Paz Castillo, Fernando
Poeta, crítico literario y diplomático venezolano nacido en Caracas en 1893.
Cursó estudios de educación media en un colegio de religiosos franceses donde trabó amistad con varios
poetas importantes de la época. Por razones ajenas a su voluntad, interrumpió los estudios de Derecho
dedicándose desde entonces a la actividad docente y literaria.
A partir de 1936 inició una larga carrera diplomática que se extendió hasta 1959 en numerosos países de Europa
y América. En 1965 ingresó como Miembro de Número en la Academia Venezolana de la Lengua, y en 1967,
ganó el Premio Nacional de Literatura.
Algunas de sus obras más conocidas son: «La voz de los cuatros vientos», «Reflexiones de atardecer», «Signo»
y «Entre pintores y escritores».
Yo que he visto
tanto dolor
y odio
del hombre contra el hombre,
por ideas profundas
o por simples palabras.
Yo que he visto los cuerpos
en las sombras
acechando las sombras de otros cuerpos
para matar el sueño.
Yo que he visto los rostros retorcidos,
sin que la muerte dulce
borre el odio en los ojos,
en los puños cerrados
y en los dientes fríos.
Yo te pido, Señor!
Dios armonioso
del perdón fecundo,
que cuando mi hora sea llegada
no haya rencor en mi alma.
Y que la muerte suave
ponga en mis ojos la apacible luz
de un manso atardecer
entre violetas:
Y que una espiga de oro,
bajo el azul del cielo,
marque el silencio de la hora excelsa,
lenta y santamente,
y no haya nada brusco
en torno mío
-odio ni temor-
cuando mi hora sea llegada.
Pues es indudable que todo espíritu creado
necesita el consuelo del cuerpo.
San Bernardo
Ante el misterio,
lejana realidad,
Dios en silencio,
teme el espíritu encontrarse
libre del cuerpo
tierra que familiarmente lo acompaña,
cárcel oscura y fuga luminosa:
su paz o su inquietud,
su ingénita frescura y su descanso.
Entre formas confusas se desliza el espíritu
dormido o vigilante,
altivo o fatigado de recuerdos,
detenido por ausencias sin contornos
junto a la eternidad
de lo perfecto.
Y sólo el cuerpo atrapa
con los cinco sentidos perspicaces
y sus vagos senderos ignorados
el gozo de la luz y del sonido,
y del mirar confiado a las espigas
y del callar sereno hacia los astros.
El cuerpo, criatura delicada,
tierno como las rosas en el alba,
conserva su frescura primera junto al miedo
que vive de él, y en soledad profunda
lo devora con un afán intenso
de perfección.
El cuerpo es morada pasajera
del espíritu nómada,
su consuelo,
su fiel compañía generosa,
su sombra en la llanura
sin rumores,
su imagen sorprendida,
su grito sin color
y su esperanza.
¡El espíritu libre!…
¡El espíritu libre!
honda zozobra,
quemadura de llama en agonía,
nostalgia del vivir inteligente
asomado a la orilla de la muerte.
Angustia cuotidiana de alentar entre rosas
o pavor de una noche sin luceros
frente al todo infinito y desolado.
Hallazgo de no morir un día,
sino seguir viviendo
de lo que ya vivido está en la sangre,
entre secretos surcos dilatados,
entre hierbas de noche oscura
y rosas húmedas
desde la tierra o nube del origen.
Naufragio de lo propio
y de lo ajeno
con el nacer;
morir anticipado
morir sin morir del todo,
porque, semilla de divina esencia
vivirá siempre en formas increadas
para consuelo de los otros seres.
El espíritu es trágico
pero el cuerpo es bello
y solemne
bajo el hilo de plata del silencio
que oculta entre cenizas las palabras,
las palabras
que duelen y se alejan
como el pensamiento, y como el ala
graciosa,
fúlgida tierra que al volar se queda
entre el aire y la luz,
signo del pie divino y de su fuga
que delata a su paso la belleza,
la eterna aspiración de la belleza,
entre el rencor del hombre
y la conciencia audaz,
desveladora
que, sin asirla del todo,
vive de ella esclava.
Esclavitud sublime que lo salva
de aquella lenta ducha dolorosa
del ser primero,
de aquella triste angustia desolada
del hombre sin pasado;
de aquella amarga realidad viviente,
del hombre, sólo hombre:
triste vivir del alma sin amor,
perfección del creador y de lo creado.
Beauty is truth, truth beauty, that is all
Ye know on earth, and all ye need to know
John Keats
I
Un muro en la tarde,
y en la hora
una línea blanca, indefinida
sobre el campo verde
y bajo el cielo.
II
Un pájaro -en hoja y viento-
ha puesto su canción más bella
sobre el muro.
III
Enlutado de su propia existencia
-detenida entre su breve sombra
y su destino-
un zamuro, bello por la distancia y por el vuelo,
infunde angustia en el alma profeta:
una fría angustia, cuando
certero, como vencida flecha
-oscura flecha que aún conserva su impulso inicial-
cae tras el muro.
IV
La vida es una constante
y hermosa destrucción:
vivir es hacer daño.
V
Pero el muro,
el silencioso y blanco muro
parece que nos dice:
«hasta aquí llegan tus ojos,
menos agudos que tu instinto.
Yo separo tu vida de otras vidas
pequeñas; pero grandes cuando el ocaso,
el oro insinuante del ocaso llega».
VI
Acaso tras el muro,
tan alto al deseo como pequeño a la esperanza,
no exista más que lo ya visto en el camino
junto a la vida y la muerte,
la tregua y el dolor
y la sombra de Dios indiferente.
VII
Dios -muro frente a recuerdos y visiones-
está solo, íntimamente solo
en nuestros ojos
y en el menudo nombre
que lo ata a las cosas;
a la seda del canto del canario
fraterno
y a la noche que vuela en el zamuro:
fúnebre, pulido estuche de cosas ayer bellas
o tristes
que habrán de serlo nuevamente
del lado acá del muro,
con el temor reciente de volver al origen.
VIII
¿Morir?…
Pero si nada hay más bello en su hora
-frente al muro-
que los serenos ojos de los moribundos,
anegados por su propio silencio;
perdido ya, por entre frescas espigas encontradas,
el temor de morir,
y de haber vivido, como hombre, entre hombres,
que apenas -oscurecidos en su existir-
los comprendieron.
IX
Entonces el muro
parece allanarse entre el olvidado rencor
y la esperanza:
Es súbito camino, no límite de sombra y canto,
ante un nuevo Dios que nos aguarda
-que nos aguarda siempre-
y no conoceremos
a pesar de que marcha en nuestras huellas;
que nos llega de lejos,
del lado de la luz,
y que vamos dejando en el camino,
como algo, que no es tierra,
atado, sin embargo, a nuestros pies.
X
El muro en la tarde,
entre la hierba, el canto y el fúnebre vuelo:
presencia del dolor de vivir
y no morir;
consuelo de volver, en tierra y oro,
con la inquietud de haber sido;
polvo y oro que regresa eternamente,
como la muerte cotidiana,
bajo el granado trigal de la noche insomne,
rumorosa de viento alto
y de luceros.
El sediento corazón siente leticia:
el corazón y las queridas, tímidas palabras
huelen, como el muro en la tarde,
a cielo y tierra confundidos,
cuando el morir es cosa nuestra
y, como nuestro, lo queremos.
Lo queremos pudorosos,
en silencio, sin violencias,
mientras los otros temen -aún distantes-
la sensitiva soledad naciente
para el hombre, no humano, y su destino
confuso.
XI
Porque no hay muerte sino vida
del lado allá del canto, del lado allá del vuelo,
del lado allá del tiempo.
XII
Vaga intuición de perdurar
frente a la muerte ambicionada
y oscura…
Porque la muerte, imagen de nosotros
y criatura nuestra,
es distinta a la no vida
que jamás ha existido.
Ya que el verbo de Dios, que todo lo ha dispuesto
en la conciencia del hombre, no pudo crear la muerte
sin morir El y su callada nostalgia
de pensar y sufrir humanas formas.
XIII
El muro de la tarde -atardecido en nuestra tarde-,
apenas una línea blanca junto al campo
y junto al cielo.
Misteriosa cruz que sólo muestra
su brazo horizontal.
Unida, por la oscura raíz,
a la tierra misma de su origen confuso;
y al cielo de la fuga
por el canto y el ala:
la noche impasible del zamuro
y el camino de oro del canario
hacia el ocaso.
XIV
¡EI muro!
Cuánto siento y me pesa su silencio
-en mi tarde-
en la tarde del musgo
y la oración
y el regreso.
XV
Sólo sé que hay un muro,
bello en su calada soledad de cielo y tiempo:
y todo, junto a él, es un milagro.
XVI
Sólo temo en la tarde -en mi tarde- de oro
por el sol que agoniza; y por algo, que no es sol,
que también agoniza en mi conciencia,
desamparada a veces
¡y a veces confundida de sorpresas!
Sólo temo haber visto algo:
¡lo mismo!
el campo, el césped;
la misma rosa sensual que recuerda unos labios
y el mismo lirio exangüe
que vigila la muerte.
XVII
Y sólo siento frente a Dios y su Destino,
haber pasado alguna vez el muro
y su callada espesa sombra,
del lado allá del tiempo.
I
En el día
amo la noche
y en la noche el día.
Pero en la tarde,
entre colores vagos
me amo a mí mismo.
Porque entonces soy
como el recuerdo de algo que hice,
o como el temor de algo
que pude haber hecho.
II
Tarde, hermana!
No eres día ni noche.
No eres más que un paso,
un punto detenido,
entre dos extremos,
como la vida,
como la dulce fuga
indecisa
que en la mañana
va hacia la noche.
Y en la noche
-por entre nostálgicas claridades
vencidas-,
hacia la luz;
o más bien hacia el rumor de luz
que adelanta,
la espiga, casi de oro,
junto al alba.
Es bello
el cuerpo
y su misterio;
íntegramente bello
como el sol entre los astros…
Tierra enaltecida
por el sagrado soplo silencioso;
profundo consuelo del espíritu,
como lo dijo el santo,
ascético y tremendo,
naturaleza triste
anegada en Dios
y en el abismo de su propio arcano.
Se alejó lentamente
por entre los taciturnos pinos,
de frente hacia el ocaso, como las hojas y como la brisa,
la mujer que no vimos.
Bajo una luz de naranja y de ceniza
era, como la hora, soledad y caminos;
armonía y abstracción como las siluetas;
esplendor de atardecer como los maduros racimos.
De lejos nos volvía en detalles
la belleza ignorada de la mujer que no vimos.
La tarde fue cayendo silenciosa
sobre el paisaje ausente de sí mismo
y floreció en un oro apagado y nuevo
entre el follaje marchito.
Hacia un cielo de plata
pálido y frío;
hacia el camino de los vuelos que huyen,
de las hojas muertas y del sol amarillo,
se alejó lentamente
la mujer que no vimos.
Sus huellas imprecisas las seguía el silencio,
un silencio ya nocturno, suspendido
sobre el recogimiento de la tarde,
huérfana de la prolongación de sus caminos…
Pero su voz, entre la sombra,
hizo vibrar la sombra, y era su voz un trino:
fúlgida voz que hacía pensar
en unos cabellos del color del trigo.
Recuerdos de las formas evocan las siluetas
de los apagados árboles sensitivos;
pero la voz que se aleja entre masas borrosas,
denuncia unos ojos claros como zafiros,
y unas manos que, trémulas, apartan los ramajes
como dos impacientes corderitos mellizos.
Ni pasos furtivos, ni voces familiares:
oquedad y silencio entre los altos pinos,
y en las almas confusas un ansia de belleza.
¿Pasó junto a nosotros la mujer que no vimos?
Las cosas y sus nombres
son símbolos confusos
que acompañan al hombre en su destierro,
en su andar de adivino
entre alboradas.
Ingenuas compañeras de un recuerdo
que nace en la raíz
de la conciencia,
donde Dios y el hombre se confunden
y se entienden;
y Dios se hace para el hombre humano
y el hombre, ante su amor, crece divino,
trasciende la leve línea
de luz o sombra
que limita su ser:
su estar indefinido
ya que el ser no es perenne forma,
sino que está en la forma limitado,
con ansias de romperla a cada instante,
con nostalgias de muerte y nacimientos
y temores de un nuevo despertar.
I
Escribo este poema
como si fuera
el último.
Como si todo cuanto miro
ahora,
en tomo mío
recreara el signo,
sin embargo amable,
de cosas desechadas,
que un tiempo fueron bellas:
¡Son tantas
las mentiras que he vivido!
II
Se nace,
con polvo de llanto
en la conciencia
y, por rincones
de estrellas,
se aprende la sonrisa.
Y la primera,
en nuestro rostro,
por ella apenas cincelado,
es la primera línea
sensitiva,
el primer rasgo noble,
el primer confín,
íntimo
que nos separa de los otros seres.
Y nos abre el camino,
el laborioso camino,
alma adentro,
hacia un mundo propio,
de uno mismo ignorado,
pero tan nuestro,
como las manos
y como los ojos
que todo lo tocan,
ofenden
o acarician
en cercanía o en distancia.
III
¿Será éste mi último poema?
Es la pregunta
que siempre me hago,
ahora,
cuando escribo.
y siento
en la penumbra de lo que ha de ser,
iluminada en veces de reminiscencias,
el temor,
desde luego confiado,
de una última sonrisa:
Raíz luminosa
y apacible,
oculta, casi toda,
y aun firme,
de lo que no pudo ser.
IV
Pero sigo, ignorando
si el que escribo,
atento a lo que hago,
será mi último poema
y acaso,
en el breve silencio que lo siga
el más querido.
V
Ignoro si será
éste el canto
de mis cantos,
como ignoro también,
aun cuando sé que no me faltará,
su presencia,
en la hora oportuna,
qué rasgo asumirá
mi última sonrisa,
la más mía de todas,
cuando ya no oiga a los hombres,
mis hermanos,
sino como un rumor distante,
de hojas y de brisa,
en una inmensa noche desolada.
Pero los ojos,
los misteriosos ojos extasiados
son risueño consuelo del espíritu:
suave ternura de contemplar la vida
y contemplar la nada,
de sentir la caricia de la luz
y la llamada audaz de la distancia.
El oído sutil,
gruta del canto azul
del viento y de la espuma,
divino caracol,
rosa imperfecta,
laberinto de músicas ingénitas,
sorprendido por el ritmo de las alas
y las hojas:
delgadas cuerdas de arpas misteriosas
que tañe el viento de las manos largas.
El olfato ¡enigma! ,
dócil al arte por el hombre creado,
penetra por caminos infinitos,
silenciosos,
atento al mensaje de la tierra recóndito
y al perfume de las estrellas ácidas
de las noches de insomnio.
El paladar descubre entre sabores varios
el temor de la muerte… Porque la muerte
es el sabor primero de las cosas
que dan placer al hombre y sus instintos.
Sabor de tierra y sombra amarga
que el hombre ignoto logra superar
con la expresión feliz de la belleza
confundida con Dios
en tres caminos,
Poder, Sabiduría y Dolor.
El tacto
aísla el misterioso ser naturaleza
de las cosas sensibles o inertes
y luego en soledad, lo une a todas
por el gozo y el dolor
inevitables.
Y todos son leticia del espíritu
ante el olvido de la muerte del cuerpo
que no sabe
qué cosa es el morir,
porque la muerte no es sino el reflejo
del sagrado reposo de un Dios ante recuerdos.
La calma,
lejana, íntima
que tiene el ímpetu audaz
del monte altivo.
El resplandor dormido,
más rojo que el rojo
y menos rojo
que el rojo,
sobre la inquieta llama
o en la llama agonizante.
El punto
indefinido
de donde regresa la mirada
insegura,
de conquistar la nada
de su origen.
La palabra buena,
la palabra mansa
que al fin de muchas luchas,
y triunfos y derrotas,
encuentra,
que sólo sabe comprender, callada.
Un pensamiento fijo
tu rostro modela
y tu vida concentra en torno a él
como la piedra
el agua, toda intacta, de la fuente.
Tu vida no es más que pensamiento
que lentamente se va haciendo fuerte
Tus ojos, deslumbrados ante la belleza,
presienten una forma no encontrada,
y tus manos revelan
algo del pensamiento.
Toda tú te vas haciendo de ti misma,
como la lluvia hace sobre el naranjo con el sol una tela
y como la noche con la sombra
una rosa en torno de la estrella.
Te adelgazas junto a tu pensamiento,
como en la fría plata del candelabro la llama inquieta,
con un afán perpetuo de esconderte a ti misma…
Pero en todo te revelas.