Goiorgio, Marosa di

Reseña biográfica

Poeta uruguaya nacida en Salto en 1934.

Desde 1978 se radicó en Montevideo donde inició su carrera poética en 1954 con su obra «Poemas». Su ascendencia italiana y vasca la convirtió en una poeta singular, cuya obra respondió siempre a las exigencias de su mundo interior, donde la naturaleza, la magia, la mitología y el misterio, se convirtieron en importantes protagonistas.

El conjunto de su obra, reunida en «Los papeles salvajes», se amplió con dos volúmenes que incluyeron «La liebre de marzo», «Mesa de esmeralda», «La falena», «Membrillo de Lusana» y «Diamelas de Clementina Médici».

Sus poemas y relatos fueron traducidos al inglés, francés, portugués e italiano.

Recibió importantes distinciones entre las que se destacan la Beca Fullbright y el Primer Premio del Festival Internacional de Poesía de Medellín en 2001.

Falleció en el año 2004.

A veces, en el trecho de huerta que va desde el hogar…

A veces, en el trecho de huerta que va desde el hogar

a la alcoba, se me aparecían los ángeles.

Alguno, quedaba allí de pie, en el aire, como un gallo

blanco -oh, su alarido-, como una llamarada de azucenas

blancas como la nieve o color rosa.

A veces, por los senderos de la huerta, algún ángel me

seguía casi rozándome; su sonrisa y su traje, cotidianos;

se parecía a algún pariente, a algún vecino (pero, aquel

plumaje gris, siniestro, cayéndole por la espalda

hasta los suelos…). Otros eran como mariposas negras

pintadas a la lámpara, a los techos, hasta que un día

se daban vuelta y les ardía el envés del ala, el pelo,

un número increíble.

Otros eran diminutos como moscas y violetas e iban

todo el día de aquí para allá y ésos no nos infundían miedo,

hasta les dejábamos un vasito de miel en el altar.

De “Historial de las violetas” 1965

Anoche, volvió, otra vez, La Sombra; aunque ya habían pasado…

Anoche, volvió, otra vez, La Sombra; aunque ya habían pasado

cien años, bien la reconocimos. Pasó el jardín violetas,

el dormitorio, la cocina; rodeó las dulceras, los platos blancos

como huesos, las dulceras con olor a rosa.

Tomó al dormitorio, interrumpió el amor, los abrazos; los que

que estaban despiertos, quedaron con los ojos fijos; soñaban,

igual la vieron.

El espejo donde se miró o no se miró, cayó trizado. Parecía

que quería matar a alguno. Pero, salió al jardín. Giraba, cavaba,

en el mismo sitio, como si debajo estuviese enterrado un muerto.

La pobre vaca, que pastaba cerca de la violetas, se enloqueció,

gemía como una mujer o como un lobo. Pero, La Sombra se fue volando,

se fue hacia el sur. Volverá dentro de un siglo.

De “Los papeles salvajes” 1971

Árbol de magnolias…

Árbol de magnolias,

te conocí el día primero de mi infancia,

a lo lejos te confundes con la abuela, de cerca, eres el aparador

de donde ella sacaba el almíbar y las tazas.

De ti bajaron los ladrones;

Melchor, Gaspar y Baltasar;

de ti bajaban los pastores y los gatos;

los pastores, enamorados como gatos,

los gatos, serios como hombres, con sus bigotes y sus ojos de enamorados

Esclava negra sosteniendo criaturitas, inmóviles, nacaradas.

Virgen María de velo negro,

de velo blanco, allá en el patio.

Eres la abuela, eres mamá, eres Marosa, todo eres, con tu

eterna

juventud, tu vejez eterna,

niña de Comunión, niña de novia,

niña de muerte.

De ti sacaban las estrellas como tazas,

las tazas como estrellas.

Estuvo oculto en tus ramos el Libro del Destino.

Te has quedado lejos, te has ido lejos.

Pero, voy retrocediendo hacia ti,

voy avanzando hacia ti.

Te veré en el cielo.

No puede ser la eternidad sin ti.

De “Los papeles salvajes” 1991

Bajó una mariposa a un lugar oscuro…

Bajó una mariposa a un lugar oscuro; al parecer, de

hermosos colores; no se distinguía bien. La niña más chica

creyó que era una muñeca rarísima y la pidió; los otros

niños dijeron: -Bajo las alas hay un hombre.

Yo dije: -Sí, su cuerpo parece un hombrecito.

Pero, ellos aclararon que era un hombre de tamaño natural.

Me arrodillé y vi. Era verdad lo que decían los niños. ¿Cómo

cabía un hombre de tamaño normal bajo las alitas?

Llamamos a un vecino. Trajo una pinza. Sacó las alas. Y un

hombre alto se irguió y se marchó.

Y esto que parece casi increíble, luego fue pintado

prodigiosamente en una caja.

De “La liebre de marzo” 1981

De súbito, estalló la guerra. Se abrió como una bomba de azúcar…

De súbito, estalló la guerra. Se abrió como una bomba de azúcar

arriba de las calas. Primero, creíamos que era juego;

después, vimos que la cosa era siniestra. El aire quedó

ligeramente envenenado. Se desprendían los murciélagos

desde sus escondites, sus cuevas ocultas caían a los platos,

como rosas, como ratones que volvieran del infinito,

todavía, con las alas.

Por protegerlos de algún modo, enumerábamos los seres y las cosas:

“Las lechugas, los reptiles comestibles, las tacitas…”.

Pero, ya los arados se habían vuelto aviones; cada uno, tenía

calavera y tenía alas, y ronroneaba cerca de las nubes, al alcance

de la manos pasaron los batallones al galope, al paso. Se prolongó

la aurora quieta, y al mediodía, el sol se partió; uno fue hacia el este,

el otro hacia el oeste. Como si el abuelo y la abuela se divorciaran.

De esto ya hace mucho, aquella vez, cuando estalló la guerra,

arriba de las calas.

De “Los papeles salvajes” 1991

Domingo a la tarde…

Domingo a la tarde, y voy por el huerto sin recordar cómo salí y llegué hasta acá. El cielo es de oro, deslumbrador, y de los naranjos caen frutas y flores.

Trepo a uno, según mi costumbre antigua. Estoy un rato. Los pájaros saltan de rama en rama. Desciendo. Subo. Tomo una fruta. Al bajar, ya veo un cadáver. Vestido y tendido. Y más allá, otro. Y otro. Por todos lados, aparecen. Vestidos y tendidos. Y cada uno con el hígado destrozado o el corazón. Pero ¿quiénes son? Acaso, no me percaté y hubo una rápida guerra?

En puntas de pie, voy hacia la casa; desolada paso el jardín de celedonias y “conejitos”. Adentro, no queda nadie. Voy a gritar; para qué, si nadie oye. Algunas mariposas chocan en los vidrios.

Sobre la mesa hay un álbum que no conocía; al entremirarlo, veo dibujada la batalla, los cadáveres y las plantas. En blanco y negro. Y en colores. La noche cae de súbito; las luces se encienden solas.

Y aparecen más cadáveres entre las plantas.

Ellos tenían siempre la cosecha más roja, la uva centelleante…

Ellos tenían siempre la cosecha más roja, la uva centelleante.

A veces, al mediodía, cuando el sol embriaga -si no, nunca

nos atreviéramos-, mi madre y yo, tomadas de la mano,

íbamos por los senderos de la huerta, hasta pasar la línea

casi invisible, hasta la vid de los monjes. La uva erguía

bien alto su farol de granos; cada grano era como un rubí

sin facetas con una centella dentro. Ellos estaban aquí y allá

con las sayas negras o rojas, y parecían escudriñar diminutas

estampillas, grandes láminas, o meditar profundamente sobre

el Santo de esos lugares. A nuestro rumor alguno dirigía

hasta nosotras la mirada como una flecha de oro o de plata.

Y nosotras huíamos sin volvernos, temblando bajo

el inmenso sol.

De “Historial de las violetas” 1965

Había nacido con zapatos. Rojos, finos, de taco alto…

Había nacido con zapatos. Rojos, finos, de taco alto,

que fueron la desesperación de todos los que vivimos juntos

en aquel tiempo.

Y en la cara tenía varias dentaduras, y lentes celestes como

el fuego.

Al pasar, por la tarde, parecía el ángel de la devoración con

pie punzó.

Mas, en realidad, amó la luz solar. Comía guindas, llevándose

una a cada boca.

Y sentía temor y amor hacia el Maestro Tigre que llegaba

en la noche a buscar doncellas.

Y nunca la eligió.

De “La liebre de marzo” 1981

La naturaleza de los sueños

Al alba bebía la leche, minuciosamente, bajo la mirada vigilante de mi madre; pero, luego, ella apartaba un poco, volvía a hilar la miel, a bordar a bordar, y yo huía hacia la inmensa pradera, verde y gris.

A lo lejos, pasaban las gacelas con sus caras de flor; parecían lirios con pies, algodoneros con alas. Pero, yo sólo miraba a las piedras, a los altos ídolos, que miraban a arriba, a un destino aciago.

Y, qué podía hacer; tenderme allí, que mi madre no viese, que me pasara, otra vez, aquello horrible y raro.

De “Los papeles salvajes” 1991

Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio…

Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio;

otros, con un breve alarido, un leve trueno. Unos son

blancos, otros rosados, ése es gris y parece una paloma,

la estatua de una paloma; otros son dorados o morados.

Cada uno trae -yeso es lo terrible– la inicial del muerto

de donde procede. Yo no me atrevo a devorarlos; esa carne

levísima es pariente nuestra.

Pero, aparece en la tarde el comprador de hongos y

empieza la siega. Mi madre da permiso. El elige como un

águila. Ese blanco como el azúcar, uno rosado, uno gris.

Mamá no se da cuenta de que vende a su raza.

De “Los papeles salvajes” 1971

Los leones rondaban la casa…

Los leones rondaban la casa.

Los leones siempre rondaron.

Siempre se dijo que los leones rondaron siempre.

Parecían salir de los paraísos y el rosal.

Los leones eran sucios y dorados.

Ellos eran muy bellos.

Los ojos como perlas. Y un broche brillante en el pecho

entre aquel pelo áureo.

Los leones entraron a la casa.

Corrimos a esconder los floreros de sal, de azúcar, el cometa

Halley, las queridísimas sábanas nevadas, la

colección

estampillas. Y a traer los sudarios.

Los leones eran al mismo tiempo, presentes e invisibles, al

mismo tiempo, visibles e invisibles.

Se oía el rumor de la leche que robaban, el clamor de la miel

y la carne que cortaban.

Llevaron hacia afuera a la abuela oscura, la que tenía una

guía de rositas alrededor del corazón.

Y la comieron fríamente. Como en un simulacro.

Y -como si hubiese sido un simulacro!- ella tornó a la

casa y dijo: -Los leones rondaron siempre. Están delante

de los paraísos y el rosal. Dijo: -Los leones están acá.

De “Mesa de esmeralda” 1985

Me acuerdo de los repollos acresponados, blancos -rosas…

Me acuerdo de los repollos acresponados, blancos -rosas

nieves de la tierra, de los huertos-, de marmolina, de la

porcelana más leve, los repollos con los niños dentro.

Y las altas acelgas azules.

Y el tomate, riñón de rubíes.

Y las cebollas envueltas en papel de seda, papel de fumar,

como bombas de azúcar, de sal, de alcohol.

Los espárragos gnomos, torrecillas del país de los gnomos.

Me acuerdo de las papas, a las que siempre plantábamos en

el medio un tulipán.

Y las víboras de largas alas anaranjadas.

Y el humo del tabaco de las luciérnagas, que fuman sin reposo.

Me acuerdo de la eternidad.

De “Historial de las violetas” 1965

Mi alma es un vampiro grueso, granate, aterciopelado…

Mi alma es un vampiro grueso, granate, aterciopelado. Se

alimenta de muchas especies y de sólo una. Las busca en la

noche, la encuentra, y se la bebe, gota a gota, rubí por rubí.

Mi alma tiene miedo y tiene audacia. Es una muñeca grande,

con rizos, vestido celeste.

Un picaflor le trabaja el sexo.

Ella brama y llora.

Y el pájaro no se detiene.

De “Obra completa ” 2005

Misa del árbol

Al despegarse del árbol tomó por la callejuela, que iba empinada y en tramos y hechas con baldosas rudas. Al rato, pasaban las mujeres; jóvenes y viejas eran iguales bajo los negros hábitos y la trenza.

Al que las partía por la mitad desde la nuca al ano.

Vio que eran flacas como bien sabía. Con pechos gruesos, aunque no se veía. Algunas los llevaban sueltos y expuestos. Había tenido varias. Esa tarde iba de caza, también. Ellas, como siempre, no lo miraban. El sol estaba aún radioso.

De pronto, una se perfiló en la altura, luego se puso de frente y empezó a bajar. Él empezó a esperarla. Como si hubiese salido a esperar a Una.

Cuando Una estuvo más cerca, se encandiló. Se dijo: -Quiero atrapar a Una.

Ella pasó delante de él y para mejor vio que bajo el pollerón negro, relampagueaba una enagua de papel rosado. Los vuelos de la enagua hacían un bisbiseo, un susurro. Como si la enagua fuera el diablo. -Una -le dijo- Venga a mí, coneja, señora Una. Venga al árbol.

A las veras estaban los tazones, (del tiempo de las reinas), era porcelana transparente, con un zapallo dentro, una albahaca, un cebollón emperlado. Él vio eso vagamente, como si todo hubiese quedado ya sin precisar.

Señora Una miraba en otro jarrón y miraba mucho:

-Tiempo Violena, dijo. Y él no añadió nada. Pero adentro de eso, del jarrón, iba una caballa con caracolillos insertos que se la comían viva. Tal vez, dijo él, esto a la señora caballa dé placer. Es casi seguro que los caracolillos, al comerla, hacen de maridos.

(Y ¿cómo habría nacido esa caballa? ¿Habría llovido? No lo percibió).

La pálida mujer opinó que sí, que la señora caballa tendría gusto en eso. Que ella era de buen oído y la oía gemir.

Su cara era en forma de almendra. Llevaba desde la oreja colgada la consabida cuchara de té. Es una virgen, entonces. Qué almíbar. Pero, no dejó de temer.

-Venga, señora. El árbol está cerca. Allá podrá quitarse los negros velos, decía sin sacar ojo de lo que había debajo, el revoltijo hechizado, el vuelo de las hortensias.

Con leves pies ella iba saltando hacia abajo, al parecer, justamente adónde él ansiaba llevarle. ¡Con qué facilidad la traigo! se decía.

Le dijo llamarse Manto -mintió como siempre, sonrió para sí- y tener una maravilla para ella.

Tendió los dedos y tocó la gasa incendiada, volante. Ella se estremeció. Como si la hubiese tocado allí adentro.

Las jarras con flores y gruesas caballas se sucedían a los costados.

Él iba un poco detrás de Una (sin comprometerse) que no hablaba casi nada; a ratos, se mordía los labios.

Comenzó, como era lógico, a anochecer.

-Es raro que no pase más nadie -comentó ella y fue lo único que habló durante todo el rato.

-Es una suerte, pensó él.

En realidad, parecía haberse acabado ya todo, de un modo singular.

Él, algo perplejo, indicó: -Llegamos a mi habitación. Es allí. Es esa planta.

Ella se dirigió a la planta como si la conociese, estuviera segura de algo. Quedó de pie. El viento le levantó el vestido, se lo llevó cerca del óvalo y quedó fuera la enagua rosa, el color de las fresias.

Pero, ¿qué significa todo eso?

Él ordenó con una sonrisa arriba del bigote:

-Arrodíllese, señora. Oremos. Es bueno rezar antes. Porque después se peca tanto. Que a eso vinimos. Como usted sabrá. A pecar. La miró. Ella asintió apenas.

Así se hizo; rezaron un poco. Señora Una parecía de almendra, que le hubiesen quitado la piel marrón y estuviese blanca y expuesta.

Él le preguntó: – ¿Le duele algo? ¿Está bien, señora? ¿No tiene padres?

Sobre esto escuchó.

A todo respondía vagamente, con un leve movimiento de boca que no se sabía que era. En un instante tuvo intenciones él de deshacerse ese fardo místico, que se fuese por la escalinata, por el aire de donde había surgido.

El árbol se iba entretanto prendiendo despacio, se iba volviendo de hilos rubí; se le aparecían unas pajarillas rígidas, apenas vivas, que movían apenas la cabeza, y eran de todos colores, a cuál más luciente. Y entre ellas unas varas rectas de azul violeta con globos lilas. Todo rígido y resplandeciente.

Querida Una estaba tendida en la mesa; era en el pasto pero parecía la mesa, como esperando el regalo, sin mayor apuro ni sorpresa.

Él tironeaba de la enagua en flor advirtiendo con espanto, que la enagua procedía de ella; estaba hecha de la misma leve carne, sujeta con pedúnculos vivos a todo el cuerpo.

Era una gran enagua sexual, todo de ovarios, todo de clítoris recios, como pimpollos de rosas rojas en hilera.

-Está usted colmada… Hay muchos, varios, le decía él, triste -sin saber por qué- y gozosamente. buscaba enceguecido entre todo, entre todo el vuelo, el nervio central que atacar.

Lástima que ella no guiase en nada. Era terrible aquel delantal.

Y el árbol que se hacía inminente, que casi estorbaba con su mascarilla. ¿Por qué se habría puesto así tan guarnecido y tan rígido?

La almendra tendida en el piso esperaba. Quizá qué. Él escudriñó el viso hecho de rosas moradas. La luz del árbol caía sobre las rosas. En el árbol se encendían lirios catedralicios, que no ayudaban en nada. Al contrario.

La trenza de ella se había deshecho secretamente. Estaba todo el pelo bajo de ella como una frazada de seda.

¡Qué momentos!

Él le preguntó si no había estado casada. Ella le contestó que muy poco, un rato.

¿Cómo muy poco? ¿Cómo un rato?

-Un ratito. Y hace mucho, mucho, señor. Agregó Una.

Él buscó con su cuchillo sexual entre todo lo del viso buscando la almeja céntrica. Ella se estremecía como si la hubiese atado al cielo.

Pero a la vez parecía lejos como si no fuese ella. Él pensaba como siempre. Habrá tenido otros maridos. Todas tienen. Y le buscó la caravana que ya no estaba, tal si ella dijese: Ahora, sí, la quito.

Este detalle leve apresuró a él, la acomodó a su gusto, a su interés, ella caía de espaldas, se quedaba como de papel. Las manos se le volvían ramos.

En ese instante surgió lo que buscaba. Las dos valvas crípticas, perfumadas y de grana; tuvo miedo que se le esquivasen otra vez entre los tules y demás cosillas de fuego de la enagua. La sujetó bien e hincó el puñal. Ella dio un leve ay. El pimpollo hizo un leve plop como si se cruzaran dos papeles.

Había desde el árbol un sonido.

Ella parecía ajena a todo. Pero seguía viniendo un leve rumor de pericos y de lirios.

-¿No escucha nada? dijo él. ¿Es todo de flor, señora? Acabo de comerle la rosita. ¿Le gustó? Veo que tiene muchas.

Vaciló. Subió a mirarle los senos. Se había olvidado de eso que nunca olvidaba; miró. Grosos, bellos. Y habían quedado fuera. Con ellos no copuló.

Le miró la cara que se mecía un poco. Estaba dormida. Tenía un ojo cerrado. El otro ojo confuso y abierto, le decía: Prosiga señor, no siga. Señor, prosiga.

Él miró el árbol, rojo de misa. Era incomprensible, pero dudaba. ¿Sentarse otra vez a seguir? Cruzó la callejuela, y como no supo bien que hacer, miró los vasos (de un tiempo de reinas), en unos salía la flor de zapallo y seguía viaje. En otro bogaba una caballa pasada por un pez largo.

Misal de la virgen

-Usted nunca tuvo hijos.

-No. Aunque, un día, cuando era chica, surgieron de mí, de mi pelvis, tres

lagartos. En cartílago grueso y anillado. Tres.

-Eh.

-Sí. Iban por la hierba. Al parecer tenían ojos, pero no pude saberlo. Se

hundieron en el piso.

-Oh.

-Pero antes oí un alarido, como si dijesen: ¡Mamá! ¡Ay, madre! ¡Ay!

-Oh.

-No volvieron nunca. En el momento de la parición, salían de mis pechos (del

izquierdo y del derecho), una gotita de sangre y una gotita de leche.

-…!

Y ella quedó impasible. Y aunque era completamente blanca, pareció lo que

siempre había parecido:

Una princesa india, abajo de su anacahuita.

De “Obra completa ” 2005

Poema X

Este melón es una rosa,

este perfuma como una rosa,

adentro debe tener un ángel

con el corazón y la cintura siempre en llamas.

Este es un santo,

vuelve de oro y de perfume

todo lo que toca;

posee todas las virtudes, ningún defecto,

Yo le rezo,

después lo voy a festejar en un poema.

ahora, sólo digo lo que él es:

un relámpago,

un perfume,

el hijo varón de las rosas.

De “Magnolia” 1965

Yendo por aquel campo, aparecían, de pronto…

Yendo por aquel campo, aparecían, de pronto, esas extrañas

cosas. Las llamaban por allí, virtudes o espíritus. Pero, en

verdad eran la producción de seres tristes, casi inmóviles,

que nunca se salían de su lugar.

Estancias al parecer, del otro mundo, y casi eternas,

porque el viento y la lluvia las lavaban y abrillantaban, cada

vez más. Era de ver aquellas nieves, aquellas cremas,

aquellos hongos purísimos… Esos rocíos, esos huevos,

esos espejos.

Escultura, o pintura, o escritura, nunca vista, pero, fácilmente

descifrable.

Al entreleerla, venía todo el ayer, y se hacía evidente

el porvenir.

Los poetas mayores están allá, donde yo digo.

De “Clavel y tenebrario” 1979