Murciano, Carlos
Poeta español nacido en Arcos de la Frontera, Cádiz en 1931.
Con su hermano Antonio fundó la revista y colección Alcavarán, obteniendo con ella varios premios de poesía.
Musicólogo, crítico de arte y crítico literario, cultiva también la novela corta y el cuento, de cuyos géneros posee los más
prestigiosos galardones.
Ha publicado más de ochenta libros, haciéndose merecedor por varios de ellos a importantes premios:
Premio Nacional de Poesía por «Este claro silencio», Premio Ciudad de Barcelona por «Un día más o menos»,
Premio Francisco de Quevedo por «Del tiempo y soledad», Premio San Juan de la Cruz por «Diminuto jardín como una araña», Premio Internacional Antonio Machado en 1997, Premio Mossen Alcover en 1964, Premio Ausias March en 1965,
Premio Boscán por «Libro de epitafios» y en el año 2000, el Premio Internacional Atántida por el conjunto de su obra.
De su obra poética sobresalen también, “El alma repartida”, “Viento en la carne”, “Desde la carne al alma”, “Historia de otra edad”, “Tiempo de ceniza” y “Cristales”
Donde el poeta comparte su lecho por vez primera
Guardo la primavera
bajo mi blanca sábana.
Toco sus manos niñas,
su cintura perfecta,
sus senos como claras
palomas asustándose,
rozo sus hombros tersos,
redondos como frutos
y pronuncio en su boca
mi beso más liviano.
Guardo la primavera:
tengo el amor crecido,
tengo el amor creciendo
como luna en mi cuarto.
Decid, los amadores,
si cuando abril se cuelga
de las acacias vírgenes
hubiera algo más bello
que poseer sus brazos.
Pues yo los tengo ahora
conmigo, floreciéndose,
poblándose de pájaros
pequeños y piantes.
Decid, los amadores…
Mas no digáis, callad.
Callad, que hoy tengo el sueño
ligero y compartido
y no me atrevo ni
a despertar, no vaya
a ser que sólo sea
un sueño tanta dicha.
Afuera queda el mundo,
las estrellas rodando,
y el viento azul y leve
con que Dios se corona.
Pero la primavera
la tengo aquí, conmigo.
Callad. No levantéis
rumor. que yo, por vez
primera, en esta noche
con una rosa duermo.
Donde el poeta compone, de otras muchas, una oración por la amada
y el hijo que esperan
Dios te salve, ternura, que ahora me llevas a la
derecha de mi vida; adonde ella me crece,
ala mía derecha, ala de lo que tuve
o bien pude tener de ángel celeste o niño.
Dios te salve, muchacha que ya tengo por mía,
que en esto que me suena del lado izquierdo -¿ala
segunda, roja, fuerte, poderosa?- me anidas.
Dios te salve, Dios mismo, y Dios me salve el verso,
la oración que de escombros de oraciones levanto:
Padre nuestro que estás en los suelos del hombre.
hoy te pido por ella, porque es niña y no puede;
dulce Santa María, madre de Dios y nuestra,
hoy te pido por ella, porque es niña y no sabe;
vírgenes que por vírgenes alcanzasteis lo eterno.
bendecid este fruto primero de su vientre;
mártires cuya carne el amor desgarrara,
conservadme la suya de gacela temblando;
ángeles, serafines, levísimos arcángeles;
prestadle vuestro peso para que no se venga.
En el nombre del hijo que alberga, preservadla;
el nombre del hijo derramad la alegría.
Y si algo pudo haceros que merezca castigo
-y perdonad si dudo que tan niña pudiera-,
en el nombre del padre descargad vuestra furia,
en el nombre del padre -ya sabéis cuál es: Carlos
descargad vuestro justo latigazo de ira.
Donde el poeta habla a la amada por vez primera de sus dos hijas
Llegaron juntas a la pena mía
como desde tu vientre hasta la cuna.
Te quise mucho en el dolor. Alguna
vez te podré decir lo que sentía.
Llegaron juntas hasta mi alegría
cuando crecía en soledad la luna
y otoño vareaba la aceituna
en los olivos de mi Andalucía.
Hubo una vez en ti tres corazones.
Mas como me los distes, no dispones
más que del mío en sombra y no te vale.
O sí te vale. Mírale la llama.
Bendita sea, Dios, la doble rama
que al tronco del amor más puro sale.
Donde el poeta juega ajedrez con su amada y cuenta cómo pierde la partida
Las blancas para ti -luego tú sales-
y para mí las negras. Lo sabía.
Palabra, amor, palabra que tenía
negras la consonantes y vocales.
Hay un poco de luna en los cristales
y otro poco de luna en mi alegría…
Volveré al juego amor… Me distraía
y no sentí tus tiros verticales.
Alfil que ataca, torre que se entrega.
Caballo blanco… ( ¿Whisky? ) ¡No te digo
que no está mi horno, amor, para el combate!
Reina que avanza, Rey que se doblega…
Y de pronto me miras -dudo, ¿sigo?-
recto hacia el corazón… Y jaque mate.
Donde el poeta pide a la amada que no se ruborice por el motivo de su soneto
Aquí palomas pares y gemelas
una mañana se posaron. Mira
cómo mi mano torpe se retira
cuando con tu desdén las arcangelas.
Dije palomas. Pero no: gacelas
debí decir. ¡Qué bosque de mentira
crece ante mi mirada que delira
viendo que de mi mano ni recelas!
¿Gacelas? Pues acaso no acertara.
Mejor claras colinas donde asomas
la total granazón de tus veranos.
Quemaran y en su fuego me quemara.
Mátame amor, mas vengan tus palomas,
gacelas o colinas a mis manos.
Donde el poeta termina venciéndose a su amada
La soledad, mi mala consejera,
vuelve otra vez a hablarme en el oído:
Para habitar la bruma o el olvido
basta morirse de cualquier manera.
Lo mismo da morirse en primavera
de una corazonada, que mordido
por los perros del hambre, que aterido
en un invierno pálido y cualquiera.
La verdad es que igual me da sentirme
de silencio la voz, el pie de roca,
yerto para escaparme o evadirme.
Máteme a mí la muerte que me toca.
A mí tanto me da de qué morirme.
Pero es mejor morirme de tu boca.
Esto de no ser más que tiempo espanta.
La solución bajo el costado izquierdo:
un fiel reloj al que jamás me acuerdo
de darle cuerda y, sin embargo, canta.
Canta con un martillo en la garganta,
mas sé que estoy perdido si lo pierdo.
A martillazos vive su recuerdo.
Sin embargo, ni atrasa ni adelanta.
A veces se le olvida hacer ruido.
A veces hace por salir del nido
y si no lo consigue, humano, llora.
A veces suena a Dios. De todos modos
es un reloj y un día, como todos,
se quedará parado en cualquier hora.
Iba abriendo las últimas estancias.
Nada turbaba el polvo gris del suelo.
Triste la luz, sobre los altos muros,
acuchillaba el tiempo.
Nadie pisaba. Nadie turbia. (¿Nadie
pisaba las orillas del silencio?)
En el cristal, sangrando, rebotaba
un pájaro de hielo.
Iba desempolvando los rincones.
«Ahora es verdad. Ahora. Esto fue un beso
dulce, aquello una palabra… ¡Oh, Dios!,
¿y esto? »
Se tocaba las manos. No sabía.
Acariciaba, roto, un pedazo de sueño.
¿Qué es…? ¿Qué es…? Temblaba. Torpe, había
olvidado el recuerdo.
«Aquí hubo alguien. Yo lo sé. Aquí
vivía alguien. ¿Quién, ¡oh Dios! , quién…?» Luego
lloró sobre las losas. ..Se buscaba
él mismo sin saberlo.
Era con sol. Corríamos.
Temblaba el mundo con nosotros.
Era con sol. Hablaban ruiseñores,
hablaban claros álamos;
desnudaba alegría la mañana.
Yo te decía: amor, amiga, escucha:
tú tienes unas manos que vuelan a palomas,
tú tienes en los ojos dos canciones sonándote,
tú tienes de campana la voz, la vida toda.
Yo sólo tengo un mundo que sabe a corazón,
que sabe a fruta verde todavía,
un camino a tristeza, otoñalmente largo,
y una fuente muy dentro que mana gris el alma.
Y tocaba tus dedos y te decía: amor,
amiga, escucha:
Esta frente que estás acariciándome ahora,
esta piel, este verso,
son algo menos tuyos, son de nunca,
son de silencio o nada,
son de parque con niebla o arroyo con guijarros.
Y estábamos despacio bajo el día.
era con sol. El esquilón del buey
tañía a hierba verde con rocío
y una brizna de brisa los trigos oleaba.
Yo seguía diciendo mientras, cerca,
iba fluyendo tu garganta en nieve:
Yo tengo, amor… Tú tienes -me decías-,
tú me tienes a mí, tú tienes estos labios
que ahora… sólo… besan…
«…tú eres quien me acabas,
que las olas no.»
Pedro de Quirós
EL mar es como un niño consentido:
sobre la arena arroja a las gaviotas
y echa a rodar entre las olas rotas
los últimos recuerdos del olvido.
Arrastra ya el verano, malherido,
la desesperación de las derrotas.
Flota la luna en el poniente. Flotas
sobre mi corazón atardecido.
En el rincón más fiel de la bahía
arde tu cuerpo entre mis manos, mientras
arroja el mar sus besos y sus babas.
Baten las grandes olas mi agonía
y, a su compás, me buscas y me encuentras.
Y eres tú, no las olas, quien me acabas.
Este claro silencio. Y este gozo…
Este claro silencio. Y este gozo.
Y este rumor de noche. Y esta pena.
Y esta destrozadísima cadena
que te desencadena el alborozo.
Y este muro infinito. Y este trozo
de soledad. y este montón de arena.
Y esta voz que te absuelve y te condena.
Y esta sed sin principio. Y este pozo.
Acércate al brocal, bebe sin miedo
y camina después hacia ese ruedo
sin barreras, sin toro y sin testigos.
Yo te bendigo, te bendigo. Anda.
Echa ya a andar, que la esperanza manda
y sangra la amapola entre los trigos.
De “Este claro silencio”
Las cosas claras, Dios, las cosas claras.
¿Acaso te pedí que me nacieras,
que de dos voluntades verdaderas,
de barro y llanto, Dios, me levantaras?
¿Acaso te pedí que me dejaras
en mitad de la calle -en las aceras
se apiñaba la vida- y que te fueras:
y que con tu desdén me atropellaras?
Palabra que no sé por lo que peco.
Palabra que procuro, mas en vano,
llenar tu hueco, rellenar mi hueco.
Pero soy nada más Carlos murciano.
Ni hombre ni nada, Dios, solo un muñeco
que se mueve en la palma de tu mano.
Hoy has venido a compartir
mi soledad de estar contigo.
Partiste el pan, tomaste un sorbo
de vino nuevo, te llevaste
hasta los labios la manzana
y allí quedó tu mordedura,
la viva huella de tu sed.
Luego anduvimos de la mano
por los pasillos silenciosos,
como dos sombras o dos niños
desamparados de estar juntos,
ciegos de tanto conocer.
Por ti la casa fue poblándose
de luces altas, de rumores
en desolvido, de aleteos
de golondrinas zurcidoras
de tanto tiempo desgarrado,
de ese violín que un claro día
te hizo llorar, poner en punto
la aguja fiel del corazón.
Y cuando todo parecía
tan al alcance de la mano,
cuando estar cerca o estar lejos
eran la misma simple cosa
y la ventana se entreabría
para que huyese hasta su cielo
la soledad, el viento malo
de estar sin ti cerró de golpe
y todo fue desconocerte,
recuperar tu larga ausencia,
doblar silencios y penumbras
y contemplar en los espejos
tu larga lluvia de no ser.
De”Los años y las sombras”
Salta el botón, y la seda
de la blusa se desliza
sobre tus hombros. Ceniza
es el momento. No queda
ni un pájaro en la alameda
y el poniente ha dicho adiós.
Sueltas tu falda. Los dos
temblamos. Pálido y mudo,
veo nacer tu desnudo
bajo el asombro de Dios.
Llueve silencio, Pasas. Hace hastío.
Hace sueño esta noche. Pasas. Queda
un retazo de ti. Por ti la seda
del alma se desdora. Llueve frío.
¿Vienes o vas? ¿Retorna tu desvío,
peregrino de azul, por mi vereda?
¿O torna tu dulzura, porque pueda
dormir mi corazón? Pasas. Sonrío.
Digo sonrisa y pienso que es incierta
esta luna que enluna mi desvelo.
Loro quizás. Destrenzo mi tristura.
Hace sed esta noche. Por mi puerta
pasas. Dolor. Bajo lo gris del cielo
cielo y dolor deshojan mi locura.
Por estas tierras de mi Andalucía cruza un río
“…y yo no me conozco
sino en la prisa de tus ciegas aguas…”
Octavio Paz
Por estas tierras de mi Andalucía cruza un río.
No es el Guadalquivir, con mirtos y naranjas,
Ni el Genil hortelano, ni el Darro oscuro, ni el Guadalete olvidadizo y manso,
Ni el Tinto tinto, ni el Guadiaro serrano, ni el Guadalhorce tortolero.
Es un río que arranca de los montes más altos y más hondos,
Borbollea en las covachas, susurra en las raíces de los lentiscos,
Grita al saltar de piedra en piedra, de mirlo en chamariz,
Y cuando se encauza en la ladera, memoria abajo, fiesta en fuga,
Se pone a hablar con una voz que no tenía,
Con un son que no es posible porque se ampara en el silencio,
Pero que resulta verdad y se oye y, si no se acompasa,
Es porque definitivamente va cayendo, creciendo en pena y en caudal,
Llevándose por delante cuanto deja a su espalda, arrastrando solsticios y cadenas,
adelfas y amuletos, chumberas y avefrías,
Pámpanos, ánforas, dorrajos,
Alcornocales y monedas, cintas que ataron trenzas o ataron cartas,
Cualquier cosa, una piedra, dos salamandras, tres
Sueños.
Allá se marcha, con el rebaño de sus aguas ciegas,
Ignorándolo todo, es decir, comprendiéndolo todo desde adentro,
Desde ayer y los siglos soterrados,
Diciendo su canción a quien no va con él porque es él mismo,
Río mordiendo las arenas para más ensancharse,
No aferrándose a los cañaverales y a los tojos en pos de lentitudes,
Sino tomando impulso en ellos para ganar en prisa y en rumor,
Para llegar más pronto a su final inalcanzable,
Porque no existe ese final, ni por supuesto es el mar y sus abismos,
Sino la hoya del corazón, el boquete en la tierra de la esperanza,
Agua -ay, sombra trasteada- que no desemboca.
Allá se marcha, pues, el río éste de mi Andalucía,
Quieto en mitad de las marismas donde Huelva se asoma a su milagro,
Campaneando en una torre de Sevilla con lágrima y paloma,
Subiendo a la alcazaba donde Málaga afila sus fervores,
Bajando a algún jardín de Córdoba morena y combativa,
Amaneciendo en Cádiz -o en Tartessos- de sales y cuchillos,
Despertando la gleba rojeante de la oliva Jaén,
Borrando los añiles con que alumbra sus calles Almería,
Calando más los pozos -las brujas azaleas- de la oculta Granada.
Lleva en sus manos que no tiemblan,
Además de anillo de plata de Argantonio, con un toro encendido,
La luz de una garganta que no ha callado nunca,
Que no va a callar nunca aunque la Tierra deje de girar
Y se recline, pobre peonza, en una esquina de una plaza
Del universo, campo
De la verdad.
La luz ésa que digo
Es la luz que portaba -y vale como ejemplo- el viejo don Luis
De Góngora, para abrirse camino entre sus soledades,
O el pulcro don Fernando
De Herrera, para no tropezar con tantas consonantes y ausencias y agonías,
Y el menudo y celeste Manuel de Fuego, atlante
Lastimado, y Federico por Fuentevaqueros, todavía
Sin luto entre las sienes,
Y los Machado caminando juntos, y Silverio en la mesa de un café
Rompiéndose las cuerdas
Que le ataban, y el Torre y don Antonio
Chacón y Manolo el gitano despidiéndose
-caracol sollozante- de los niños remotos de la Cava,
Y Joselito y Juan, gallo y tormenta,
Y ese lirio espigado de Medina Azahara que se tronchó en Linares,
Y Juan Ramón por su Moguer de lumbre,
Y Velázquez, prestando su paleta conmovida al indomable Pablo,
Y Turina, con la Giralda fiel por pentagrama.
Y esa luz que no cesa, ese vivo relámpago,
Esa palabra o signo irrenunciable, esa brizna de sol,
Es la que entre las manos del río que no nombro
Camina hacia otra luz, lleva a la Andalucía hacia otra luz,
A la que no resulta fácil arribar
Después de tantos lustros de abandono,
Pero que aguarda desde siempre, inamovible, cierta,
Aguarda desde siempre a esta anhelo, a este río,
A esta corriente que la sangre calienta y empuja con su hervor,
Para fundirse, plena, como las bocas en el beso,
Luz sola y una, cándida llama, tronco
Sosteniendo el destino
Común.
Por estas tierras de mi Andalucía cruza un río.
Y a sus orillas se acercan a beber las alondras,
Los caballos de Vico, los ciervos de Doñana,
Los erales de Ronda, los bravíos jilgueros de Abdalajís,
Las águilas de Gádor.
Ese río es tan limpio
Como la libertad
Y yo no me conozco sino en sus aguas rumorosas
En las que las muchachas hunden sus brazos y sus sábanas
Antes de tenderse y tenderlas sobre el romero azul,
Sobre la flor morada del cantueso,
Y ponerse a cantar con voz de trigo,
Con voz de mucho tiempo y soledumbre,
La bienaventuranza de unos campos,
Unos pueblos antiguos y unas gentes tan nobles
Como el pan.
Que llevan una luz sobre sus frentes
Con el mismo donaire y el mismo señorío
Y la misma sencilla prestancia con que llevan
La copla entre los labios.
“Creímos que todo estaba
roto, perdido, manchado…
-Pero, dentro, sonreía
lo verdadero, esperando-.”
Juan Ramón Jiménez
Serenamente digo:
“Empiezo.” La mañana
se desnuda. Testigo
único, la campana.
Su son, su son lejano
me salva, me convoca.
Plenitud del verano:
la flor sobre la roca.
Cielo malva, luz pura.
El agua se despeña.
Arriba, una figura
-memoria, tiempo- sueña.
La palabra no brota
de los labios. Asombro.
Una mirada -¿rota?-
dice lo que no nombro.
Empiezo. Lento, vuelvo
la página. Y escribo.
Y en la tinta me absuelvo
y me condeno. Y vivo
Del libro “Este claro silencio”
Si en brumas me hablas, callo y no te digo…
Si en brumas me hablas, callo y no te digo
que en bruma no comprendo tu llamada,
ni conozco tu voz, ni la delgada
gracia de la cintura te persigo.
Si en bruma me acaricias, sumo y sigo:
caricia, más amor, más bruma: nada;
ni pájaro sangrando en enramada,
ni amapola trinando sobre trigo.
A veces va la bruma y nos rodea
y nos viste de gris y nos diluye
náufragos de su pálida marea;
la bruma que derriba y que destruye,
que a sí misma se crea y se recrea
y luego como helada cierva huye.