Rossetti, Ana
Poeta española nacida en Cádiz en 1950.
Es una de las voces femeninas más exuberantes de la literatura española. Ha dedicado su vida a las letras escribiendo
no sólo poesía sino libretos para ópera, novela y diversas obras en prosa.
Ha obtenido varios premios importantes como el Gules en 1980, La sonrisa vertical de la novela erótica en 1991,
y Rey Juan Carlos en 1985 por su obra «Devocionario». Fue distinguida con la Medalla de Plata de la Junta de Andalucía.
Obra poética: «Los devaneos de Erato» 1980, «Dióscuros» 1982, «Indicios vehementes» 1985, «Apuntes de ciudades» 1990,
«Virgo potens» 1994, «Punto umbrío» 1995 y «La nota de blues» 1996
A quien, no obstante tan deliciosos placeres debo
“Cuando una se siente bien, puede prescindir de lo mejor.
Eso me parece sabio”.
Andrea de Nerciat
Y esa tan transparente neblina que su lengua
extendió sobre mí… labor concupiscente,
minuciosa e inútil, pues el bello prosélito
¿me atreveré a decirlo? es que es tan impotente
como adorable es. Por ello, aún intacto
conservo el corazón de mi valiosa orquídea
(falsas futuras nupcias blancas) y, así, entre tanto,
mi precioso tormento, recibo tus bombones
y mis ingles remojo detrás de cada cita
con abluciones vanas. Pero, tonto muchacho,
no te avergüences si, de pronto, no se abulta tu pretina,
ni tu enarbolado furor puede,
impasible, horadarme la membrana
y arrancar de mi carne el clásico aspaviento.
Y no te desesperes si no soy despojada
aún de aquello que, sobrepasando el tiempo
que la edad aconseja y Cupido consiente,
fiel guardo en el ardiente túnel. Ya custodiada
mi pelvis por amor tan incauto cerrada
permanece, mi escudo, sabrosa precaución!
Hundamos nuestras bocas en la fresca reseda
de nuestros célibes y ocultos sitios
y tú, tonto muchacho, si encuentras resistencia
en donde tu ternura esperaba verterse,
torpemente no insistas empeñado en robarme
unas gotitas rojas y un agudo gritito,
pues no soportarías placer tan cruento.
De “Los devaneos de Erato” 1980
Y qué encantadora es tu inexperiencia.
Tu mano torpe, fiel perseguidora
de una quemante gracia que adivinas
en el vaivén penoso del alegre antebrazo.
Alguien cose en tu sangre lentejuelas
para que atravieses
los redondos umbrales del placer
y ensayas a la vez desdén y seducción.
En ese larvado gesto que aventuras
se dibuja tu madre, reclinada
en la gris balaustrada del recuerdo.
Y tus ojos, atentos al paciente
e inolvidable ejemplo, se entrecierran.
Y mientras, adorable
y peligrosamente, te desvías.
De “Los devaneos de Erato” 1980
Dulce corazón mío de súbito asaltado.
Todo por adorar más de lo permisible.
Todo porque un cigarro se asienta en una boca
y en sus jugosas sedas se humedece.
Porque una camiseta incitante señala,
de su pecho, el escudo durísimo,
y un vigoroso brazo de la mínima manga sobresale.
Todo porque unas piernas, unas perfectas piernas,
dentro del más ceñido pantalón, frente a mí se separan.
Se separan.
De “Indicios vehementes” 1985
Cibeles ante la ofrenda anual de tulipanes
Que mi corazón estalle! / Que el amor a su antojo, /
acabe con mi cuerpo. ”
Amaru
Desprendida su funda, el capullo,
tulipán sonrosado, apretado turbante,
enfureció mi sangre con brusca primavera.
Inoculado el sensual delirio,
lubrica mi saliva tu pedúnculo;
el tersísimo tallo que mi mano entroniza.
Alta flor tuya erguida en los oscuros parques;
oh, lacérame tú, vulnerada derríbame
con la boca repleta de tu húmeda seda.
Como anillo se cierran en tu redor mis pechos,
los junto, te me incrustas, mis labios se entreabren
y una gota aparece en tu cúspide malva.
Cierta secta feminista se da consejos prematrimoniales
“…Trabajada despiadadamente por un autómata
que cree que el cumplimiento de un cruel deber es
un asunto de honor.”
Andrea de Nerciat
Y besémonos, bellas vírgenes, besémonos.
Démonos prisa desvalijándonos
destruyendo el botín de nuestros cuerpos.
Al enemigo percibo respirar tras el muro,
la codicia se yergue entre sus piernas.
Y besémonos, bellas vírgenes, besémonos.
No deis pródigamente a la espada,
oh viril fortuna, el inviolado himen.
Que la grieta, en el blanco ariete
de nuestras manos, pierda su angostura.
Y besémonos, bellas vírgenes, besémonos.
Ya extendieron las sábanas
y la felpa absorbente está dispuesta.
para que los floretes nos derriben
y las piernas empapen de amapolas.
Y besémonos, bellas vírgenes, besémonos.
Antes que el vencedor la ciudadela
profane, y desvele su recato
para saquear del templo los tesoros,
es preferible siempre entregarla a las llamas.
Y besémonos, bellas vírgenes, besémonos.
Expolio singular: enfebrecidas
en nuestro beneficio arrebatemos
la propia dote. Que el triunfador altivo
no obtenga el masculino privilegio.
Y besémonos, bellas vírgenes, besémonos.
Con la secreta fuente humedecida
en el licor de Venus,
anticipémonos,
de placer mojadas, a Príapo.
y con la sed de nuestros cuerpos, embriaguémonos.
Y besémonos, bellas vírgénes, besémonos.
Rasgando el azahar, gocémonos, gocémonos
del premio que celaban nuestros muslos.
El falo, presto a traspasarnos
encontrará, donde creyó virtud, burdel.
De “Los devaneos de Erato” 1980
Creí que te habías muerto, corazón mío…
Creí que te habías muerto, corazón mío,
en Junio.
Creí que, definitivamente, te habías muerto:
sí, lo creí.
Que, después de haber esparcido el revoloteo púrpura
de tu desesperación, como una alondra caíste en el
alféizar; que te extinguiste como el fulgor atemorizado
de un espectro; que como una cuerda tensa te rompiste,
con un chasquido seco y terminante.
Creí que, acorralado por tus desvaríos, traicionado por
los todavías, alcanzado por las evidencias, exhausto,
abatido, habías sido derribado al fin.
Y contigo, se desvanecieron los engarces entre
sentimientos, imágenes, suposiciones y pruebas.
Se me fueron abriendo las costuras de la memoria: ya
me estaba acostumbrando a vivir sin ti.
Pero tus fragmentos estallados se han ido
buscando, encontrando, cohesionándose como gotas de
mercurio, sin cicatriz ni señal.
Y ahí estás, otra vez inocente, sin acusar enmienda ni
escarmiento, guiando, dirigiendo, adentrando en ti el
peligro, como si fueras invulnerable o sabio, como si,
recién nacido apenas, ya fueras capaz de distinguir, en
el mellado filo del clavel,
la espada
Cuando mi hermana y yo, solteras, queríamos ser virtuosas y santas
Y cuando al jardín, contigo, descendíamos,
evitábamos en lo posible los manzanos.
Incluso ante el olor del heliotropo enrojecíamos;
sabido es que esa flor amor eterno explica.
Tu frente entonces no era menos encendida
que tu encendida beca*, sobre ella reclinada,
con el rojo reflejo competía.
Y extasiadas, mudas, te espiábamos;
antes de que mojáramos los labios en la alberca,
furtivo y virginal, te santiguabas
y de infinita gracia te vestías.
Te dábamos estampas con los bordes calados
iguales al platito de pasas
que, con el té, se ofrece a las visitas,
detentes y reliquias en los que oro cosíamos
y ante ti nos sentábamos con infantil modestia.
Mi tan amado y puro seminarista hermoso,
¡cuántas serpientes enroscadas en los macizos de azucenas,
qué sintieron las rosas en tus manos que así se deshojaban!
Con la mirada baja protegerte queríamos
de nuestra femenina seducción.
Vano propósito.
Un día, un turgente púrpura,
tu pantalón incógnito, de pronto, estirará
y Adán derramará su provisión de leche.
Nada podrá parar tan vigoroso surtidor.
Bien que sucederá, sucederá.
Aunque nuestra manzana nunca muerdas,
aunque tu espasmo nunca presidamos,
bien que sucederá, sucederá.
Y no te ha de salvar ningún escapulario,
y ni el terrible infierno del albo catecismo
podrá evitar el cauce radiante de tu esperma.
*Beca: especie de manto de seda o paño, que colgaba del cuello
hasta cerca de los pies, y que en algún tiempo usaron
sobre la sotana los eclesiásticos que tenían alguna dignidad.
De “Los devaneos de Erato” 1980
Apoyar la frente enfebrecida en la nublada celosía del confesionario. Enumerar los inasibles recorridos de la serpiente.
Buscar un nombre para hacer cada crimen discernible. Dibujar las noches; las llagas de las paredes
encaladas en la oscuridad, brillando; los colibríes enzarzados, enredando sus lenguas de pistilo bajo los rígidos almidones
de mis tocas. Apoyar la frente. Abandonarse. Sentir cómo el anillo que atenaza mi corazón, se me resbala por el pecho
como un crisantemo decapitado.
De “Virgo Potens” 1994
Salamandra es deseo
bebiendo en los topacios de un estanque,
en cielos de Giotto,
en las bóvedas húmedas de translúcida yedra.
Morera y vid se agotan en tu mano.
Es deseo caballo enloquecido
de temor bajo un raudal de agua,
cascada donde estalla el arcoiris,
desbaratada trenza entre piedras cayendo.
Brazo tuyo defensa en mi cintura.
Y como la belleza -desmesura, naufragio
o voluble liana que se empina hasta el cedro
sofocándolo- el deseo penetra y es herida.
Cuerpo tuyo, cercado que mi pasión desborda,
todo escudo en dócil miel fundido
y es inútil tu intento: a un labio enamorado
ni el laurel más mortífero detendría.
Ya no podrás lograr que permanezca intacta,
angélica tesela en su alto dominio,
que mi emoción recorte cual ciprés
en un parque atildado,
que contemple el abismo desde los barandales
y al vértigo resista.
Crueldad subyugadora es el deseo.
Y me entrego a su lanza, y ho quiero rehuir
su mordedura.
Apártate de mí, no quiero que me guardes,
que en mi cuerpo refrenes lágrimas ni jardines,
y antes de que las quejas aviven mi desprecio,
los avisos mi cólera, caiga sobre tus labios
-incendio alertador, granada suplicante-
la delicada muerte de mi olvido.
«Truman Capote»
Arcángel desterrado y refugiado en mi anhelo;
cada vez que la albahaca se movía
a mi vientre tu mano apuñalaba
y en el raudo abanico de luces y luciérnagas
o en la pared confusa, donde el enfebrecido
pájaro de la noche se cernía,
aparecías tú.
Continua caracola prendida de mi oído;
hasta cuando la hierba, de grillos relucientes
salpicada, de pronto enloquecía
podíase escuchar tu lengua colibrí.
Y había que decidirse
entre el blanco inocente del naranjo
y tu oscura coraza.
Duro, frío y deslumbrante estuche
para tan dulce torso, terciopelo.
Diotima a su muy aplicado discípulo
“El placer es el mejor de los cumplidos.”
Coco Chanel
El más encantador instante de la tarde
tras el anaranjado visillo primorosa.
Y en la mesita el té
y un ramillete, desmayadas rosas,
y en la otomana de rayada seda,
extendida la falda, asomando mi pie
provocativo, aguardo a que tú avecines
a mi cuello, descendiendo la mirada
por el oscuro embudo de mi escote,
ahuecado a propósito. Sonrójome
y tus dedos inician meditadas cautelas
por mi falda; demoran en los profundos túneles
del plisado y recorren las rizadas estrellas
del guipur. Apresúrate, ven, recibe estos pétalos
de rosas, pétalos como muslos
de impolutas vestales, velados. Que mi boca
rebose en sus sedosos trozos, tersos y densos
cual labios asomados a mis dientes
exigiendo el mordisco. Amordázate,
el jadeo de tu alto puñal, y sea tu beso
heraldo de las flores. Apresúrate,
desanuda las cintas, comprueba la pendiente
durísima del prieto seno, míralo, tócalo
y en sus tiesos pináculos derrama tu saliva
mientras siento, en mis piernas, tu amenaza.
El gladiolo blanco de mi primera comunión se vuelve púrpura
Nunca más, oh no, nunca más
me prenderá la primavera con sus claras argucias.
Desconfío del tumescente
gladiolo blanco, satinadas pastas
de misales antiguos.
Parece una mortaja de niño,
su apariencia es tan pura
que, sin malicia, lo exponemos
a la vista de muchachas seráficas.
Y sin embargo, qué hermoso señuelo,
jamás halló Himeneo instructor más propicio.
Ya visita, de noche, silente, las alcobas,
se introduce en los sueños
y despierta a las vírgenes con dura sacudida.
Nunca más, oh no, nunca más
me prenderá la primavera con sus claras argucias.
De “Los devaneos de Erato” 1980
Flores, pedazos de tu cuerpo;
me reclamo su savia.
Aprieto entre mis labios
la lacerante verga del gladiolo.
Cosería limones a tu torso,
sus durísimas puntas en mis dedos
como altos pezones de muchacha.
Ya conoce mi lengua las más suaves estrías de tu oreja
y es una caracola.
Ella sabe a tu leche adolescente,
y huele a tus muslos.
En mis muslos contengo los pétalos mojados
de las flores. Son flores pedazos de tu cuerpo.
“Los devaneos de Erato” 1981
Exaltación de la preciosa sangre
Desvelado el espejo -dosel del costurero
saqueado- tantos dones magníficos
excesiva duplica.
Y, no obstante, sólo tiene su cómplice
e incitante señal la madeja encarnada.
Oh, tomémosla. Rasguemos las vítolas,
las hebras desprendiendo con esmero,
y en las tensadas palmas de tus queridas manos
laceolados estigmas bordaré diestramente…
Tan frágiles cutículas, la sangre al traspasar
su rúbrica brillante va prendiendo.
Mas si al sedoso hilo la sangre verdadera
ha querido emular agolpándose cárdena
a su orilla, no te asustes, amor.
Pues presurosamente mi estremecida boca
a tu herida será vaso propicio.
Labios míos temblando, del precioso regalo
de tu mano, tiñéndose. Tu sabor penetrando
mi inviolada saliva, comulgándome,
y el fervor confundido en delirio de besos.
Festividad del dulcísimo nombre
Yo te elegía nombres en mi devocionario.
No tuve otro maestro.
Sus páginas inmersas en tan terrible amor
acuciaban mi sed. Se abrían, dulcemente,
insólitos caminos en mi sangre
-obediente hasta entonces- extraviándola,
perturbando la blancura espectral
de mis sienes de niña cuando de los versículos,
las más bellas palabras, asentándose iban
en mi inocente lengua.
Mis primeras caricias fueron verbos,
mi amor sólo nombrarte
y el dolor una piedra preciosa
en el tierno clavel de tu costado herido.
Flotaba mi mirada en el menstruo continuo
del incensario ardiente y mis pulsos,
repitiendo incesantes arrobada noticia,
hasta el vitral translúcido, se elevaban.
La luz estremecíase con tu nombre,
como un corazón era saltando entre los nardos
y el misal fatigado de mis manos cayendo,
estampas vegetales desprendía
cual nacaradas fundas de lunarias.
Párvulas lentejuelas entre el tul,
refulgiendo, desde el comulgatorio
señalaban mi alivio.
Y anulada, enamorada yo
entreabría mi boca, mientras mi cuerpo todo
tu cuerpo recibía.
De “Devocionario” 1986
Hubo un tiempo en el que el amor era un
intruso temido y anhelado.
Un roce furtivo, premeditado, reelaborado durante
insoportables desvelos.
Una confesión perturbada y audaz, corregida mil
veces, que jamás llegaría a su destino.
Una incesante y tiránica inquietud.
Un galopar repentino del corazón ingobernable.
Un continuo batallar contra la despiadada infalibilidad
de los espejos.
Una íntima dificultad para distinguir la congoja del
júbilo.
Era un tiempo adolescente e impreciso, el tiempo del
amor sin nombre, hasta casi sin rostro, que merodeaba,
como un beso prometido, por el punto más umbrío de la
escalera.
In confesiones de Gilles de Rais
“…se hallaba tendido en una chaisse-longue, y tenía en
su blanca mano una rosa sin perfume.”
O. Mirebau
Es tan adorable introducirme
en su lecho, y que mi mano viajera
descanse, entre sus piernas, descuidada,
y al desenvainar la columna tersa
-su cimera encarnada y jugosa
tendrá el sabor de las fresas, picante-
presenciar la inesperada expresión
de su anatomía que no sabe usar,
mostrarle el sonrosado engarce
al indeciso dedo, mientras en pérfidas
y precisas dosis se le administra audacia.
Es adorable pervertir
a un muchacho, extraerle del vientre
virginal esa rugiente ternura
tan parecida al estertor final
de un agonizante, que es imposible
no irlo matando mientras eyacula.
De “Los devaneos de Erato” 1980
Introito, natura ordenatus imperandum
Si al apagar las luces te invadía el terror
de que mientras durmieras la belleza
podría acometerte.
Si infatigablemente inaugurabas nombres
y a todo sortilegio prestabas tus oídos.
Si te cuidabas tanto en elegir los dedos
que tallo o mariposa tocarían
como si algún acorde de ello dependiera.
Si a escondidas, leyendo, con pervertidos príncipes,
apasionados mártires y almas de atormentados
el pacto establecías de una rara alianza.
Si acechabas collares de continuo
pues gustabas probar el sabor de las gemas,
biselados confites convertidos en ascuas
por tu boca.
Sí te fingías enfermo
para, en vez de jugar, a tus desmesurados
dominios acudir y disponer cortejos
o banquetes, o asaltos, y perpetrar delito
y hermosura en baúles y árboles.
Si entregado a ti mismo decías ser feliz
aun cuando, suntuosa, la tristeza vagaba
por tus ojos, desconocido mío,
afortunado fue que no te presintiera.
Pues de la soledad era yo soberana,
tenía todo un atlas pintado en el jardín
y el atrevido espejo que igualarme pudiera,
que pudiera doblar, extender los confines
de mi íntimo reino, me hubiera, irremediable,
aniquilado.
Incapaz de adorar lo que a mí se asemeja,
despiadada y tenaz te hubiera combatido.
Pero si derrotada
me fuera insoportable someterme,
vencedora, perdiéndote, no lo resistiría:
Son débiles corazas el amor y el orgullo.
Desconocido mío, afortunado es
que todavía te sueñe.
“No te contemples en la muerte;
deja que tu imagen sea llevada
por las aguas que corren”
Marcel Schwob
No hay cortejo comparable para ti,
alma melancólica, a esta multitud
de ecos silenciados, galería monótona
que la quietud repite y obstinada refleja
sus trastornados ritmos.
Y la muerte está ahí, en el espejo
que divulga las voces de las aguas,
en esa luna inerte donde la menta asoma
tiritando, mientras que entre los dientes
las culebras son besos, y en la inmóvil tristeza,
el frío, de sus parques, traza la geometría.
Y el tinte de tu rostro se hace pálido y verde.
Pero si alguna vez quieres sobrepasar,
desgarrar la cruel lámina y clavar el gladiolo
en la caverna húmeda del espejo,
te arrastraré a la danza delirante
que en un instante alberga mil figuras distintas,
podré decirte cómo derrochar la belleza
en la noche magnífica, incendiándola,
a usar los diccionarios como libros de música,
orquesta fugitiva para esta insurrección,
esta brillante fiesta que en tu obsequio preparo.
Pues sentir es el prodigio único
que me alerta y preocupa, y la audacia,
como un tenaz diamante rasgando las ventanas,
la joya y homenaje que prefiero.
Llámame pues si rompes esa fronda sombría
del espejo, si has llegado al final
hasta el papel de plata, de repente arañado,
si tu rostro al cristal desampara
y con agudo estruendo se desprende.
No siempre hay que creer lo que el espejo dice.
Tu rostro verdadero puede ser cualquier máscara.
De Indicios vehementes 1985
Si alguien sabe de un filtro que excuse mi extravío,
que explique el desvarío de mi sangre,
le suplico:
Antes de que se muera el jazmín de mi vientre
y se cumplan mis lunas puntuales y enteras
y mis venas se agoten de tantas madrugadas
en las que un muslo roza al muslo compañero
y lo sabe marfil pero lo piensa lumbre;
antes de que la edad extenúe en mi carne
la vehemencia, que por favor lo diga.
Contemplo ante el espejo, hospedado en mis sábanas,
las señales febriles de la noche inclemente
en donde el terso lino aulaga se vertiera
y duro pedernal y cuerpo de muchacho.
ciño mi cinturón y el azogue me escruta,
fresas bajo mi blusa ansiosas se endurecen
y al resbalar la tela por mi inclinada espalda
parece una caricia; y la boca me arde.
si alguien sabe de un filtro que excuse mi locura
y me entregue al furor que la pasión exige,
se lo ruego, antes de que me ahogue
en mi propia fragancia, por favor,
por favor se lo ruego:
que lo beba conmigo.
Paraíso sin ti, ni imagino ni quiero
Julio Aumente
Yo aguardo la señal para reconocerte.
Cada noche, mientras tiembla el invierno
y abatida la lluvia se derrama
y el frío elige calles y restalla cordeles,
indóciles cabellos de pronto destrenzados,
yo aguardo la señal.
Y te busco incesante, y en la música entro:
acolchada la puerta se cierra tras de mí,
la sombra me golpea y mis ojos insisten,
suelta lanza dispersa y confundida.
Por el esbelto nardo y el armonioso alerce,
sauce, flor, el oro se desnuda,
gráciles piernas, bosques, enramadas:
dime, serpiente, dónde tus anillos.
Irresistible seductora mía, sin ti mi rostro
es fervoroso girasol anclado, es alabanza inerte,
no selva trastornada, no subterránea herida
ni belleza.
Sin deseos, sin sed, sin perseguido abismo,
sin que aceches y ofrezcas y arrebates,
qué jardín, dime tú, qué jardín
se podría llamar paraíso o delicia.
Mi tentación hermosa,
cada noche te busco, cada noche.
Y aguardo tu señal, transida ya de ti
para reconocerte y entregarme.
Terminando el rosario a nuestros dormitorios
subiremos donde el ángel maligno,
que quiere atormentarnos, nos espera.
La espalda en la pared, cuidando que las ropas
no escondan nuestros ojos mucho tiempo,
la fragante franela nos ha vestido al fin.
Y sabemos, tras el vuelo fruncido
del tibio cubrecama, quién se oculta.
Al mínimo ruido en el contiguo cuarto
irrumpiremos, entre las tenues sábanas
de cruda muselina, anhelantes,
buscándonos.
Y nos sorprenderán
e irremisiblemente seremos castigados,
devueltos al horror de las alcobas.
Pero, abrázame ahora. Febriles confortémonos
que el miedo vendrá, en breve, dispuesto a aniquilarnos.
En el jardín secreto, bajo el árbol,
despacio, muy despacio, desataste mis trenzas
y luego, impetuoso, porque yo sentí frío
y terca me negaba, arrancaste mi ropa.
Con cíngulo de larga enredadera
la deslucida organza que sirviera de colcha
a la cuna común, experto me ceñiste.
En la callada hora, muy lejos de los padres,
con jugo de geranios la boca me teñías
y ajorcas vegetales en mis breves tobillos
se enroscaron.
Bailé furiosamente.
Cual halo tras de mí henchíase la túnica,
en torno a ti crecían los aros de mis huellas.
Yo, tanagra diversa, evasivo laurel
y tú quieto. Perfectamente quieto.
salvo el brazo con el que me flagelabas.
“Cada palabra es una herida mortal,
Debo tener cuidado”.
Jorge Díaz
Noche, palabra mía henchida de sucesos.
La aflicción, el vacío, la muerte, la tiniebla
avivan en tus sílabas sus temores y ansiase
Extenuado nombre, fatigada corola,
para caer de ti como cansino pétalo,
o hundirse en tus confines, abiertos,
afilados, beso ardiente, última sensación,
locura extrema.
Noche, noche, amor mío,
¿es que acaso me atreveré a saltar
traspasada de ti hasta la muerte?
Lengua: nupcial espada.
Apenas te mencione, convocadas estrellas
insistirán solícitas mostrando el desvarío
de tus ojos vibrátiles.
Oh noche, qué incitante, qué turbadora eres;
madre y devoradora, acercas tu regazo,
y cómo quiero huir, cómo desertar quiero
de tus lágrimas ávidas, cómo intento esconderme
de tus manos, oh noche, mi tristeza.
Y quizá seas la única, la palabra final
que todo amor explique. Y el estremecimiento.
Y el magnífico instante que ni aun la memoria
más fiel y enamorada consiente en repetir.
Noche, tristeza mía, todavía es posible
que te llame, y me abreve en el láudano amargo
que destilan tus letras. Que a tu herida me entregue
y a tu abismo, mi tristeza, mi noche,
todavía es posible.
Oh noche mía, acaso… acaso te amaría.
Do
lor por estar contigo en cada cosa. Por no dejar de estar contigo en cada cosa.
Por estar irremediablemente contigo en mí.
Re
cordar que mis monedas no me permiten adquirir. Que
mi deseo no es tan poderoso como para taladrar blindajes,
ni mi atrevimiento tan hábil como para no hacer saltar la
alarma. Recordar que sólo debe mirar los escaparates.
Mi
edo por no llegar a ser, por ni siquiera conseguir estar.
Fa
cilmente lo hacen: clavan sus espinas invisibles, abren la
puerta del temor, hacen que renieguen de mí misma cuando
menos se espera. Y ni siquiera saber cuántos han sacado copia
de mis llaves.
Sol
o he logrado el punzón de la pica, la lágrima del diamante
o los caprichos del trébol. Quizá no existan los corazones.
Quizá es que sea imposible elegir.
La
bios sellados, custodios del mejor guardado secreto, del recinto en donde las palabras reanudan
sus batallas silenciosas, sus pacientes y refinados ejercicios de rencor.
Si
crees que es paciencia, resignación, inmunidad o anestesia te
equivocas. Es que he procurado cortar todas las margaritas
para no tener que interrogarlas.
No juegas ya conmigo, tan orgulloso estás
que más allá de ti no necesitas nada.
Tú observas incesante, sin embargo
te olvidas de que yo te soy tan parecida
que te describiría con la fidelidad
de un espejo: tan semejante a ti
que hasta podrías amarme sin temor a excederte.
Pero, si en desdeñarme persistes obstinado,
no importa, esperaré.
Mientras enhebro cintas de dulce terciopelo
en el blanco entredós de una tira bordada
o anchas randas de encaje infatigable labro,
atisbando estaré el menor de tus gestos.
Tan preciso lo retendré en mi rostro,
tan exacto, que pasado algún tiempo,
cuando la edad viril, arrasándote
tras derruir la seda delicada
exija tus mejillas para sus arrayanes,
tu pecho como un muro para enredar su hiedra,
no tendrás más remedio que mirarme.
Y te verás en mí, adolescente, inmóvil
durante muchos años todavía.
De “Dióscuros” 1982
A los pies de la cama, oí el ruido
y a mi grito aterrado se encendieron las luces
y el alforzado traje de abombado organdí
que desde ayer pendía de la lámpara
y el viso de rayón, y la enagua crujiente
de batista, y el ingrávido velo
ya no estaban. El sedoso papel
que cien recordatorios contenía
apareció rasgado por la alfombra.
Hasta la verde alberca, atropellando lirios,
asido el roto tul al arco del rosal,
corrías con mis ropas ataviado.
Entre harapos de algas te sacaron inerte,
los pómulos tan blancos que muerto te creyera.
Y sonreí triunfante, midiendo por tu envidia
mi ventaja.
De “Dióscuros” 1982
Por qué mi carne no te quiere verbo…
Por qué mi carne no te quiere verbo,
por qué no te conjuga, por qué no te reparte,
por qué desde las tapias no saltan buganvillas
con tus significados
y en miradas de azogue que no reverbera el sol
dando de ti noticia,
ni se destapan cajas con tu música
y su claro propósito,
y ningún diccionario ajeno te interpreta.
Por qué, por qué, Amor mío,
eres mapa ilegible,
flecha desorientada,
regalo ensimismado en su intacto envoltorio,
palabra indivisible que nace y muere en mí.
Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío, tened misericordia de mí, pues
el enemigo ha conseguido entrar en la ciudadela; cautamente, ha derribado
hasta el último bastión, como cera ha fundido toda vigilancia y ha alcanzado mis ojos para asomar sus oriflamas
desde ellos. Mi mirada ha conducido sus anzuelos velo. Apoyar la frente enfebrecida es, sedal han sido,
segura trayectoria de su reclamo. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío, tened misericordia de mí.
De “Virgo Potens” 1994
Y decirle: Acúsome, reverendo padre. Acúsome del descuido que os reveló
mi rostro, de la negligencia de mi velo en ocultar mi codicia. Acúsome del
lazo que tendí a los pies de vuestra reverencia, de la tela de araña emboscada, del grillete que aprisionó
vuestra mirada en mi sombra. Acúsome de ser lanza en el vientre, medusa entre las piernas, desvelo
de vuestra reverencia y sed. Acúsome de clavaros la aguda y persistente dentellada de los rosales del remordimiento.
De “Virgo Potens” 1994
Mis ojos, por tu cuerpo reclamados,
de su hermosura avisan, amplio torso devastan
y en la estrecha cadera contiénense aturdidos.
Sin indulgencia alguna muestran al labio hambriento,
de cerezas mordientes, la semilla
y al igual que mis dedos el más ardiente roce
de tu piel se presagia, de la amatista intrusa
e irisado pezón, en mi confusa lengua
avívase su tacto.
Las feroces punzadas de un turbador augurio
procura apaciguar mi inasaltado vientre,
pero es vano el combate del que ya ha sido herido.
Y es un abismo el goce, el anhelo locura,
es tu nombre invocado amarga extenuación
y tu cuerpo inminente rigurosa medida
de mi infierno.
De este insaciable afán dicen que has de salvarme.
Pero lo cierto es que enfebrecida aguardo
y que puedo morir antes de que me toques.
Si con Noviembre un penetrante nardo ahogara los temblores de mis sábanas. Si lágrimas de lluvia diluyeran
sucesos anteriores, y de mis ojos cayeran como hojas de otoño, desnudándolos. Si el tiempo desandase
hasta cuando era inocente todavía y quieto y transparente. Y si, además, pudiera apresurarse, desplegar el velo
que mi mirada contuviera, antes de que la suya alcanzara. Antes de que sus ojos sorprendieran en los míos
el hechizo de Lucifer.
De “Virgo Potens” 1994
Pero acúsome también de ser tribuna de orgullo. Acúsome de toda la
vanagloria que me asiste al comprobar que vos, capaz de convocar con una divina fórmula la Carne y la Sangre
de Ntro. Señor, jamás poseeréis la palabra que hiciera nacer el tacto de tu cuerpo entre vuestros dedos consagrados.
Y acúsome, reverendo padre, del sentimiento de rebeldía y de triunfo con que me embriaga esta crueldad. Amén.
De “Virgo Potens” 1994
Si recordaras, amor mío, qué es lo que te aguarda…
Si recordaras, amor mío, qué es lo que te aguarda tras las
seguras paredes de la espera.
Si recordaras cómo ¡y qué cruelmente! el deseo atendido
oculta su puñalada de decepción.
Si recordaras que, una vez que la pasión estalla, el secreto
deja de ser escudo y huída,
no me insistirías para que te mostrara, para que te ofreciera,
para que te otorgue.
Sino que te resignarías a sobrevivir dentro de mí en el dúctil
territorio de los sueños, donde todos los modos de ternura
que puedas inventar son permitidos, toda tempestad música
y ningún temor es irrevocable.
Si recordaras, Amor mío, qué es lo que te aguarda tras las
seguras paredes de mi corazón,
no me obligarías a levantarme en armas contra ti, a detenerte,
a desmentirte, a amordazarte, a traicionarte…
antes de que te me arrebaten, dulce silencio mío,
mi único tesoro, insensato e irreductible sentimiento.
De “Punto umbrío” 1995
Cada noche implacable, cada noche,
la ginebra cimbrea visiones y deseos,
y un lamento de intolerable ansia
-dice llamarse música- exhausta se sucede.
Y el neón carmesí, cordoncillo enredado
en la pálida estrella de la aurora
sólo es sangre delgada. Despedida.
Cuando en la noche surge tu ventana,
el oro, taladrando los visillos,
introduce en mi alcoba tu presencia.
Me levanto e intento sorprenderte,
asistir al momento en que tu torso cruce
los cristales y la tibia camisa
sea a la silla lanzada.
Mi pupila se engarza en el encaje
y mis pies ya no atienden, de las losas, el frío.
En sus dedos la ostia lunar amanece, se alza desde el vaso sagrado, brilla
sobre el carmesí de la casulla. Y cómo ir, cómo prosternarme, cómo abrir la herida de mi boca a la luz
si en mis entrañas anidan los petreles y mis venas son astas de ciervo y mi cuerpo es batalla con sus brechas
y minas. De la lámina blanca que él me ofrece depende mi perdición, pero mi lengua, avanzando con rojos destellos,
recibe de su mano el sacrilegio y la muerte.
De “Virgo Potens” 1994
Triunfo de Artemis sobre Volupta
“Ah!, sí…”
Marie Dorval
Edad inimitable, a tu espejo interrogo
en cuál de mis innumerables
alacenas está la máscara de diosa
que de oscuro los mármoles cubría.
Vuestro fervor, tan obsesivo éxtasis,
la hizo hermosa y distante y proclamó única.
Sin embargo, tantas veces os maltrató!
Su lengua tan cruel como un látigo era.
Tras de los balcones atisbaba ansiosa
y a los suplicantes ojos se negaba
si de vuestros deseos tenía certidumbre.
No os consintió ni una sola hebra de su túnica,
ni tan siquiera que hurgarais entre sus collares.
Ni pudisteis, a través de una cerradura,
mirar cómo parsimoniosa se desvestía
haciendo crecer su desnudo desde la bañera.
Vaho de enredadera gris. La mano recurriendo
a la esponja. Y la fragante espuma, reptando
por su cuerpo, en él se introduce
instalando su invisible dominio.
No bebisteis tampoco en las sabrosas fuentes
que anegaban los turbios laberintos
que una maligna virginidad clausuró.
Ni las sombrías axilas, ni la frondosa concha
de la pelvis, ni la entrelazada cabellera
supieron del amable tacto de esos dedos
que conozco tan bien. Pero cuánto la amáis!
No la oisteis gritar cuando el estrépito
del placer os sobrevino y tumultuosamente
desbordó la hendida cúpula.
Mas el recuerdo de ella, precipitándose,
os asaltay en mí la buscáis. Qué terrible
e inimitable edad. Siempre a tu espejo interrogando.
Intento renacer, antigua identidad
que os fascinaba, aquel cuerpo tan desconocido,
si es que es posible tal metamorfosis.
Sabéis ya en qué precisos
lugares de mi piel Eros se asienta;
los secretos, derramados por la colcha,
por vuestras hábiles bocas sorprendidos.
Rendida, mis piernas fuertemente a vuestras piernas
enlazarán para que la total arremetida
a mi vientre penetre y arda en él.
Ahora soy costumbre,
invadida patria de rutinarias delicias.
Al poseerme perdisteis mi belleza anterior
y se os han desvanecido los deseos.
Mas si me ayudáis a buscar
en los armarios las túnicas olvidadas
y a rescatar la máscara propicia,
si me vuelvo arrogante, ¿os podré convencer?
Tan sagaz es la experiencia
y tan indestructible su mandato
que os sobrepasé largamente.
Incluso os instruiría. Y me lo reprocháis.
Edad inimitable,
donde los dioses habitaban y era
la admiración el tributo único
que a mis pies esparcíais.
No me pidáis que vuelva,
pues la inocencia es irrecuperable.
De “Los devaneos de Erato” 1980
Nunca te tengo tanto como cuando te busco
sabiendo de antemano que no puedo encontrarte.
Sólo entonces consiento estar enamorada.
Sólo entonces me pierdo en la esmaltada jungla
de coches o tiovivos, cafés abarrotados,
lunas de escaparates, laberintos de parques
o de espejos, pues corro tras de todo
lo que se te parece.
De continuo te acecho.
El alquitrán derrite su azabache,
es la calle movible taracea
de camisas y niquis, sus colores comparo
con el azul celeste o el verde malaquita
que por tu pecho yo desabrochaba.
Deliciosa congoja si creo reconocerte
me hace desfallecer: toda mi piel nombrándote,
toda mi piel alerta, pendiente de mis ojos.
Indaga mi pupila, todo atisbo comprueba,
todo indicio que me conduzca a ti,
que te introduzca al ámbito donde sólo tu imagen
prevalece y te coincida y funda,
te acerque, te inaugure y para siempre estés.
Es tan adorable introducirme
en su lecho, y que mi mano viajera
descanse, entre sus piernas, descuidada,
y al desenvainar la columna tersa
su cimera encarnada y jugosa
tendrá el sabor de las fresas, picante
presenciar la inesperada expresión
de su anatomía que no sabe usar,
mostrarle el sonrosado engarce
al indeciso dedo, mientras en pérfidas
y precisas dosis se le administra audacia.
Es adorable pervertir
a un muchacho, extraerle del vientre
virginal esa rugiente ternura
tan parecida al estertor final
de un agonizante, que es imposible
no irlo matando mientras eyacula.