Rodríguez, Reina María
Poeta cubana nacida en La Habana en 1952.
Licenciada en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de La Habana, es sin lugar a dudas
una de las figuras más importantes de la poesía cubana actual.
Trabajó como redactora de programas radiales y dirigió la sección de Literatura de la Asociación Hermanos Saíz.
Ha publicado en revistas de América y Europa, y su obra ha sido traducida a varias lenguas.
Ha sido galardonada con el premio de poesía “Julián del Casal” de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba
en los años 1980 y 1993, con el premio “RevistaPlural” de México en 1992, y con el premio “Casa de las Américas”
en 1984 y 1998. Además, en 1999, recibió la “Orden de Artes y Letras de Francia”.
Su obra publicada la integran: Cuando una mujer no duerme en 1980, Para un cordero blanco en 1984,
En la arena de Padua en 1991, Páramos en 1993, Travelling en 1995, La foto del invernadero en 1998,
y Te daré de comer como a los pájaros… en el año 2000.
Dirige en La Habana el proyecto cultural Casa de Letras y es editora de la revista Azoteas
veces él y ella jugaban al escondite en torno
los parvos de heno y los setos de ciruela podados
porque él entendía mucho de caballos y simientes
y olía a fruta desde el belfo a los cascos,
cuando sentado frente a ella con su abundante pelo amarillo
que estaba siempre tan revuelto como la melaza
y el agua de canela del tronco de aquel árbol de sus ojos
-de la supervivencia- eran los ojos que invadía la muerte
la sazón de la muerte con su espuma rojiza
(no hay palabra alguna para sacrificar la muerte
la muerte nunca está del lado de quien muere,
no señala su secreto en el acto de matar).
y ella entonces aportaba sus ojos que invadían la muerte
por encima de la sombra que entraba en el cieno.
yo tenía dieciséis años y lo veía venir
-lo abracé, como pude.
(debes olvidar toda argumentación, toda filosofía del desamparo)
me doblaba y mordía la punta de los dedos
tiznada de sagradas cenizas
bajo el calor de un sol meridiano
mi letra, su sílaba, simboliza el silencio después de la obsesión
-ella piensa en la divinidad.
no hacemos trampas.
el tiempo asesino le arrebata mi cuerpo y también
la abundancia del campo de la imaginación
donde todo fue amenazado
mientras la cosecha terminó de grabarse sobre el fango.
al menos así lo veía a contraluz
Para Fernando García
he prendido sobre la foto una tachuela roja.
-sobre la foto famosa y legendaria-
el ectoplasma de lo que ha sido,
lo que se ve en el papel es tan seguro
como lo que se toca. la fotografía
tiene algo que ver con la resurrección.
-quizás ya estaba allí
en lo real en el pasado
con aquel que veo ahora en el retrato.
los bizantinos decían que la imagen de Cristo
en el sudario de Turín no estaba hecha
por la mano del hombre.
he deportado ese real hacia el pasado;
he prendido sobre la foto una tachuela roja.
a través de esa imagen (en la pared, en la foto)
somos otra vez contemporáneos.
la reserva del cuerpo en el aire de un rostro,
esa anímula, tal como él mismo,
aquel a quien veo ahora en el retrato
algo moral, algo frío.
era finales de siglo y no había escapatoria.
la cúpula había caído, la utopía
de una bóveda inmensa sujeta mi cabeza,
había caído.
el cristo negro de la Iglesia del Cristo
-al menos, así lo veía a contra luz-
reflejando su alma en pleno mediodía.
podía aún fotografiar al Cristo aquel;
tener esa resignación casual
para recuperar la fe.
también volver los ojos para mirar las hojas amarillas,
el fantasma de árbol del Parque Central,
su fuente seca.
(y tú que me exiges todavía alguna fe).
mi amigo era el hijo supuesto o real.
traía los poemas en el bolsillo
del pantalón escolar.
siempre fue un muchacho poco común
al que no pude amar
porque tal vez, lo amé. la madre (su madre),
fue su amante (mental?)
y es a lo que más le temen.
qué importa si alguna vez se conocieron
en un plano más real.
en la casa frente al malecón, tenía aquel
viejo libro de Neruda dedicado por él.
no conozco su letra, ni tampoco la certeza.
no sé si algo pueda volver a ser real.
su hijo era mi amigo,
entre la curva azul y amarilla del mar.
lo que se ve en el papel es tan seguro
como lo que se toca. (aprieto la tachuela roja,
el clic del disparador… lo que se ve no es
la llama de la pólvora, sino el minúsculo relámpago
de una foto).
el hijo, (su hijo) vive en una casa amarilla
frente al malecón -nadie lo sabe, él tampoco lo sabe-
es poeta y carpintero.
desde niño le ponían una boina
para que nadie le robara la ilusión de ser,
algún día, como él.
algo en la cuenca del ojo, cierta irritación;
algo en el silencio y en la voluntad
se le parece, entre la curva azul
y amarilla del mar.
-dicen que aparecieron en la llanura
y que no estaba hecha por la mano del hombre-
quizás ya estaba allí, esperándonos.
la verosimilitud de la existencia es lo que importa,
pura arqueología de la foto, de la razón.
y tú que me exiges todavía alguna fe).
el Cristo negro de la Isla del Cristo sigue intocable,
a pesar de la falsificación que han hecho
de su carne en la restauración;
la amante sigue intocable
y asiste a los homenajes en los aniversarios;
(su hijo), mi amigo, el poeta, el carpintero de Malecón,
pisa con sus sandalias cuarteadas
las calles de La Habana;
los bares donde venden un ron barato a granel
y vive en una casa amarilla
entre la curva azul y oscurecida del mar.
que importancia tiene haber vivido
por más de quince años tan cerca del espíritu de aquel,
de su rasgo más puro, de su ilusión genética,
debajo de la sombra corrompida
del árbol único del verano treinta años después?
si él ha muerto, si él también va a morir?
no me atrevo a poner la foto legendaria sobre la pared.
un simple clic del disparador, una tachuela roja
y los granos de plata que germinan
(su inmortalidad)
anuncian que la foto también ha sido atacada
por la luz; que la foto también morirá
por la humedad del mar, la duración;
el contacto, la devoción, la obsesión
fatal de repetir tantas veces que seríamos como él.
en fin, por el miedo a la resurrección,
porque a la resurrección toca también la muerte.
sólo me queda saber que se fue, que se es
la amante imaginaria de un hombre imaginario
(laberíntico)
la amiga real del poeta de Malecón,
con el deseo insuficiente del ojo que captó
su muerte literal, fotografiando cosas
para ahuyentarlas del espíritu después;
al encontrarse allí, en lo real en el pasado
en lo que ha sido
por haber sido hecha para ser como él;
en la muerte real de un pasado imaginario
-en la muerte imaginaria de un pasado real-
donde no existe esta fábula, ni la importancia
o la impotencia de esta fábula,
sin el derecho a develarla
(un poema nos da el derecho a ser ilegítimos en algo más
que su trascendencia y su corruptibilidad).
un simple clic del disparador
y la historia regresa como una protesta de amor
(Michelet)
pero vacía y seca. como la fuente del Parque Central
o el fantasma de hojas caídas que fuera su árbol protector.
ha sido atrapada por la luz (la historia, la verdad)
la que fue o quiso ser como él,
la amistad del que será o no será jamás su hijo,
la mujer que lo amó desde su casa abierta,
anónima, en la página cerrada de Malecón;
debajo de la sombra del clic del disparador
abierto muchas veces
en los ojos insistentes del muchacho
cuya almendra oscurecida
aprendió a mirar
y a callar
como elegido.
(y tú me exiges todavía alguna fe?)
anochece
anochece sobre las tejas de Madrid
pero en las manos traigo la humedad
de las aguas del Báltico.
todavía húmedas,
frías,
me han quemado con esos verdes que no maduran.
es la travesía desde los ojos de los cisnes
tras una fruta opaca. anochece
y estoy tan cerca de tu cuerpo en una casa extraña
contra los pies que en la madera quieren frotar
una textura adormecida sobre un paisaje irreal
(me han devuelto a la conciencia las palabras
que no están donde sueño o donde miro
busco un sueño donde están las sensaciones
porque ya no hay nada que mirar)
y busco algo que querer antes que la noche
irrite mis párpados que sobre las aguas del Báltico
han bebido toda su humedad. porque también anochece
sin prisa sobre las tejas de Madrid y yo miro
por la abertura oblicua de mi piel
la tuya.
dentro de un cofrecito de ébano
junto a la cama mortuoria de Tutankamen yacen
los fabulosos tesoros del joven rey en el Nilo.
allí encontré una pieza dorada
como una muñeca, o una antigua miniatura india.
alguien me permitió abrir y quizás ver
aquel secreto que soñaba
(en cada sueño perdemos evidentemente
una inocencia) soy otra vez Pigmalión
siempre a la espera de cualquier milagro.
si uno va todo el camino junto a las cosas,
uno puede cubrir todo el camino de ficciones
y ciertamente uno recibe su recompensa
siempre completamente diferente
a la esperada. si alguien,
al menos durmiera sin estar muerto
junto al cofre de un rey
y recibiera un sueño como el mío,
-la miniatura de cristal de Atlántida-
entraríamos de una vez en la inocencia.
12 de agosto 1995
aquí media luz; afuera, la mañana.
miro por la abertura de la media negra
que hace un ángulo exacto con mi pie que está
arriba. un mundo que me interesa
aparece por la cicatriz: un deseo que me interesa
rehusando la prudencia.
los ruidos bajo el sol entrada la mañana.
por la abertura en triángulo del muslo hasta el pie en tu boca
hay un canal.
la total ausencia de intención de este día,
un día en que uno se expone y luego enferma.
un día formando un gran arco entre el dedo que roza
el labio y la media.
dos veces son el mínimo de confianza
para lograr la ilusión. yo, al amanecer,
estaba junto a la ventana (era la única imagen
en la que podría refugiarme) me acercaba para no llegar
y estar convencida -nunca reafirmada-
«como si, para mí, tú, la otra, te abrieras, o te rompieras,
del modo más suave contra el alféizar».
(las palabras siempre son de algún otro, se prestan
para consolar a la sensación que también
viene de allá afuera, incontrolable) otra cosa
es lo que yo hago con ellas aquí adentro:
las caliento escuchando bien un sonido que me revela la tonalidad
de lo que expongo (una ilusión) de ser aquella
que algo vio en el triángulo cuya cúspide es tu boca
absorbiendo también de la sustancia.
yo sólo me aproximaba a la ventana
-escritora nómada- que mira con devoción
en vez de coger a ciegas (la primera vez) sabe que
dos veces son el mínimo de vida de ser.
júrame que no saldremos del «territorio del poema» esta vez
que si estrujo y pierdo en el cesto de los papeles
este cuerpo
no voy a renacer al espectáculo. estamos juntos
en el diseño con tinta de un día que no es verdadero
Porque osa comprimirse en la línea del encanto.
-de la cintura hacia arriba está la carne, el día.
de la mitad inferior del tronco (abajo) media negra hasta la noche, el fin.
júrame que no saldremos de aquí
una casa prestada con ventanas que miran hacia el mar de papel
donde nos desnudamos, rodamos, prestamos, palabras para lavar
y volver a teñir en el crepúsculo. era mi cuerpo ese
promontorio que tú colocabas al derecho, al revés,
sobre el piso de mármol?
fue esa tumba siempre, los ojillos de los poros
como gusanos olfateando mis pensamientos
para nada?
yo siempre quise ver lo que tú mirabas
por la abertura del triángulo
(ser los dos a la vez) algo doble en el mismo sitio
de los cuerpos y en los pies, longitudes distintas
«para aquel contacto de una suavidad maravillosa».
dos veces son el mínimo de la vida de ser.
yo, una vez más, ensayo la posibilidad de renacer
(de la posteridad ya no me inquieta nada).
edgar, las muchachas y la lluvia
ha vuelto a ser noviembre
y alrededor del ojo profunda otra rayita.
empieza ya el invierno y a veces
no sé dónde guardarme.
tu madre ha sido loca
y de remate amante de cosas imposibles.
no aprendió a cocinar las hormigas
les roban los objetos del cuarto
aún le teme a las tataguas
y al amor.
faltan 20 años o 20 segundos
para que termine el siglo mientras
hacemos amuletos con formas de palomas
que cuelgo en las ventanas contra los bombardeos
20 años o 20 segundos
para que termine este siglo y
sólo te deseo que puedas siempre
admirar las estrellas porque a veces
temo que no podamos contemplar más las estrellas.
tú vivirás en el 2000
y verás árboles cosmódromos mariposas
esa fauna y flora diferente que estamos creando
y vivirás como todos los niños
dentro de un hombre.
pero acuéstate siempre como ahora
entre destornilladores y latas vacías
aunque te asalten las muchachas
y la lluvia.
el retrato de un hombre joven (Dresde) 1521
sentado sobre un bloque de madera
ante un fondo caliente, rojo
está ebrio o está dormido
mientras yo trazo un círculo en el punto
de intersección con el eje central que constituye su ombligo
-igual que para el pecho o la cadera estrecha-
que traza también un eje con su pelvis y mi mano.
tengo un modelo señor
el tono claro de sus manos y la carta a punto de caer atrae mirada
la luminosa claridad de la camisa, el rostro
como una cúpula sobre la pirámide del tronco
que, dentro de una estructura formada por diagonales
me hace sentir su frialdad, las raras líneas
que le conceden una presencia inmediata
pero no es verdad. la cabeza que está modelada de adentro
hacia afuera donde resalta el retrato de un joven en madera
siguió en la galería de los Viejos Maestros.
su composición es sencillamente clásica
sólo el blanco luminoso hasta el negro de las botas
llena este cuadro de vida. tenemos ante nosotros a un joven
-que no es Durero- él ya se ha ido. y que consciente de sí mismo, yace
(pluma y pincel sobre fondo verde blanqueado y lavado)
6 de junio del 95
ella volvía de su estéril landa,
bajaba las piedras antes de que aquella intensidad
se convirtiera en sangre;
y todo aquel amor se convertía en sangre
bajaba por sus muslos (el camino que lleva al centro
es un camino difícil) es el reto del paso
de lo profundo a lo sagrado
de lo efímero a lo eterno,
porque esa intensidad se convertía en sangre
por su necesidad de ser libada en febrero
justo antes de la primavera
-de color apergaminado también sus muslos,
lo que llamaba a olvidar cualquier cosa
para ser un cuerpo también, un camino.
que uno atraviesa con las flores del vestido
convertidas en piedras
porque nada puede durar -ella lo sabía-
si no está dotado por un sacrificio.
la tierra está recientemente sembrada
(era la tierra de sus ancestros)
es el rito que se ejecuta cuando se construye un día
el deseo primordial de representarlo,
como si ese fuego y esas piedras
repitieran ademanes antiguos
y ella pagara con su flujo sobre la tierra estéril
para ser fecundada.
en pleno mediodía
en pleno mediodía, las palomas
reacias al sol han bajado por sombra
y las parejas se abrazan tiradas en la hierba
húmeda y reseca del verano.
yo espero por ti que no eres nadie,
que no eres alguno,
bajo este mediodía cálido junto a la fuente
y comprendo la necesidad del querer
como los escalares
uno encima debajo del otro
en esta pecera sin fondo de la realidad.
(el loco de ayer ha vuelto -son recurrentes
los locos, los poetas-)
yo, con la misma ansiedad
también he vuelto a buscar mi sombra diurna
todavía puedo quedarme aquí
y no volver a otro sitio donde
una vez arriba, otra abajo,
intente derrumbarte contra la hierba
húmeda y reseca del verano.
he venido a la Plaza de España sólo para ver
a la anciana de negro que se agacha
junto a la fuente
y acurrucando su cuerpo
contra el viento de abril en un gesto de actor que reduce
toda la compasión en su rigidez.
doblando
levemente las rodillas antes de actuar
antes de caer
ha traído ese alpiste blanco de los pájaros
que vuelven sucios
morbosamente a mí. he venido a la
Plaza de España sólo para recoger
lo que sobra de un gesto.
la diferencia
yo que he visto la diferencia,
en la sombra que aún proyectan los objetos en mis ojos
-esa pasión de reconstruir la pérdida;
el despilfarro de la sensación-
del único país que no es lejano
a donde vas. donde te quedas.
sé que en la tablilla de terracota
que data del reinado de algún rey,
con caligrafía japonesa en forma de surcos
están marcados tus días.
los días son el lugar donde vivimos
no hay otro espacio que la franja que traspasan
tus ojos al crepúsculo.
no podrás escoger otro lugar que
el sirio de los días,
su diferencia.
Yen esa rajadura entre dos mundos
renacer a una especie (más estética)
donde podamos vivir otra conciencia de los días
sin los despilfarros de cada conquista.
la elegida
en esta tierra de polvo verde el Taj Mahal
es el guardián de la muerte
el sepulcro de la bienamada fallecida de parto
una mañana de invierno en el Agrá.
la luminosidad de mármol atrae
a los peregrinos que acuden en la estación de las lluvias
cuando el resto de la tierra está seca
y sólo queda no reflejo
sobre las aguas (no sabemos hacia dónde movemos
si la superficie de la realidad es líquida,
o está sumergida; si la descifraremos de atrás hacia
adelante, para que todavía podamos significar
y en que sentido significaremos o esperar,
sobre esta tierra de polvo verde que es la vida
a que el clima haga el primer movimiento
en aquel lugar, donde fallecida de parto
una mañana de invierno en el Agrá
hay una estatua, no la lucidez de un día;
hay una sombra, una falsificación,
que se parece a la verdad.
fue la que siempre quisimos y faltó.
el invernadero estaba junto al parque
con sus cristales húmedos bajo el sol que entraba
en la tarde, o en la mañana, a colorear sus plantas.
yo me paseaba contigo de la mano -eras
de estatura un poco más bajo que yo-
y así alcanzaba a ver, desde esa altura,
los tallos quebrados por mi madre
que componía y podaba las macetas de bunganvillas.
nunca entramos, éramos demasiado pequeños
para invadir la zona de confianza de esos seres extraños
que permanecían dentro. estábamos afuera.
saltando con nuestra energía sin razón
excluidos de la paciencia de las manos de mi madre
pero es allí donde quisiera vivir…
en el lugar inexacto de una foto que falta
para que no imites otra vez, o intente imitar el ser que soy.
el paisaje prohibido donde pondríamos el amor
con exclusividad.
el paisaje del deseo, que no se suponía o se reproducía a cada instante
y que permaneció oculto para nosotros
-la algarabía de ser niños no nos dejaba ver
“todos andábamos a la caza de una flora insectívora”.
éramos suspicaces. ahora, acomodo en mi mente
la mente del invernadero. su llama tibia
en el centro de las imágenes haciéndonos creer que algo temblaba
o que podría no ser alcanzable.
esa incertidumbre del temblor donde cruje la madera
y la realidad se distorsiona y parte en dos lenguajes.
fue la que siempre quisimos y faltó.
9 de marzo del 95
yo era como aquella chica de la isla de Wight
-el poema no estaba terminado
era el centro del poema lo que nunca estaba terminado-
ella había buscado
desesperadamente
ese indicio de la arboladura.
había buscado…
hasta no tener respuestas ni preguntas
y ser lo mismo que cualquiera
bajo esa indiferencia de la materia
a su necesidad, el yo se agrieta.
(un yo criminal y lúdico que la abraza
a través de los pastos ocres y resecos del verano).
ella había buscado “la infinitud azul del universo en el ser”.
-lo que dicen gira en torno a sus primeros años
cuando el padre murió sin haber tenido demasiado
conocimiento del poema-.
sé que esa mentira que ha buscado
obtiene algún sentido al derretirse
en sus ojos oscuros, ha buscado el abrupto sentido del sentir
que la rodea.
(un poema es lo justo, lo exacto, lo irrepetible,
dentro del caos que uno intenta ordenar y ser)
y lo ha ordenado para que el poema no sea necesario.
despojada del poema y de mí
va buscando con su pasión de perseguir
la dualidad. ha perdido, ha buscado.
ha contrapuesto animales antagónicos que han venido a morir
bajo mi aparente neutralidad de especie,
un gato, un pez, un pájaro… sólo provocaciones.
-te digo que los mires-
para hallar otra cosa entre esa línea demoledora de las formas
que chocan al sentir su resonancia.
-también aquí se trata del paso del tiempo,
de la travesía del mar por el poema-
a donde ellos iban, los poemas no habían llegado todavía.
yo era como aquella chica de la isla de Wight
había buscado en lo advenedizo
la fuga y la permanencia de lo fijo y me hallo
dispuesta a compartir con ella a través de las tachaduras
si el poema había existido alguna vez materialmente
si había sido escrito ese papel
para conservar el lugar de una espera.
le couple (1931)
un escultor francés de origen ruso,
esculpió tu rostro en el yeso
(escogió este instante y no otro; escogió este cuadro,
o ninguno) el triángulo del mentón, el gesto
que se inclina para ofrecer la boca
el alcohol almacenado en las venas del cuello
azules blancas ácidas
el deseo, el ángulo de la clavícula alojo
una fortificación (un puente) al beso.
delante, hacia la izquierda de la sombra de mi rostro, vaga
-el fondo siempre es negro-
el relieve de tu belleza, la oquedad de mis ojos
(yo observaba las sombras, luego descubrí que esas sombras
poseían luz, o cierto resplandor que hería si no inclinaba
los párpados para verte)
quedamos eternamente allí, en la pareja de Ossip Zadkin
un escultor francés de origen ruso
que no nos conoció.
los días afuera, con esa luz que
baja hasta perder su definición
y no saber si la luz sale de mí (adentro)
me bebe hacia sus claros horizontes, o está pintada
al borde del muro para continuar
el enceguecimiento de su propia claridad.
yo extraño, la canción que de mi boca recorría
el tiempo inmenso En cada sílaba de su penetración.
eso era ser joven. cuando aún, verde y tibia
masticaba las ramitas de toronjil con indiferencia.
lívida, hoy cruzo este discurso de los días
que ya no pueden sorprenderme
-con su arete pequeño de plata en el lóbulo izquierdo-
bestia y muchacho, para recorrer el resultado feroz de los días
su alucinación de oscurecer sin morir en la carrera
hacia la perdición.
un azoro en la nuca
y ser el rostro efímero de cualquiera
(de la mujer del disco, por ejemplo) que se raya
al volver desde tus manos grandes.
un rostro, que sobreimpuesto al mío,
es un rostro encarnizado en morir bajo la misma luz
donde ella y yo hemos permanecido
en lo curvado
en lo que se ha hecho grieta al roer de los días
en lo que ya no te pertenece
en lo que ya no es mi juventud
y todo queda amenazado por la curva
que la trajo y me regresa.
no confirmo haber regresado, o haber estado allí.
mi viaje mental puede ser
J la posesión de un recuerdo que ha insistido
sobre mí. (siempre estuve en los ojos del gato
y sé que él me miraba. reflejada,
no he podido moverme de los ojos del gato).
engaños son esos misterios del tiempo
degradándome a una memoria comprendida.
ahora sé que estoy aquí, frente a las luces
del árbol. he comprobado la diferencia en los objetos
y ellos pretenden también engañarme.
en una reproducción de mi necesidad de estar anclada.
en ti, en ellos.
me encojo esta noche de lluvia,
y no confirmo nada.
me importa la fijeza, el bordado de esa pequeña rama
en la hoja más verde.
porque el mundo cabe en los ojos del gato,
de un gato, de ese gato,
que al olerme determina mi lugar.
qué confusión me invade cuando despierto
y sé que estas cerca
qué confusión me invade cuando despierto
y no te puedo abrazar
hasta fundirme sudorosa al caos de las cosas.
el sonido de mi corazón (como patas de caballo)
golpea mi sangre acelerada por el vino.
qué confusión me invade
y no te puedo abrazar
-animal magnífico que inventé contra mi soledad
y que desprecio por ser tan vulnerable-.
reseca está la arena donde ni un escombro
ha quedado,
sólo patas de caballo que levantan su dolor
con esfuerzo.
un vidrio, en la ventana
él hacía ventanas con fragmentos de vidrio
recogidos del mar. (el color ámbar
detrás del vidrio desdibuja mi rostro,
su falsedad) sostener mi figura
rehacerla y romper
la miniatura de ser con la que conviví.
no regresar a ella para huir lentamente
en el límite de cada fragmento dispuesto
entre tus manos
como otro vidrio fundido en la ventana.
te quiero cuando voy a desprenderme
y la soledad me aplasta más que la gravedad
contra el sonido constante del avión
que a veces se hace irregular
para que tiemble el abismo
no el abismo del aire sino
en su vertiginosa y profunda caída en el tiempo.
porque las noches son lagunas
en las que me asomo bocabajo
en un espejo cóncavo
en estos países donde los hombres
son malos y buenos –como dicen los niños-
y uno no sabe quién es
porque en ninguno puede reconocerse.
es un terror el mundo sin límite de mi cabeza
sin un lugar exacto para descansar
con los ojos cerrados
la tranquilidad de su paisaje.
te quiero para no pensar en la muerte
y sólo sea ésta una sucesión en el espacio
las pequeñas fugas de la luz.
para no creer en la soledad de la tierra
como una nave oscura vagando por lugares desiertos
porque si uno piensa en la muerte
es porque cree en el olvido
y nunca voy a saber quién soy
si dejo la eternidad de los espejos
te quiero para romper las ruinas circulares
de los días extraños y sentir
que tus ojos están en todas partes
esperándome esperándome
porque uno se inventa unos ojos y apareces:
yo he visto tus ojos en las hormigas
en una gota de lluvia y en el silencio
tus ojos y mis ojos son una coordenada
del triángulo de la muerte
delatan la oscuridad
el pozo negro donde caigo
en una trampa de musgo
y no puede ser casual esta corrupción de la mirada.
te quiero porque fuera de aquí
la existencia no tiene misterios
y lo inesperado está sólo en lo poseído.