Gorostiza, José

Reseña biográfica

Poeta mexicano nacido en San Juan Bautista, hoy Villahermosa, Tabasco, en 1901.

Su vida se repartió entre la literatura y el servicio público. Junto con Xavier Villaurrutia y Carlos Pellicer fue uno de los miembros más destacados del grupo de los «Contemporáneos », movimiento que trató de recuperar el carácter universal de la poesía.

Gorostiza representa la tendencia más puramente espiritual, instalada en la belleza formal y el simbolismo.

«Canciones para cantar en las barcas » y «Muerte sin fin », son sus obras más representativas.

Falleció en 1973.

Agua, no huyas de la sed, detente…

¡Agua, no huyas de la sed, detente!

Detente, oh claro insomnio, en la llanura

de este sueño sin párpados que apura

el idioma febril de la corriente.

No el tierno simulacro que te miente,

entre rumores, viva; no madura,

ama la sed esa tensión de hondura

con que saltó tu flecha de la fuente.

Detén, agua, tu prisa, porque en tanto

te ciegue el ojo y te estrangule el canto,

dictar debieras a la muerte zonas;

que por tu propia muerte concebida,

sólo me das la piel endurecida

¡oh movimiento!, sierpe que abandonas.

Borrasca

Noche, madre sombría,

de nubes negras y relámpagos ágiles,

cuyos gritos de luz al mar doblegan:

Menesteroso de silencio, pido

tres palmos de la orilla

desolada,

de donde pueda regresar sencilla,

como un fuego marino, la mirada.

Nublada debo de tenerla ahora,

mientras el mar castiga sus lebreles,

si tú piensas la angustia de una estrella

– viento del norte la desprende el oro –

y yo, sin los resabios

del camino,

en un beso feliz, añejo vino,

dulce soplo de brisa entre losa labios.

En el mismo sendero son viadores

un límpido crepúsculos de luna

y el pájaro fugaz de la tormenta.

Para un mismo viajero

se divide en jornadas el camino,

porque pasan la aurora y el copo del lucero

vespertino

en un solo sendero.

Noche, madre sombría:

Cuando llegue el minuto negro de mi borrasca,

hazme sufrirlo aquí, junto a la orilla

del agua amarga.

que, si me vienen ganas de llorar,

quiero tener azules las ideas,

y en mis palabras el sonar

de las mareas.

El enfermo

Por el amplio silencio del instante

pasa un vago temor.

Tal vez gira la puerta sin motivo

y se recoge una visión distante,

como si el alma fuese un mirador.

Afuera canta un pájaro cautivo,

y con gota fugaz el surtidor.

Tal vez fingen las cortinas altas

plegarse al toque de una mano intrusa,

y el incierto rumor

a las pupilas del enfermo acusa

un camino de llanto en derredor.

En sus ojos opacos, mortecinos,

se reflejan las cosas con candor,

mientras la queja fluye

a los labios exangües de dolor.

Cuenta la Hermana cuentas de rosario

y piensa en el Calvario

del Señor.

Pero invade la sombra vespertina

un extraño temor,

y en el péndulo inmóvil se adivina

la séptima caída del amor.

Tal vez gira la puerta sin motivo.

Afuera canta un pájaro cautivo,

y con gota fugaz el surtidor.

Elegía

A Ramón López Velarde

Solo, con ruda soledad marina,

se fue por un sendero de la luna,

mi dorada madrina,

apagando sus luces como una

pestaña de lucero en la neblina.

El dolor me sangraba el pensamiento,

y en los labios tenía,

como una rosa negra, mi silencio.

Las azules cenéforas de la melancolía

derramaron sus frágiles cestillos,

y el sueño se dolía

con la luna de lánguidos lebreles amarillos.

Se pusieron de púrpura las liras;

las mujeres, en hilos de lágrimas suspensas,

cortaron las espiras

blandamente aromadas de sus trenzas.

Y al romper mis quietudes vesperales

lo gris de estas congojas,

las oí resbalar como a las hojas

en los rubios jardines otoñales.

Apaguemos las lámparas, hermanos.

De los dulces laúdes

no muevan le cordaje nuestras manos.

Se nos murieron las siete virtudes,

al asomar

los finos labios del amanecer.

¡Ponga dios una lenta lágrima de mujer

en los ojos del mar!

Espejo no: marca luminosa…

Espejo no: marca luminosa,

marca blanca.

Conforme en todo al movimiento

con que respira el agua

¡cómo se inflama en su delgada prisa

marea alta

y alumbra -qué pureza de contornos,

qué piel de flor- la distancia,

desnuda ya de peso,

ya de eminente claridad helada!

Conforme en todo a la molicie

con que reposa el agua,

¡cómo se vuelve hondura, hondura,

marea baja,

y más cristal que luz, más ojo,

intenta una mirada

en la que -espectros de color- las formas,

las claras, bellas, mal heridas, sangran!

La casa del silencio…

La casa del silencio

se yergue en un rincón de la montaña,

con el capuz de tejas carcomido.

Y parece tan dócil

que apenas se conmueve con el ruido

de algún árbol cercano, donde sueña

el amoroso cónclave de un nido.

Tal vez nadie la habita

ni la quiere,

Y acaso nunca la vivieron hombres;

pero su lento corazón palpita

con un profundo latir de resignando,

cuando el rumor la hiere

y la sangra del trémulo costado.

Imagino, en la casa del silencio,

un patio luminoso, decorado

por la hierba que roe las canales

y un muro despintado

al caer de las lluvias torrenciales.

Y en las noches azules,

la pienso conturbada si adivina

un balbucir de luz en sus escaños,

y la oigo verter con un ruido

ya casi imperceptible, contenido,

su lor paternal de tres mil años.

La luz sumisa

Alarga el día en matinal hilera

tibias manchas de sol por la ciudad.

Se adivina casi la primavera,

como si descendiera

en lentas ráfagas de claridad.

La luz, la luz sumisa

( si no fuera

la luz, la llamaran sonrisa )

al trepar en los muros, por ligera,

dibuja la imprecisa

ilusión de una blanda enredadera.

¡Ondula, danza y trémula se irisa!

Y la ciudad, con íntimo candor,

bajo el rudo metal de una campana

despierta a la inquietud de la mañana,

y en gajos de color se deshilvana.

Pero puso el Señor,

a lo largo del día,

esencias de dolor

y agudo clavo de melancolía.

Porque la claridad, al descender

en giros de canción,

enciende una alegría de mujer

en el espejo gris del corazón.

Si ayer vimos la luna, desleída

sobre un alto silencioso de montañas…

si ayer la vimos derramarse en una

indulgencia de lámpara afligida,

y duele desnatar en las pestañas

el oro de la luna.

La orilla del mar

No es agua ni arena

la orilla del mar.

El agua sonora

de espuma sencilla,

el agua no puede

formarse la orilla.

Y porque descanse

en muelle lugar,

no es agua ni arena

la orilla del mar.

Las cosas discretas,

amables, sencillas;

las cosas se juntan

como las orillas.

Los mismo los labios,

si quieren besar.

No es agua ni arena

la orilla del mar.

Yo sólo me miro

por cosa de muerto;

solo, desolado,

como en un desierto.

A mí venga el lloro,

pues debo penar.

No es agua ni arena

la orilla del mar.

Muerte sin fin

Conmigo está el consejo y el ser;

yo soy la inteligencia; mía es la fortaleza.

Proverbios, 8,14.

Con él estaba yo ordenándolo todo;

y fui su delicia todos los días,

teniendo solaz delante de él en todo tiempo.

Proverbios, 8,30.

Mas el que peca contra mí defrauda su alma;

todos los que me aborrecen aman la muerte.

Proverbios, 8,36.

I

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis

por un dios inasible que me ahoga,

mentido acaso

por su radiante atmósfera de luces

que oculta mi conciencia derramada,

mis alas rotas en esquirlas de aire,

mi torpe andar a tientas por el lodo;

lleno de mí -ahíto- me descubro

en la imagen atónita del agua,

que tan sólo es un tumbo inmarcesible,

un desplome de ángeles caídos

a la delicia intacta de su peso,

que nada tiene

sino la cara en blanco

hundida a medias, ya, como una risa agónica,

en las tenues holandas de la nube

y en los funestos cánticos del mar

-más resabio de sal o albor de cúmulo

que sola prisa de acosada espuma.

No obstante -oh paradoja- constreñida

por el rigor del vaso que la aclara,

el agua toma forma.

En él se asienta, ahonda y edifica,

cumple una edad amarga de silencios

y un reposo gentil de muerte niña,

sonriente, que desflora

un más allá de pájaros

en desbandada.

En la red de cristal que la estrangula,

allí, como en el agua de un espejo,

se reconoce;

atada allí, gota con gota,

marchito el tropo de espuma en la garganta

¡qué desnudez de agua tan intensa,

qué agua tan agua,

está en su orbe tornasol soñando,

cantando ya una sed de hielo justo!

Mas qué vaso -también- más providente

éste que así se hinche

como una estrella en grano,

que así, en heroica promisión, se enciende

como un seno habitado por la dicha,

y rinde así, puntual,

una rotunda flor

de transparencia al agua,

un ojo proyectil que cobra alturas

y una ventana a gritos luminosos

sobre esa libertad enardecida

que se agobia de cándidas prisiones!

II

¡Más qué vaso -también- más providente!

Tal vez esta oquedad que nos estrecha

en islas de monólogos sin eco,

aunque se llama Dios,

no sea sino un vaso

que nos amolda el alma perdidiza,

pero que acaso el alma sólo advierte

en una transparencia acumulada

que tiñe la noción de Él, de azul.

El mismo Dios,

en sus presencias tímidas,

ha de gastar la tez azul

y una clara inocencia imponderable,

oculta al ojo, pero fresca al tacto,

como este mar fantasma en que respiran

-peces del aire altísimo-

los hombres.

¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!

Un coagulado azul de lontananza,

un circundante amor de la criatura,

en donde el ojo de agua de su cuerpo

que mana en lentas ondas de estatura

entre fiebres y llagas;

en donde el río hostil de su conciencia

¡agua fofa, mordiente, que se tira,

ay, incapaz de cohesión al suelo!

en donde el brusco andar de la criatura

amortigua su enojo,

se redondea

como una cifra generosa,

se pone en pie, veraz, como una estatua.

¿Qué puede ser -si no- si un vaso no?

Un minuto quizá que se enardece

hasta la incandescencia,

que alarga el arrebato de su brasa,

ay, tanto más hacia lo eterno mínimo

cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.

Un cóncavo minuto del espíritu

que una noche impensada,

al azar

y en cualquier escenario irrelevante

-en el terco repaso de la acera,

en el bar, entre dos amargas copas

o en las cumbres peladas del insomnio-

ocurre, nada más, madura, cae

sencillamente,

como la edad, el fruto y la catástrofe.

¿También -mejor que un lecho- para el agua

no es un vaso el minuto incandescente

de su maduración?

Es el tiempo de Dios que aflora un día,

que cae, nada más, madura, ocurre,

para tornar mañana por sorpresa

es un estéril repetirse inédito,

como el de esas eléctricas palabras

-nunca aprehendidas,

siempre nuestras-

que eluden el amor de la memoria,

pero que a cada instante nos sonríen

desde sus claros huecos

en nuestras propias frases despobladas.

Es un vaso de tiempo que nos iza

en sus azules botareles de aire

y nos pone su máscara grandiosa,

ay, tan perfecta,

que no difiere un rasgo de nosotros.

Pero en las zonas ínfimas del ojo,

en su nimio saber,

no ocurre nada, no, sólo esta luz,

esta febril diafanidad tirante,

hecha toda de pura exaltación,

que a través de su nítida sustancia

nos permite mirar,

sin verlo a Él, a Dios,

lo que detrás de Él anda escondido:

el tintero, la silla, el calendario

-¡todo a voces azules el secreto

de su infantil mecánica!-

en el instante mismo que se empeñan

en el tortuoso afán del universo.

III

Pero en las zonas ínfimas del ojo

no ocurre nada, no, sólo esta luz¡

ay, hermano Francisco,

esta alegría,

única, riente claridad del alma.

Un disfrutar en corro de presencias,

de todos los pronombres -antes turbios

por la gruesa efusión de su egoísmo-

de mí y de Él y de nosotros tres

¡siempre tres!

mientras nos recreamos hondamente

en este buen candor que todo ignora,

en esta aguda ingenuidad del ánimo

que se pone a soñar a pleno sol

y sueña los pretéritos de moho,

la antigua rosa ausente

y el prometido fruto de mañana,

como un espejo del revés, opaco,

que al consultar la hondura de la imagen

le arrancara otro espejo por respuesta.

Mirad con qué pueril austeridad graciosa

distribuye los mundos en el caos,

los echa a andar acordes como autómatas;

al impulso didáctico del índice

oscuramente

¡hop!

la apostrofa

y saca de ellos cintas de sorpresas

que en un juego sinfónico articula,

mezclando en la insistencia de los ritmos

¡planta-semilla-planta!

¡planta-semilla-planta!

su tierna brisa, sus follajes tiernos,

su luna azul, descalza, entre la nieve,

sus mares plácidos de cobre

y mil y un encantadores gorgoritos.

Después, en un crescendo insostenible,

mirad como dispara cielo arriba,

desde el mar,

el tiro prodigioso de la carne

que aun a la alta nube menoscaba

con el vuelo del pájaro,

estalla en él como un cohete herido

y en sonoras estrellas precipita

su desbandada pólvora de plumas.

IV

Mas en la médula de esta alegría,

no ocurre nada, no;

sólo un cándido sueño que recorre

las estaciones todas de su ruta

tan amorosamente

que no elude seguirla a sus infiernos,

ay, y con qué miradas de atropina,

tumefactas e inmóviles, escruta

el curso de la luz, su instante fúlgido,

en la piel de una gota de rocío;

concibe el ojo

y el intangible aceite

que nutre de esbeltez a la mirada;

gobierna el crecimiento de las uñas

y en la raíz de la palabra esconde

el frondoso discurso de ancha copa

y el poema de diáfanas espigas.

Pero aún más -porque en su cielo impío

nada es tan cruel como este puro goce-

somete sus imágenes al fuego

de especiosas torturas que imagina

-las infla de pasión,

en el prisma del llanto las deshace,

las ciega con el lustre de un barniz,

las satura de odios purulentos,

rencores zánganos

como una mala costra,

angustias secas como la sed del yeso.

Pero aún más -porque, inmune a la mácula,

tan perfecta crueldad no cede a límites-

perfora la sustancia de su gozo

con rudos alfileres;

piensa el tumor, la úlcera y el chancro

que habrán de festonar la tez pulida,

toma en su mano etérea a la criatura

y la enjuta, la hincha o la demacra,

como a un copo de cera sudorosa,

y en un ilustre hallazgo de ironía

la estrecha enternecido

con los brazos glaciales de la fiebre.

Mas nada ocurre, no, sólo este sueño

desorbitado

que se mira a sí mismo en plena marcha;

presume, pues, su término inminente

y adereza en el acto

el plan de su fatiga,

su justa vacación,

su domingo de gracia allá en el campo,

al fresco albor de las camisas flojas.

¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla,

se regala en el ánimo

para gustar la miel de sus vigilias!

Pero el ritmo es su norma, el solo paso,

la sola marcha en círculo, sin ojos;

así, aun de su cansancio, extrae

¡hop!

largas cintas de cintas de sorpresas

que en un constante perecer enérgico,

en un morir absorto,

arrasan sin cesar su bella fábrica

hasta que -hijo de su misma muerte,

gestado en la aridez de sus escombros-

siente que su fatiga se fatiga,

se erige a descansar de su descanso

y sueña que su sueño se repite,

irresponsable, eterno,

muerte sin fin de una obstinada muerte,

sueño de garza anochecido a plomo

que cambia sí de pie, mas no de sueño,

que cambia sí la imagen,

mas no la doncellez de su osadía

¡oh inteligencia, soledad en llamas!

que lo consume todo hasta el silencio,

sí, como una semilla enamorada

que pudiera soñarse germinando,

probar en el rencor de la molécula

el salto de las ramas que aprisiona

y el gusto de su fruta prohibida,

ay, sin hollar, semilla casta,

sus propios impasibles tegumentos.

V

¡Oh inteligencia, soledad en llamas,

que todo lo concibe sin crearlo!

Finge el calor del lodo,

su emoción de sustancia adolorida,

el iracundo amor que lo embellece

y lo encumbra más allá de las alas

a donde sólo el ritmo

de los luceros llora,

mas no le infunde el soplo que lo pone en pie

y permanece recreándose en sí misma,

única en Él, inmaculada, sola en Él,

reticencia indecible,

amoroso temor de la materia,

angélico egoísmo que se escapa

como un grito de júbilo sobre la muerte

-¡oh inteligencia, páramo de espejos!

helada emanación de rosas pétreas

en la cumbre de un tiempo paralítico;

pulso sellado;

como una red de arterias temblorosas,

hermético sistema de eslabones

que apenas se apresura o se retarda

según la intensidad de su deleite;

abstinencia angustiosa

que presume el dolor y no lo crea,

que escucha ya en la estepa de sus tímpanos

retumbar el gemido del lenguaje

y no lo emite;

que nada más absorbe las esencias

y se mantiene así, rencor sañudo,

una, exquisita, con su dios estéril,

sin alzar entre ambos

la sorda pesadumbre de la carne,

sin admitir en su unidad perfecta

el escarnio brutal de esa discordia

que nutren vida y muerte inconciliables,

siguiéndose una a otra

como el día y la noche,

una y otra acampadas en la célula

como en un tardo tiempo de crepúsculo,

ay, una nada más, estéril, agria,

con Él, conmigo, con nosotros tres;

como el vaso y el agua, sólo una

que reconcentra su silencio blanco

en la orilla letal de la palabra

y en la inminencia misma de la sangre.

¡Aleluya, aleluya!

VI

Iza la flor enseña,

agua, en el prado.

¡Oh, qué mercadería

de olor alado!

¡Oh, que mercadería

de tenue olor!

¡cómo inflama los aires

con su rubor!

¡Qué anegado de gritos

está el jardín!

“¡Yo, el heliotropo, yo!”

“¿Yo? El jazmín.”

Ay, pero el agua,

ay, si no huele a nada.

Tiene la noche un árbol

con frutos de ámbar;

tiene una tez la tierra,

ay, de esmeraldas.

El tesón de la sangre

anda de rojo;

anda de añil el sueño;

la dicha, de oro.

Tiene el amor feroces

galgos morados;

pero también sus mieses,

también sus pájaros.

Ay, pero el agua,

ay, si no luce a nada.

Sabe a luz, a luz fría,

sí, la manzana.

¡Qué amanecida fruta

tan de mañana!

¡Qué anochecido sabes,

tú, sinsabor!

¡cómo pica en la entraña

tu picaflor!

Sabe la muerte a tierra,

la angustia a hiel.

Este morir a gotas

me sabe a miel.

Ay, pero el agua,

ay, si no sabe a nada.

[ Baile ]

Pobrecilla del agua,

ay, que no tiene nada,

ay, amor, que se ahoga,

ay, en un vaso de agua.

VII

En el rigor del vaso que la aclara,

el agua toma forma

-ciertamente.

Trae una sed de siglos en los belfos,

una sed fría, en punta, que ara cauces

en el sueño moroso de la tierra,

que perfora sus miembros florecidos,

como una sangre cáustica,

incendiándolos, ay, abriendo en ellos

desapacibles úlceras de insomnio.

Más amor que sed; más que amor, idolatría,

dispersión de criatura estupefacta

ante el fulgor que blande

-germen del trueno olímpico- la forma

en sus netos contornos fascinados.

¡Idolatría, sí, idolatría!

Mas no le basta el ser un puro salmo,

un ardoroso incienso de sonido;

quiere, además, oírse.

Ni le basta tener sólo reflejos

-briznas de espuma

para el ala de luz que en ella anida;

quiere, además, un tálamo de sombra,

un ojo,

para mirar el ojo que la mira.

En el lago, en la charca, en el estanque,

en la entumida cuenca de la mano,

se consuma este rito de eslabones,

este enlace diabólico

que encadena el amor a su pecado.

En el nítido rostro sin facciones

el agua, poseída,

siente cuajar la máscara de espejos

que el dibujo del vaso le procura.

Ha encontrado, por fin,

en su correr sonámbulo,

una bella, puntual fisonomía.

Ya puede estar de pie frente a las cosas.

Ya es, ella también, aunque por arte

de estas limpias metáforas cruzadas,

un encendido vaso de figuras.

El camino, la barda, los castaños,

para durar el tiempo de una muerte

gratuita y prematura, pero bella,

ingresan por su impulso

en el suplicio de la imagen propia

y en medio del jardín, bajo las nubes,

descarnada lección de poesía,

instalan un infierno alucinante.

VIII

Pero el vaso en sí mismo no se cumple.

Imagen de una deserción nefasta

¿qué esconde en su rigor inhabitado,

sino esta triste claridad a ciegas,

sino esta tentaleante lucidez?

Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil.

Epigrama de espuma que se espiga

ante un auditorio anestesiado,

incisivo clamor que la sordera

tenaz de los objetos amordaza,

flor mineral que se abre para adentro

hacia su propia luz,

espejo ególatra

que se absorbe a sí mismo contemplándose.

Hay algo en él; no obstante, acaso un alma,

el instinto augural de las arenas,

una llaga tal vez que debe al fuego,

en donde le atosiga su vacío.

Desde este erial aspira a ser colmado.

En el agua, en el viento, en el aceite,

articula el guión de su deseo;

se ablanda, se adelgaza;

ya su sobrio dibujo se le nubla,

ya, embozado en el giro de un reflejo,

en un llanto de luces se liquida.

IX

Mas la forma en sí misma no se cumple.

Desde su insigne trono faraónico,

magnánima,

deífica,

constelada de epítetos esdrújulos,

rige con hosca mano de diamante.

Está orgullosa de su orondo imperio.

¿En las augustas pituitarias de ónice

no juega, acaso, el encendido aroma

con que arde a sus pieles la poesía?

¡Ilusión, nada más, gentil narcótico

que puebla de fantasmas los sentidos!

Pues desde ahí donde el olor emite

¡oh turbio sol de pobre!

el esmerado brillo que lo embosca,

ay, desde ahí, presume la materia

que apenas cuaja su dibujo estricto

y ya es un jardín de huellas fósiles,

estruendoso fanal,

rojo timbre de alarma en los cruceros

que gobierna la ruta hacia otras formas.

La rosa edad que esmalta su epidermis

-senil recién nacida-

envejece por dentro a grandes siglos.

Trajo puesta la proa a lo amarillo.

El aire se coagula entre sus poros

como un sudor profuso

que se anticipa a destilar en ellos

una esencia de rosas subterráneas.

Los crudos garfios de su muerte suben,

como musgo, por grietas inasibles,

ay, la hostigan con tenues mordeduras

y abren hueco por fin a aquel minuto

-¡miradlo en la lenteja del reloj,

neto, puntual, exacto,

correrse un eslabón cada minuto!-

cuando al soplo infantil de un parpadeo,

la egregia masa de ademán ilustre

podrá caer de golpe hecha cenizas.

X

No obstante -¿por qué no?- también en ella

tiene un rincón el sueño,

árido paraíso sin manzana

donde suele escaparse de su rostro,

por el rostro marchito del espectro

que engendra, aletargada, su costilla.

El vaso de agua es el momento justo.

En su audaz evasión se transfigura,

tuerce la órbita de su destino

y se arrastra en secreto hacia lo informe.

La rapiña del tacto no se ceba

-aquí, en el sueño inhóspito-

sobre el templado nácar de su vientre,

ni la flauta Don Juan que la requiebra

musita su cachonda serenata.

El sueño es cruel,

ay, punza, roe, quema, sangra, duele.

Tanto ignora infusiones como ungüentos.

En los sordos martillos que la afligen,

la forma da en el gozo de la llaga

y el oscuro deleite del colapso.

Temprana madre de esa muerte niña

que nutre en sus escombros paulatinos,

anhela que se hundan sus cimientos

bajo sus plantas, ay, entorpecidas

por una espesa lentitud de lodo;

oye nacer el trueno del derrumbe;

siente que su materia se derrama

en un prurito de ácidas hormigas;

que, ya sin peso, flota

y en un claro silencio se deslíe.

Por un aire de espejos inminentes

¡oh impalpables derrotas del lirio!

cruza entonces, a velas desgarradas,

la airosa teoría de una nube.

XI

En la red de cristal que la estrangula,

el agua toma forma,

la bebe, sí, en el módulo del vaso,

para que éste también se transfigure

con el temblor del agua estrangulada

que sigue allí, sin voz, marcando el pulso

glacial de la corriente.

Pero el vaso

-a su vez-

cede a la informe condición del agua

a fin de que -a su vez- la forma misma,

la forma en sí, que está en el duro vaso

para que éste también se transfigure

con el temblor del agua estrangulada

que sigue allí, sin voz, marcando el pulso

glacial de la corriente.

Pero el vaso

-a su vez-

cede a la informe

condición del agua

a fin de que -a su vez- la forma misma,

la forma en sí, que está en el duro vaso

sosteniendo el rencor de su dureza

y está en el agua de aguijada espuma

como presagio cierto de reposo,

se pueda sustraer al vaso de agua;

un instante, no más,

no más que el mínimo

perpetuo instante del quebranto,

cuando la forma en sí, la pura forma,

se abandona al designio de su muerte

y se deja arrastrar, nubes arriba,

por ese atormentado remolino

en que los seres todos se repliegan

hacia el sopor primero,

a construir el escenario de la nada.

Las estrellas entonces ennegrecen.

Han vuelto el dardo insomne

a la noche perfecta de su aljaba.

XII

Porque en el lento instante del quebranto,

cuando los seres todos se repliegan

hacia el sopor primero

y en la pira arrogante de la forma

se abrasan, consumidos por su muerte

-¡ay, ojos, dedos, labios,

etéreas llamas del atroz incendio!-

el hombre ahoga con sus manos mismas,

en un negro sabor de tierra amarga,

los himnos claros y los roncos trenos

con que cantaba la belleza,

entre tambores de gangoso idioma

y esbeltos címbalos que dan al aire

sus golondrinas de latón agudo;

ay, los trenos e himnos que loaban

la rosa marinera

que consuma el periplo del jardín

con sus velas henchidas de fragancia;

y el malsano crepúsculo de herrumbre,

amapola del aire lacerado

que se pincha en las púas de un gorjeo;

y la febril estrella, lis de calosfrío,

punto sobre las íes

de la tinieblas;

y el rojo cáliz del pezón macizo,

sola flor de granado

en la cima angustiosa del deseo,

y la mandrágora del sueño amigo

que crece en los escombros cotidianos

-ay, todo el esplendor de la belleza

y el bello amor que la concierta toda

en un orbe de imanes arrobados.

XIII

Porque el tambor rotundo

y las ricas bengalas que los címbalos

tremolan en la altura de los cantos,

se anegan, ay, en un sabor de tierra amarga,

cuando el hombre descubre en sus silencios

que su hermoso lenguaje se le agosta,

se le quema -confuso- en la garganta,

exhausto de sentido;

ay, su aéreo lenguaje de colores,

que así se jacta del matiz estricto

en el humo aterrado de sus sienas

o en el sol de sus tibios bermellones;

él, que discurre en la ansiedad del labio

como una lenta rosa enamorada;

él, que cincela sus celos de paloma

y modula sus látigos feroces;

que salta en sus caídas

con un ruidoso síncope de espumas;

que prolonga el insomnio de su brasa

en las mustias cenizas del oído;

que oscuramente repta

e hinca enfurecido la palabra

de hiel, la tuerta frase de ponzoña;

él, que labra el amor del sacrificio

en columnas de ritmos espirales,

sí, todo él, lenguaje audaz del hombre,

se le ahoga -confuso- en la garganta

y de su gracia original no queda

sino el horror de un pozo desecado

que sostiene su mueca de agonía.

XIV

Porque el hombre descubre en sus silencios

que su hermoso lenguaje se le agosta

en el minuto mismo del quebranto,

cuando los peces todos

que en cautelosas órbitas discurren

como estrella de escamas, diminutas,

por la entumida noche submarina,

cuando los peces todos

y el ulises salmón de los regresos

y el delfín apolíneo, pez de dioses,

deshacen su camino hacia las algas;

cuando el tigre que huella

la castidad del musgo

con secretas pisadas de resorte

y el bóreas de los ciervos presurosos

y el cordero Luis XV, gemebundo,

y el león babilónico

que añora el alabastro de los frisos

-¡flores de sangre, eternas,

en el racimo inmemorial de las especies!-

cuando todos inician el regreso

a sus mudos letargos vegetales;

cuando la aguda alondra se deslíe

en el agua del alba,

mientras las aves todas

y el solitario búho que medita

con su antifaz de fósforo en la sombra,

la golondrina escritura hebrea

y el pequeño gorrión, hambre en la nieve,

mientras todas las aves se disipan

en la noche enroscada del reptil;

cuando todo -por fin- lo que anda o repta

y todo lo que vuela o nada, todo,

se encoge en un crujir de mariposas,

regresa a sus orígenes

y al origen fatal de sus orígenes,

hasta que su eco mismo se reinstala

en el primer silencio tenebroso.

XV

Porque los bellos seres que transitan

por el sopor añoso de la tierra

– ¡trasgos de sangre, libres,

en la pantalla de su sueño impuro! –

todos se dan a un frenesí de muerte,

ay, cuando el sauce

acumula su llanto

para urdir la sustancia de un delirio

en que -¡tú! ¡yo! ¡nosotros!- de repente,

a fuerza de atar nombres destemplados,

ay, no le queda sino el tronco prieto,

desnudo de oración ante su estrella;

cuando con él, desnudos, se sonrojan

el álamo temblón de encanecida barba

y el eucalipto rumoroso,

témpano de follaje

y tornillo sin fin de la estatura

que se pierde en las nubes, persiguiéndose;

y también el cerezo y el durazno

en su loca efusión de adolescentes

y la angustia espantosa de la ceiba

y todo cuanto nace de raíces,

desde el heroico roble

hasta la impúbera

menta de boca helada;

cuando las plantas de sumisas plantas

retiran el ramaje presuntuoso,

se esconden en sus ásperas raíces

y en la acerba raíz de sus raíces

y presas de un absurdo crecimiento

se desarrollan hacia la semilla,

hasta quedar inmóviles

¡oh cementerios de talladas rosas!

en los duros jardines de las piedra.

XVI

Porque desde el anciano roble heroico

hasta la impúbera

mente de boca helada,

ay, todo cuanto nace de raíces

establece sus tallos paralíticos

en los duros jardines de la piedra,

cuando el rubí de angélicos melindres

y el diamante iracundo

que fulmina a la luz con un reflejo,

más el ario zafir de ojos azules

y la geórgica esmeralda que se anega

en el abril de su robusta clorofila,

una a una, las piedras delirantes,

con sus lindas hermanas cenicientas,

turquesa, lapislázuli, alabastro,

pero también el oro prisionero

y la plata de lengua fidedigna,

ingenuo ruiseñor de los metales

que se ahoga en el agua de su canto;

cuando las piedras finas

y los metales exquisitos, todos,

regresan a sus nidos subterráneos

por las rutas candentes de la llama,

ay, ciegos de su lustre,

ay, ciegos de su ojo,

que el ojo mismo,

como un siniestro pájaro de humo,

en su aterida combustión se arranca.

XVII

Porque raro metal o piedra rara,

así como la roca escueta, lisa,

que figura castillos

con sólo naipes de aridez y escarcha,

y así la arena de arrugados pechos

y el humus maternal de entraña tibia,

ay, todo se consume

con un mohino crepitar de gozo,

cuando la forma en sí, la forma pura,

se entrega a la delicia de su muerte

y en su sed de agotarla a grandes luces

apura en una llama

el aceite ritual de los sentidos,

que sin labios, sin dedos, sin retinas,

sí, paso a paso, muerte a muerte, locos,

se acogen a sus túmidas matrices,

mientras unos a otros se devoran

al animal, la planta

a la planta, la piedra

a la piedra, el fuego

al fuego, el mar

al mar, la nube

a la nube, el sol

hasta que todo este fecundo río

de enamorado semen que conjuga,

inaccesible al tedio,

el suntuoso caudal de su apetito,

no desembocan en sus entrañas mismas,

en el acre silencio de sus fuentes,

entre fulgor de soles emboscados,

en donde nada es ni nada está,

donde el sueño no duele,

donde nada ni nadie, nunca, está muriendo

y sola ya, sobre las grandes aguas,

flota el Espíritu de Dios que gime

con un llanto más llanto aún que el llanto,

como si herido -¡ay, Él también!- por un cabello,

por el ojo en almendra de esa muerte

que emana de su boca,

hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta.

¡Aleluya, aleluya!

XVIII

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,

es una espesa fatiga,

un ansia de trasponer

estas lindes enemigas,

este morir incesante,

tenaz, esta muerte viva,

¡oh Dios! que te está matando

en tus hechuras estrictas,

en las rosas y en las piedras,

en las estrellas ariscas

y en la carne que se gasta

como una hoguera encendida,

por el canto, por el sueño,

por el color de la vista.

¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el Diablo,

ay, una ciega alegría,

un hambre de consumir

el aire que se respira,

la boca, el ojo, la mano;

estas pungentes cosquillas

de disfrutarnos enteros

en un solo golpe de risa,

ay, esta muerte insultante,

procaz, que nos asesina

a distancia, desde el gusto

que tomamos en morirla,

por una taza de té,

por una apenas caricia.

¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el Diablo,

es una muerte de hormigas

incansables, que pululan

¡oh Dios! sobre tus astillas;

que acaso te han muerto allá,

siglos de edades arriba,

sin advertirlo nosotros,

migajas, borra, cenizas

de ti, que sigues presente

como una estrella mentida

por su sola luz, por una

luz sin estrella, vacía,

que llega al mundo escondiendo

su catástrofe infinita.

[ Baile ]

Desde mis ojos insomnes

mi muerte me está acechando,

me acecha, sí, me enamora

con su ojo lánguido.

¡Anda, putilla del rubor helado,

anda, vámonos al diablo!

Mujeres

A Ciro Méndez

De mi ciudad sonora

viene al pueblo de tibia somnolencia,

donde saben a sal los labios de la aurora.

Y traje una dolencia

de mis valles,

ansiosos de marina transparencia.

Cruzaban las angostas cintas de las calles

mujeres de aguzados senos

y agilidad de música en los talles.

Había sol en los rostros morenos;

dos ágatas de luz en sus pupilas,

y en sus labios melifluos los venenos.

en onduladas filas,

eran como de cálidas palomas

Por el limpio tejado de las montañas lilas.

Y soñaban en pomas

paradisíacas de filtrado jugo,

y en un idilio de los vientos con los aromas.

Al Señor Nuestro plugo

darles líneas de copas transparentes,

como se reza en Hugo.

Y secaron mis fuentes

por esa gota lánguida de un beso

en las finas copas de labios adolescentes.

Córdoba, cofre de mujeres, dulce embeleso:

Les prometí la luz de un arrebol

por esa gota lánguida de un beso…

¡Y me dieron el sol!

Nocturno

A Eduardo Luquín

Esta noche sin luces y esta lluvia constante

son para las historias de aquellos peregrinos

que dejaban el lodo de sus buenos caminos,

cegados por la recia tempestad del instante,

y con paso más firme seguían adelante,

al lucir de los nuevos joyeles matutinos.

Esta noche sin luces aguardo ante mi puerta

los tres toques de aldaba que tocará un viajero,

y, no obstante, podría negarle mi dinero,

el calor de la alcoba o la paz de mi huerta;

pero vendrá a mi casa y al corazón alerta

porque siempre me busca cuando yo no lo quiero.

E iluminado por el espejo que brilla

-todo un campo de luz en las horas morenas-

al vaivén de las manos blancas como azucenas

me contará su historia agradable y sencilla,

y a sus labios, ocultos por la barba amarilla,

ha de fluir el canto mortal de las sirenas.

Ya no podré vencerle, ya no tendré la mano

fuerte para arrojarle de mi casa tranquila,

si apenas el relámpago negro de su pupila

le da el pequeño orgullo de llamarme su hermano,

mientras retiene un poco del cielo de verano

la lluvia pescadora con sus redes en fila.

Pero tú, que de nobles éxtasis te revistes,

no abras nunca la puerta para dar hospedaje.

Ten el oído sordo cuando ceda un ramaje

bajo la taciturna pisada de los tristes,

o busca el más secreto bálsamo si resistes

a no probar el ímpetu fantástico del viaje.

Pausas

I

¡El mar, el mar!

Dentro de mí lo siento.

Ya sólo de pensar

en él, tan mío,

tiene un sabor de sal mi pensamiento.

II

No canta el grillo. Ritma

la música

de una estrella.

Mide

las pausas luminosas

con su reloj de arena.

Traza

sus órbitas de oro

en la desolación etérea.

La buena gente piensa

– sin embargo –

que canta una cajita

de música en la hierba.

Pescador de luna

Cuando me mira los faroles rojos

en la orilla del mar,

mi pescador, el de profundos ojos,

pone sus negras redes a pescar.

( El mar ante la noche se ilumina,

y sus olas doradas, al nacer,

florecen como un ansia repentina

en ojos de mujer. )

Pez de luna bruñida no se pesca,

pescador.

Agua del golfo, la ondulada y fresca,

deja que riegue la orilla con amor.

No persigas la forma del lucero,

que ni el agua dormida la dará;

si él, como un sonámbulo viajero,

sólo viene y se va.

Que, pobres, las corrientes y la charca

encierran ilusión,

y ajenos al peligro de tu barca

vienen sueños de luz al corazón.

Con los ojos, ya tímidos, escarbas

en los mares rebeldes a cincel,

y puede correr llanto por tus barbas

de serpientes de miel.

El agua misma, la ondulada y fresca,

ponga un poco de sol en tu dolor.

¡Pez de luna bruñida no se pesca,

pescador!

Presencia y fuga

Te contienes, oh Forma, en el suntuoso

muro que opones de encarnada espuma

al oscuro apetito de la bruma

y al tacto que te erige luminoso.

Dueña así de un dinámico reposo,

marchas igual a tu perfecta suma

ay, como un sol, sin que el andar consuma

ni el eco mismo de tu pie moroso.

¡Isla del cielo, viva, en las mortales

congojas de tus bellos litorales!

Igual a ti, si fiel a tu diseño,

colmas el cauce de tu ausencia fría;

igual, si emanas de otra tú, la mía,

que nace a sus insomnios en mi sueño.

¿Quién me compra una naranja?

A Carlos Pellicer

¿Quién me compra una naranja

para mi consolación?

Una naranja madura

en forma de corazón.

La sal del mar en los labios,

¡ay de mí!

la sal del mar en las venas

y en los labios recogí.

Nadie me diera los suyos

para besar.

La blanda espiga de un beso

yo no la puedo segar.

Nadie pidiera mi sangre

para beber.

Yo mismo no sé si corre

o si se deja correr.

Como se pierden las barcas,

¡ay de mí!

como se pierden las nubes

y las barcas, me perdí.

Y pues nadie me lo pide,

ya no tengo corazón.

¿Quién me compra una naranja

para mi consolación?

Romance

La niña de mi lugar

tiene de oro las cejas,

y en la mirada, desnudas,

las luces de las luciérnagas.

¿Has visto pasar los barcos

desde la orilla?

Recuerdan

sus faros malabaristas,

verdes, azules y sepia,

que tu mirada trasciende

la oscuridad de la niebla

-y más aún, la ilumina

a punto de transparencia.

¿Has visto flechar las garzas

a las nubes?

Me recuerdan

si diste al aire los brazos

cuando salimos de tierra,

y el biombo lila del aire

con tus adioses se llena.

Y si cantas -¡canta, sí!-

tu voz anula mi ausencia;

mástiles, jarcias y viento

se confunden con tan lenta

sencilla sonoridad,

con tan pausada manera

que no sería más claro

el tañido de una estrella.

Robinsón y Simbad, náufragos

incorregibles, ¿mi queja

a quién la podré confiar

si no a vosotros, apenas?

Que yo naufragara un día.

¡Las luces de las luciérnagas

iban a licuarse todas

en un hilo de agua tierna!

Se alegra el mar

A Carlos Pellicer

Iremos a buscar

hojas de plátano al platanar.

Se alegra el mar.

Iremos a buscarlas en el camino,

padre de las madejas de lino.

Se alegra el mar.

Porque la luna (cumple quince años a pena)

se pone blanca, azul, roja, morena.

Se alegra el mar.

Porque la luna aprende consejo del mar,

en perfume de nardo se quiere mudar.

Se alegra el mar.

Siete varas de nardo desprenderé

para mi novia de lindo pie.

Se alegra el mar.

Siete varas de nardo; sólo un aroma,

una sola blancura de pluma de paloma.

Se alegra el mar.

Vida -le digo- blancas las desprendí, yo bien lo sé,

para mi novia de lindo pie.

Se alegra el mar.

Vida -le digo- blancas las desprendí.

¡No se vuelvan oscuras por ser de mí!

Se alegra el mar.

Tu destrucción se gesta en la codicia…

Tu destrucción se gesta en la codicia

de esta sed, toda tacto, asoladora,

que deshecha, no viva, te atesora

en el nimio caudal de la noticia.

Te miro ya morir en la caricia

de tus ecos, en esa ardiente flora

que, nacida en tu ausencia, la devora

para mentir la luz de tu delicia.

Pues no eres tú, fluente, a ti anudada.

Es belleza, no más, desgobernada

que en ti porque la asumes se consuma.

Es tu muerte, no más, que se adelanta,

que al habitar tu huella te suplanta

con audaces resúmenes de espuma.

Una pobre conciencia

A Bernardo Ortiz de Montellano

Un anciano consume su tabaco

en la vieja cachimba de nogal.

La tarde es solamente un cielo opaco

y el recuerdo amarillo de un rosal.

El anciano dormita…

Es tan triste la tarde para ver

un reloj descompuesto, y la infinita

crueldad de un calendario con la fecha de ayer.

Y silencio, un silencio propicio

para rememorar cómo canta una boca la lectura

de la antigua conseja familiar.

En el fino paisaje se depura

una tristeza del atardecer,

y el reloj descompuesto parece una dolida

conciencia de caoba en la pared.

Una pobre conciencia, cuya charla

con la vieja cachimba de nogal

es el agrio murmullo de un postigo

y el recuerdo amarillo del rosal.