Lezama Lima, José

Lezama Lima, José

Poeta y ensayista cubano nacido en La Habana en 1910.

Está considerado como el escritor más representativo de la literatura cubana e hispanoamericana junto a José Martí.

Su estilo barroco ha influido en numerosos escritores de habla hispana. Dirigió numerosas revistas literarias

contribuyendo con importantes textos como «Muerte de Narciso» y «Enemigo rumor». En 1966 publicó su novela

«Paradiso» donde desarrolló en prosa su sistema poético. Escribió también varios libros de ensayos.

Murió en La Habana en 1976

Ah, que tú escapes

Ah, que tú escapes en el instante
en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.
Ah, mi amiga, que tú no quieras creer
las preguntas de esa estrella recién cortada,
que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga.

Ah, si pudiera ser cierto que a la hora del baño,
cuando en una misma agua discursiva
se bañan el inmóvil paisaje y los animales más finos:
antílopes, serpientes de pasos breves, de pasos evaporados
parecen entre sueños, sin ansias levantar
los más extensos cabellos y el agua más recordada.
Ah, mi amiga, si en el puro mármol de los adioses
hubieras dejado la estatua que nos podía acompañar,
pues el viento, el viento gracioso,
se extiende como un gato para dejarse definir.

 

 

Brillando oscura la más secreta piel conforme…

Brillando oscura la más secreta piel conforme
a las prolijas plumas descaradas en ruido
lento o en playa informe, mustio su oído
doblado al viento que le crea deforme.

Perfilada de acentos que le burlan movedizos
el inútil acierto en sobria gruta confundido grita,
jocosa llamarada -nácar, piel, cabellos- extralimita
el borde lloviznado en que nadan soñolientos rizos.

¿Te basta el aire que va picando el aire?
El aire por parado, ya por frío, destrenza tus miradas
por el aire en cintas muertas, pasan encaramadas
porfías soplando la punta de los dedos al desgaire.

El tumulto dorado -recelosa su voz- recorre por la nieve
el dulce morir despierto que emblanquece al sujeto cognoscente.
Su agria confesión redorada dobla o estalla el más breve
marfil; ondulante de párpados rociados al dulzor de la frente.

Ceñido arco, cejijunto olvido, recelosa fuente halago.
Luz sin diamante detiene al ciervo en la pupila,
que vuela como papel de nieve entre el peine y el lago.
Entre verdes estambres su dardo el oído destila.

Cazadora ceñida que despierta sin voz, más dormidos metales,
más doblados los ecos. Se arrastra leve escarcha olvidada
en la líquida noche en que acampan sus dormidos cristales,
luz sin diamante al cielo del destierro y la ofrenda deseada.

El piano vuelve a sonar para los fantasmas sentados
al borde del espacio dejado por una ola entre doble sonrisa.
La hoja electrizada o lo que muere como flamencos pinchados
sobre un pie de amatista en la siesta se desdobla o se irisa.

No hay más que párpados suaves o entre nubes su agonía desnuda

Desnudo el mármol su memoria confiesa o deslíe la flor de los timbres,
mármol heridor, flor de la garganta en su sed ya
despunta o se rinde en acabado estilo de volante dolor.

Oh si ya entre relámpagos y lebreles tu lengua se acrecienta
y tu espada nueva con nervios de sal se humedece o se arroba.
Es posible que la lluvia me añore o entre nieves el dolor no se sienta
si el alcohol centellea y el canario sobre el mármol se dora.
El aire en el oído se muere sin recordar
el afán de enrojecer las conchas que tienen las hilanderas.
Al atravesar el río, el jazmín o el diamante, tenemos que llorar
para que los gusanos nieven o mueran en dos largas esperas.

 

 

Caída la hoja miro…

Caída la hoja miro,
ya que tu olvido decrece
la calidad del suspiro
que firme en la voz se mece.

La sombra de tu retiro
no a la noche pertenece,
si insisto y la sombra admiro
tu ausencia no viene y crece.

La sustancia del vacío
sólo halla su concierto
elaborando el desvelo

que presagia el cuerpo yerto.
Diosa perdida en el cielo,
yo con el cuerpo porfío.

 

 

Cuerpo desnudo

Cuerpo desnudo en la barca.
Pez duerme junto al desnudo
que huido del cuerpo vierte
un nuevo punto plateado.

Entre el boscaje y el punto
estática barca exhala.
Tiembla en mi cuello la brisa
y el ave se evaporaba.

El imán entre las hojas
teje una doble corona.
Sólo una rama caída

ilesa la barca escoge
el árbol que rememora
sueño de sierpe a la sombra.

 

 

El abrazo

Los dos cuerpos
avanzan, después de romper el espejo
intermedio, cada cuerpo reproduce
el que está enfrente, comenzando
a sudar como los espejos.
Saben que hay un momento
en que los pellizcará una sombra
algo como el rocío, indetenible como el humo.
La respiración desconocida
de lo otro, del cielo que se inclina
y parpadea, se rompe
muy despacio esa cáscara de huevo.

La mano puesta en el hombro de la mujer.
Nace en ellos otro temblor,
el invisible, el intocable, el que está ahí,
grande como la casa, que es otro cuerpo
que contiene y luego se precipita
en un río invisible, intocable.
Las piernas tiemblan, afanosas de llegar
a la tierra descifrada,
están ahora en el cuerpo sellado.
Comienza apoyándose enteramente,
un cuerpo oscuro que penetra
en la otra luz
que se va volviendo oscura
y que es ella ahora la que comienza
a penetrar.
Lo oscuro húmedo que desciende
en nuestro cuerpo.
Tiemblan como la llama
rodeada de un oscilante cuerpo oscuro.
La penetración en lo oscuro,
pero el punto de apoyo es ligeramente incandescente,
después luminoso
como los ojos acabados de nacer,
cuando comienzan su victoriosa aprobación.

La mano no está ya en el otro hombro.
Se establece otro puente
que respaldan los cuerpos penetrantes.
Ya los dos cuerpos desaparecen,
es la gran nebulosa oscura
que apuntala su aspa de molino.
Los dos cuerpos giran
en la rueda de volantes chispas.
Como después de una lenta y larga nadada,
reaparecen los cabellos llenos de tritones.
Miramos hacia atrás separando el oleaje
Y aparece el desierto con alfombras y dátiles.

Los dos cuerpos desparecen
en un punto que abre su boca.
Lo húmedo, lo blando,
la esponja infinitamente extensiva,
responden en la puerta,
abrillantada con ungüentos
de potros matinales
y luces de faisanes con los ojos apenas recordados.

El dolmen que regala los dones
en la puerta aceitada,
suena silenciosamente su madera vieja.
Los dos cuerpos desaparecen
y se unen en el borde de una nube.
La manta, la lechuza marina,
seca el sudor estrellado
que los cuerpos exhalan en la crucifixión.
El árbol y el falo
no conocen la resurrección,
nacen y decrecen con la media luna
y el incendio del azufre solar.
Los dos cuerpos ceñidos,
el rabo del canguro
y la serpiente marina,
se enredan y crujen en el casquete boreal.

 

 

El esperado

                                                                     Para José Rey

Al fin llegó el esperado,
se abrieron las puertas de la casa
y de nuevo se encendieron las luces.

Una sombra ligera había repasado
las paredes, que brillaban como ojos metálicos.

El esperado comprobó cada uno de los secretos
que guardaba la casa mágica
llena de los amigos que fueron llegando
con gorgueras nadantes, en campanillas
de congelados sonidos como albatros.

Hay un rincón
que se abre como un libro de cetrería
y se cierra como un antifonario
en la medianoche temblequeante.

Sus páginas son la escarcha
que penetra en un paquete sellado.

Sus silenciosos tumultos
son llamas en el agua,
que ven de cerca, día por día,
el reloj coralino
que ensaliva la eternidad.

Una eternidad sucia, confundida,
que da tropezones en la ley matinal
y se reconoce y se come a sus hijos,
como el caballo de la noche
que relincha sin tregua.

Es una bobalicona batalla
en donde todos nos quedamos
dormidos. Y nos van diciendo
quiénes son los vencidos
y los que siembran maíz,
polvos de arroz,
confundidos con la grasa de la mula
en la coronación.

La talanquera mugiendo con las vacas.

Los flautines bucoliastas,
dije de ostras lagañudas,
inician el asedio.

El incendio tamboril
desordena el asalto.

En el bostezo, nubes
y números de nubes,
de confín en confín.

 

 

El suplente

Vendrá el suplente en agua a conversar.

Se dirigirá hacia el norte donde tejen,
desconocido llegará a los que lo protegen.

Se arrancará su diente y a sembrar.

Vendrá el suplente en vino a pelear,
esgrimirá la traílla en zumbido planetario,
tropezará con el estilo rufián del carbonario.

Se apretará el chaleco y a bromear.

Los dos suplentes no se encontrarán en la escalera
aunque dejarán sus huellas en el molde de cera,
al mismo tiempo se taparán con las dos hojas de la puerta.

No se saludarán al valsar los largos corredores,
pero se embriagarán con los mismos escanciadores.

Ya llega el otro suplente para tirar del rabo de la puerca.

 

 

Esperar la ausencia

Estar en la noche
esperando una visita,
o no esperando nada
y ver cómo el sillón lentamente
va avanzando hasta alejarse de la lámpara.

Sentirse más adherido a la madera
mientras el movimiento del sillón
va inquietando los huesos escondidos,
como si quisiéramos que no fueran vistos
por aquellos que van a llegar.

Los cigarros van reemplazando
los ojos de los que no van a llegar.

Colocamos el pañuelo
sobre el cenicero para que no se vea
el fondo de su cristal,
los dientes de sus bordes,
los colores que imitan sus dedos
sacudiendo la ausencia y la presencia
en las entrañas que van a ser sopladas.

La visita o la nada
cubiertas por el pañuelo,
como el llegar de la lluvia
para oídos lejanos,
saltan del cenicero,
preparando la eternidad
de sus pisadas o se organizan
inclinándose sobre un montón de hojas
que chisporrotean sobre el jarrón
de la abuela,
huyendo del cenicero.

 

 

La noche va a la rana de sus metales…

La noche va a la rana de sus metales,
palpa un buche regalado para el palpo,
el rocío escuece a la piedra en gargantilla
que baja para tiznarse de humedad al palpo.

La rana de los metales se entreabre en el sillón
y es el sillón el que se hunde en el pozo hablador.
el fragmento aquel sube hasta el farol
y la rana, no en la noche, pega su buche en el respaldo.

La noche rellenada reclama la húmeda montura,
la yerba baila en su pequeño lindo frío,
pues se cansa de ser la oreja no raptada.

la hoja despierta como oreja, la oreja
amanece como puerta, la puerta se abre al caballo.
Un trotito aleve, de lluvia, va haciendo hablar las yerbas.

 

 

Llamado del deseoso

Deseoso es aquel que huye de su madre.
Despedirse es cultivar un rocío para unirlo con la secularidad de la saliva.
La hondura del deseo no va por el secuestro del fruto.
Deseoso es dejar de ver a su madre.
Es la ausencia del sucedido de un día que se prolonga
y es la noche que esa ausencia se va ahondando como un cuchillo.
Es esa ausencia se abre una torre, en esa torre baila un fuego hueco.
y así se ensancha y la ausencia de la madre es un mar en calma.
Pero el huidizo no ve el cuchillo que le pregunta,
es la madre, de los postigos asegurados, de quien se huye.
Lo descendido en vieja sangre suena vacío.
La sangre es fría cuando desciende y cuando se esparce circulizada.
la madre es fría y está cumplida.
Si es por la muerte, su peso es doble y ya no nos suelta.
No es por las puertas donde se asoma nuestro abandono.
Es por un claro donde la madre sigue marchando, pero ya no nos sigue.
Es por un claro, allí se ciega y bien nos deja.
Ay del que no marcha esa marcha donde la madre ya no le sigue, ay.
No es desconocerse, el conocerse sigue furioso como en sus días,
pero el seguirlo sería quemarse dos en un árbol,
y ella apetece mirar el árbol como una piedra,
como una piedra con la inscripción de ancianos juegos.
Nuestro deseo no es alcanzar o incorporar un fruto ácido.
El deseoso es el huidizo.
Y de los cabezazos con nuestras madres cae el planeta centro de mesa
y ¿de dónde huimos, si no es de nuestras madres de quien huimos
que nunca quieren recomenzar el mismo naipe, la misma
                                                                   noche de igual ijada descomunal?

 

 

Lo inaudible

Es inaudible,
no podremos saber si las hojas
se acumulan y suenan al encaramarse
la mirona lagartija sobre la hoja.
Nos roza la frente
y creemos que es un pañuelo
que nos está tapando los ojos.
El oro caminaba
después hacia la hoja
y la hoja iba hacia la casa
vacía del otoño, donde lo inaudible
se abrazaba con lo invisible
en un silencioso gesto de júbilo.
Lo inaudible
gustaba del vuelo de las hojas,
reposaba entre el árbol inmóvil
y el río de móvil memoria.
Mientras lo inaudible lograba
su reino, la casa oscilaba,
pero su interior permanecía intocable.
De pronto, una chispa
se unió a lo inaudible
y comenzó a arder escondido
debajo del sonido facetado del espejo.
La casa recuperó su movilidad
y comenzó de nuevo a navegar.

 

 

Los fragmentos de la noche

Cómo aislar los fragmentos de la noche
para apretar algo con las manos,
como la liebre penetra en su oscuridad
separando dos estrellas
apoyadas en el brillo de la yerba húmeda.
La noche respira en una intocable humedad,
no en el centro de la esfera que vuela,
y todo lo va uniendo, esquinas o fragmentos,
hasta formar el irrompible tejido de la noche,
sutil y completo como los dedos unidos
que apenas dejan pasar el agua,
como un cestillo mágico
que nada vacío dentro del río.
Yo quería separar mis manos de la noche,
pero se oía una gran sonoridad que no se oía,
como si todo mi cuerpo cayera sobre una serafina
silenciosa en la esquina del templo.
La noche era un reloj no para el tiempo
sino para la luz,
era un pulpo que era una piedra,
era una tela como una pizarra llena de ojos.
Yo quería rescatar la noche
aislando sus fragmentos,
que nada sabían de un cuerpo,
de una tuba de órgano
sino la sustancia que vuela
desconociendo los pestañeos de la luz.
Quería rescatar la respiración
y se alzaba en su soledad y esplendor,
hasta formar el neuma universal
anterior a la aparición del hombre.
La suma respirante
que forma los grandes continentes
de la aurora que sonríe
con zancos infantiles.
Yo quería rescatar los fragmentos de la noche
y formaba una sustancia universal,
comencé entonces a sumergir
los dedos y los ojos en la noche,
le soltaba todas las amarras a la barcaza.
Era un combate sin término,
entre lo que yo le quería quitar a la noche
y lo que la noche me regalaba.
El sueño, con contornos de diamante,
detenía a la liebre
con orejas de trébol.
Momentáneamente tuve que abandonar la casa
para darle paso a la noche.
Qué brusquedad rompió esa continuidad,
entre la noche trazando el techo,
sosteniéndolo como entre dos nubes
que flotaban en la oscuridad sumergida.
En el comienzo que no anota los nombres,
la llegada de lo diferenciado con campanillas
de acero, con ojos
para la profundidad de las aguas
donde la noche reposaba.
Como en un incendio,
yo quería sacar los recuerdos de la noche,
el tintineo hacia dentro del golpe mate,
como cuando con la palma de la mano
golpeamos la masa de pan.
El sueño volvió a detener a la liebre
que arañaba mis brazos
con palillos de aguarrás.
Riéndose, repartía por mi rostro
grandes cicatrices.

 

 

Madrigal

El tallo de una rosa se ha encolerizado con las avispas
que impedían que su cintura fuese y viniese con las mareas
cuando estaba tan tranquila en las graderías de un templo
y un marinero llamado por la palabra marea
se ha unido la los clamores de alfileres sin sueño
y le ha dado un fuerte pellizco al tallo de una rosa
lo que no merecía lo que no alcanzaba en su sonrisa
en su cítara en su respiración tornasolada
la cólera de un marinero
mil manos que se alzaban en el remedo de un beso
en esta pirámide de besos
para que en lo alto más despacio más pañuelo más señorita
una rosa una rosa
que no puede aislar ni unas cuantas avispas encolerizadas
que la han vencido que se le han: pegado tenazmente a los flancos
y ya son ramita entre dos recuerdos.

Desconchamiento de lunas que no vienen
sus escamas de otoño
pero el niño que se ha quedado detenido
frente a los encantamientos
de un caballo blanco
se apresura en su dulce memoria de lunares
a evocar sus regalos para ingresar en la nieve
entre dos recuerdos de aire pulsado entre dos conchas
que recorren un hilo de sienes de sien a sien
como entre dos recuerdos
un dedo besado atormentado desnudado
una muchedumbre de Perseos enlunados
que esperan a los más crecidos cazadores de medianoche
porque ha llegado el día que no se alcanza
con media docena de cítaras
redondas espinas siempre festón de nieve enhebrado
que se adelantan con la crecida del aire
de dos conchas entre dos recuerdos
entrecortados silbidos en las graderías de un templo
hasta el instante en que es la sangre de hoy
hojas del recuerdo en las ventanas de las joyerías
ojos que miran cómodamente la avispa
mordiendo el tallo de una rosa
para negártelo en el aire guante fronda lenta flauta
la misma rosa que ha inclinado su frente para recoger tu pañuelo
y esconderlo hasta que pasen los cazadores de medianoche.

 

 

Minerva define el mar

Proserpina extrae la flor
de la raíz moviente del infierno,
y el soterrado cangrejo asciende
a la cantidad mirada del pistilo.
Minerva ciñe y distribuye
y el mar bruñe y desordena.

Y el cangrejo que trae una corona.

La batidora espuma, la anémona
desentrañando su reloj nocturno,
la aleta pectoral del Ida nadador.
Su pecho, delfín sobredorado,
cuchillo de la aurora.
Ciegos los peces de la gruta,
enmarañan, saltan, enmascaran,
precipitan las ordenanzas áureas
de la diosa, paloma manadora..
Entre columnas rodadas por las algosas
sierpes, los escondrijos de las arengas
entreabren los labios bifurcados
en la flor remando sus contornos
y el espejo cerrando el dominó
grabado en la puerta cavernosa.
Su relámpago es el árbol
en la noche y su mirada
es la araña azul que diseña
estalactitas en su ocaso.
Acampan en el Eros cognocente,
el mar prolonga los corderos
de las ruinas dobladas al salobre.
Y al redoble de los dentados peces,
el cangrejo que trae una corona.
Caduceo de sierpes y ramajes,
el mar frente al espejo,
su silencioso combate de reflejos
desdeña todo ultraje
del nadador lanzado a la marina
para moler harina fina.
Lanzando el rostro en aguas del espejo
interroga los cimbreantes
trinos del colibrí y el ballenato.
El dedo y el dado
apuntalan el azar,
la eternidad en su gotear
y el falso temblor del múrice disecado.
El mascarón de la Minerva
y el graznar
de las ruinas en su corintio
deletrear,
burlan la sal quemando las entrañas del mar.

El bailarín se extiende con la flor
fría en la boca del pez,
se extiende entre las rocas
y no llega al mar.
Roto el mascarón de la minerva,
otrora la cariciosa llanura de la frente
y el casco cubriendo los huevos de la tortuga.
Subía sobre la hoguera de la danza,
extendido el bailarín, sumado con la flor,
no pudo tocar el mar,
cortado el fuego por la mano del espejo.
Sin invocarte, máscara golpeada de Minerva,
sigue distribuyendo corderos de la espuma.
Escalera entre la flor y el espejo,
la araña abriendo el árbol en la noche,
no pudo llegar al mar.

Y el cangrejo que trae una corona.

 

 

Muerte de Narciso

Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo
envolviendo los labios que pasaban
entre labios y vuelos desligados.
La mano o el labio o el pájaro nevaban.
Era el círculo en nieve que se abría.
Mano era sin sangre la seda que borraba
la perfección que muere de rodillas
y en su celo se esconde y se divierte.

Vertical desde el mármol no miraba
la frente que se abría en loto húmedo.
En chillido sin fin se abría la floresta
al airado redoble en flecha y muerte.
¿No se apresura tal vez su fría mirada
sobre la garza real y el frío tan débil
del poniente, grito que ayuda la fuga
del dormir, llama fría y lengua alfilereada?

Rostro absoluto, firmeza mentida del espejo.
El espejo se olvida del sonido y de la noche
y su puerta al cambiante pontífice entreabre
Máscara y río, grifo de los sueños.
Frío muerto y cabellera desterrada del aire
que le crea, del aire que le miente son
de vida arrastrada a la nube y a la abierta
boca negada en sangre que se mueve.

Ascendiendo en el pecho sólo blanda,
olvidada por un aliento que olvida y desentraña.
Olvidado papel, fresco agujero al corazón
saltante se apresura y la sonrisa al caracol.
La mano que por el aire líneas impulsaba
seca, sonrisas caminando por la nieve.
Ahora llevaba el oído al caracol, el caracol
enterrando firme oído en la seda del estanque.

Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados,
aguardan la señal de una mustia hoja de oro,
alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes.
Dócil rubí queda suspirando en su fuga ya ascendiendo.
Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas
islas y aislada paloma muda entre dos hojas enterradas.
El río en la suma de sus ojos anunciaba
lo que pesa la luna en sus espaldas y el aliento que en halo convertía

Antorchas como peces, flaco garzón trabaja noche y cielo,
arco y cestillo y sierpes encendidos, carámbano y lebrel.
Pluma morada, no mojada, pez mirándome, sepulcro.
Ecuestres faisanes ya no advierten mano sin eco, pulso desdoblado:
los dedos en inmóvil calendario y el hastío en su trono cejijunto.
Lenta se forma ola en la marmórea cavidad que mira
por espaldas que nunca me preguntan, en veneno
que nunca se pervierte y en su escudo ni potros ni faisanes.

Como se derrama la ausencia en la flecha que se aísla
y como la fresa respira hilando su cristal,
así el otoño que en su labio muere, así el granizo
en blando espejo destroza la mirada que le ciñe,
que le miente la pluma por los labios, laberinto y halago
le recorre junto a la fuente que humedece el sueño.
La ausencia, el espejo ya en el cabello que en la playa
extiende y el aislado cabello pregunta y se divierte.

Fronda leve vierte la ascensión que asume.
¿No es la curva corintia traición de confitados mirabeles,
que el espejo reúne o navega, ciego desterrado?
Ya sólo cae el pájaro, la mano que la cárcel mueve,
los dioses hundidos entre la piedra, el carbunclo y la doncella.
Si la ausencia pregunta con la nieve desmayada,
forma en la pluma, no círculos que la pulpa abandona sumergida.

Triste recorre – curva ceñida en ceniciento airón –
el espacio que manos desalojan, timbre ausente
y avivado azafrán, tiernos redobles sus extremos.
Convocados se agitan los durmientes, fruncen las olas
batiendo en torno de ajedrez dormido, su insepulta tiara.
Su insepulta madera blanda el frío pico del hirviente cisne.
Reluce muelle: falsos diamantes; pluma cambiante: terso atlas.
Verdes chillidos: juegan las olas, blanda muerte el relámpago en sus venas.

Ahogadas cintas mudo el labio las ofrece.
Orientales cestillos cuelan agua de luna.
Los más dormidos son los que más se apresuran,
se entierran, pluma en el grito, silbo enmascarado, entre frentes y garfios.
Estirado mármol como un río que recurva o aprisiona
los labios destrozados, pero los ciegos no oscilan.
Espirales de heroicos tenores caen en el pecho de una paloma
y allí se agitan hasta relucir como flechas en su abrigo de noche.

Una flecha destaca, una espalda se ausenta.
Relámpago es violeta si alfiler en la nieve y terco rostro.
Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada.
Polvos de luna y húmeda tierra, el perfil desgajado en la nube que es espejo.
Frescas las valvas de la noche y límite airado de las conchas
en su cárcel sin sed se destacan los brazos,
no preguntan corales en estrías de abejas y en secretos
confusos despiertan recordando curvos brazos y engaste de la frente.

Desde ayer las preguntas se divierten o se cierran
al impulso de frutos polvorosos o de islas donde acampan
los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene.
Los donceles trabajan en las nueces y el surtidor de frente a su sonido
en la llama fabrica sus raíces y su mansión de gritos soterrados.
Si se aleja, recta abeja, el espejo destroza el río mudo.
Si se hunde, media sirena al fuego, las hilachas que surcan el invierno
tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua polvorienta.

Cuerpo del sonido el enjambre que mudos pinos claman,
despertando el oleaje en lisas llamaradas y vuelos sosegados,
guiados por la paloma que sin ojos chilla,
que sin clavel la frente espejo es de ondas, no recuerdos.
Van reuniendo en ojos, hilando en el clavel no siempre ardido
el abismo de nieve alquitarada o gimiendo en el cielo apuntalado.
Los corceles si nieve o si cobre guiados por miradas la súplica
destilan o más firmes recurvan a la mudez primera ya sin cielo.

La nieve que en los sistros no penetra, arguye
en hojas, recta destroza vidrio en el oído,
nidos blancos, en su centro ya encienden tibios los corales,
huidos los donceles en sus ciervos de hastío, en sus bosques rosados.
Convierten si coral y doncel rizo las voces, nieve los caminos,
donde el cuerpo sonoro se mece con los pinos, delgado cabecea.
Mas esforzado pino, ya columna de humo tan aguado
que canario es su aguja y surtidor en viento desrizado.

Narciso, Narciso. Las astas del ciervo asesinado
son peces, son llamas, son flautas, son dedos mordisqueados.
Narciso, Narciso. Los cabellos guiando florentinos reptan perfiles,
labios sus rutas, llamas tristes las olas mordiendo sus caderas.
Pez del frío verde el aire en el espejo sin estrías, racimo de palomas
ocultas en la garganta muerta: hija de la flecha y de los cisnes.
Garza divaga, concha en la ola, nube en el desgaire,
espuma colgaba de los ojos, gota marmórea y dulce plinto no ofreciendo.

Chillido frutados en la nieve, el secreto en geranio convertido.
La blancura seda es ascendiendo en labio derramada,
abre un olvido en las islas, espada y pestañas vienen
a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca impura.
Húmedos labios no en la concha que busca recto hilo,
esclavos del perfil y del velamen secos el aire muerden
al tornasol que cambia su sonido en rubio tornasol de cal salada
busca en lo rubio espejo de la muerte, concha del sonido.
Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el oído.
Si se sienta en su borde o en su frente el centurión pulsa en su costado.
Si declama penetran en la mirada y se fruncen las letras en el sueño.
Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada,
que coloreado espejo sombra es de recuerdo y minuto del silencio.
Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas lloviznadas.
Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el costado.
Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas.

 

 

Oigo hablar

Oigo hablar a un pájaro moteado:
cuacuá.
En la cabeza tres círculos verdes
y los ojitos que abren y cierran la noche.
Las banquetas para los violinistas
y en medio de la pechuga aljamiada
una garrafa saludando como en un minué.
Las levitas y los sombreros
manchados de luna, con alas pequeñas,
corrían a ocultarse detrás de los árboles.
Los violines también detrás de las hojas
crecían escindidos pisados por la escarcha.
El violinista de levita morada exclama:
cuacuá.
Y todos los trombones borrachos en la medianoche
saludaban, alzaban las ventanas,
elevaban por el aire el pelo del violín.
Una pausa y después se oyó:
cuacuá.
Los animales hablaban primero,
el pájaro perfeccionó el diccionario,
la orquesta sólo lo hizo girar, girar,
soltar sus espirales y recogerlas
en la manga con botones heráldicos.
El pájaro en su casaca de abril
nos regaló el lenguaje interpuesto,
el pelo del violín cruzado con el rameado sedoso,
el ojo del pulpo en el ancla al mediodía:
cuacuá.
El violinista con sus pelos angélicos,
impulsados por la orquesta y su tic tac
de escarcha amoratada, saludaba
de nuevo la hoja reverente
y dejaba caer una gota
hidrocéfala con los ojos sangrantes:
cuacuá.

 


 

Rueda el cielo -que no concuerde…

Rueda el cielo -que no concuerde
su intento y el grácil tiempo-
a recorrer la posesión del clavel
sobre la nuca más fría
de ese alto imperio de siglos.
Rueda el cielo -el aliento le corona
de agua mansa en palacios
silenciosos sobre el río
a decir su imagen clara.
Su imagen clara.

Va el cielo a presumir
-los mastines desvelados contra el viento-
de un aroma aconsejado.
Rueda el cielo
sobre ese aroma agolpado
en las ventanas,
como una oscura potencia
desviada a nuevas tierras.
Rueda el cielo
sobre la extraña flor de este cielo,
de esta flor,
única cárcel:
corona sin ruido.

 


 

Sobre un grabado de alquimia china

Debajo de la mesa
se ven como tres puertas
de pequeños hornos,
donde se ven piedras y varas ardiendo,
por donde asoma el enano
que masca semillas para el sueño.
Encima de la mesa
se ven tres cojines grises y azules,
en dos de ellos hay como figuras geométricas
hechas con huevos irrompibles.
Al lado un jarrón sin ornamento.
Pedazos de leña por el suelo.
Un hombre curvado con una balanza
pesa una cesta de almendras.
La varilla de ébano
alcanza de inmediato el fiel.
El hombre que vende
teme a los tres pequeños hornos
que se esconden debajo de la mesa.
Por allí deben salir
las figuras esperadas
que vendrán cuando el pesador
logre el centro de la canasta.
A su derecha el hombre que contempla
absorto al pesador,
juega con unos pájaros.

 

Son diurno

Ahora que ya tu calidad es ardiente y dura,
como el órgano que se rodea de un fuego
húmedo y redondo hasta el amanecer
y hasta un ancho volumen de fuego respetado.

Ahora que tu voz no es la importuna caricia
que presume o desordena la fijeza de un estío
reclinado en la hoja breve y difícil
o en un sueño que la memoria feliz
combaba exactamente en sus recuerdos,
en sus últimas, playas desoídas.

¿Dónde está lo que tu mano prevenía
 y tu respiración aconsejaba?
Huida en sus desdenes calcinados
son ya otra concha,
otra palabra de difícil sombra.
Una oscuridad suave pervierte
aquella luna prolongada en sesgo
de la gaviota y de la línea errante.

Ya en tus oídos y en sus golpes duros
golpea de nuevo una larga playa
que va a sus recuerdos y a la feliz
cita de Apolo y la memoria mustia.
Una memoria que enconaba el fuego
y respetaba el festón de las hojas al nombrarlas
el discurso del fuego acariciado.

 

 

Una fragata, con las velas desplegadas

Las velas se vuelven
picoteadas por un dogo de niebla.
Giran hasta el guiñapo,
donde el gran viento les busca las hilachas.
Empieza a volver el círculo
de aullidos penetrantes,
los nombres se borran, un pedazo
de madera ablandada por las aguas,
contornea el sexo dormilón del alcatraz.
La proa fabrica un abismo
para que el gran viento le muerda los huesos.
Crecen los huesos abismados,
las arenas calientan
las piedras del cuerpo en su sueño
y los huevos con el reloj central.
El alción se envuelve en las velas,
entra y sale en la blasfemia neblinosa.
Parece con su pico
impulsar la rotación de la fragata.
Gira el barco hacia el centro
del guiñapo de seda.
Sopladas desde abajo
las velas se despedazan
en la blancura transparente del oleaje.
Una fragata
con todas sus velas presuntuosas,
gira golpeada por un grotesco Eolo,
hasta anclarse en un círculo,
azul inalterable con bordes amarillos,
en el lente cuadriculado de un prismático.
Allí se ve una fingida transparencia,
la fragata, amigada con el viento,
se desliza sobre un cordel de seda.
Los pájaros descansan
en el cobre tibio de la proa,
uno de ellos, el más provocativo,
aletea y canta.
Encantada cola de delfín
muestra la torrecilla en su creciente.
Hoy es un grabado
en el tenebrario de un aula nocturna.
Cuando se tachan las luces
comienza de nuevo su combate sin saciarse,
entre el dogo de nieblas y la blancura
desesperadamente sucesiva del oleaje.

 

 

Una oscura pradera me convida…

Una oscura pradera me convida,
sus manteles estables y ceñidos,
giran en mí, en mi balcón se aduermen.

Dominan su extensión, su indefinida
cúpula de alabastro se recrea.
Sobre las aguas del espejo,
breve la voz en mitad de cien caminos,
mi memoria prepara su sorpresa:
gamo en el cielo, rocío, llamarada.

Sin sentir que me llaman
penetro en la pradera despacioso,
ufano en nuevo laberinto derretido.

Allí se ven, ilustres restos,
cien cabezas, cornetas, mil funciones
abren su cielo, su girasol callando.
Extraña la sorpresa en este cielo,
donde sin querer vuelven pisadas
y suenan las voces en su centro henchido.

Una oscura pradera va pasando.
Entre los dos, viento o fino papel,
el viento, herido viento de esta muerte
mágica, una y despedida.
Un pájaro y otro ya no tiemblan.