García Montero, Luis

Reseña biográfica

Poeta y ensayista español nacido en Granada en 1958.

Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Granada, obtuvo su Doctorado en la misma Universidad con una tesis sobre Rafael Alberti con quien lo unió una gran amistad.

Es uno de los poetas más significativos de la poesía española de hoy. Actualmente es profesor titular del departamento de Filología Española de la Universidad de Granada. Es además de prestigioso poeta, un consagrado ensayista y columnista de opinión.

Entre los numerosos premios que jalonan su brillante carrera, se destacan el premio Federico García Lorca, el premio Ciudad de Sevilla, el premio Loewe, el Adonais y el Premio Nacional de Poesía en 1995. En 1999 estuvo nominado para el premio Cervantes, máximo galardón de las letras españolas.

Su obra poética consta de los siguientes volúmenes:

«Y ahora ya eres dueño del puente de Brooklyn» y «Tristia» en 1980, «El jardín extranjero» en 1983, «Rimado de ciudad» en 1985, luego publicó «Diario cómplice» en 1987, «Las flores del frío» en 1991, «Habitaciones separadas» en 1994, «Casi cien poemas» en 1997, y «Completamente viernes en 1998».

Bajo la luz quemada…

Bajo la luz quemada,

tienen frío los ojos con que buscas

estas horas de octubre

y su jardín manchado de ginebra,

hojas secas, silencios

que de nosotros hablan al caerse.

Porque si ya no existe,

aunque nadie se ocupe de sus solemnidades,

hay noches en que llega la verdad,

ese huésped incómodo,

para dejarnos sucios, vacíos, sin tabaco,

como en un restaurante de sillas boca arriba

ya punto de cerrar.

-Nos están esperando.

Nada sé contestarte,

sólo que soy consciente de mi propia ironía,

porque el hombre es un lobo también consigo mismo

-Nos están esperando.

Negras y en alto, buitres silenciosos,

nos esperan las nubes en la calle.

Cabo Sounion

Al pasar de los años,

¿qué sentiré leyendo estos poemas

de amor que ahora te escribo?

Me lo pregunto porque está desnuda

la historia de mi vida frente a mí,

en este amanecer de intimidad,

cuando la luz es inmediata y roja

y yo soy el que soy

y las palabras

conservan el calor del cuerpo que las dice.

Serán memoria y piel de mi presente

o sólo humillación, herida intacta.

Pero al correr del tiempo,

cuando dolor y dicha se agoten con nosotros,

quisiera que estos versos derrotados

tuviesen la emoción

y la tranquilidad de las ruinas clásicas.

Que la palabra siempre, sumergida en la hierba,

despunte con el cuerpo medio roto,

que el amor, como un friso desgastado,

conserve dignidad contra el azul del cielo

y que en el mármol frío de una pasión antigua

los viajeros románticos afirmen

el homenaje de su nombre,

al comprender la suerte tan frágil de vivir,

los ojos que acertaron a cruzarse

en la infinita soledad del tiempo.

Canción 19 horas

¿Quién habla del amor? Yo tengo frío

y quiero ser diciembre.

Quiero llegar a un bosque apenas sensitivo,

hasta la maquinaria del corazón sin saldo.

Yo quiero ser diciembre.

Dormir

en la noche sin vida,

en la vida sin sueños,

en los tranquilizados sueños que desembocan

al río del olvido.

Hay ciudades que son fotografías

nocturnas de ciudades.

Yo quiero ser diciembre.

Para vivir al norte de un amor sucedido,

bajo el beso sin labios de hace ya mucho tiempo,

yo quiero ser diciembre.

Como el cadáver blanco de los ríos,

como los minerales del invierno,

yo quiero ser diciembre.

Canción amarga

En la cara lleva

tres años perdidos

y el frío de las seis de la mañana.

Van a partirte el corazón.

De pronto

la luz apagada,

los pasillos turbios,

la puerta que clava su ruido en la espalda.

Van a partirle el corazón.

Y arrastra

una cadena oscura

de pasiones heladas,

ese frío que cabe solamente

detrás de una palabra.

Y yo la veo caminar,

despacio,

perderse en lo que anda,

fugitiva tristeza que va y viene

de la sombra a la puerta de mi casa.

La luz artificial deja en la calle

el temblor silencioso

de tres barcas ancladas.

cuando ella cruza por mi lado siento

como un golpe de remos

y un murmullo de agua.

Canción de aniversario

“…incómodos

de no sentir el peso de los años”.

J. Gil de Biedma

Son

extrañamente hermosos todavía,

estos labios de hace ahora tres años

y me parece inédito

el gesto de tu beso,

este llegar aquí cada vez más tranquilo,

con la serenidad

del que tiene por cómplice la vida

y su rutina.

Hoy sabemos que entonces,

cuando tus veinte años y mi primer abrazo,

empezamos por ser

sobre todo indecisos: la tímida torpeza

de la primera noche

y la dificultad

con que dejar las manos

en el hábito infiel de nuestros vicios.

Ahora

extrañamente hermoso estar aquí,

demasiado a menudo y decididos,

incómodo

de no sentir el peso de los años

aprendiendo contigo la premeditación

y escribiendo en tu piel mi alevosía.

Porque suele haber bancos donde se espera siempre,

aceras que prefieres por costumbre

o líneas de autobús al mediodía.

Y sin embargo tú

reapareces inédita en tu gesto

para decirme hoy

que le conteste al tiempo y sus preguntas

el práctico saber que tienes de mi cuerpo.

Canción de brujería

Señor compañero, Señor de la noche,

haz que vuelva su rostro

quien no quiso mirarme.

Que sus ojos me busquen

sostenidos y azules

por detrás de la barra.

Que pregunte mi nombre

y se acerque despacio

a pedirme tabaco.

Si prefiere quedarse,

haz que todos se vayan

y este bar se despueble

para dejarnos solos

con la canción más lenta.

Si decide marcharse,

que la luna disponga

su luz en nuestro beso

y que las calles sepan

también dejarnos solos.

Señor compañero, Señor de la noche,

haz que no cante el gallo

sobre los edificios,

que se retrase el día

y que duren tus sombras

el tiempo necesario.

El tiempo que ella tarde en decidirse.

De “Habitaciones separadas”

Como cada mañana

Ahora sé

que estas calles nos han hecho solitarios

y nuestro corazón

tiene el pulso amarillo

de las maderas lentas de un tranvía.

Sobre su cuerpo viejo

andábamos despacio, de forma irregular,

con una simetría parecida a los árboles.

Era hermoso acudir

cada mañana

y respetar la cita con la hiedra

del muro,

los ropajes cansados de las casas estrechas

y de las calles sucias. Agradable

cruzar sobre algún puente,

detenerse lo exacto

para ver cómo el agua discute en las orillas.

En su jardín olimos

los primeros inviernos, su curso indefinido

por entre las palmeras.

Casi nadie pasaba,

sólo había

cuarenta sillas rojas

de los bares cerrados y alguna soledad

definitiva.

Durante muchos años,

durante tantos días que pasaron

el uno tras el otro,

el deber era un cierto paseo solitario,

la cita con un rumbo que sólo desviamos

para pisar las horas que caían,

los sueños que faltaban,

la superficie helada de los charcos,

para saltar los setos

o besamos las uñas moradas por el frío.

Y llegando a la puerta solíamos comprar

pequeños caramelos de nata o de violetas.

Entrábamos por fin para mezclamos

como cada mañana de la vida

con el paso cansado, los azulejos fríos

de un mundo hecho en latín

y números romanos.

Ahora sé

que en aquella ciudad deshabitada

la gente andaba triste,

con una soledad definitiva

llena de abrigos largos y paraguas.

Como el primer cigarro…

Como el primer cigarro,

los primeros abrazos. Tú tenías

una pequeña estrella de papel

brillante sobre el pómulo

y ocupabas la escena marginal

donde las fiestas juntan la soledad, la música

o el deseo apacible de un regreso en común,

casi siempre más tarde.

Y no la oscuridad, sino esas horas

que convierten las calles en decorados públicos

para el privado amor,

atravesaron juntas

nuestras posibles sombras fugitivas,

con los cuellos alzados y fumando.

Siluetas con voz,

sombras en las que fue tomando cuerpo

esa historia que hoy somos de verdad,

una vez apostada la paz del corazón.

Aunque también se hicieron

los muebles a nosotros.

Frente a aquella ventana -que no cerraba bien-

en una habitación parecida a la nuestra,

con libros y con cuerpos parecidos,

estuvimos amándonos

bajo el primer bostezo de la ciudad, su aviso,

su arrogante protesta. Yo tenía

una pequeña estrella de papel

brillando sobre el labio.

Conversaciones

Como el primer cigarro,

los primeros abrazos. Tú tenías

una pequeña estrella de papel

brillando sobre el pómulo

y ocupabas la escena marginal

donde las fiestas juntan la soledad, la música

o el deseo apacible de un regreso en común,

casi siempre más tarde.

Y no la oscuridad, sino esas horas

que convierten las calles en decorados públicos

para el privado amor,

atravesaron juntas

nuestras posibles sombras fugitivas

con los cuellos alzados y fumando.

Siluetas con voz,

sombras en las que fue tomando cuerpo

esa historia que hoy somos de verdad,

una vez apostada la paz del corazón.

Aunque también los muebles

se hicieron a nosotros.

Frente a aquella ventana -que no cerraba bien-,

en una habitación parecida a l a nuestra,

con libros y con cuerpos parecidas,

estuvimos amándonos

en el primer bostezo de la ciudad, su aviso,

su arrogante protesta. Yo tenía

una pequeña estrella de papel

brillando sobre el labio.

Confesiones

Yo te estaba esperando.

Más allá del invierno, en el cincuenta y ocho,

de la letra sin pulso y el verano

de mi primera carta,

por los pasillos lentos y el examen,

a través de los libros, de las tardes de fútbol,

de la flor que no quiso convertirse en almohada,

más allá del muchacho obligado a la luna,

por debajo de todo lo que amé,

yo te estaba esperando.

Yo te estoy esperando.

Por detrás de las noches y las calles,

de las hojas pisadas

y de las obras públicas

y de los comentarios de la gente,

por encima de todo lo que soy,

de algunos restaurantes a los que ya no vamos,

con más prisa que el tiempo que me huye,

más cerca de la luz y de la tierra,

yo te estoy esperando.

Y seguiré esperando.

Como los amarillos del otoño,

todavía palabra de amor ante el silencio,

cuando la piel se apague,

cuando el amor se abrace con la muerte

y se pongan mas serias nuestras fotografías,

sobre el acantilado del recuerdo,

después que mi memoria se convierta en arena,

por detrás de la última mentira,

yo seguiré esperando.

Dedicatoria

Si alguna vez la vida te maltrata,

acuérdate de mí,

que no puede cansarse de esperar

aquel que no se cansa de mirarte.

Déjame, pensamiento, déjame…

Déjame, pensamiento, déjame,

mañana seré tuyo,

volveré a ser tu presa.

Pero hoy,

mientras la luz araña en los árboles y pide

una oportunidad,

quiero que me recoja la inútil primavera.

A la casa del frío

regresaré mañana, cuando el tiempo

exponga sus razones

y el corazón pregunte

lo que falta por ver,

cuántos latidos

pueden quedarle para detenerse.

El amor

Las palabras son barcos

y se pierden así, de boca en boca,

como de niebla en niebla.

Llevan su mercancía por las conversaciones

sin encontrar un puerto,

la noche que les pese igual que un ancla.

Deben acostumbrarse a envejecer

y vivir con paciencia de madera

usada por las olas,

irse descomponiendo, dañarse lentamente,

hasta que a la bodega rutinaria

llegue el mar y las hunda.

Porque la vida entra en las palabras

como el mar en un barco,

cubre de tiempo el nombre de las cosas

y lleva a la raíz de un adjetivo

el cielo de una fecha,

el balcón de una casa,

la luz de una ciudad reflejada en un río.

Por eso, niebla a niebla,

cuando el amor invade las palabras,

golpea sus paredes, marca en ellas

los signos de una historia personal

y deja en el pasado de los vocabularios

sensaciones de frío y de calor,

noches que son la noche,

mares que son el mar,

solitarios paseos con extensión de frase

y trenes detenidos y canciones.

Si el amor, como todo, es cuestión de palabras,

acercarme a tu cuerpo fue crear un idioma.

El bar de siempre

Ocurre pocas veces,

apenas en la noche del eco tormentoso

o en el amanecer de luz dañada

como en la oscuridad

y más nocturna.

El humo de mis huellas

se apodera del tiempo, de mi tiempo

envuelve las arañas melancólicas

de los ojos cansados,

sube por las paredes de un sueño mal vivido,

y se llena de voces,

de sillas descoladas y melodías sucias

igual que ceniceros,

igual que un pasadizo

a medio consumir,

hasta que mi conciencia

consigue recordarme

un invierno de nubes primitivas,

como si fuera el bar de siempre.

Por detrás de la barra,

los camareros juegan a las sombras.

De todos los lugares del pasado

la memoria prefiere,

en ese amanecer o en esa noche,

el rincón donde viven

los antiguos, inútiles futuros,

y me levanto de la mesa

de los buenos amigos

para abrazarme a lo que ya no existe,

para darle la mano a los remordimientos,

para cruzar por las conversaciones

donde se habla de mí,

de la parte más negra del infierno que soy,

de las mentiras de mi nombre,

de mi violencia

y mis asesinatos.

Cuando llego a la barra,

después de haber surgido del recuerdo

como puede surgir una serpiente

por la historia vacía de su piel,

alguien cambia de música,

una canción de amor,

y la mujer que sabe de la niebla

me descubre las turbias hazañas de mi vida,

sin esfuerzo ninguno

para ser convincente.

Pero no le hace falta. Igual que a los demás,

ha venido a creérmela,

y le digo que sí, que estaba yo también

en el lugar del crimen, de mi crimen,

justo detrás de ella.

Pude ver con mis ojos

las heridas firmadas por mi mano.

Ocurre pocas veces.

Son ojos más nocturnos que la noche.

La verdad es que suelo

abrir las ventanas

para que corra el aire,

y persigo la luz, cuando ella puede

tener de hospitalario,

y más que mis certezas

valoro un contrapunto de nostalgia,

esa debilidad del corazón

que confía en nosotros

Una rosa debajo de la almohada.

De “La intimidad de la serpiente”

El lugar del crimen

Más allá de la sombra

te delatan tus ojos,

y te adivino tersa,

como un mapa extendido

de asombro y de deseo.

Date por muerta

amor,

es un atraco.

Tus labios o la vida.

El poder envejece

Ella me besa, marca la sonrisa

y viaja por los labios al pasado

con el adorno de sus sentimientos,

lujosa y encendida como un árbol

de navidad, paloma

de amistades difíciles

que abriga con recuerdos lo que duele

por demasiado frío en el presente.

Ayer te vimos por televisión,

no vas a cambiar nunca.

Él mide las palabras y me tiende la mano:

hubiese preferido no encontrarme.

Seguro como un pino del norte en su montaña,

vigila los recodos, las umbrías,

y sólo se interesa por el rumbo

que la vida nos marca.

Yo no pienso en traiciones, en el sucio

prestigio de sus manos.

Únicamente veo

estos ojos de halcón y me pregunto:

¿qué pensarán de mí?

Calle arriba, después, al despedirnos,

mi cuerpo reflejado se detiene

en los escaparates,

y con necesidad de asegurarse,

por encima de objetos de regalo,

abrigos, maletines de piel, televisores,

levanta el dedo y con temor me dice:

no vas a cambiar nunca, no vas a cambiar nunca.

En los días de lluvia

A Mari Carmen

Sabrás por la presente que empeoré de vida.

Mariano Maresca

Más o menos extraña

la vida fue pasando tibiamente

por tu cuerpo y el mío.

Oigo la lluvia fría amontonarse

sobre las uralitas

y la noche me atrapa

en el sudor eterno de su tranquilidad.

Tal vez

debiera despertarte, hacerte compartir

este presentimiento

de lejana belleza

con el que me confundo apenas un instante

para volver a ti

que te abandonas

a la hermosa presencia

de tu respiración.

Pasan lentos los coches.

Oigo también

tu corazón lejano

pasar de madrugada entre la lluvia

y me asusta la sombra

de tanta intimidad.

Es tarde.

Uno escribe su vida en un poema,

analiza el amor

y se acostumbra

a seguir como está, junto a tu cuerpo

que quizá me recuerde todavía

desnudo entre las sábanas,

o las noches de lluvia nos confirman

que la vida, posiblemente hermosa,

no siempre es un asunto disponible

y que a veces resulta incluso mucha,

temible como ahora,

mientras que tengo miedo de besarte al azar.

Lo sé. Hemos sido extranjeros

hablándonos por señas demasiado cercanas,

ansiosos en las calles

de una nueva ciudad,

esperando tal vez que nos fotografíen

delante de este amor y de sus cicatrices,

eso que confundimos con nuestros sentimientos

o acaso

-en noches de locura-

con una sensación de humedad en los ojos.

Pero en pocas palabras se resumen

casi todos los días,

sus sílabas contadas en mis versos

y la felicidad.

Tibiamente los años

nos descubren

que nada existe ya sin tu sudor y el mío,

que somos todavía demasiado solemnes

cuando nos sorprendemos

temblando de pasión,

llenos de instinto mal disimulado.

Por eso, mientras llueve,

agradezco tu cuerpo entre las sábanas

y esta pasión desierta

de acariciar tus muslos,

más o menos extraños

y hermosos como un sueño

que acaba de llegar.

II

Noviembre

puede ser una conquista,

porque vuelve otra vez

sobre los toldos,

las horquillas de nácar imitado,

los abrigos baratos de entretiempo

donde tú te escondías

de pronto y mi deseo.

Y vuelve

con la torpe paciencia de la fidelidad,

como la melodía

de una vieja canción que recordamos.

Ya sabes que el otoño,

además del plumaje

mojado

de los árboles,

además de la luz y de esta tierra,

era una cita rota, perdida entre nosotros.

Ahora

se nos abraza el tiempo débilmente a las piernas,

rompiéndonos el paso, alargando las hojas

de las enredaderas,

mientras todo es igual y nos anuncia

aquel viejo recuerdo confuso de las horas,

aquellas caravanas

de días sin sentido

que pasaban zumbando delante de los ojos,

que trajeron consigo

solamente dos cuerpos amándose o temiendo.

Y no es ya la costumbre de acercarme,

cogerte la cintura, desearte

con un deseo azul como un viento tranquilo

o pasear despacio

cuando pesan las hojas debajo de los pies

y las campanas crujen

prendidas en los árboles.

Y no es ya la costumbre de seguirte,

de aprender a pararme en los escaparates

y oír tu voz llegar, volcarse en el oído

salvando la distancia

que cabe entre dos cuerpos.

Era la vida entonces

la que nos recordaba,

con las claras sirenas de sus barcos

y su bisutería,

que seguía latiendo quizás entre nosotros,

deshecha,

nublada y pasajera

como el esperma seco

sobre la piel ya fría

que tanto hemos amado y casi siempre.

O tal vez preferimos

una feria de amor donde encontrarnos

para llegar a ver

lo nunca visto.

No sabes que tu cuerpo,

en las noches sin tiempo como ésta,

se confunde de pronto con el amanecer,

lo detiene dormido junto a mí.

Pero noviembre vuelve

con la torpe paciencia de la fidelidad

(las huellas del amor sobre los hombros

como una caravana de detalles confusos),

y acaso pueda ser una conquista,

porque todo es más claro.

Yo recuerdo

los primeros abrazos, solitarios,

a la pared pegados,

huyendo de la lluvia

de una vieja ciudad,

recién enamorados todavía,

felices y nerviosos.

O la humedad imprevista de tu pelo

empapado de amor y de tormenta

en los campos abiertos

igual que nuestros cuerpos a la furia de agosto.

Y las noches de paz malhumorada

donde el amor pugnaba sobre el frío,

tiritando debajo de las nubes

sobre un lecho de escarcha.

Y recuerdo

la lluvia mansa, lenta, que araña los cristales

como araño tu piel,

de la misma manera que el tiempo nos araña

una vez descubierto

que también es hermoso amarse en la memoria

y en la complicidad.

Abramos el balcón,

aullémosle a la luna

estirados de cuerpo para arriba,

hermosos como lobos

que ahora entienden el rumbo del que vienen,

que ahora saben el tiempo en el que habitan.

Es una luz distinta

la de estos contornos.

Sobre tu piel se aplastan

las gotas de la lluvia

y la tierra se extiende manchada como un tigre.

III

Nos visita el amor. Tiene la casa

una memoria ciega

de sol sobre los brazos

y la pasión desierta de hierbas por la piel.

Debemos abrazamos seriamente

esta mañana gris de todas las nostalgias

y pactar con la luz

que empieza a incomodamos

debajo de las puertas

como un mirón secreto al que hay que soportar.

Son demasiadas cosas.

Se ve que el tiempo vuela indiferente,

ajeno entre nosotros

que hemos hablado tanto de la vida

para llegar a tiempo a sus ojos abiertos,

a su pezón rosado

ya la bóveda hermosa de los cuerpos

que buscábamos juntos,

atropelladamente,

abriendo cremalleras

con la impaciencia propia de los enamorados.

El sol

que parece la carne dudosa de tus labios

se avecina reptando y me recuerda

que es posible de nuevo recorrernos

mientras se apagan lentas las últimas estrellas.

Antes de que nacieras y de que yo naciese

alguien debió vivir estas habitaciones,

sufrirlas solamente igual que las semanas,

poblarlas de deseos realizados a medias.

Gentes de soledad.

Acaso todo valga

si algún día…

Nosotros

ya nada hemos fundado, ni siquiera un hogar.

Es más sabio el amor cuando amanece,

cuando ya empieza a oírse la mañana,

por el camino largo, desierto de tu piel.

Esa luna color de viejo saxofón…

Esa luna color de viejo saxofón

me retendrá en París.

Esa luna color de vieja mariposa,

de alma vieja buscando sobre el viento

ojos para mirar el fin de siglo,

gatos que son las dudas de la noche.

Tiéndete junto a mí. Despierta en la memoria

esa inquietud que guardan los que acaban de amarse,

la imperceptible prisa de los labios

que buscaron un cuello donde apoyar su aliento.

Y déjame mirarte, frente a frente,

con estos mismos ojos orientales

que utiliza el amor para observamos.

Ese perdido reino…

Ese perdido reino

donde cualquier política tiene forma de beso,

de cicatriz privada

detrás de los abrazos,

nos está dominando con sus sueños,

de distancia a distancia.

Quiero que te levantes

con la misma impaciencia que los árboles,

creciendo hasta lo exacto

para rozar mis labios, para buscar en ellos

la humedad sin la lluvia.

Sé que descubriremos

siluetas desnudas por la casa,

recuerdos visitantes,

fantasmas de una noche sin verano,

que andarán en nosotros y pedirán su cuenta,

porque la oscuridad, como un espejo,

nos devuelve la imagen que le damos.

Pero conozco todas las preguntas

que no sé contestarte,

el cuerpo en donde viven las interrogaciones,

tu sueño en los pañuelos, como de haber llorado.

Está solo. Para seguir camino…

Está solo. Para seguir camino

se muestra despegado de las cosas.

No lleva provisiones.

Cunado pasan los días

y al final de la tarde piensa en lo sucedido,

tan sólo le conmueve

ese acierto imprevisto

del que pudo vivir la propia vida

en el seguro azar de su conciencia,

así, naturalmente, sin deudas ni banderas.

Una vez dijo amor.

Se poblaron sus labios de ceniza.

Dijo también mañana

con los ojos negados al presente

y sólo tuvo sombras que apretar en la mano,

fantasmas como saldo,

un camino de nubes.

Soledad, libertad,

dos palabras que suelen apoyarse

en los hombros heridos del viajero.

De todo se hace cargo, de nada se convence.

Sus huellas tienen hoy la quemadura

de los sueños vacíos.

No quiere renunciar. Para seguir camino

acepta que la vida se refugie

en una habitación que no es la suya.

La luz se queda siempre detrás de una ventana.

Al otro lado de la puerta

suele escuchar los pasos de la noche.

Sabe que le resulta necesario

aprender a vivir en otra edad,

en otro amor,

en otro tiempo.

Tiempo de habitaciones separadas.

De “Habitaciones separadas”

Habitaciones separadas

Está solo. Para seguir camino

se muestra despegado de las cosas.

No lleva provisiones.

Cuando pasan los días

y al final de la tarde piensa en lo sucedido,

tan sólo le conmueve

ese acierto imprevisto

del que pudo vivir la propia vida

en el seguro azar de su conciencia,

así, naturalmente, sin deudas ni banderas.

Una vez dijo amor.

Se poblaron sus labios de ceniza.

Dijo también mañana

con los ojos negados al presente

y sólo tuvo sombras que apretar en la mano,

fantasmas como saldo,

un camino de nubes.

Soledad, libertad,

dos palabras que suelen apoyarse

en los hombros heridos del viajero.

De todo se hace cargo, de nada se convence.

Sus huellas tienen hoy la quemadura

de los sueños vacíos.

No quiere renunciar. Para seguir camino

acepta que la vida se refugie

en una habitación que no es la suya.

La luz se queda siempre detrás de una ventana.

Al otro lado de la puerta

suele escuchar los pasos de la noche.

Sabe que le resulta necesario

aprender a vivir en otra edad,

en otro amor,

en otro tiempo.

Tiempo de habitaciones separadas.

Imaginar los sitios posibles donde estabas…

…en un rincón del año…

V. Huidobro

Imaginar los sitios posibles donde estabas,

verte llegar sin noche a La Tertulia,

reconocer tu voz apresurada

al contar una anécdota

o preguntar por mí,

saber que nos mirábamos antes de conocernos,

son capítulos largos de mi vida.

Supongo que también te dejarán a ti

este mismo vacío,

esta impaciencia por estar sin nadie

mientras se nos olvida

todo el calor que duele de olvidado.

El naufragio es un don afín al hombre.

Después de que sucede

suelen tener las huellas

esa incomodidad que tienen las mentiras,

el recuerdo es un dogma,

la soledad el pecho que tú me acariciaste.

Pero cambiando de conversación

el tiempo -buen amigo

que deforma el pasado como el amor a un cuerpo-

hará que cada día no parezca un disparo,

que volvamos a vernos una tarde cualquiera,

en un rincón del año y sin sentir

demasiada impotencia.

Será seguramente

como volver a estar,

como vivir de nuevo en una edad difícil

o emborracharnos juntos

para pasar a solas la resaca.

Igual que quemaduras debajo de los dedos,

en un segundo plano

seguiremos presentes y esperando

ese momento exacto del náufrago en la orilla,

cuando al salir del mar

me escribas en la arena:

«Sé que el amor existe,

pero no sé dónde lo aprendí».

Impertinencias

En la mesa de al lado,

un jardín de señoras en domingo

abonadas al orden del murmullo

y del té con limón,

en un café de invierno por la tarde.

Se quejan de los tiempos, beben, fuman,

discuten sus secretos, asienten con sonrisas…

Y de pronto se paran a mirarte.

Despreocupada cuentas

-y en el local tu voz es como el sable

que hiere al enemigo-

una historia de cama con detalles expertos,

una manera de sentir la vida

que penetra y disuelve

la luz de iglesia,

la humillación del frío en las rodillas,

los cajones cerrados y las fotos de boda.

Cierto tipo de gente

sufre de los inviernos en los ojos,

conoce las heladas

que pasan por debajo de una puerta,

una puerta de alcoba,

allí donde la noche siempre tiene

olor de espera inútil,

y después de la espera se aceptan las mentiras,

y después el silencio.

Nada dejan los años en la mesa de al lado,

sino un murmullo que envejece y una sombra

que cruza por los labios como una cicatriz,

un rencor en la piel de la conciencia.

Tu voz es alta y joven,

va vestida de fiesta y cuando se desnuda

hace que el sol de invierno, conmovido,

se detenga un instante para apoyar la frente

sobre los ventanales del café.

Invitación al regreso

Quien conozca los vientos, quien de la lejanía

haga una voz donde guardar memoria,

quien conozca la piel de su desnudo

como conoce el rastro de su nombre,

y no le tenga miedo, y le acompañe

más allá del invierno encerrado en sus sílabas,

quien todo lo decida sin la noche,

de golpe, como un beso,

que suba entre la niebla por el puente,

que le roce los dedos a su propio vacío,

que salga al mar, que pierda

el temor de alejarse.

En la debilitada

sombra violeta de las olas,

mientras se van hundiendo con el puerto

los antiguos letreros y las luces,

flotarán esperando

nuestras conversaciones en el agua.

Serán el obligado desengaño

que con la brisa caiga desde la arboladura,

devolviendo al recuerdo

la tempestad de hablar

o palabras partidas como mástiles.

Porque los sueños dejan

igual que los naufragios algún resto,

con maderas y cuerpos hundidos en las sábanas,

llenos de dominada libertad.

No es la ciudad inmunda

quien empuja las velas. Tampoco el corazón,

primitiva cabaña del deseo,

se aventura por islas encendidas

en donde el mar oculta sus ruinas,

algas de Baudelaire, espumas y silencios.

Es la necesidad, la solitaria

necesidad de un hombre,

quien nos lleva a cubierta,

quien nos hace temblar, vivir en cuerpos

que resisten la voz de las sirenas,

amarrados en proa,

con el timón gimiendo entre las manos.

Aléjate de allí, vayamos lejos,

sin la ilusión que llama desesperadamente,

sin el dolor que asume su decencia.

La piel, mi piel, los vientos

han preguntado tanto en las orillas,

tanto se han estrellado por ciudades y pechos,

que no conocen patrias ni las cantan,

no recuerdan naciones,

sólo pueblos.

Yo sé que su regreso

es el nuestro sin duda. Porque con voz humana,

como marinos viejos,

sobre el desdibujado dolor de sus espaldas,

vendrán para decirnos:

es el tiempo,

dejémonos volver con la marea.

El coraje y la fuerza del crepúsculo

os llevarán al fondo de lo ya conocido,

y veremos fragatas sobre los charcos negros,

pero la silueta desdoblada de un niño

no será frágil ni tendrá cansancio.

Así, después del viaje,

sorprendidos y mudos delante del fantasma,

mientras surgen despacio con el puerto

los antiguos letreros y las luces,

oiremos la canción de los que llegan,

de los que pisan tierra cuando han sido

durante muchos días esperados.

Y el mar, el dulce mar tan trágico,

a su propia distancia sometido,

sabrá dejar escrito

que el viaje nunca fue nuestro tesoro,

ni tampoco el dolor famoso en los poemas,

sino los sueños puestos en la calle,

los lechos y su bruma,

al despertar de tantas noches largas

donde sólo pudimos presentir,

hablar de los deseos en la sombra.

Al lado de tu pelo, capital de los vientos,

la historia en dos, el ruido de las lágrimas,

tienen que ser pasado necesario,

alejada miseria,

cosas para contar después de algunos años,

si es que alguien pregunta por nosotros.

Aunque también, y necesariamente,

entre la baja noche y esta casa

donde suelo escribir,

yo esperaré los labios

que con llamada extraña de nuevo me pregunten:

¿Prisionero de amor, para quién llevas

un hombro de cristal y otro de olvido?

Irene

Así amanece el día

Claudio Rodríguez

¿Conoces ya la tinta meditada

de la primera luz?

Mira el esfuerzo

que en la copa más alta del bosque más oscuro

raya un momento, avisa y mientras cae

forma la claridad.

Así comienza el día.

Así también, contigo,

cobran todas las cosas

un impreciso afán por empezar de nuevo,

por ser tu compañía

cuando el tiempo aparezca.

Y no es el mecanismo

oxidado de un tren lo que se mueve,

ni las maderas de la barca

están secas aún. No en todas las historias

el tiempo necesita la nostalgia.

Pero tiene la luz recuerdos que son nuestros.

Van a bajar los dioses de sus libros,

alguien descubrirá que el mundo es navegable,

habrá días y noches, y en la luna

de lo ya sucedido

respirará la fábula blanca del calendario.

¿Qué haremos de nosotros

ahora que los espejos todavía

no tienen una sombra que llevarse a sus láminas

y los recuerdos nacen aprendiendo

a contar hasta diez?

¿Qué podemos hacer con lo que nos han dado?

Como una insinuación, como la piedra

interroga al estanque,

cae la luz en el sueño de la casa.

Y la distancia,

esa divinidad que medita en el agua

de los puertos,

vuelve al pasado, busca entre sus mitos

un ángel sin heridas,

una nueva metáfora,

algo que no es tu nombre,

pero que yo pronuncio desde el fondo

abierto de tus ojos.

Me persiguen…

Me persiguen

los teléfonos rotos de Granada,

cuando voy a buscarte

y las calles enteras están comunicando.

Sumergido en tu voz de caracola

me gustaría el mar desde una boca

prendida con la mía,

saber que está tranquilo de distancia,

mientras pasan, respiran,

se repliegan

a su instinto de ausencia

los jardines.

En ellos nada existe

desde que te secuestran los veranos.

Sólo yo los habito

por descubrir el rostro

de los enamorados que se besan,

con mis ojos en paro,

mi corazón sin tráfico,

el insomnio que guardan las ciudades de agosto,

y ambulancias secretas como pájaros.

Merece la pena

(Un jueves telefónico)

Trirt el qui mai no ha perdut

per amor una casa

Joan Margarit

Sobre las diez te llamo

para decir que tengo diez llamadas,

otra reunión, seis cartas,

una mañana espesa, varias citas

y nostalgia de ti.

Sobre las doce y media

llamas para contarme tus llamadas,

cómo va tu trabajo,

me explicas por encima los negocios

que llevas en común con tu ex-marido,

debes sin más remedio hacer la compra

y me echas de menos.

El teléfono quiere espuma de cerveza,

aunque no, la mañana no es hermosa ni rubia.

Sobre las cuatro y media

comunica tu siesta. Me llamas a las seis para decirme

que sales disparada,

que se queda tu hijo en casa de un amigo,

que te aburre esta vida, pero a las siete debes

estar en no sé dónde,

y a las ocho te esperan

en la presentación de no sé quién

y luego sufres restaurante y copas

con algunos amigos.

Si no se te hace tarde

me llamarás a casa cuando llegues.

Y no se te hace tarde.

Sobre las dos y media te aseguro

que no me has despertado.

El teléfono busca ventanas encendidas

en las calles desiertas

y me alegra escuchar noticias de la noche,

cotilleos del mundo literario,

que se te nota lo feliz que eres,

que no haces otra cosa que hablar mucho de mí

con todos los que hablas.

Nada sabe de amor quien no ha perdido

por amor una casa, una hija tal vez

y más de medio sueldo,

empeñado en el arte de ser feliz y justo,

al otro lado de tu voz,

al sur de las fronteras telefónicas.

Mujeres

Mañana de suburbio

y el autobús se acerca a la parada.

Hace frío en la calle, suavemente,

casi de despertar en primavera,

de ciudad que no ha entrado

todavía en calor.

Desde mi asiento veo a las mujeres,

con los ojos de sueño y la ropa sin brillo,

en busca de su horario de trabajo.

Suben y van dejando al descubierto,

en los cristales de la marquesina,

un anuncio de cuerpos escogidos

y de ropa interior.

Las muchachas nos miran a los ojos

desde el reino perfecto de su fotografía,

sin horarios, sin prisa,

obscenas como un sueño bronceado.

Yo me bajo en la próxima, murmuras.

Me conmueve el recuerdo

de tu piel blanca y triste

y la hermandad humilde de tu noche,

la mano que dejaste

olvidada en mi mano,

al venir de la ducha,

hace sólo un momento,

mientras yo me negaba a levantarme.

Que tengas un buen día,

que la suerte te busque

en tu casa pequeña y ordenada,

que la vida te trate dignamente.

Nocturno

A Ángel González

Aplauden los semáforos más libres de la noche,

mientras corren cien motos y los frenos del coche

trabajan sin enfado. Es la noche más plena.

Ninguna cosa viva merece su condena.

Corazones y lobos. De pronto se ilumina

en su sillín con prisas la línea femenina

de un muslo. Las aceras, sin discreción ninguna,

persiguen ese muslo más blanco que la luna.

Pasan mil diez parejas derechas a la cama

para pagar el plazo de la primera llama

y firmar en las sábanas los consorcios más bellos.

Ellas van apoyadas en los hombros de ellos.

Una federación de extraños personajes,

minifaldas de cuero, chaquetas con herrajes

y el hablador sonámbulo que va consigo mismo,

la sombra solitaria volviendo del abismo.

Luces almacenadas, que brotan de los bares,

como hiedras contratan las perpendiculares

fachadas de cristal. Hay letreros que guiñan,

altavoces histéricos y cuerpos que se apiñan.

El día es impensable, no tiene voz ni voto

mientras tiemble en la calle el faro de una moto,

la carcajada blanca, los besos, la melena

que el viento negro mueve, esparce y desordena.

Yo voy pensando en ti, buscando las palabras.

Llego a tu casa, llamo, te pido que me abras.

La ciudad de las cuatro tiene pasos de alcohólica

Desde el balcón la veo y como tú, bucólica

geometría perfecta, se desnuda conmigo.

Agradezco su vida, me acerco, te lo digo,

y abrazados seguimos cuando un alba rayada

se desploma en la espalda violeta de Granada.

De “Rimado de ciudad”

Nueva salutación al optimista

Irene no conoce todavía

la palabra resaca.

Descentrada

con el raro bullicio de la gente

que hubo anoche en la casa,

duerme poco, penetra

ese olvido absoluto al que recurro

en mañanas difíciles,

salta por los barrotes

de su horario, se anuncia

con un grito de selva inexplorada,

corre por el pasillo hasta la cama,

de mi pelo se cuelga, con mi espalda fabrica

una pista de baile,

insiste repartida, telefónica,

parece que se escapa por fin, pero regresa

con urgencia de liebre despiadada.

Irene no conoce todavía

la palabra resaca.

Están así las cosas…

Es la primera vez

que la ira no afecta al importuno.

Juro que no repetiré, sé que no debo

acostarme tan tarde, tan borracho,

bajo un sol que ya tenga

mala cara de sueño y aspirina.

Por septiembre…

Por septiembre

se te llenan de sótanos los labios

y es relativo el cielo

después de haberte visto preguntarle a la vida.

Pero también el cielo,

arrugado y preciso

como tu cazadora adolescente,

quiere estar entreabierto,

brillar recién amado,

descansando en la hierba

el peso de su larga cabellera de nubes.

Por septiembre

se te llenan de humo los síes en la boca.

Primer día de vacaciones

Nadaba yo en el mar y era muy tarde,

justo en ese momento

en que las luces flotan como brasas

de una hoguera rendida

y en el agua se queman las preguntas,

los silencios extraños.

Había decidido nadar hasta la boya

roja, la que se esconde como el sol

al otro lado de las barcas.

Muy lejos de la orilla,

solitario y perdido en el crepúsculo,

me adentraba en el mar

sintiendo la inquietud que me conmueve

al adentrarme en un poema

o en una noche larga de amor desconocido.

Y de pronto la vi sobre las aguas.

Una mujer mayor,

de cansada belleza

y el pelo blanco recogido,

se me acercó nadando

con brazadas serenas.

Parecía venir del horizonte.

Al cruzarse conmigo,

se detuvo un momento y me miró a los ojos:

no he venido a buscarte,

no eres tú todavía.

Me despertó el tumulto del mercado

y el ruido de una moto

que cruzaba la calle con desesperación.

Era media mañana,

el cielo estaba limpio y parecía

una bandera viva

en el mástil de agosto.

Bajé a desayunar a la terraza

del paseo marítimo

y contemplé el bullicio de la gente,

el mar como una balsa,

los cuerpos bajo el sol.

En el periódico

el nombre del ahogado no era el mío.

¿Quién anda ahí…

¿Quién anda ahí,

verso sin terminar entre mis versos,

desatendido sueño,

silencio de las luces y las puertas?

¿Quién anda ahí,

después de haberse ido, persistiendo

con ojos de batalla,

bajo la sombra muerta de las llaves?

¿Quién anda ahí,

viniendo sin venir, deshabitando

el tono de su voz,

la cuenta inacabada de los pasos?

En esos mismos labios que han hecho las maletas,

yo buscaba los héroes del destino.

Vinieron una tarde por llevarte con ellos,

y comprendí que nada se comprende.

¿Quién eres tú?

Se deshizo la luz,

equivocó su horario por dejarte desnuda,

desdibujó tus ojos mientras me sonreías.

Mientras me sonreías

vi una sombra inclinada desvestirse,

abrir la cremallera despacio del silencio,

dejar sobre la alfombra

la civilización.

Y tu cuerpo se hizo dorado y transitable,

feliz como un presagio que nos enfurecía.

Que nos enfurecía.

Solamente nosotros

(camaradas

de una cama ruidosa) y el deseo,

ese difícil viaje de ida y vuelta,

que ahora insiste y me empuja a recordarte

alegre, levantada,

un relámpago abierto entre los ojos,

recogiendo tu falda de joven colegial.

Mientras me sonreías,

yo me quedé dormido

en las manos de un sueño que no puedo contarte.

Quizá sólo nos falte ser algo menos jóvenes…

Quizá sólo nos falte

ser algo menos jóvenes, sentir en otro tono

más distante la vida,

sin abusos

con nuestra inevitable humanidad.

De nuevo el paraíso.

Otra vez en la suerte de una casa

no demasiado grande, bajo el sol de los viernes,

un refugio sincero en la colina

donde mirar la tierra con forma de caricia,

mientras marzo se va y abril levanta

la frente de los campos heredados,

a dos horas de viaje.

Junto al cristal dolido de la puerta,

me gusta comprobar que te desean

las raíces por mí, cuando se ciñen

con sus dedos salvajes a tu cuerpo,

a tus enormes días de pezones pequeños,

como sombras de olivo.

Igual que lo hace un sueño, bajas por la pendiente

para dormir conmigo,

incendiando

el encubierto reino de la luz retirada,

que no calla los pleitos de la carne

ni le pone distancia

al ruido mundanal de su vocabulario,

heredado también con estas piedras.

Aunque es más blanco el humo de los leños

y flota en son de paz

sobre el envejecido silencio de estos montes,

aunque los himnos del atardecer

debilitan las voces, acercándolas,

no conozco la senda que me aparte

de un cuerpo al que pedirle dignidad,

un cuerpo no invitado

a sus aniversarios, ese calor litúrgico

de los antepasados

y los bailes antiguos

con los hombros desnudos

parecidos al mar.

Es imposible retirarse a tiempo.

Es imposible,

mientras yo me aventuro a sorprendemos,

decirte, conocerte,

tener un privilegio.

y de nada nos sirven estas horas

que no son de tu edad ni de la mía.

Recuerda que tú existes tan sólo en este libro…

Recuerda que tú existes tan sólo en este libro,

agradece tu vida a mis fantasmas,

a la pasión que pongo en cada verso

por recordar el aire que respiras,

la ropa que te pones y me quitas,

los taxis en que viajas cada noche,

sirena y corazón de los taxistas,

las copas que compartes por los bares

con las gentes que viven en sus barras.

Recuerda que yo espero al otro lado

de los tranvías cuando llegas tarde,

que, centinela incómodo, el teléfono

se convierte en un huésped sin noticias,

que hay un rumor vacío de ascensores

querellándose solos, convocando

mientras suben o bajan tu nostalgia.

Recuerda que mi reino son las dudas

de esta ciudad con prisa solamente,

y que la libertad, cisne terrible,

no es el ave nocturna de los sueños,

sí la complicidad, su mantenerse

herida por el sable que nos hace

sabemos personajes literarios,

mentiras de verdad, verdades de mentira.

Recuerda que yo existo porque existe este libro,

que puedo suicidarnos con romper una página

Recuerdo de una tarde verano

Aquel temblor del muslo

y el diminuto encaje

rozado por la yema de los dedos,

son el mejor recuerdo de unos días

conocidos sin prisa, sin hacerse notar,

igual que amigos tímidos.

Fue la tarde anterior a la tormenta,

con truenos en el cielo.

Tú apareciste en el jardín, secreta,

vestida de otro tiempo,

con una extravagante manera de quererme,

jugando a ser el viento de un armario,

la luz en seda negra

y medias de cristal,

tan abrazadas

a tus muslos con fuerza,

con esa oscura fuerza que tuvieron

sus dueños en la vida.

Bajo el color confuso de las flores salvajes,

inesperadamente me ofrecías

tu memoria de labios entreabiertos,

unas ropas difíciles, y el rayo

apenas vislumbrado de la carne,

como fuego lunático,

como llama de almendro donde puse

la mano sin dudarlo.

Por el jardín, el ruido de los últimos pájaros,

de las primeras gotas en los árboles.

Aquel temblor del muslo

y el diminuto encaje, de vello traspasado,

su resistencia elástica

vencida con el paso de los años,

vuelven a ser verdad, oleaje en el tacto,

arena humedecida entre las manos,

cuando otra vez, aquí, de pensamiento,

me abandono en la dura solución de tus ingles

y dejo de escribir

para llamarte.

Recuerdo que atardecía…

Recuerdo que atardecía,

recuerdo que vi su coche

detenerse,

recuerdo la compañía

de sus ojos en la noche,

sin saberse

tras la boca de un gatillo

que esperaba tembloroso

y asesino,

meterse por un pasillo

de aquel corazón dudoso

sin destino.

Rojo temblor de frenos por la noche…

Rojo temblor de frenos por la noche,

así sueño el amor, así recuerdo,

entre la madrugada olvidadiza,

sensaciones de turbia intimidad,

cuando tener pareja conocida

es un alivio para los extraños.

Borrosa gravedad del parabrisas

en la despreocupada seducción.

Porque los coches saben su camino

y van como animales en querencia

a la casa, sin dudas, entre besos

que nos duran el tiempo de un semáforo

y un poco más; porque decir mañana

es casi discutir el más allá,

y hablamos del dolor de los horarios,

alejados, cayendo en la imprudencia,

como los vivos hablan de la muerte.

Se descalzan los días…

Se descalzan los días

para pasar de largo sin que nos demos cuenta.

Son casi despedidas, casi encuentros

-felices pero incómodos-

de cuerpos que se miran

y que aplazan la cita.

Aunque detrás,

suelen quedarnos huellas que no son los recuerdos.

De aquel jardín inculto yo conservo

el hombre que venía a desearte,

a caminar sin ti,

silvestre y solo.

Porque de ti le hablaban las adelfas,

con sus ramas difíciles como muchachas jóvenes,

y las palmeras altas igual que tu desnudo,

y aquel cielo corrido

que buscaba

la luz con que el amor te distingue los ojos.

No envejecemos nunca. Tal vez no envejecemos.

Y ahora puedo decírtelo,

cuando tú me recuerdas las adelfas,

y tu desnudo en arco dibuja una palmera,

y los ojos se nublan

sobre el jardín silvestre de los enamorados.

Tal vez no envejecemos. O es acaso que el tiempo

se quitó los tacones para no molestarnos.

O es acaso el deseo

que camina en los labios todavía descalzo.

Secreto

Nos pusimos de acuerdo.

Yo esperaba sin prisa por la esquina,

me hacía el despistado,

hablaba con el niño y los borrachos,

encendía un cigarro o compraba el periódico.

Aparenté no verte

llegar casi sin prisa,

arreglarte un momento en el descapotable,

abrir la puerta,

subir hasta el segundo.

Yo despisté al portero de las barbas rojizas,

y allí,

sin los silencios

del joven que se enfrenta,

sin tu arbolado anillo de goleta

que surca el matrimonio,

a pesar de tus pieles y mi piel,

nos pusimos de acuerdo.

Si alguna vez no hubieses existido…

Si alguna vez no hubieses existido,

si el calor de tus muslos no me hubiese

buscado como un látigo preciso

y mis ambigüedades electivas

-los días más oscuros de mí mismo-

no te hubiesen tenido como saldo

de afirmación o excusa,

es posible

que este volver a casa en soledad

y demasiado pronto,

me recordase ahora un poco menos

al joven que apostaba por el mundo,

con el mundo a su espalda.

Sólo el amor es duro.

Metidos en la noche, regresando

entre la potestad y la mentira,

hablamos del poder o de los sueños

al hablar del abrazo.

Y no lo sé tal vez, no sé si me recuerdo

prisionero de un cuerpo o libre junto a él,

buscando salvación o en servidumbre,

miserable y maldito, pero atónito.

Quizás sólo se trata de que no estás aquí,

de que perder es duro para todos

y el amor me hace falta, como sabes.

Quizás contigo estuve

tan demasiado cerca de tu reino,

que necesito ahora desmentirte,

utilizar los trucos que uno tiene

para poder seguir.

Porque somos así seguramente,

huellas equivocadas,

solitarias hogueras de un camino,

paraísos de cuatro habitaciones

que sólo se comprenden

después de haber firmado muchas veces,

precisamente ahí,

donde pone El viajero.

Y a mí, ya que prefiero escoger mis derrotas,

quiero que me recuerdes derrotado,

como quien algo espera

más allá de los tiempos y los hechos.

Quizás porque haga falta haberlo presagiado

o porque, en todo caso, nadie sabe

dónde acaban los sueños.

Sonata triste para la luna de Granada

A Marga

“Le ciel est par-dessus le toit”

Paul Verlaine

Esta ciudad me mira con tus ojos,

parpadea,

porque ahora después de tanto tiempo

veo otra vez el piano que sale de la casa

y me llega de forma diferente,

huyendo del salón,

abordando las calles

de esta ciudad antigua y tan hermosa,

que sigue solitaria como tú la dejaste,

cargando con sus plazas,

entre el cauce perdido del anhelo

y al abrigo del mar.

Estarías aquí

y nada habría cambiado sino el tiempo,

el cadáver extraño de sus ríos

que siguen sumergidos

como tú los dejaste.

Ahora

siento otra vez mi cuerpo poblarse de veletas

y lo veo entendido

sobre generaciones de ventanas antiguas

mientras la noche avanza solitaria y perfecta.

Somos de una ciudad

cargada de paciencia,

que no conoce el sueño de los invernaderos,

ni ha vivido la extraña presencia del amor.

Como pequeñas venas

los comercios esperan para abrirse mañana

y el deseo no existe

más allá de la luna de los escaparates.

Hemos soñado ya todos los sueños,

hemos vivido aquí

donde la historia olvida sus raíles vacíos,

donde la paz es negra y se recoge

entre plazas cerradas,

sobre tabernas viejas,

bajo el borde morado del misterio.

Alguna vez soñamos

con un mundo distinto:

era cuando el imperio perdido del azúcar

y llegaban viajeros

al olor de la industria.

Las calles se llenaron de motores rugientes

y la frivolidad

como una enredadera brillante por los ojos

nos ofreció de pronto

templada carne, lámparas de araña.

Parece que os recuerdo

abrasados al mundo entre trajes de hilo,

entre la piel hermosa de una época

que nos dejó sus árboles,

el corazón grabado

sobre las pitilleras, y su dedicatoria

en las fotografías.

Ahora

cuando el destino ya no es una excusa

sino la soledad,

y los cielos están bajo el tejado

como tú los dejaste,

todo recuerda un sueño sucio

de madrugada.

Aquí

no tuvimos batallas sino espera.

La guerra fue un camión que nos buscaba,

detenido en la puerta,

partiendo con sus ojos encendidos

de espía

y al abrigo del mar.

Más tarde

entre canciones tristes de marineros rubios

todo quedó dormido.

De balcón a balcón

oímos la posguerra por la radio,

y lejos,

bajo las cruces frías de las plazas,

ancianas sombras negras pascaban

sosteniendo en las manos

nuestra supervivencia.

Esta ciudad es íntima, hermosamente obscena,

y tus manos son pálidas

latiendo sobre ella

y tu piel amarilla, quemada en el tabaco,

que me recuerda ahora

la luz artificial del alumbrado.

Vuelvo hacia ti. Mi corazón de búho

lo reciben sus piernas.

Como testigos mudos de la historia

acaricio las cúpulas perdidas,

palacios en ruina,

fuentes viejas

que recogen la luna

donde van a esconderse los últimos abrazos.

Verdes en el cansancio

de todas las esquinas

esta ciudad me mira con tus ojos de musgo,

me sorprende tranquila

de amor y me provoca.

Amanece

moradamente un día

que las calles comparten con la lluvia.

La soledad respira más allá

de las grúas

y mi cuerpo se extiende

por una luz en celo que adivina

los labios de la sierra,

la ropa por las torres de Granada.

La madrugada deja

rastros de oscuridad entre las manos.

Oigo

una voz que clarea. Lentamente

los tejados sonríen cada vez más extensos,

y así,

como una ola,

entre la nube abierta de todos los suburbios,

esta ciudad se rompe sobre las alamedas,

bajo los picos últimos

donde la nieve aguarda

que suba el mar, que nazca la marea.

De “El jardín extranjero”

Sospechan de nosotros…

Sospechan de nosotros. Ha pasado

el primer autobús, y nos sorprende

en el lugar del crimen,

desatados los cuellos y las manos

a punto de morir, abandonándose.

Nos da el alto la luz,

sentimos su revólver por la espalda,

demasiado indeciso,

su temblor en nosotros, encubierto

bajo el pequeño bosque de las sábanas.

¡Corre!

¡Coge el amor y corre cuerpo adentro!

Hay un desfiladero sin leyes en los labios,

un laberinto ardiendo de salidas.

Mira tu corazón o tu cintura,

ese castillo en alto

que mis muslos coronan como un lago de niebla.

¡Corre!

Atiende sólo al viento de la piel

pasando y regresando.

y que suenen las ráfagas,

que suenen los disparos,

que las sirenas suenen a tu espalda.

Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi…

Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi,

cruzo la desmedida realidad

de febrero por verte,

el mundo transitorio que me ofrece

un asiento de atrás,

su refugiada bóveda de sueños,

luces intermitentes como conversaciones,

letreros encendidos en la brisa,

que no son el destino,

pero que están escritos encima de nosotros.

Ya sé que tus palabras no tendrán

ese tono lujoso, que los aires

inquietos de tu pelo

guardarán la nostalgia artificial

del sótano sin luz donde me esperas,

y que, por fin, mañana

al despertarte,

entre olvidos a medias y detalles

sacados de contexto,

tendrás piedad o miedo de ti misma,

vergüenza o dignidad, incertidumbre

y acaso el lujurioso malestar,

el golpe que nos dejan

las historias contadas una noche de insomnio.

Pero también sabemos que sería

peor y más costoso

llevárselas a casa, no esconder su cadáver

en el humo de un bar.

Yo vengo sin idiomas desde mi soledad,

y sin idiomas voy hacia la tuya.

No hay nada que decir,

pero supongo

que hablaremos desnudos sobre esto,

algo después, quitándole importancia,

avivando los ritmos del pasado,

las cosas que están lejos

y que ya no nos duelen.

Versión libre de la inmortalidad

En la noche profunda,

como dormida caricia que sorprende

y sigue a más,

sombras con el calor de la materia,

mordiéndose los labios, mal quitado

el pijama y ardiendo

de loca oscuridad entre los brazos.

A media luz, perfiles

como el amor de un sueño generoso

con sus protagonistas,

diseñados despacio,

mientras el pensamiento va más rápido

que los cuerpos y explica

dónde será la próxima caricia,

cuándo la paz y cómo y qué palabras.

A luz abierta, toda,

alejado de mí para mirarnos,

para mirarte hundida y encerrada

con tus propios sentidos,

hasta que abres los ojos

llenos de solitaria claridad,

y está la habitación, conmigo, atenta,

y en tus ojos comprendes

que nos gusta mirarte como a un río,

un desmayado atardecer,

un paisaje infinito.

Ni tú ni yo creemos

en la inmortalidad. Pero hay momentos

-oscuros, de penumbra o luz abierta-

donde se roza el mundo de los libros

y las ventajas de la eternidad.

Escribo este poema celebrando

que pasado y presente

coincidan todavía con nosotros

y haya recuerdos vivos

y besos tan dorados como el beso

aquel de la memoria.

Yo sé que el tierno amor escoge sus ciudades…

Yo sé

que el tierno amor escoge sus ciudades

y cada pasión toma un domicilio,

un modo diferente de andar por los pasillos

o de apagar las luces.

Y sé

que hay un portal dormido en cada labio,

un ascensor sin números,

una escalera llena de pequeños paréntesis.

Sé que cada ilusión

tiene formas distintas

de inventar corazones o pronunciar los nombres

al coger el teléfono.

Sé que cada esperanza

busca siempre un camino

para tapar su sombra desnuda con las sábanas

cuando va a despertarse.

Y sé

que hay una fecha, un día, detrás de cada calle,

un rencor deseable,

un arrepentimiento, a medias, en el cuerpo.

Yo sé

que el amor tiene letras diferentes

para escribir: me voy, para decir:

regreso de improviso. Cada tiempo de dudas

necesita un paisaje.