Crémer, Victoriano

Reseña biográfica

Poeta español nacido en Burgos en 1906.

Residió buena parte de su vida en León donde trabajó como tipógrafo y periodista. Siendo un autodidacta sobresalió meritoriamente como poeta y crítico, colaborando en la fundación de la revista Espadaña y en varios programas radiales.

Obtuvo el Premio Boscán en 1951 y el Nacional de Poesía en 1963.

Entre sus obras se destacan: «Tacto sonoro» 1944, «Las horas perdidas» 1949, «Furia y paloma» 1956 y «El fulgor y la memoria» en 1996.

Amor

¿Serás, amor, un largo adiós que

no se acaba?

Pedro Salinas

Extenso mar, o renovado velo;

cuna del sueño, en la que el ser madura;

alondra vertical ganando altura

en la flotante música del vuelo.

Si látigo, te ciñes con anhelo.

Si beso, resplandece tu blancura

y la tierra redime su clausura

en la pradera extática del cielo.

De la raíz del hombre te alimentas,

de sus juegos más nobles, y le dejas

como una negra tierra fecundada.

¡Mírame ciego, Amor, buscando a tientas,

en un mundo de adioses y de rejas,

la salvadora luz de tu mirada!

Aquí contemplo vida, me hago llama…

Aquí contemplo vida, me hago llama

de esta hoguera de manos que levanta

sus negras lenguas a lo alto, siento

que soy un hombre más entre los hombres,

y un vestido de angustias me abandona

sencillamente, así la noche deja

desnuda el alba y libre, aunque con frío,

cuando lejanos sones la presienten,

frío tengo en el alma, pero canto,

ahora que estoy aquí de nuevo y veo

tanto gozo y dolor, tanta miseria

y tan clara esperanza compartida.

Canción para la guitarra

Y canto para adentro

porque no tengo afueras…

Me aprieto la guitarra

y siento la madera.

Se me llenan de música

las oscuras cavernas…

Yo soy yo, limitado

por carne sorda y venas.

Si alguna vez levanto

los ojos de las cuerdas,

me siento fugitivo

de lo que vale y cuenta.

Y no me reconozco,

y me doy tanta pena

que enmudezco y me duele

la raíz de la lengua

Por eso cuento y canto

para adentro las penas:

Porque me sueno a hombre

y me duelo de veras…

Y puedo decir: Hambres,

en plural; Vida Perra;

o simplemente Amor;

y escupir a la Tierra…

Canciones que me arranco

de las furiosas piedras

del montón de la sangre

que llevo siempre a cuestas.

Palabras con sentido,

efectivas vivencias.

No, Sol, Luna, Nenúfar

o Arcángel sin Fronteras.

Me escucho y no me importa

que los demás entiendan;

me basta con sentirme

el alma en la madera.

Que canto para adentro,

porque no tengo afueras.

Canción serena

Un día puro, alegre, libre quiero.

Fray Luis de León

No me dejéis así:

Sorbido por la tierra

hondísima y vibrante como el clamor penúltimo;

con este olor maduro de soles y horizontes

abriéndome en el pecho un surco luminoso.

No es que el cuerpo me suene a cristal derramado

ni que diez corazones me alanceen las yemas,

ni que cielos redondos agolpen sus rebaños

a mis ojos mastines, ladradores de cimas.

Es que un mar fugitivo rinde velas y senos

y pétalos y espumas en la gozosa playa

donde el rumor se atreve a mancillar la sombra.

¡Y se me ciegan labios y gritos y pupilas!

Es que siento que el aire es de carne dulcísima

y la luz sólo luz. Que el contorno me huye

a bandadas blanquísimas de palomas y lirios

y me abandonan manos y dientes y melenas.

¡No! ¡No me dejéis así! Moriría desnudo

sin sentirme morir.

Y mi pobre vestido, con su sangre caliente,

se hundiría, esperando mi imposible retorno.

Cansancio

A tu embate me rindo. Ya no lucho

por conseguir tu beso. Estoy cansado,

y a través de la carne luminosa

he conseguido ver. Saber de ti.

Tú, tan remota, tan alejada siempre

del caudal de esta sangre, te has entrado

como un viento en las venas y tu furia

desordenó la gracia de mis trigos.

Me llegan las palabras, de ti misma,

y en ti, cuajada, queda la mirada.

Soy un ajeno mármol que rechaza

tus calientes caricias de pantera.

Perseguías girar en mis hogueras,

azotarte en mis llamas, reclinarte

sumisa entre mis cardos violentos,

mientras la sangre choca y se devela.

Pero ya no es posible. Estoy cansado;

seco como una estrella. Ya no lucho.

Sonrío, contemplando hombres de sueño,

buscándote en callejas temerarias.

Descubrimiento de la rosa

¿Cómo no amar la rosa? Pero falta

descubrirla entre tanta incertidumbre,

entre tanta apariencia. ¿Quién no ama

la música si acierta a despojarse

del grito, rebotado por la sangre…?

Conozco su existencia, la sostengo

inevitablemente, como el peso

tranquilo de la luz, belleza ausente

pero cierta, que al hombre corresponde

si busca su caricia en la esperanza.

Esperamos, con hierros, más feroces

que los hambrientos tigres, y tan densos

como dormidas aguas de pantano.

Esperamos: vivimos esperando

el reino de la tierra libertada.

De la tierra evidente, sudorosa

en su preñez de muertos y metales;

fecunda y triste tierra inacabable,

que el hombre enreja, hasta cavar en ella

una profunda cárcel sin estrellas.

Encerrados vivimos. La costumbre

levanta muros, aprisiona cielos,

esparce sones, crucifica rosas,

limita los caminos y reduce

el verbo a pensamiento atormentado.

¡Pensar! ¡Oh triste sino de lo humano!

La altiva fuente de energía se hace

pozo seco de horror, sima del odio;

Porque sin viento, la agresiva nave

se pudre, quieta, sobre el mar inmenso.

Mar de sargazo, omnipotente calma

que en prisiones azules nos retiene,

en tanto el alto cielo transparece

y una paloma bíblica, en el pico

transporta del olivo su mensaje.

¿Cómo no amar la rosa…? Pero falta

descubrirla entre tanta incertidumbre.

Dulce amor

Las cosas suceden así,

sencillamente:

Vuelven del trabajo

con sabor de cal viva entre los dientes.

la esposa les contempla con costumbre.

-¿Quién dice amor, si la palabra estalla?-.

Y cogen del pan,

como si fuera barro y arena,

un puñado tan sólo.

(Es pan de pobres, desalado y negro

y triste como el silencio de la casa toda.)

Y se marchan.

(La esposa les oye cerrar la puerta,

pero no dice nada. ¡Está tan cansada!

Prefiere aquella fría soledad

con olor de abandono.

Pudiera recordar su juventud y dormir,

pero ¿quién sueña o duerme?

Los pobres no recuerdan;

mueren como las piedras roídas de las murallas.

Ellos, en tanto, beben

un agrio vino con sabor de azufre;

y si ríen y gritan y golpean,

es porque -¡Dios, qué vida!-

da rabia beber sin alegría.

Acaso entonces lleguen hombres

de esos que velan por la paz de las familias,

y les hablen del dulce amor de las esposas

y del descanso junto al fuego,

escuchando, por la radio, una dulce canción,

mientras los niños buscan en el atlas

países coronados de yedras o corales…

Si esto sucede, gritan con más fuerza

y beben más vino agrio con sabor de azufre,

hasta que ya no saben dónde tienen los ojos,

ni por qué les duele el corazón.

Les arrojan con prisa.

La calle es larga, y en el firmamento

las estrellas relucen.

Regresan a la casa -¡oh dulce hogar!- llorando.

La esposa les contempla con costumbre.

-¿Quién dice amor, si la palabra estalla?-.

El amor y la sangre

«Borradle. Labraremos la paz, la paz, la paz,

a fuerza de caricias, a puñetazos puros…»

Blas de Otero

El amor sube por la sangre. Quema

la ortiga del recuerdo y reconquista

el ancho campo abierto, la ceniza

fundadora, que la brasa sostiene.

El amor es herencia de la sangre,

como el odio, su amante, y se mantienen

íntimos, besándose, nutriéndose

de sus dobles sustancias transmitidas.

Nada podrá arrancarles de su abrazo:

La espada, el hielo, el tiempo, con sus filos

mezclarán sangres, que, lluviosamente,

germinarán odios, amor o nuevas sangres.

¿Cómo decir:

-«Aquéllos, que nunca conocieron

la sangre derramada, que separen

el odio del amor y reconstruyan

las viejas catedrales de la dicha…»

¿«Aquéllos»?, ¿son acaso otros que los murientes

trasvasados, hechos de sangre antigua?

No es posible lavarse el alma ni las manos

cuando fluye hacia ellas sangre y olor a sangre.

Si ha de hacerse el amor, será con sangre

trepadora, quemante, conocida,

pura sangre del odio, amante impávido

que el amor fecundiza.

Si ha de hacerse la paz…

-¡Callad, campanas!,

¡Ved la tierra, la tierra, que resume

su tempero sangriento y le convierte

en paz, en paz, a puñetazos puros…!

Frente a frente, los dos

Los dos damos igual: pálpito y celo.

El corazón nos juega su sonrisa

y un sol titiritero da en el suelo

desnucado, de su áurea cornisa.

Ni luna enardecida, ni alta brisa:

firmamentos de cal a tu recelo

y una hora inmóvil, silenciosa y lisa

desgranando en mis pulsos su desvelo.

frente a frente los dos, con nuestro beso

embridado de dientes y de brumas,

dudando en decidirse -libre o preso-

por lecho de cristal, nardos o espumas.

Los caminos del amor

Huele a soledad el campo

tan breve, tan sin sentido,

bajo un firmamento abierto

de par en par.

¡Apetito

de tierra sola, de tierra

desterrada, de caminos

que nunca llegan a Roma!

La carretera es un río

enjuto que no se acaba

y que no tiene principio.

Pero la esperanza enseña

a creer lo que no vimos;

el aire, la luz, la música,

la palabra…

Desistimos

de andar mirando las cosas,

descubriendo los registros

concretos.

El alto cielo

nos orienta con sus guiños

fulgurantes.

Levantamos

la mirada y transcribimos

su fausta telegrafía:

«¡Para el amor no hay caminos!»

Madrigal de paz

Por esta paz, esposa, que te ofrezco,

ya madura en la sangre, hecha corteza,

qué paciente tributo de tristeza

pagué día por día…

No merezco

tanto dolor.

(El hombre, entre las manos

a veces tiene un corazón y quiere

morir con él intacto. pero muere

lleno de soledad.)

Ecos lejanos

traen mi voz antigua de metales;

mi fría voz de hielos transparentes.

Que hasta tu nombre, esposa, fue en mis dientes

tallo de amargas hieles minerales…

Pero todo ya es campo sin orillas,

lleno de paz. El sol se transfigura

en la ceniza gris de esta clausura

y abandona sus llamas amarillas.

Yo soy para ti, esposa, como un viento

que humildemente llega y se deshace

contra tus ojos: un agua que renace

entre tus piedras, sin color ni acento.

Mi loba blanca

(Primer poema de amor)

Ella, tan vaga e indecisa antes,

tiene escogido cuerpo, sitio y hora

Me ha dicho: “Voy”, Soy ya su predestinada presa.»

Pedro Salinas

Me seguían sus ojos y yo era menos que un niño;

bosques y primaveras me arañaban el pecho

brotándome en los cauces borbotones calientes

en los que el alma yergue su furia fundadora.

Su gran calma de esposa apretaba los círculos

y me sentía centro de su raudal sangriento;

con el galope oscuro de la sangre apremiando

la altiva meta blanca de su dormida carne.

¿Fue su voz? De más hondo que el deseo, rompiendo

su corteza de plomo, me llegó aquel balido

que estrellaba su espuma, como un ala arrancada,

en mis rubias arenas palpitantes de soles.

¡Oh, sequedad del aire, oprimiendo el latido

con que la luz rehizo su primera llamada!

¡Fue su voz! Su inefable mensaje acordonado

por airados cuchillos de escarcha matutina.

El espanto y la tierra tiraban de mi cuerpo

y un altivo universo desgarraba mis hombros.

Sentí que entre los brazos florecían sus pechos

y que éstos me clavaban contra un aire reciente.

¡Huir! ¡Huir! Perderme por bruñidos desiertos.

Borrar de mis pupilas sus ojos insaciables

y sepultar su voz, su eterna voz marina

en mi hondón retorcido de caracola humana.

Su garra fue primero. Su garra, no su mano,

que dos fuentes de sangre llenaron mi costado

desbordándome en ellas como una madre nueva

a quien los mares dieran un hijo de su carne.

Y luego, fue su luz. Su inmenso mediodía,

creciéndose en mis ojos como un bosque incendiado,

ardiéndose en las llamas mis tigres y mis dudas,

con sus flancos rotundos y su feroz aullido.

¡Oh, irremediable abrazo! ¡Oh, desolado beso!

¡Oh, arcángeles pastores de mi sangre en derrota!

¡Oh, cuerpo fulgurante apretándome el pecho

como un mármol o un mundo, y en él Dios empinado!

Fui pasto de su furia. Su mirada y sus dientes

implacables hicieron tajadas de mi alma.

Mis vestidos rodaron como musgos antiguos

y sentí deshacerme como un barco de niebla.

Yo veía sus manos sortearme las venas

y herir con sus cuchillos mi corazón menudo,

y azuzar mis dormidos afanes como galgos

llenando de ladridos mi apacible ribera.

Yo sentía -la siento- abrevar en mi sangre.

Romper mi dura piel. Darme muerte lentísima…

¡Y no eludo sus saltos de terciopelo y sueño!

¡Y no huyo! ¡No huyo!… ¡Mi feroz loba blanca!

Muchacha fea ante el espejo

Tímidamente pregunto

por mi carne de nardo

a los hondos espejos de la noche,

en la soledad de las alcobas.

Como ríos inmóviles, naciendo de improviso,

la imagen desolada me devuelven,

en un oscuro grito sumergido:

(Mi quebrada cintura, el amplio abrazo,

que sostienen mis hombros;

mis duros besos, la mirada

de doliente tigresa

y este mi vientre estéril

que soporta su brío de mar encadenado.)

Los encajes marchitan sus frescas azucenas

entre olor de manzanas;

y los oscuros cuencos que contendrán mis senos

se esparcen como rosas quemadas en la espera.

¿Qué tonos violentos, qué descrinados potros

romperán con sus cascos mis helados cristales,

mi azorado silencio,

mi soledad, poblada de nieblas y rubores?

Me siento desvelada por manos de ceniza,

recorrida por tristes miradas compasivas,

evitada por sauces y ríos vigorosos

a quienes doy mi blanco desnudo palpitante.

Lejanas voces claman.

Cuerpos, como montañas, se golpean, se funden,

y su lava se vierte

sobre la vida ávida, fecundando sus brotes…

Rompen ríos de sangre sus oscuras cortezas,

y entre bosques, se buscan

y mezclan sus furiosos caudales enemigos

elevando a los cielos sus sangrientos despojos.

Y yo, sola, me busco

entre espejos siniestros;

sin encajes ni lágrimas, con mi triste desnudo

-¡Oh fealdad doliente!-,

saltándome a los labios

como un perro, en la triste soledad de mi alcoba…

Mujer redonda

Hasta los niños la miraban, cuando

doblaba las esquinas de la calle;

tan azul y radiante, que una llama

parecía tener entre los dientes.

Huía de la luz con la pereza

de una cierva cansada, y sonreía

sintiendo las miradas de las gentes

resbalar por su vientre abovedado.

Se llevaba las manos a la henchida

plenitud de su carne y las dejaba

allí sumidas, por sentir el eco

caliente y vivo del amor, haciéndose.

Hasta entonces, los hombres la siguieron

con ronca voz de barro; y los temía;

porque el hombre fue sólo para ella

lobo furtivo y sal de madrugada.

Pero ahora les miraba desde un cielo

grávido y fuerte. Ellos la veían,

redonda poderosa, como un puño

abriéndose caminos en la niebla.

Si entonces una voz gritaba:

-Mira;

tiene un hijo…

Se apretaba doliente

la cintura de vidrio, y, en la tarde,

era como una encina coronada.

Los oscuros balcones con geráneos;

los húmedos zaguanes; las buhardillas;

las frescas herrerías; las campanas

que las monjas tañían en el alba…

Todo, a su paso, sin cesar latía

al compás de su vientre… Todo, atento

al dulce peso de su vientre… El aire,

de cristal y de gloria, por su vientre…

Ya la carne de trigo se atiranta

y duele extensamente.

¡Cómo sabe

el dolor de los hijos!

¡Porque tienen

sabor a junco verde por la sangre!

Novia del recuerdo ya

Si acertara tu contorno

y pudiera recogerte

de tan lejos, negra novia,

inmóvil y permanente.

Si se me diera cubrir

el largo trecho de ausencia

en un galope de tactos

de labios y de violetas.

Si aún alcanzara el remate

delgadísimo del beso

perdido en la lejanía

aún viva de mi recuerdo…

…Serías mía de nuevo

-mi lejana negra novia-

con gallos y cascabeles

repicando tus alcobas

de espejos y de violetas.

Con tu mirada en el agua

viéndome venir de lejos

por los caminos del alba.

Serías mía de nuevo

con mi risa y tus ojeras;

con mi gloria y tu congoja

de pájaro sin vereda.

Con mi gloria y con la tuya;

con la gloria de las almas

nuevas, frenéticamente,

en un abrazo de espadas.

Porque es tiempo y mi mensaje

se va de mí, derramado;

negra novia del recuerdo,

lejana y sola, esperando.

Sábado amor

Pero el sábado es distinto. Viene

de muy lejos, con sol a las espaldas

y extrañas músicas entre los dientes

endurecidos de la madrugada.

Todos le miran y él sonríe. Pisa

la tierra y la acaricia; el eco alarga

la estela de su paso, tal un barco

abriéndose caminos en el agua.

Es como un muchacho, con las manos

metidas en los chorros de la mañana,

que abre los ojos de cristal y asombro

al vuelo de la luz desazulada.

El sábado es distinto, sí. De pronto,

el aire se hace mármol en la escarcha

del alto cielo, y una voz se enciende

poderosa, como una gran campana.

Todo parece nuevo, repentino,

¡hasta aquella alegría de las almas

que nadie sabe quién echó en la hondo

del charco amargo de las lágrimas!…

No es como los demás días. Trae al menos

algo que el hombre ha perseguido siempre,

sin mirar a los cielos, apretándose

el corazón con esperanzas:

Unas monedas y el silencio,

cuando la tarde pliega sus banderas.

Todo el amor, de pronto, rescatado

al yunque ya las nieblas.

Y una música antigua y un camino

para perderse.

(La felicidad

necesita tan sólo unas monedas

y un camino de amor.)

Todo humilde y sencillo en este día

en que la piel del aire se descorre

y queda un mundo puro, en carne viva,

como un tierno cordero milagroso.

La casa se abre a su llegada.

El hombre

busca a la amada entre la sombra y, juntos,

entre besos, aprietan las monedas

de su felicidad de cada día.