López Narváez, Carlos
Poeta colombiano nacido en Popayán en 1897.
Hijo de un telegrafista y de una dama de gran ingenio, realizó sus primeros estudios en colegios regentados
por religiosos con Guillermo Valencia y Rafael Maya y sus estudios universitarios de Derecho en la Universidad del Cauca.
Académico, catedrático en universidades y colegios, Director de Extensión Cultural de la Universidad Nacional,
Director de la Radiodifusora Nacional, funcionario de los Ministerios de Educación y de Relaciones Exteriores,
ejecutivo de importantes multinacionales y diplomático en los Estados Unidos y Francia, reflejan la riqueza
de su intelecto, su apasionado amor por la cultura y su capacidad de servicio.
Fue además miembro de la Academia de la Lengua, diserto prosista, y gran traductor de textos de Beaudelaire,
Heredia, Proudhomme, Valery, Leconte de Lisle, Armand Godoy, Henry Barbusse y otros más del modernismo.
Murió rodeado del respeto y admiración de sus compatriotas en 1971 en Bogotá, a los 74 años de edad.
“Ya perdieron su arrullo los ocasos
y los abismos florecieron huesos”.
Matilde Espinosa
A qué llevar hacia el azul los pasos;
a qué nombrar las cosas dulcemente,
si para la penumbra confidente
«ya perdieron su arrullo los ocasos».
A qué entreabrir los sitibundos besos;
a qué dejar la rosa en la ventana…
Bajó desde los cielos lumbre vana
«y los abismos florecieron huesos».
A qué mecer la tarde entre los brazos,
ni sentarse a la orilla de la fuente,
si en el sordo rugido del torrente
«ya perdieron su arrullo los ocasos».
Inútiles ya todos los regresos,
divaguen en la sombra nuestros pasos
«ya perdieron su arrullo los ocasos
y los abismos florecieron huesos».
Una flor no ha traído jamás la primavera
digna de la embrujada noche de tu cabello
y que en blanda agonía, cercana de tu cuello
bajo el tibio perfume de tu aliento muriera.
Ni seda se ha tejido por mágica hilandera,
ni tul, ni encaje dignos de velar el destello
de tus brazos, tus hombros, tu flanco donde el sello
de su gracia dejaron la diosa y la quimera.
Aún no fue tallada la copa diamantina
que de la vid colmada con la sangre divina
merezca de tus labios la sapiente dulzura.
No hay plumas ni vellones, damascos ni tapices
dignos de que en su felpa desnuda te deslices;
ni sé qué amor exista digno de tu hermosura.
La tarde como valle macilento
y en ella tú la sonrosada nube;
bruma este amor calladamente sube
del claro río de mi pensamiento.
A tus manos desciende el firmamento
y de tus venas el color asume,
y se duermen la zarza y el perfume
de tu sonrisa al tenue movimiento.
¡Oh la clara dulzura de mirarte
callada sonreir, Dama cautiva,
impasible en su diáfano baluarte!
¡Oh la caricia inmóvil que furtiva
ondea como cándido estandarte
de tu esplendor sobre la almena viva.
Sereno el esplendor de nuestro júbilo
en la urdimbre de oros vesperales;
lino tus manos, sedas el murmullo
de la canción y la ternura errantes.
Callada melodía del coloquio…
Mi corazón, nostálgico velamen;
tu corazón, velero migratorio,
mecidos al arrullo del instante.
Y los deseos como rosas vagas,
y la caricia como una ave ciega,
dulcemente quedándose asomadas
a ti como al brocal de una cisterna.
Toda distante, toda en mí te llevo;
dora la bruma tu presencia cándida,
y sobre el césped de un azul silencio
la noche compasiva nos enlaza.
Bellas, airosas, pálidas, altivas
como tú misma otras mujeres veo;
son reinas victoriosas; su trofeo
es una multitud de almas cautivas.
Su blancura de mármol, sus flexivas
formas, sus ojos, flechan el deseo…
Yo, indiferente y sin afán las veo
bellas, airosas, cálidas, altivas.
¿Por qué? Porque les falta a todas ellas,
aún a las más puras y más bellas,
un detalle sutil, un casi nada:
No brilla entre la gracia turbadora
de sus encantos, el que te decora :
el vago encanto de mujer amada.
Azul como el delirio, azul como la hora
en que cruza tu sombra mi fiebre desvelada;
azul como el más bello cuento de Scherezada,
azul como la noche de una leyenda mora.
Azul como la llama convulsa que devora
la mirra alucinante de la orgía sagrada,
parece que de todo lo azul fuese formada
la veste que te ciñe sensual y triunfadora.
De cálidas neblinas irrigan un paisaje
fugaz y caprichoso los visos de tu traje;
el aire entre sus pliegues tornasola suspiros …
Y bajo la tormenta que aviva el sortilegio,
tu cuerpo resplandece, desnudo, lácteo, egregio,
prisionero en un móvil palacio de zafiros.
La tarde a tu lado
era una pradera fantástica:
nacía la brisa en tu paso;
era el cielo tu inmensa mirada;
arrebol tu boca franjado de blanco,
y era un césped azul tu palabra.
Entre ti y el aire
mi amor era un manto.
Te llevaba en su urna diamante
mi sueño más cándido;
los inmóviles besos rozaban
apenas tu sien y tus manos.
Sumisa la sangre,
oculta en sus ánforas,
tersa, leve, radiante
reflejaba sólo tu sonrisa plácida,
o se hacía una rosa gigante
cuando te rozaba.
A tu vera, todo,
silenciosamente, tornábase alma.
Ahora la tarde sin brisa en tus pasos;
tu boca y tus ojos distantes;
de tu voz el arrullo, lejano;
ahora la tarde
se envuelve en la bruma que todo lo invade…
Y la sangre es bahía convulsa
si a lo lejos te mira pasar.
Tiéndeme tus manos,
rosas de las tardes
que no volverán.
Leilah: de tu esplendor rezuma un vino
que es en mis venas sosegado fuego
y arrobada embriaguez cuando te aspiro.
Leilah: con el estío de tu risa
se madura la mies de los deseos
para soñar tu cándida vendimia.
Leilah: cruzando mares de silencio
sobre la playa de tu voz marina
suspiran caracolas de desvelo.
Leilah, tus manos son la tibia rada
donde mecen -veleros despojados-
la ternura y el sueño su nostalgia.
Roja dulzura, flor de miel y fuego,
sapiencia al rojo-blanco de tu boca;
lámpara alimentada con la loca
combustión de mi sangre y de tu ruego.
Fulva ensenada a cuyo fondo ciego
se lanza nuestro ser desde la roca
del sueño trunco… porque en vano invoca
piedad celeste o terrenal sosiego.
Cuando en la sombra pasional tu blanco
desnudo cuerpo fosforezca al roce
de mi beso -cantárida en tu flanco-
darás, ardida del fragor nocturno,
a la pradera lívida del goce
tu fulgor de maléfico Saturno.
Mi pensamiento es la suspensa forma
de tu presencia;
mi corazón, la forma palpitante.
Como bridones blancos,
mis sentidos galopan en la tierra
de tus cinco hermosuras con el carro.
La voz te anuncia
con dorados rumores germinales
lo mismo que los astros y las frutas.
Nacen de tu palabra
manantiales y céfiros
que sosiegan mi tórrida comarca.
Y en tu inefable cercanía
verdean los oteros
y elevas la colina donde pace
mi cándido rebaño de silencios.
-¿En qué fondo de sueño vi tu gloria ?
-¿A qué prodigio tu poder me encumbra,
oh mansión ilusoria,
alto amor que traspasas la memoria,
llama sin leño, sol de mi penumbra?
Sin saber en qué ayer, en qué ribera,
en qué antro, en qué valle o en qué nube
se abrió tu primavera;
sin descubrir jamás dónde te hube,
alto amor, claro amor, haz que yo muera.
Cuando se rompa el plácido espejismo
y del instante la dorada venda
se desprenda al abismo;
cuando todo se fugue de mí mismo
y al insondable vórtice descienda,
un nombre, un rostro, le darán al mundo
la luz y el canto en plenitud secreta,
y encenderá tu corazón profundo,
¡oh cautivo errabundo!
la tarde entre sus manos de violeta.
“Para cumplir imaginaria cita ”
he de escribir en lágrimas.
Talvez los lentos monosílabos
cálidamente, mudamente digan
lo que ayer no supieron las palabras.
Temblorosa, desnuda,
el alma iba al cuenco de tus manos
pidiendo el pan de la ternura
y el sorbo de una diáfana alegría.
¡Oh silencio aromante!
¡Oh fuego sosegante!
¡Oh rosario de instantes sin mancilla,
labrado en los metales de la tarde!
En macilenta soledad,
más pálida, más lenta,
se extenúa la tarde sin tu forma.
Tu ademán era el nardo
y eran tu voz la brisa y la amapola.
Para el último vuelo
se azulaban rozándote las horas,
y al llegar los luceros sorprendían
la tarde iluminada por tu sombra.
Vuelvo mis ojos a la noche
que te guarda dispersa:
blancuras errabundas, azul profundidad
palpitación tranquila de la tierra.
Como no puede ser
la tarde sin tu forma, hoyes la noche
recinto de mi sueño y de tu sombra.
Con luz de llanto -enjambre de luciérnagas-
otra vez he de hallarte,
¡oh dulce sombra de las tardes muertas!
Ella está allí, de pie, sobre mis párpados
desplegada la noche de su pelo;
Ella tiene la forma de mis manos ;
Ella tiene el color de mi desvelo.
Y se sume en la huella de mis pasos
lo mismo que una piedra contra el cielo.
Como abiertos están siempre sus ojos
a los míos la noche llega en vano;
y si sueña en la luz, soles remotos
cruzan de su presencia el meridiano.
Bahías sosegadas, mares broncos,
mi alma es sólo su rumor lejano.
No es el lirio de nieve, no es el pálido lirio
el que refleja dulcemente en mi, su blancura:
en el gélido cáliz de su belleza pura
jamás pudo brindarme ni la paz ni el delirio.
Ni la dulce azucena de cándida clausura
bajo el azul erguida como trémulo cirio:
el sol que la desflora con radiante martirio
dice que su virtud no es par de su hermosura.
Sólo erigen tu cuerpo los flancos de la diosa,
su sonrosada pulpa, su gracia procelosa,
la tersura y el ritmo de su vibrante curva.
Y sólo tu pudieras, ingrávido narciso,
convertido en aroma, guardar el indeciso
palpitar de la Amada que mi soñar conturba.
Te llevo toda en mí, forma y sustancia
susurrante dulzor, roce de sueño,
susurrante dulzor, roce de sueño,
hálito floreal de tu distancia.
Abre el día en tu cálido diseño
y la noche en tu nómade fragancia
te llevo toda en mí, roja fragancia
del propio corazón trocado en leño.
Voy en redor de ti; como la niebla
-fervor del valle que el estío puebla-
floto sobre el perfil de tu hermosura.
Te llevo toda en mí; de luna y brisa
tu inmarchitable forma diafaniza
el sombrío esplendor de mi ventura.
Malignas obsidianas, cábalas siblinas,
pupilas de tormenta: sois el raudo aletazo
de dos cuervos cautivos en el sedeño lazo
tendido en las pestañas vibrátiles, endrinas.
Zafiros extasiados, plegarias matutinas,
pupilas de pureza: sois el místico vaso
de ensoñador absintio que en su glauco regazo
deslíe cabelleras de náyades y ondinas.
Ágatas hechiceras, idílicos remansos,
ojos de las Teresas de Jesús, ojos mansos:
sois lámparas votivas del ara del Señor.
Mi sueño no coloran negro, ni azul, ni flavo:
con su enigma insondable volviéronme su esclavo
de la amada imposible los ojos sin color.
Encanto impresentido de tus plantas desnudas.
Ni de tus labios ante los cárdenos arcanos,
ni ante el pálido y leve prodigio de tus manos
el alma elevó tantas adoraciones mudas.
Son plintos marfileños donde apaga lejanos
resplandores la sangre; donde quiebra las rudas
avideces que arroja como flechas agudas,
la carne visionaria de los sueños paganos.
Pies desnudos, nenúfares de incólume blancura,
lotos de un terso lago que la ilusión púrpura,
alas no desplegas de celestes caminos:
dadme de vuestra huella la ablusionante palma,
y ved cómo este verso -convulso mar- se ensalma
como el bíblico lago bajo los Pies Divinos.
Hay un fuego que anima todo lo inviolado.
Guillermo Valencia
Mía sólo en el don de su presencia,
con sus manos sedeñas y sedantes,
con sus ojos -berilos fascinantes–
y sus silencios -cálida cadencia-.
Mía tan sólo en la frutal esencia
de plenitud vertida en los instantes
del coloquio… (los labios suspirantes
la apuran como un vino de sapiencia).
Mía sólo en el claro cautiverio
de la imagen, el roce y el latido,
en insondable, embriagador misterio,
¡Oh fervor en sus manos recogido!
¡Oh placidez de su inasible imperio!
¡Oh deleite en sus ojos exprimido!
En ti mi soledad y este silencio,
prisionera tormenta de ternura,
vibrante y pura soledad de amor.
Soledad matinal, dorado golfo
donde recién nacidos pensamientos
abandonan el fondo
como róseo desfile de moluscos.
Una huella en la playa de los sueños,
la de tus pasos blandos y nocturnos…
La luz el vuelo emprende
y el remanso se ahonda
con ansia renaciente
de tu rumor insomne y de tu sombra.
Soledad cenital, trigal marea,
y el pensamiento cárdena corola
en donde rítmica aletea
la mariposa leve de tu forma.
Yermo de muchedumbres,
errante anfiteatro;
coloquio sollozante de las nubes;
beso en la rosa y en la tierra fango.
Por la convulsa ronda
va recogiendo el pensamiento
la trémula ventura de otras horas…
Y el medio día se adormece
con el rumor tranquilo de tu sombra.
Soledad vesperal, muerta dulzura.
Ni tu voz ni tu paso ni tu sombra,
Soledad vesperal, parda laguna,
y el tenaz pensamiento,
un cisne que interroga
la huérfana penumbra…
La tarde nuestras manos enlazaba
y las sienes unía
y las bocas sellaba;
de mi sueño la tarde se aromaba
y en tus ojos la tarde florecía.
Ya la noche
su desvelo atribula
en pos de una sombra
hecha de mi sonámbula ventura
con el alma en vigilia de la rosa.
Des fauves souvenirs
flambent dans tes prunelles
Lean Deubel
Duérme: será dulce tu sueño
igual que sombra de flabelos
perfumada y mullida bajo un árbol,
en tanto que la luna de los parques
alumbra en lloro tenue
las vigilias inmóviles del mármol.
¡Duérme! Bája los párpados azules
sobre esas lágrimas felices.
Enormes soles rojos
reverberan, y en radas de molicie
los barcos se empenachan
y ponen rumbo a piélagos ignotos.
Los recuerdos -leones taciturnos-
vagan por el jardín de tus pupilas
que rudo arcángel guarda.
Sobre tu corazón ya mis arrullos
en vesperal bandada
replegaron las alas peregrinas.
Duérme tu noche sosegante, ungida
por los serenos cármenes
de mi tardía adolescencia…
Duérme, que de tu sueño en los umbrales,
un efebo de cándida sonrisa
abre sobre tus pies la cabellera.
Te invoco suavemente como si te besara
-suavidad indeleble de tus lejanos besos
soñados dulcemente bajo la tarde clara-
los labios en los labios serenamente impresos.
Un corporal efluvio -como si te estrechara-
llega en la suspirante brisa de los cerezos;
se encienden los luceros en tu huella preclara…
La hora es como una bandada de regresos.
Aspiro la impalpable, la grácil mansedumbre
de tu forma en mis brazos, su apacible vislumbre
adormecida sobre mi corazón tranquilo.
Y al mirarte en la sombra sonreir… como en el lecho
de sedeña blandura convertido mi pecho,
los besos te desnudan con dorado sigilo.
Fue en el palacio de cristal de un sueño
dulcemente febril, plácida orgía…
Un reír y una voz, la melodía;
y en un regazo mi cojín sedeño.
El mudo esclavo ya no fuí; su dueño
con ebrIedad morosa me sentía.
Sobre su esbelta desnudez ceñía
la gracia un manto de imperial diseño.
Era la virginal magnificencia,
toda fulgor y grávida sapiencia,
sagrado cáliz, perfumado leño.
Sin falacia, sin tedio, sin reproche,
la diadema nupcial tejió la noche,
en el palacio de cristal de un sueño.