cuenta, miras a lo alto
y a tu corazón baja
el baile eterno de Águedas del mundo,
óyeme tú, que sabes
que se acaba la fiesta y no la puedes
guardar en casa como un limpio apero,
y se te va, y ya nunca…
tú, que pisas la tierra
y aprietas tu pareja, y bailas, bailas.

“Conjuros” 1958

Espuma

Miro la espuma, su delicadeza
que es tan distinta a la de la ceniza.
Como quien mira una sonrisa, aquella
por la que da su vida y le es fatiga
y amparo, miro ahora la modesta
espuma. Es el momento bronco y bello
del uso, el roce, el acto de la entrega
creándola. El dolor encarcelado
del mar, se salva en fibra tan ligera;
bajo la quilla, frente al dique, donde
existe amor surcado, como en tierra
la flor, nace la espuma. y es en ella
donde rompe la muerte, en su madeja
donde el mar cobra ser, como en la cima
de su pasión el hombre es hombre, fuera
de otros negocios: en su leche viva.
A este pretil, brocal de la materia
que es manantial, no desembocadura,
me asomo ahora, cuando la marea
sube, y allí naufrago, allí me ahogo
muy silenciosamente, con entera
aceptación, ileso, renovado
en las espumas imperecederas.

“Alianza y condena” 1965

Esta iluminación de la materia…

Esta iluminación de la materia,
con su costumbre y con su armonía,
con el sol madurador,
con el toque sin calma de mi pulso,
cuando el aire entra a fondo
en la ansiedad del tacto de mis manos
que tocan sin recelo,
con la alegría del conocimiento,
esta pared sin grietas,
y la puerta maligna, rezumando,
nunca cerrada,
cuando se va la juventud, y con ella la luz,
salvan mi deuda.

Gestos

Una mirada, un gesto,
cambiarán nuestra raza. Cuando actúa mi mano,
tan sin entendimiento y sin gobierno,
pero con errabunda resonancia,
y sondea, buscando
calor y compañía en este espacio
en donde tantas otras
han vibrado, ¿qué quiere
decir? Cuántos y cuántos gestos como
un sueño mañanero,
pasaron. Como esa
casera mueca de las figurillas
de la baraja: aunque
dejando herida o beso, sólo azar entrañable.

Más luminoso aún que la palabra,
nuestro ademán, como ella
roído por el tiempo, viejo como la orilla
del río, ¿qué
significa?
¿Por qué desplaza el mismo aire el gesto
de la entrega o del robo,
el que cierra una puerta o el que la abre,
el que da luz o apaga?
¿Por qué es el mismo el giro del brazo cuando siembra
que cuando siega,
el de amor que el de asesinato?

Nosotros, tan gesteros pero tan poco alegres,
raza que sólo supo
tejer banderas, raza de desfiles,
de fantasías y de dinastías,
hagamos otras señas.
No he de leer en cada palma, en cada
movimiento, como antes. No puedo ahora frenar
la rotación inmensa del abrazo
para medir su órbita
y recorrer su emocionada curva.

No, no son tiempos
de mirar con nostalgia
esa estela infinita del paso de los hombres.
Hay mucho que olvidar
y más aún que esperar. Tan silencioso
como el vuelo del búho, un gesto claro,
de sencillo bautizo,
dirá, en un aire nuevo,
su nueva significación, su nuevo
uso. Yo solo, si es posible,
pido, cuando me llegue la hora mala,
la hora de echar de menos tantos gestos queridos,
tener fuerza, encontrarlos
como quien halla un fósil
(acaso una quijada aún con el beso trémulo)
de una raza extinguida.

Hilando

Tanta serenidad es ya dolor.
Junto a la luz del aire
la camisa ya es música, y está recién lavada,
aclarada,
bien ceñida al escorzo
risueño y torneado de la espalda,
con su feraz cosecha,
con el amanecer nunca tardío
de la ropa y la obra. Este es el campo
del milagro: helo aquí,
en el alba del brazo,
en el destello de estas manos, tan acariciadoras
devanando la lana:
el hilo y el ovillo,
y la nuca sin miedo, cantando su viveza
y el pelo muy castaño
tan bien trenzado,
con su moño y su cinta;
y la falda segura; sin pliegues, color jugo de acacia.
Con la velocidad del cielo ido,
con el taller, con
el ritmo de las mareas de las calles,
está aquí, sin mentira,
con un amor tan mudo y con retorno,
con su celebración y con su servidumbre.


La contemplación viva

I
Estos ojos seguros,
ojos nunca traidores,
esta mirada provechosa que hace
pura la vida, aquí en febrero
con misteriosa cercanía. Pasa
esta mujer, y se me encara, y yo tengo el secreto,
no el placer, de su vida,
a través de la más
arriesgada y entera
aventura: la contemplación viva.
Y veo su mirada
que transfigura; y no sé, no sabe ella,
y la ignorancia es nuestro apetito.
Bien veo que es morena,
baja, floja de carnes,
pero ahora no da tiempo
a fijar el color, la dimensión,
ni siquiera la edad de la mirada,
mas sí la intensidad de este momento.
Y la fertilidad de lo que huye
y lo que me destruye:
este pasar, este mirar
en esta calle de Ávila con luz de mediodía
entre gris y cobriza,
hace crecer mi libertad, mi rebeldía,
mi gratitud.

II
Hay quien toca el mantel, mas no la mesa;
el vaso, mas no el agua.
Quien pisa muchas tierras,
nunca la suya.
Pero ante esta mirada que ha pasado
y que me ha herido bien con su limpia quietud,
con tanta sencillez emocionada
que me deja y me da
alegría y asombro,
y, sobre todo, realidad,
quedo vencido. y veo, veo, y sé
lo que se espera, que es lo que se sueña.

Lástima de saber en estos ojos
tan pasajeros, en vez de en los labios,
Porque los labios roban
y los ojos imploran.

Se fue.

Cuando todo se vaya, cuando yo me haya ido
quedará esta mirada
que pidió, y dio, sin tiempo.

Nuevo día

Después de tantos días sin camino y sin casa
y sin dolor siquiera y las campanas solas
y el viento oscuro como el del recuerdo
llega el de hoy.

Cuando ayer el aliento era misterio
y la mirada seca, sin resina,
buscaba un resplandor definitivo,
llega tan delicada y tan sencilla,
tan serena de nueva levadura
esta mañana…

Es la sorpresa de la claridad,
la inocencia de la contemplación,
el secreto que abre con moldura y asombro
la primera nevada y la primera lluvia
lavando el avellano y el olivo
ya muy cerca del mar.

Invisible quietud. Brisa oreando
la melodía que ya no esperaba.
Es la iluminación de la alegría
con el silencio que no tiene tiempo.
Grave placer el de la soledad.
Y no mires el mar porque todo lo sabe
cuando llega la hora
adonde nunca llega el pensamiento
pero sí el mar del alma,
pero sí este momento del aire entre mis manos,
de esta paz que me espera
cuando llega la hora
-dos horas antes de la media noche-
del tercer oleaje, que es el mío.

Salvación del peligro

Esta iluminación de la materia,
con su costumbre y con su armonía,
con sol madurador,
con el toque sin calma de mi pulso,
cuando el aire entra a fondo
en la ansiedad del tacto de mis manos
que tocan sin recelo,
con la alegría del conocimiento,
esta pared sin grietas,
y la puerta maligna, rezumando,
nunca cerrada,
cuando se va la juventud, y con ella la luz,
salvan mi deuda.

Salva mi amor este metal fundido,
este lino que siempre se devana
con agua miel,
y el cerro con palomas,
y la felicidad del cielo,
y la delicadeza de esta lluvia,
y la música del
cauce arenoso del arroyo seco,
y el tomillo rastrero en tierra ocre,
la sombra de la roca a mediodía,
la escayola, el cemento,
el zinc, el níquel,
la calidad del hierro, convertido, afinado
en acero,
los pliegues de la astucia, las avispas del odio,
los peldaños de la desconfianza,
y tu pelo tan dulce,
tu tobillo tan fino y tan bravío,
y el frunce del vestido,
y tu carne cobarde…
Peligrosa la huella, la promesa
entre el ofrecimiento de las cosas
y el de la vida.

Miserable el momento si no es canto.

Sin adiós

Qué distinto el amor es junto al mar
que en mi tierra nativa, cautiva, a la que siempre
cantaré,
a la orilla del temple de sus ríos,
con su inocencia y su clarividencia,
con esa compañía que estremece,
viendo caer la verdadera lágrima
del cielo
cuando la noche es larga
y el alba es clara.

Nunca sé por qué siento
compañero a mi cuerpo, que es augurio y refugio.
Y ahora, frente al mar,
qué urdimbre la del trigo,
la del oleaje,
qué hilatura, qué plena cosecha
encajan, sueldan, curvan
mi amor.

El movimiento curvo de las olas,
por la mañana ,
tan distinto al nocturno,
tan semejante al de los sembrados,
se va entrando en
el rumor misterioso de tu cuerpo,
hoy que hay mareas vivas
y el amor está gris perla, casi mate,
como el color del álamo en octubre.

El soñar es sencillo, pero no el contemplar.
Y ahora, al amanecer, cuando conviene
saber y obrar,
cómo suena contigo esta desnuda costa.

Cuando el amor y el mar
son una sola marejada, sin que el viento nordeste
pueda romper este recogimiento,
esta semilla sobrecogedora,
esta tierra, este agua
aquí, en el puerto,
donde ya no hay adiós, sino ancla pura.

Sin leyes

Ya cantan los gallos,
amor mío. Vete:
cata que amanece.
Anónimo

En esta cama donde el sueño es llanto,
no de reposo, sino de jornada,
nos ha llegado la alta noche. ¿El cuerpo
es la pregunta o la respuesta a tanta
dicha insegura? Tos pequeña y seca,
pulso que viene fresco ya y apaga
la vieja ceremonia de la carne
mientras no quedan gestos ni palabras
para volver a interpretar la escena
como noveles. Te amo. Es la hora mala
de la cruel cortesía. Tan presente
te tengo siempre que mi cuerpo acaba
en tu cuerpo moreno por el que una
una vez mas me pierdo, por el que mañana
me perderé. Como una guerra sin
héroes, como una paz sin alianzas,
ha pasado la noche. Y yo te amo.
Busco despojos, busco una medalla
rota, un trofeo vivo de este tiempo
que nos quieren robar. Estás cansada
y yo te amo. Es la hora. ¿Nuestra carne
será la recompensa, la metralla
que justifique tanta lucha pura
sin vencedores ni vencidos? Calla,
que yo te amo. Es la hora. Entra y un trémulo
albor. Nunca la luz fue tan temprana.

II
( Sigue marzo )

Para Clara Miranda

Todo es nuevo quizá para nosotros.
El sol claro-luciente, el sol de puesta,
muere; el que sale es más brillante y alto
cada vez, es distinto, es otra nueva
forma de luz, de creación sentida.
Así cada mañana es la primera.
Para que la vivamos tú y yo solos,
nada es igual ni se repite. Aquella
curva, de almendros florecidos suave,
¿tenía flor ayer? El ave aquella,
¿no vuela acaso en más abiertos círculos?
Después de haber nevado el cielo encuentra
resplandores que antes eran nubes.
Todo es nuevo quizá. Si no lo fuera,
Si en medio de esta hora las imágenes
cobraran vida en otras, y con ellas
los recuerdos de un día ya pasado
volvieran ocultando el de hoy, volvieran
aclarándolo, sí, pero ocultando
su claridad naciente, ¿qué sorpresa
le daría a mi ser, qué devaneo,
qué nueva luz o qué labores nuevas?
Agua de río, agua de mar; estrella
fija o errante, estrella en el reposo
nocturno. Qué verdad, qué limpia escena
la del amor, que nunca ve en las cosas
la triste realidad de su apariencia.

The nest  of  lovers

(Alfistron)

Y llegó la alegría
muy lejos del recuerdo cuando las gaviotas
con vuelo olvidadizo traspasado de alba
entre el viento y la lluvia y el granito y la arena,
la soledad de los acantilados
y los manzanos en pleno concierto
de prematura floración, la savia
del adiós de las olas ya sin mar
y el establo con nubes
y la taberna de los peregrinos,
vieja en madera de nogal negruzco
y de cobre con sol, y el contrabando,
la suerte y servidumbre, pan de ángeles,
quemadura de azúcar, de alcohol reseco y bello,
cuando subía la ladera me iban
acompañando y orientando hacia…

Y yo te veo porque yo te quiero.
No era la juventud, era el amor
cuando entonces viví sin darme cuenta
con tu manera de mirar al viento,
al fruto verdadero. Viste arañas
donde siempre hubo música
lejos de tantos sueños que iluminan
esa manera de mirar las puertas
con la sorpresa de su certidumbre,
pálida el alma donde nunca hubo
oscuridad sino agua
y danza.

Alza tu cara más porque no es una imagen
y no hay recuerdo ni remordimiento,
cicatriz en racimo, ni esperanza,
ni desnudo secreto, libre ya de tu carne,
lejos de la mentira solitaria,
sino inocencia nunca pasajera,
sino el silencio del enamorado,
el silencio que dura, está durando.

Y yo te veo porque yo te quiero.
Es el amor que no tiene sentido.
El polvo de la espuma de la alta marea
llega a la cima, al nido de esta casa,
a la armonía de la teja abierta
y entra en la acacia ya recién llovida
en las alas en himno de las gaviotas,
hasta en el pulso de la luz, en la alta
mano del viejo Terry en su taberna mientras,
toca con alegría y con pureza
el vaso aquel que es suyo. Y llega ahora
la niña Carol con su lucerío,
y la beso, y me limpia
cuando menos se espera.

Y yo te veo porque yo te quiero.
Es el amor que no tiene sentido.
Alza tu cara ahora a medio viento
con transparencia y sin destino en torno
a la promesa de la primavera,
los manzanos con júbilo en tu cuerpo
que es armonía y es felicidad,
con la tersura de la timidez
cuando se hace de noche y crece el cielo
y el mar se va y no vuelve
cuando ahora vivo la alegría nueva,
muy lejos del recuerdo, el dolor solo,
la verdad del amor que es tuyo y mío.

Tiempo mezquino

Hoy con el viento del Norte
me ha venido aquella historia.
Mal andaban por entonces
mis pies y peor mi boca
en aquella ciudad de hosco
censo, de miseria y de honra.
Entre la vieja costumbre
de rapiña y de lisonja,
de pobre encuesta y de saldo
barato, iba ya muy coja
mi juventud. ¿Por qué lo hice?
Me avergüenzo de mi boca
no por aquellas palabras
sino por aquella boca
que besó. ¿Qué tiempo hace
de ello? ¿Quién me lo reprocha?
Un sabor a almendra amarga
queda, un sabor a carcoma;
sabor a traición, a cuerpo
vendido, a caricia pocha.

Ojalá el tiempo tan sólo
fuera lo que se ama. Se odia
y es tiempo también. Y es canto.
Te odié entonces y hoy me importa
recordarte, verte enfrente
sin que nadie nos socorra
y amarte otra vez, y odiarte
de nuevo. Te beso ahora
y te traiciono ahora sobre
tu cuerpo. ¿Quién no negocia
con lo poco que posee?
Si ayer fue venta, hoy es compra;
mañana, arrepentimiento.
No es la sola hora la aurora.

Tú siempre tan bailón, corazón mío…

Tú siempre tan bailón, corazón mío,
¡métete en fiesta; pronto,
antes de que te quedes sin pareja!
¡Hoy no hay escuela! ¡al río,
a lavarse primero,
que hay que estar limpios cuando llegue la hora!

Ya están ahí, ya vienen
por el raíl con sol de la esperanza
Veo que no queréis bailar conmigo
y hacéis muy bien. Si hasta ahora
no hice más que pisaros, si hasta ahora
no moví al aire vuestro
hombres de todo el mundo. Ya se ponen
a dar fe de su empleo de alegría.

¿Quién no esperó la fiesta?
¿Quién los días del año
no los pasó guardando bien la ropa
para el día de hoy? Y ya ha llegado.
Cuánto manteo, cuánta media blanca,
cuánto refajo de lanilla, cuánto
corto calzón. ¡Bien a lo vivo, como
esa moza se pone su pañuelo,
poned el alma así, bien a lo vivo!

Echo de menos ahora
aquellos tiempos en los que a sus fiestas
se unía el hombre como el suero al queso.

Un viento

Dejad que el viento me traspase el cuerpo
y lo ilumine. Viento sur, salino,
muy soleado y muy recién lavado
de intimidad y redención, y de
impaciencia. Entra, entra en mi lumbre,
ábreme ese camino
nunca sabido: el de la claridad.
Suena con sed de espacio,
viento de junio, tan intenso y libre
que la respiración, que ahora es deseo
me salve. Ven
conocimiento mío, a través de
tanta materia deslumbrada por tu honda
gracia.
Cuán a fondo me asaltas y me enseñas
a vivir, a olvidar,
tú, con tu clara música.
Y cómo alzas mi vida
muy silenciosamente
muy de mañana y amorosamente
con esa puerta luminosa y cierta
que se me abre serena
porque contigo no me importa nunca
que algo me nuble el alma.

Viento de primavera

Ni aún el cuerpo resiste
tanta resurrección, y busca abrigo
ante este viento que ya templa y trae
olor, y nueva intimidad. Ya cuanto
fue hambre, ahora es sustento. Y se aligera
la vida, y un destello generoso
vibra por nuestras calles. Pero sigue
turbia nuestra retina, y la saliva
seca, y los pies van a la desbandada,
como siempre. Y entonces,
esta presión fogosa que nos trae
el cuerpo aún frágil de la primavera,
ronda en torno al invierno
de nuestro corazón, buscando un sitio
por donde entrar en él. Y aquí, a la vuelta
de la esquina, al acecho,
en feraz merodeo,
nos ventea la ropa,
nos orea el trabajo,
barre la casa, engrasa nuestras puertas
duras de oscura cerrazón, las abre
a no sé qué hospitalidad hermosa
y nos desborda y, aunque
nunca nos demos cuenta
de tanta juventud, de lleno en lleno
nos arrasa. Sí, a poco
del sol salido, un viento ya gustoso,
sereno de simiente, sopló en torno
de nuestra sequedad, de la injusticia
de nuestros años, alentó para algo
más hermoso que tanta
desconfianza y tanto desaliento,
más gallardo que nuestro
miedo a su honda rebelión, a su alta
resurrección. Y ahora
yo, que perdí mi libertad por todo,
quiero oír cómo el pobre
ruido de nuestro pulso se va a rastras
tras el cálido son de esta alianza
y ambos hacen la música
arrolladora, sin compás, a sordas,
por la que se llegará algún día,
quizá en medio de enero, en el que todos
sepamos el por qué del nombre: «viento
de primavera»

“Alianza y condena” 1965