Reseña biográfica
Poeta español nacido en Medina Sidonia, Cádiz, en 1958.
Reside actualmente en La Vall d´Uixó, provincia de Castellón, donde ejerce como profesor
de Filosofía.
Aunque sus primeros poemas aparecieron en los cuadernos “Autorretrato” en 1987, “Ante el invierno” en 1996 y “La mano que escribe” en 1998, fue con “En la estación perpetua” cuando saltó a la fama, obteniendo el Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe del año 2000 y el Premio Nacional de la Crítica del año 2001. “Con el aire” obra ganadora del Premio Ciudad de Melilla en el año 2004 y Premio de la Crítica Valenciana 2005, consolidó su posición entre los poetas destacados del panorama literario español.
Es autor de una bella colección de Haikus de tema ornitológico y responsable de las versiones castellanas de los volúmenes Poesía y ontología, de Gianni Vattimo y Los pájaros amigos, de Josep Maria de Sagarra.
Colabora periódicamente con El País, Clarín y en la edición valenciana del diario ABC.
AMOR FATI
El crepitar
de unas ramas de olivo
que se queman sin prisa tras la poda,
el ímpetu del pájaro en el cielo,
su timidez en el arbusto, el áspero
zarzal y la humareda
me están pidiendo
una confirmación, su debido registro
entre lo que sucede.
Necesitan
el sí callado que he de darles
para poder hacer en su existencia
un hueco a mi existencia muda.
Comprendo que se trata
-como en el lazo entre la flor y el día-
de un destino recíproco,
de un mutuo ser en lo que es, sin más.
(Ninguna plenitud,
tampoco, aún, ninguna pérdida.)
Acepto estar aquí, y estar mirando
estas cosas sin cifra.
Acepto, juzgo, doy
al aire
el mismo aire
que me sustenta a mí.
De “Con el aire” 2004
ESTA PAZ ANODINA
A menudo me observo
y aprecio en mí tu falta,
un vacío que borra mi relieve,
que pacta con los días esta paz anodina.
Entonces, nada pienso, nada sé.
Te llamo alma, con un cuidado extremo.
y escojo esta palabra para hacerte presente,
para magnificar tu ausencia entre las cosas
que han brillado en el centro de otras cosas menores
y me ofrecen ahora su palidez, la cera
derrotada de lo que tuvo vida.
Son las horas sin luz,
los días sin asombro ni memoria,
tiempo impávido, cuando
las únicas noticias de mí son estos pobres
mensajes de mi cuerpo,
el que todo lo ignora,
ese tibio volumen que avanza y parpadea
cargado con la necia metafísica
de su respiración.
De “En la estación perpetua” 2000
IDEA
He anotado esta idea: El silencio no existe.
La he descubierto en mí mientras miraba
unas fotografías
que alguien tomó en un paisaje nórdico.
Podía ver en ellas la rara condición
de una llanura en soledad,
y en soledad también un poste ensimismado
y un asfalto remoto.
Bajo la luz raptada, parecía
que estuvieran presentes en su abandono estricto,
en el légamo claro de cuando nadie mira.
El silencio no existe.
¿Cómo podría haberlo
si todo tiene vibración y luce
y restalla por dentro más allá
de su apariencia muda?
En donde estemos ¿no escuchamos siempre
su murmullo o su pálpito?
El silencio no existe.
(Noto cómo la idea extrae de mí
las líneas de un sentido,
y busca su espesor, y al mismo tiempo
apunta al blanco en sombra
donde está su verdad.)
Quizá silencio es sólo un nombre,
un nombre acostumbrado aunque inexacto,
una palabra errónea que habla, en realidad,
del sonido terrestre
que está perdido
en un espacio ajeno y despoblado
donde nadie lo escucha.
El silencio no existe.
(La idea
ya es un dardo que está cruzando el aire.
Su vuelo es pensamiento.
Mis palabras lo empujan y lo frenan.)
De “Con el aire” 2004
LA DISTANCIA
Yo decía palabras y escuchaba
las que a mí me decían.
Mientras,
inadvertidamente,
se iba alimentando la mañana
con el néctar de luz de los almendros
hasta forjar
una callada majestad: el día.
Yo hablaba y los demás hablaban,
y las palabras nuestras
fueron un manto tenue
que hacía resbalar
aquella limpia miel, aquella albura,
hacia los bordes
de la conversaci6n,
y en borrada existencia la perdían.
Puedo saber que la perdían
porque la escena
llega completa en lo evocado,
y veo en mi memoria
cómo se erigen firmes a nuestro alrededor
aquellas llamas blancas de febrero.
Se erigen
extrañamente firmes.
¿Dónde estaban entonces,
si no estaban ocultas?
¿En dónde respirábamos nosotros?
Yo paseaba atento a cuanto me decían
pero expulsado
a confines sin luz que ahora, al verme
en el recuerdo, sé que no existieron.
¿Qué había en las palabras
y qué fuera de ellas?
La insistencia del mundo.
Aquella vez
estuvo sostenida
sobre rotundas flores invernales.
En la diafanidad resplandecían.
De las sílabas ciegas que dijimos
fueron eco inaudible, un sí y un no libados,
la distancia.
De “Con el aire” 2004
LA ESTACIÓN PERPETUA
El invierno se fue. ¿Qué habré perdido?
¿Qué desapareció, con él, de mi conciencia?
(Esta preocupación -seguramente absurda-
por conocer aquello que nos huye,
me obliga a convertir el aire frío
en pensado cristal sobre mi piel pensada,
y a convertir la gloria entristecida
de los húmedos días invernales
en la imposible luz que su concepto irradia;
esta preocupación, en fin, tiene la culpa
-y qué confuso y dulce me parece-
de que duerman en mí los árboles dormidos.)
El invierno se fue, pero nada se lleva.
Me queda siempre la estación perpetua:
mi mente repetida y sola.
De “En la estación perpetua” 2000
LA INTIMIDAD
Vine hasta aquí para escuchar la voz,
la voz que según dicen nos habla desde dentro
y endulza la verdad si la verdad
merece una degustación serena,
o la hace más amarga si es amarga,
con sólo pronunciar la negra hiel
que ha reposado intacta entre sus sílabas.
Vine hasta aquí para escuchar la voz
que no sabe, ni quiere, ni podría engañarnos.
Elegí este lugar de belleza imprevista.
(Llegué hasta él casualmente un día de abril
por el que navegaban nubes grandes,
manchas oscuras sobre el suelo, pruebas
acaso necesarias de que la luz habita
entre nosotros: esa transparencia
que olvidamos y que es, al mismo tiempo,
difícil y evidente.)
Diré por qué es tan bello este lugar:
forma un valle cerrado entre montes boscosos,
un circo escueto que circundan peñas
rojizas, donde el viento es un cuervo
delicado aunque fúnebre;
los hombres han arado su parte más profunda,
y allí crece el olivo y unos pocos almendros
y un ciprés y una acacia; las sombras del pinar
asedian desde entonces las lindes de estos campos,
su yerba luminosa, y el pedregal resiste
como un altar al sol; todo tiene una pátina
de realidad, un ansia, un prestigio remoto.
Porque creí que este silencio era
igual al de una estancia solitaria,
vine a escuchar la voz que desde dentro
nos habla de nosotros mismos. Pero
pasa el tiempo y escucho solamente
la prisa del lagarto que escapa de mi lado
y el vuelo siseante de la abeja,
no mi voz interior.
Todo es externo.
Y las palabras vienen
a mí y en mí se dicen ellas solas:
la ladera encendida bajo la nube exacta,
el bronce del lentisco,
una roca que el liquen acaricia…
Lo íntimo es el mundo. Con su callado oxígeno
sofoca sin remedio la voz que quiere hablar,
la disuelve, la absorbe.
He venido hasta aquí para escucharme
y todo lo que alienta o es presente
me ha hecho enmudecer para decirse.
De “En la estación perpetua” 2000
LUGAR DE RUISEÑORES
Está junto a una fuente. No es secreto.
Un barranco con zarzas, con aliagas,
con rosales silvestres, con adelfas.
Es un espacio donde el tiempo esculpe
un bronce vegetal exacto y limpio.
A ese lugar retornan por abril
los ruiseñores, y abren de inmediato
en la floresta su diálogo nocturno
sobre intactas verdades misteriosas,
en un idioma lleno de razones
que son un raro compromiso y son
al mismo tiempo hipnosis y soberbia.
No he vuelto a ese lugar. Lo guardé un día
en el firme paisaje de mi mente
donde el cielo pensado está cubriendo
la misma luz difícil, el prodigio
de la fidelidad que lo impalpable
a veces establece con lo grávido,
con lo real, con lo que el aire mueve.
Allí también puedo escuchar el canto,
la conjetura ardiente que medito.
De “Con el aire” 2004
MEDITACIÓN DEL CRISTAL
Tras el cristal que lo protege
hay un gesto afligido.
Los músculos de un torso
–su latir dibujado–
gimen
en la tensa postura
que los mantiene entre la rigidez
y la elegancia quebradiza:
una mano en el pecho; un brazo alzado
que se dobla hacia atrás
y acompaña obediente la inclinación del rostro;
el perfil, entrevisto; la mirada,
vuelta hacia un fondo de grafito ciego.
Fijado en ese fondo, su sombra lo repite,
lo difumina
sobre ese envés impuro.
En todo reina el gris,
turbia plata en la luz que tras el vidrio
es dolor y es hermética codicia.
Extrañamente,
junto a ese silencio dibujado
con rumor y gemido,
el cuadro pone,
en el cristal,
otra versión de lo que ahora existe:
yo me reflejo en él si lo contemplo;
detrás de mí, las cosas se reflejan.
Mi rostro, en primer plano, abisma su mirada
en mi mirada idéntica. Tras él,
las cosas que a mi espalda son reales,
en el cristal, detrás de mí,
vacilan y se hunden:
veo la puerta en su destierro súbito,
pintada con barniz de brillo falso,
y un trozo de pared incomprensible, frágil,
y en el fondo, aturdidas,
unas últimas cosas casi ausentes
flotando en ahogada semejanza.
Al ocultarte
al otro lado de esta opacidad tan clara,
inútil torso, gris perdido,
¿en qué limbo te borras un instante?
¿Qué es este vértigo
de rostros sobre rostros y sombras sobre sombras?
¿Qué son estas miradas
que van al esplendor y en luz se enturbian?
Contemplo la belleza y soy un velo.
Imprevisto cristal, vidrio inmutable,
¿quién conoce, quién ve, quién no confunde?
De “Con el aire” 2004
NARCISOS
(Narcissus poeticus)
Me indicó alguien
que aquellas flores blancas crecidas entre juncos
eran narcisos.
En pleno mes de enero, florecían
bajo el cielo nublado y la inclemencia.
Así pues, el narciso es la aterida flor
que el invierno regala,
pensé entonces, vencido por la literatura.
De vuelta a casa, con cuidado ritual
–tal vez exagerando una fragilidad leída–
formé un pequeño ramo y lo dispuse
en un jarrón ingenuamente griego.
Su perfume imponía una emoción sin forma,
una reminiscencia débil
de palabras de un poema
donde ellos significan,
inevitablemente, el yo,
la incógnita
en su nívea hermosura.
Pero esta mañana,
al contemplar el ramo tras haberlo olvidado,
no he visto flores literarias, fingidas,
sino breves narcisos
silvestres,
y no he pensado nada,
y me ha abrumado
su inaudita delicia incontestable
puesta sobre la mesa.
De “Con el aire” 2004
PÁRAMOS ALTOS
Altos son estos páramos que cruzo,
país de la intemperie. Las sabinas,
con un pétreo porqué,
han tejido sus ramas geológicas
en conos de esmeralda que el aire ensucia y seca.
La calima me roba el horizonte,
encierra el llano abierto en la interrogación.
¿Son así, retraídos, estos árboles?
¿Es polvoriento el cardo? ¿No es de un lila inocente?
¿Es tan moroso el vuelo de las águilas? ¿No concluye?
¿Se ha apagado el charol de las cornejas?
Siempre hay calima. Siempre estamos
en la proximidad más engañosa.
Estamos lejos aunque cerca estemos.
Qué pobre mineral, qué poso tan estéril
hay en lo comprendido.
Existe un sitio adonde escapa todo.
De “Con el aire” 2004
POESÍA Y VERDAD
A Carlos Marzal
En la naturaleza no hay nada melancólico,
aseguraba Coleridge.
He salido a mirar
entre las nubes mansas
una luz semejante a la luz triste
que escriben los poetas.
El resplandor solemne y repetido
del ocaso cubriendo el naranjal
es todo lo que había. Se ocultaba
el sol que tantas veces han descrito
los poemas que niegan lo que sostuvo Coleridge,
pero cuya silueta inofensiva y noble
he podido observar, y no era un apagado
cristal de pesadumbre.
Luego he puesto mis ojos
en algunas presencias más sencillas,
por si estuviera en ellas el hálito extinguido
que ensombrece las cosas esenciales
de la naturaleza, que les otorga un don
oscuro, una verdad umbrosa, ya cantada:
ni en la vegetación humilde, ni en los brazos
inmóviles del árbol,
ni en las piedras –que son el tiempo puro–,
ni en la casa ruinosa donde anidan los pájaros,
he visto en su dominio
a la melancolía.
Así que he regresado adonde estaba,
persuadido, sereno, y a la vez
envuelto enteramente en la nueva ignorancia
que esta certeza teje, porque he visto
que nada es melancólico en la naturaleza
mientras no la pensamos.
Quien la contempla tiene,
acaso como Coleridge,
el sólo afán de ser testigo mudo
de su mudo fragor,
pero al considerarla,
al detener su luz,
se abre allí, sin remedio, en la conciencia,
la exhausta flor mental de la melancolía.
De “En la estación perpetua” 2000
UN SEGUNDO
Tengo las manos frías.
He salido a la calle,
he resuelto el asunto banal correspondiente
y he regresado a casa para ocupar de nuevo
mi sitio en esta mesa.
He descubierto entonces
la frialdad de mis manos,
signo
que me perturba acaso sin justificación,
porque es muy poca cosa tener las manos frías.
Este frío noviembre
está en mis manos, nada más.
Soy yo:
veo el jarrón ingenuamente griego
y la tarde de siempre rodeándome.
Pero en mí es muy raro tener las manos frías.
En un fugaz segundo, mi pensamiento ha visto
la niebla tan probable, la hoja gris escrita
donde el nombre que tengo estaría tachado
con la tinta de escarcha del final.
De “Con el aire” 2004
VESTIGIO
“pues dejas de ser luz
para llamarte tiempo”
F.B.
A Francisco Brines
Una luz enredada entre objetos y libros
–una luz que es la huella que ha dejado la luz–
ahora me descubre la presencia del tiempo,
su transcurso y su instante.
A mi lado, el vestigio
de la mañana ida; delante de mis ojos,
la fórmula presente de lo que ya se fue.
Hay en todo un destello, una pátina apenas;
es un barniz remoto: está diciendo algo
que ya no puede oírse.
Los muebles se resignan
(saben obedecer a lo sutil
como asienten al tacto)
y despliegan su astucia,
y bendicen la atmósfera y el orden
que así se perfeccionan.
Yo estoy formando parte
de este cuadro secreto, de estas puras pavesas,
de esta mañana ida y demorada y frágil.
Mi presencia interroga pero se hunde en el tiempo,
la arena que lo es todo y no puede escuchar.
De “Con el aire” 2004