Zorrilla, José

Zorrilla, José

España (1817-1893)


A buen juez, mejor testigo

Tradición de Toledo

I
Entre pardos nubarrones
pasando la blanca luna
con resplandor fugitivo,
la baja tierra no alumbra.
La brisa con frescas alas
juguetona no murmura,
y las veletas no giran
entre la cruz y la cúpula.
Tal vez un pálido rayo
la opaca atmósfera cruza,
y unas en otras las sombras
confundidas se dibujan.
Las almenas de las torres
un momento se columbran
como lanzas de soldados
apostados en la altura.
Reverberan los cristales
la trémula llama turbia,
y un instante entre las rocas
ríela la fuente oculta.
Los álamos de la vega
parecen en la espesura
de fantasmas apiñados
medrosa y gigante turba;
y alguna vez desprendida
gotea pesada lluvia,
que no despierta a quien duerme,
ni a quien medita importuna.
Yace Toledo en el sueño
entre las sombras confusas,
y el Tajo a sus pies pasando
con pardas ondas la arrulla.
El monótono murmullo
sonar perdido se escucha,
cual si por las hondas calles
hirviera del mar la espuma.
¡Qué dulce es dormir en calma
cuando a lo lejos susurran
los álamos que se mecen,
las aguas que se derrumban!
Se sueñan bellos fantasmas
que el sueño del triste endulzan,
y en tanto que sueña el triste,
no le aqueja su amargura.
Tan en calma y tan sombría
como la noche que enluta
la esquina en que desemboca
una callejuela oculta,
se ve de un hombre que aguarda
la vigilante figura,
y tan a la sombra vela
que entre las sombras se ofusca.
Frente por frente a sus ojos
un balcón a poca altura
deja escapar por los vidrios
la luz que dentro le alumbra;
mas ni en el claro aposento,
ni en la callejuela oscura
el silencio de la noche
rumor sospechoso turba.
Pasó así tan largo tiempo
que pudiera haberse duda
de si es hombre, o solamente
mentida ilusión nocturna;
pero es hombre, y bien se ve,
porque con planta segura
ganando el centro a la calle
resuelto y audaz pregunta:
“,Quién va?”, y a corta distancia
el igual compás se escucha
de un caballo que sacude
las sonoras herraduras.
-“Quién va?” – repite, y cercana
otra voz menos robusta
responde : “Un hidalgo, ¡calle!”
Y el paso el bruto apresura.
-Téngase el hidalgo – el hombre
replica, y la espada empuña.
-Ved más bien si me haréis calle
-repusieron con mesura
que hasta hoy a nadie se tuvo
Ibán de Vargas y Acuña.
-Pase el Acuña y perdone
dijo el mozo en faz de fuga,
pues teniéndose el embozo
sopla un silbato, y se oculta.
Paró el jinete a una puerta,
y con precaución difusa salió
una niña al balcón
que llama interior alumbra.
“¡Mi padre!”, clamó en voz baja
y el viejo en la cerradura metió
la llave pidiendo
a sus gentes que le acudan.
Un negro por ambas bridas
tomó la cabalgadura,
cerróse detrás la puerta
y quedó la calle muda.
En esto desde el balcón,
como quien tal acostumbra,
un mancebo por las rejas
de la calle se asegura.
Asió el brazo al que apostado
hizo cara a Ibán de Acuña,
y huyeron con el embozo
velando la catadura.

II
Clara, apacible y serena
pasa la siguiente tarde,
y el sol tocando a su ocaso
apaga su luz gigante:
se ve la imperial Toledo
dorada por los remates
como una ciudad de grana
coronada de cristales.
El Tajo por entre rocas
sus anchos cimientos lame,
dibujando en las arenas
las ondas con que las bate.
Y la ciudad se retrata
en las ondas desiguales,
como en prenda de que el río
tan afanoso la bañe.
A lo lejos en la vega
tiende galán por sus márgenes
de sus álamos y huertos
el pintoresco ropaje,
y porque su altiva gala
más que a los ojos halague,
la salpica con escombros
de castillos y de alcázares.
Un recuerdo es cada piedra
que toda una historia vale,
cada colina un secreto
de príncipes o galanes.
Aquí se bañó la hermosa
por quien dejó un rey culpable
amor, fama, reino y vida
en manos de musulmanes.
Allí recibió Galiana
a su receloso amante
en esa cuesta que entonces
era un plantel Me azahares.
Allá por aquella torre
que hicieron puerta los árabes
subió el Cid sobre Babieca
con su gente y su estandarte.
Más lejos se ve al castillo
de San Servando o Cervantes,
donde nada se hizo nunca
y nada al presente se hace.
A este lado está la almena
por do sacó vigilante
el conde don Peranzules
al rey, que supo una tarde
fingir tan tenaz modorra
que político y constante,
tuvo siempre el brazo quedo
las palmas al horadarle.
Allí está el circo romano,
gran cifra de un pueblo grande,
y aquí la antigua basílica
de bizantinos pilares,
que oyó en el primer concilio
las palabras de los padres
que velaron por la Iglesia
perseguida o vacilante.
La sombra en este momento
tiende sus turbios cendales
por todas esas memorias
de las pasadas edades,
y del Cambrón y Visagra
los caminos desiguales,
camino a los toledanos
hacia las murallas abren.
Los labradores se acercan
al fuego de sus hogares,
cargados con sus aperos,
cansados de sus afanes.
Los ricos y sedentarios
se tornan con paso grave
calado el ancho sombrero,
abrochados los gabanes,
y los clérigos y monjes
y los prelados y abades
sacudiendo el leve polvo
de capelos y sayales.
Quédase solo un mancebo
de impetuosos ademanes
que se pasea ocultando
entre la capa el semblante.
Los que pasan le contemplan
con decisión de evitarle,
y él contempla a los que pasan
como si a alguien aguardase.
Los tímidos aceleran
los pasos al divisarle,
cual temiendo de seguro
que les proponga un combate ;
y los valientes le miran
cual si sintieran dejarle
sin que libres sus estoques,
en riña sonora dancen.
Una mujer también sola
se viene el llano adelante
la luz del rostro escondida
en tocas y tafetanes.
Mas en lo leve del paso
y en lo flexible del talle
puede a través de los velos
una hermosa adivinarse.
Vase derecha al que aguarda
y él al encuentro la sale
diciendo… cuanto se dicen
en las citas los amantes.
Mas ella galanterías
dejando severa aparte,
así al mancebo interrumpe
en voz decisiva y grave:
-Abreviemos de razones,
Diego Martínez ; mi padre,
que un hombre ha entrado en su ausencia
dentro mi aposento sabe;
y así quien mancha mi honra
con la suya me la lave ;
o dadme mano de esposo,
o libre de vos dejadme
Miróla Diego Martínez
atentamente un instante,
y echando a un lado el embozo,
repuso palabras tales:
-Dentro de un mes, Inés mía,
parto a la guerra de Flandes;
al año estaré de vuelta
y contigo en los altares.
Honra que yo te deduzca
con honra mía se lave,
que por honra vuelven honra
hidalgos que en honra nacen.
-Júralo – exclamó la niña.
-Más que mi palabra. vale
no te valdrá un juramento.
-Diego, la palabra es aire.
-¡Vive Dios que estás tenaz!
Dalo por jurado y baste.
-No me basta, que olvidar
puedes la palabra en Flandes.
-¡Voto a Dios!, ¿qué más pretendes?
-Que a los pies de aquella imagen
lo jures como cristiano
del santo Cristo delante.
Vaciló un poco Martínez,
mas porfiando que jurase
llevólo Inés hacia el templo
que en medio de la vega yace.
Enclavado en un madero,
en duro y postrero trance,
ceñida la sien de espinas,
descolorido el semblante,
víase allí un crucifijo
teñido de negra sangre,
a quien Toledo devota
acude hoy en sus azares.
Ante sus plantas divinas
llegaron ambos amantes,
y haciendo Inés que Martínez
los sagrados pies tocase,
preguntóle
-Diego, ¿juras
a tu vuelta desposarme?
Contestó el mozo
-¡ Sí, juro!
Y ambos del templo se salen.

III
Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó
y un año pasado había;
mas de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.
Lloraba la bella Inés
su vuelta aguardando en vano;
oraba un mes y otro mes
del crucifijo a los pies
do puso el galán su mano.
Todas las tardes venía
después de traspuesto el sol,
y a Dios llorando pedía
la vuelta del español,
y el español no volvía.
Y siempre al anochecer,
sin dueña y sin escudero,
en un manto una mujer
el campo salía a ver
al alto del Miradero.
¡Ay del triste que consume
su existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
que el duelo con que él se abrume
al ausente ha de pesar!
La esperanza es de los cielos
precioso y funesto don,
pues los amantes desvelos
cambian la esperanza en celos,
que abrasan el corazón.
Si es cierto lo que se espera,
es un consuelo en verdad,
pero siendo una quimera,
en tan frágil realidad
quien espera desespera.
Así Inés desesperaba
sin acabar de esperar,
y su tez se marchitaba,
y su llanto se secaba
para volver a brotar.
En vano a su confesor
pidió remedio o consejo
para aliviar su dolor;
que mal se cura el amor
con las palabras de un viejo.
En vano a Ibán acudía,
llorosa y desconsolada,
el padre no respondía,
que la lengua le tenía
su propia deshonra atada.
Y ambos maldicen su estrella,
callando el padre severo
y suspirando la bella,
porque nació mujer ella,
y el viejo nació altanero.
Dos años al fin pasaron
en esperar y gemir,
y las guerras acabaron,
y los de Flandes tornaron
a sus tierras a vivir.
Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó,
y el tercer año corría;
Diego a Flandes se partió,
mas de Flandes no volvía.
Era una tarde serena;
doraba el sol de Occidente
del Tajo la vega amena,
y apoyada en una almena
miraba Inés la corriente.
Iban las tranquilas olas
las riberas azotando
bajo las murallas solas,
musgo, espigas y amapolas
ligeramente doblando.
Algún olmo que escondido
creció entre la yerba blanda,
sobre las aguas tendido
se reflejaba perdido
en su cristalina banda.
Y algún ruiseñor colgado
entre su fresca espesura
daba al aire embalsamado
su cántico regalado
desde la enramada oscura.
Y algún pez con cien colores,
tornasolada la escama,
saltaba a besar las flores
que exhalan gratos olores
a las puntas de una rama.
Y allá en el trémulo fondo
el torreón se dibuja
como el contorno redondo
del hueco sombrío y hondo
que habita nocturna bruja.
Así la niña lloraba
el rigor de su fortuna,
y así la tarde pasaba
y al horizonte trepaba
la consoladora luna.
A lo lejos por el llano
en confuso remolino,
vio de hombres tropel lejano
que en pardo polvo liviano
dejan envuelto el camino.
Bajó Inés del torreón,
y llegando recelosa
a las puertas del Cambrón,
sintió latir zozobrosa,
más inquieto el corazón.
Tan galán como altanero
dejó ver la escasa luz
por bajo el arco primero
un hidalgo caballero
en un caballo andaluz.
Jubón negro acuchillado,
banda azul, lazo en la hombrera,
y sin pluma al diestro lado
el sombrero derribado
tocando con la gorguera.
bombacho gris guarnecido,
bota de ante, espuela de oro,
hierro al cinto suspendido,
y a una cadena prendido,
agudo cuchillo moro.
Vienen tras este jinete,
sobre potros jerezanos,
de lanceros hasta siete,
y en la adarga y coselete
diez peones castellanos.
Asióse a su estribo Inés,
gritando: “¿Diego, eres tú?”
Y él, viéndola de través,
dijo: “¡Voto a Belcebú,
que no me acuerdo quién es!”
Dio la triste un alarido
tal respuesta al escuchar,
y a poco perdió el sentido
sin que más voz ni gemido
volviera en tierra a exhalar..
Frunciendo ambas a dos cejas,
encomendóla a su gente
diciendo: “¡Malditas viejas
que a las mozas malamente
enloquecen con consejas!”
Y aplicando el capitán
a su potro las espuelas,
el rostro a Toledo dan,
y a trote cruzando van
las oscuras callejuelas.

IV
Así por sus altos fines
dispone y permite el cielo
que puedan mudar al hombre
fortuna, poder y tiempo.
A Flandes partió Martínez
de soldado aventurero,
y por su suerte y hazañas
allí capitán le hicieron.
Según alzaba en honores
alzábase en pensamientos,
y tanto ayudó en la guerra
con su valor y altos hechos,
que el mismo rey a su vuelta
le armó en Madrid caballero,
tomándole a su servicio
por capitán de lanceros.
Y otro no fue que Martínez,
quien ha poco entró en Toledo,
tan orgulloso y ufano
cual salió humilde y pequeño.
Ni es otro a quien se dirige,
cobrado el conocimiento,
la amorosa Inés de Vargas,
que vive por él muriendo.
Mas él, que olvidando todo
olvidó su nombre mesmo,
puesto que Diego Martínez
es el capitán don Diego,
ni se ablanda a sus caricias,
ni cura de sus lamentos,
diciendo que son locuras
de gente de poco seso;
que ni él prometió casarse
ni pensó jamás en ello.
¡Tanto mudan a los hombres
fortuna, poder y tiempo!
En vano porfiaba Inés
con amenazas y ruegos;
cuanto más ella importuna,
está Martínez severo.
Abrazada a sus rodillas,
enmarañado el cabello,
la hermosa niña lloraba
prosternada por el suelo.
Mas todo empeño es inútil,
porque el capitán don Diego
no ha de ser Diego Martínez,
como lo era en otro tiempo.
Y así llamando a su gente,
de amor y piedad ajeno
mandóles que a Inés llevaran
de grado o de valimento.
Mas ella antes que la asieran
cesando un punto en su duelo,
así habló, el rostro lloroso
hacia Martínez volviendo:
“Contigo se fue mi honra,
conmigo tu juramento;
pues buenas prendas son ambas
en buen fiel las pesaremos.”
Y la faz descolorida
en la mantilla envolviendo
a pasos desatentados
salióse del aposento.

V
Era entonces en Toledo
por el rey gobernador
el justiciero y valiente
don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
el buen viejo peleó;
cercenado tiene un brazo,
mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
los jueces en derredor,
los corchetes a la puerta
y en la derecha el bastón.
Está, como presidente
del tribunal superior,
entre un dosel y una alfombra
reclinado en un sillón,
escuchando -con paciencia
la casi asmática voz
con que un tétrico escribano
solfea una apelación.
Los asistentes bostezan
al murmullo arrullador;
los jueces medio dormidos
hacen pliegues al ropón;
los escribanos repasan
sus pergaminos al sol.
Los corchetes a una moza
guiñan en un corredor,
y abajo, en Zocodover,
gritan en discorde son
los que en el mercado venden
lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto,
en faz de gran aflicción,
rojos de llorar los ojos,
ronca de gemir la voz,
suelto el cabello y el manto,
tomó plaza en el salón
diciendo a gritos: “¡Justicia,
jueces; justicia, señor!”
Y a los pies se arroja humilde,
de don Pedro de Alarcón,
en tanto que los curiosos
se agitan alrededor.
Alzóla cortés don Pedro
calmando la confusión
y el tumultuoso murmullo
que esta escena ocasionó,
diciendo
-Mujer, ¿qué quieres?
-Quiero justicia, señor.
-¿De qué?
-De una prenda hurtada.
-¿Qué prenda?
-Mi corazón.
-¿Tú le diste?
-Le presté.
-¿Y no te le han vuelto?
-No.
-¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-¿ Y promesa?
-¡Sí, por Dios!
Que al partirse de Toledo
un juramento empeñó.
-¿Quién es él?
-Diego Martínez.
-¿ Noble?
-Y capitán, señor.
-Presentadme al capitán,
que cumplirá si juró.
Quedó en silencio la sala,
y a poco en el corredor
se oyó de botas y espuelas
el acompasado son.
Un portero, levantando
el tapiz, en alta voz
dijo: “El capitán don Diego.
Y entró luego en el salón
Diego Martínez, los ojos
llenos de orgullo y furor.
¿Sois el capitán don Diego
-díjole don Pedro- vos?
Contestó altivo y sereno
Diego Martínez:
-Yo soy.
-¿Conocéis a esta muchacha?
-Ha tres años, salvo error.
-¿Hicísteisla juramento
de ser su marido?
-No.
-¿Juráis no haberlo jurado?
-Sí juro.
-Pues id con Dios.
-¡Mientes! – clamó Inés llorando(
de despecho y de rubor.
-Mujer, ¡piensa lo que dices!
-Digo que miente: juró.
¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-Capitán, idos con Dios,
y dispensad. que acusado,
dudara de vuestro honor.
Tornó Martínez la espalda
con brusca satisfacción,
e Inés, que le vio partirse,
resuelta y firme gritó:
-Llamadle, tengo un testigo.
Llamadle otra vez, señor.
Volvió el capitán don Diego,
sentóse Ruiz de Alarcón,
la multitud aquietóse
y la de Vargas siguió:
-Tengo un testigo a quien nunca
faltó verdad ni razón.
-¿Quién?
-Un hombre que de lejos
nuestras palabras oyó
mirándonos desde arriba.
-¿Estaba en algún balcón?
-No, que estaba en un suplicio
donde ha tiempo que expiró.
-¿Luego es muerto?
-No, que vive.
-Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fue?
-El Cristo de la Vega
a cuya faz perjuró.
Pusiéronse en pie los jueces
al nombre del Redentor,
escuchando con asombro
tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
de sorpresa y de pavor,
y Diego bajó los ojos
de vergüenza y confusión.
Un instante con los jueces
don Pedro en secreto habló,
y levantóse diciendo
con respetuosa voz:
“La ley es ley para todos;
tu testigo es el mejor,
mas para tales testigos
no hay más tribunal que Dios.
Haremos … lo que sepamos;
escribano: al caer el sol,
al Cristo que está en la vega
tomaréis declaración.”

VI
Es una tarde serena,
cuya luz tornasolada
del purpurino horizonte
blandamente se derrama.
Plácido aroma las flores
sus hojas plegando exhalan,
y el céfiro entre perfumes
mece las trémulas alas.
Brillan abajo en el valle
con suave rumor las aguas,
y las aves en la orilla
despidiendo al día cantan.
Allá por el Miradero,
por el Cambrón y Visagra,
confuso tropel de gente
del Tajo a la vega baja.
Vienen delante don Pedro
de Alarcón, Ibán de Vargas,
su hija Inés, los escribanos,
los corchetes y los guardias;
y detrás monjes, hidalgos,
mozas, chicos y canalla.
Otra turba de curiosos
en la vega les aguarda,
cada cual comentariando
el caso según le cuadra.
Entre ellos está Martínez
en apostura bizarra,
calzadas espuelas de oro,
valona de encaje blanca,
bigote a la borgoñesa,
melena desmelenada,
el sombrero guarnecido
con cuatro lazos de plata,
un pie delante del otro,
y el puño en el de la espada.
Los plebeyos de reojo
le miran de entre las capas:
los chicos, al uniforme,
y las mozas a la cara.
Llegado el gobernador
y gente que le acompaña
entraron todos al claustro
que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el Cristo
cuatro cirios y una lámpara,
y de hinojos un momento
le rezaron en vox baja.
Está el Cristo de la Vega
la cruz en tierra posada,
los pies alzados del suelo
poco menos que una vara;
hacia la severa imagen
un notario se adelanta,
de modo que con el rostro
al pecho santo llegaba.
A un lado tiene a Martínez,
a otro lado a Inés de Vargas,
detrás al gobernador
con sus jueces y sus guardias.
Después de leer dos veces
la acusación entablada,
el notario a Jesucristo
así demandó en voz alta
“Jesús, Hijo de María,
ante nos esta mañana
citado como testigo
por boca de Inés de Vargas,
¿juráis ser cierto que un día
a vuestras divinas plantas
juró a Inés Diego Martínez
por su mujer desposarla?”
Asida a un brazo desnudo
una mano atarazada
vino a posar en los autos
la seca y hendida palma,
y allá en los aires ¡Sí, juro!,
clamó una voz más que humana.
Alzó la turba medrosa
la vista a la imagen santa…
Los labios tenía abiertos
y una mano desclavada.

Conclusión
Las vanidades del mundo
renunció allí mismo Inés,
y espantado de sí propio
Diego Martínez también.
Los escribanos temblando
dieron de esta escena fe,
firmando como testigos
cuantos hubieron poder.
Fundóse un aniversario
y una capilla con él,
y don Pedro de Alarcón
el altar ordenó hacer
donde hasta el tiempo que corre
y en cada año una vez,
con la mano desclavada
el crucifijo se ve.

A mi hija

Por cima de la montaña
que nos sirve de frontera,
te envía un alma sincera
un beso y una canción;
tómalos; que desde España
han de ir a dar, vida mía,
en tu alma mi poesía,
mi beso en tu corazón.

Tu padre, tras la montaña
que para ambos no es frontera,
lleva la amistad sincera
del autor de esta canción.
Recibe, pues, desde España
beso y cantar, vida mía,
en tu alma la poesía
y el beso en el corazón.

Si un día de esa montaña
paso o pasas la frontera,
verás el alma sincera
de quien te hace esta canción,
que la hidalguía de España
es quien sabe, vida mía,
dar al alma poesía
y besos al corazón.

Aparta de tus ojos la nube perfumada…

Aparta de tus ojos la nube perfumada
que el resplandor nos vela que tu semblante da,
y tiéndenos, María, tu maternal mirada,
donde la paz, la vida y el páramo está.

Tú, bálsamo de mirra; Tú, cáliz de pureza;
Tú, flor de paraíso y de los astros luz,
escudo sé y amparo de la mortal flaqueza
por la Divina Sangre del que murió en la Cruz.

Tú eres, oh María!, un faro de esperanza
que brilla de la vida junto al revuelto mar,
y hacia tu luz bendita desfallecido avanza
el náufrago que anhela en el Edén tocar.

Impela, oh Madre augusta!, tu soplo soberano
la destrozada vela de mi infeliz batel;
enséñale su rumbo con compasiva mano,
no dejes que se pierda mi corazón en él.

¡Ay del triste!

¡Ay del triste que consume
su existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
que el duelo con que él se abrume
al ausente ha de pesar!

La esperanza es de los cielos
precioso y funesto don,
pues los amantes desvelos
cambian la esperanza en celos.
que abrasan el corazón.

Si es cierto lo que se espera,
es un consuelo en verdad;
pero siendo una quimera,
en tan frágil realidad
quien espera desespera.

Fragmentos de “Don Juan Tenorio”

Doña Inés:
Callad, por Dios, ¡oh, don Juan!,
que no podré resistir
mucho tiempo sin morir
tan nunca sentido afán.
¡Ah! Callad por compasión,
que oyéndoos me parece
que mi cerebro enloquece
se arde mi corazón.
¡Ah!, me habéis dado a beber
un filtro infernal, sin duda,
que a rendiros os ayuda
la virtud de la mujer.
Tal vez poseéis, don Juan,
un misterioso amuleto
que a vos me atrae en secreto
como irresistible imán.
Tal vez Satán puso en vos:
su vista fascinadora,
su palabra seductora,
y el amor que negó a Dios.
¡Y qué he de hacer ¡ay de mí!
sino caer en vuestros brazos,
si el corazón en pedazos
me vais robando de aquí?
No, don Juan, en poder mío
resistirte no está ya:
yo voy a ti como va
sorbido al mar ese río.
Tu presencia me enajena,
tus palabras me alucinan,
y tus ojos me fascinan,
y tu aliento me envenena.
¡Don Juan! ¡Don Juan!, yo lo imploro
de tu hidalga compasión:
o arráncame el corazón,
o ámame porque te adoro.

Don Juan:
¿Alma mía! Esa palabra
cambia de modo mi ser,
que alcanzo que puede hacer
hasta que el Edén se me abra.
No es, doña Inés, Satanás
quien pone este amor en mí;
es Dios, que quiere por ti
ganarme para Él quizás.
No, el amor que hoy se atesora
en mi corazón mortal
no es un amor terrenal
como el que sentí hasta ahora;
no es esa chispa fugaz
que cualquier ráfaga apaga;
es incendio que se traga
cuanto ve, inmenso, voraz.
Desecha, pues, tu inquietud,
bellísima doña Inés,
porque me siento a tus pies
capaz aún de la virtud.
Sí, iré mi orgullo a postrar
ante el buen Comendador,
y o habrá de darme tu amor,
o me tendrá que matar.

Doña Inés:
¡Don Juan de mi corazón!

* * *
(…)Don Juan:
Culpa mía no fue: delirio insano
me enajenó la mente acalorada.
Necesitaba víctimas mi mano
que inmolar a mi de desesperada,
y al verlos en mitad de mi camino
presa les hice allí de mi locura.
¡No fui yo, vive Dios! ¡Fue su destino!
Sabían mi destreza y mi ventura.
Oh! Arrebatado el corazón me siento
por vértigo infernal…, mi alma perdida
va cruzando el desierto de la vida
cual hoja seca que arrebata el viento.
Dudo…, temo…, vacilo…, en mi cabeza
siento arder un volcán…, muevo la planta
sin voluntad, y humilla mi grandeza
un no sé qué de grande que me espanta.

¡Jamás mi orgullo concibió que hubiere
nada más que el valor…! Que se aniquila
el alma con el cuerpo cuando muere
creí…, mas hoy mi corazón vacila.
¡Jamás creí en fantasmas…! ¡Desvaríos!
Mas del fantasma aquel, pese a mi aliento,
los pies de piedra caminando siento
por doquiera que voy, tras de los míos.
¡ Oh! Y me trae a este sitio irresistible
misterioso poder…

* * *
(…)Don Juan:
¿Conque hay otra vida más
y otro mundo que el de aquí?
¿Conque es verdad, ¡ay de mí!,
lo que no creí jamás?
¡Fatal verdad que me hiela
la sangre en el corazón!
Verdad que mi perdición
solamente me revela.

Justicias del Rey Don Pedro

I
Cuando su luz y su sombra
mezclan la noche y la tarde,
y los objetos se sumen
en la sombra impenetrable,
en un postigo excusado,
que a una callejuela sale
de una casa, cuya puerta
principal da a la otra calle,
dos hombres que se despiden
se ven, aunque no se sabe
n¡ cuál de los dos se queda
ni cuál de los dos se parte.
Ambos mirándose atentos,
ambos un pie hacia adelante,
parados en el dintel
están, y entrambos iguales.
Por fin el más viejo de ellos,
hundiendo el mustio semblante
entre el sombrero y la capa,
en ademán de marcharse,
torció la cabeza a un lado,
pronunciando un no tan grave,
que bien se vio que era el fin
de las pláticas de enantes.
Sin duda el otro entendido,
no encontró qué replicarle,
pues bajando la cabeza,
callóse por un instante.
-Buenas noches -dijo el viejo-.
Tartamudeó un “Dios le guarde”
el otro; mas, decidiéndose,
hizo hacia el viejo un avance.
-“Mírelo bien, y cuidado
no se arrepienta, compadre.
-Nunca eché más de una cuenta.
-Piénselo bien, y no pase
sin contar lo que va de él
a don Juan de Colmenares.
-Señor -replicó el anciano-,
en tiempos tan deplorables,
yo sé que lo pueden todo
los ricos y los audaces.
-Pues mire lo que le importa;
que rica y audaz señales
son con que marca la fama
a los que en mi casa nacen.
Callaron por un momento,
y continuando mirándose
dijo el viejo tristemente,
aunque en tono irrevocable:
-Nunca lo esperé de vos;
mas tampoco vos ni nadie
puede esperar más de mí.
-Pues, entonces, adelante
idos, buen viejo, con Dios,
qué estoy de prisa y es tarde.”
Cerró la puerta de golpe,
a escuchar sin esperarse
una respuesta que el viejo
tuvo tentación de darle;
y acaso por su fortuna
quedó a tal punto en la calle
para dársela a la puerta,
donde la deshizo el aire.
Volvió el anciano la espalda,
y en dos golpes desiguales,
sus pasos descompasados
pueden de lejos contarse;
porque sus pies impedidos,
deben a su edad y achaques
una muleta que marcha
un pie que los suyos antes.
La esquina a espacio traspuso,
y a poco otro hombre más ágil,
saliendo por el postigo,
siguió en silencio su alcance.
Túvose al ‘volver la esquina;
tendió sus ojos sagaces,
y enderezó los oídos
atento por todas partes;
mas, no oyendo ni escuchando
de qué poder recelarse,
tomando el rastro del viejo,
echó por la misma calle.

II
En un aposento ambiguo,
medio portal, medio tienda,
que hace asimismo las veces
de cocina y de despensa,
pues da su entrada a la calle
y en confuso ajuar ostenta
camas, hormas y un caldero
colgado en .la chimenea,
hay seis personas distintas,
que hacen al pie de la letra
(salvo el padre, que está ausente)
una raza verdadera.
Un mozo de veinte abriles;
una muchacha risueña
de diez y seis; tres muchachos,
y una anciana de sesenta.
Y aunque a las veces nos turban
engañosas apariencias,
zapateros son de oficio,
si a espacio se considera,
que está la estancia aromada
con vapores de pez negra,
que ribetea la moza,
y que el mozo maja suela.
-Mucho tarda -dijo el último
padre esta noche, Teresa.
-Ya ha tiempo que ha anochecido.
-Muchacho, atiza esa vela
y deja quieto ese bote.
Y esto diciendo en voz recia
el mozo, siguió en silencio
cada cual en su tarea,
el chico sitiando al bote,
ribeteando la doncella,
majando el mozo a compás,
y dormitando la vieja.
Con monótonos murmullos
arrullaban esta escena
el son de la escasa lluvia
de un aguacero que empieza,
el no interrumpido son
con que hierve la caldera,
y el tumultuoso chasquido
con que la luz chisporrea.
-¿Las nueve son? – dijo el mozo.
-Eso las ánimas suenan
con sus campanas – repuso
santiguándose Teresa.
-¡Las ánimas, y aún no viene!
Y echando atrás la silleta,
se puso el mancebo en pie,
y encaminóse a la puerta.
Al ruido que hizo en el cuarto,
despertándose la vieja,
dijo: -¿Rezáis a las ánimas?
-Sí, señora: estése queda.
Asió el mancebo la aldaba,
mas la había alzado apenas,
cuando un espantoso golpe
venció la puerta por fuera.
-¡Muerto soy! – dijo una voz;
Cayó un embozado en tierra,
y viose un hombre que huía
al fin de la callejuela.
En derredor del caído
se agolparon, que aún conserva
algún resto de la vida
que le arrancan a la fuerza;
mas no bien le desenvuelven,
por ver piadosos si alienta,
un grito descompasado
lanzó… la familia entera.
Blasfemó el mozo con ira,
desmayóse la doncella,
y la anciana y los muchachos
en llanto a la par revientan.
-Padre, ¿quién fue? – preguntaba
sosteniendo la cabeza
del anciano moribundo
el hijo, que llora y tiembla.
Echóle triste mirada
su padre, como quien lega
su razón y su justicia
en quien se fija con ella.
-Juan …
-¿Qué Juan?
-De Colmenares –
balbuceó con torpe lengua,
y sobre el brazo del hijo
dobló la faz macilenta.
Reinó un silencio solemne
por un instante en la escena,
y a reunirse empezaron
vecinos de ambas aceras.
Llegó la justicia al punto,
y mientras justicia ella,
partió por la turba el mozo
en haz de intención siniestra.
-¿Dónde va? – dijo un corchete.
-Siendo yo su sangre mesma,
¿adónde sino al culpable?
-Soy con vos.
-Enhorabuena.
-Por si acaso, va seguro… –
dijo para sí el de presa,
mientras el mozo resuelto,
ganó a una esquina la vuelta.

III
Son treinta días después,
y en mismo lugar y hora,
la misma vieja y los chicos
con mesa, mancebo y moza.
Cada cual en su tarea
sigue en paz, aunque se nota
que todos tienen los ojos
del mancebo en la faz torva.
Él, sin embargo, en silencio
prosigue atento su obra,
sin levantar la cabeza,
que sobre el pecho se apoya.
Tan doblada la mantiene,
que apenas la llama roja
que da la luz, alumbrarle
las cejas fruncidas logra;
y alguna vez que el reflejo
las negras pupilas toca,
tan viva luz reverberan,
que chispas parecen brotan.
La verdad es, que una lágrima
que a sus -párpados asoma,
viene anunciando un torrente
en que el corazón se ahoga.
Y el mozo, por no aumentar
de los suyos la congoja,
a duras penas le tiene
dentro el pecho y le sofoca.
Largo rato así estuvieron
en atención afanosa,
todos mirando al mancebo,
y éste mirando a sus hormas;
hasta que al cabo Teresa,
más sentida o más curiosa,
le dijo: -¿Estás malo, Blas?
Y a su vez limpia y sonora
siguió otro largo intervalo
de larga atención dudosa.
Nada el hermano responde,
mas ella su afán redobla,
que no hay temor que la tenga,
la valla de una vez rota.
-¿Cómo estás tan cabizbajo?…
Y aquí Blas interrumpióla.
-¿Y qué tengo que decir
a quien sin padre y sin honra
debe vivir para siempre?
Y aquí la familia toda
rompió en ahogados sollozos
a tan infausta memoria.
Sosegóse, y siguió Blas
en voz lamentable y honda
-Él rico, y nosotros pobres ;
débil la justicia, y poca,
y el Rey en caza y en guerra,
¿qué puede alcanzar quien llora?
-Qué, ¿por libre se atrevieron? …
-Poco menos, pues sus doblas
pudieron más con los jueces
que las leyes.
-¡Las ignoran!
dijo indignada Teresa.
-¡No, hermana ; las acogotan !
contestó Blas, sacudiendo
su mazo con ciega cólera.
Siguió en silencio otro espacio,
y otra vez Teresa torna:
-Mas la sentencia, ¿cuál fue? –
dijo, y calló vergonzosa.
-¿La sentencia? -gritó Blas
revolviendo por las órbitas
los negros y ardientes ojos-.
¿La sentencia pides?, óyela.
Todos se echaron de golpe
sobre la mesilla coja,
que vaciló al recibirles,
a oír lo que tanto importa.
-Sabéis que el de Colmenares
hoy pingüe prebenda goza
en la iglesia, y que a Dios gracias
y a mi diligencia propia,
se le probó que dio muerte
a padre (que en paz reposa).
Pues bien: no sé por qué diablos
de maldita jerigonza
de conspiración que dicen
que con su muerte malogra,
dieron por bien muerto a padre,
y al clérigo…
-¿Le perdonan?
-No, ¡ vive Dios! le condenan.
¡ Mas ved qué dogal le ahoga!
Condénanle a que en un año
no asista a coro, mas cobra
su renta; es decir, le mandan
que no trabaje, y que coma.
Tornó a su silencio Blas,
y a sus sollozos la moza,
ella cosiendo sus cintas,
y él machacando sus hormas.

IV
Está la mañana limpia,
azul, transparente, clara,
y el sol de entre nubes rojas
espléndida luz derrama.
Toda es tumulto Sevilla,
músicas, vivas y danzas;
todo movimiento el suelo,
toda murmullos el aura.
Cruzan literas y payes,
monjes, caballeros, guardias,
vendedores, alguaciles,
penachos, pendones, mangas.
Flota el damasco y las plumas
en balcones y ventanas,
y atraviesan besamanos
donde no caben palabras.
Descórrense celosías,
tapices visten las tapias,
los abanicos ondulan
y los velos se levantan.
Cuantas hermosas encierra
Sevilla a su gloria saca,
cuantos buenos caballeros
en sus fortalezas guarda,
ellos porque son galanes,
y ellas porque son bizarras;
las unas porque la adornen,
los otros para admirarlas.
Óyense al lejos clarines,
y chirimías y cajas,
y a lengua suelta repican
esquilones y campanas.
Mas no vienen los hidalgos
armados hasta las barbas,
ni el pálido rostro asoman
las bellas amedrentadas;
que no doblan los tambores
en son agudo de alarma,
ni las campanas repican
a rebato arrebatadas;
que es la procesión del Corpus.
que ya traspone las gradas
del atrio, y el Rey don Pedro
acompañándola baja.
Padillas y Coroneles
y Albuquerques se adelantan,
con Osorios y Guzmanes,
pompa ostentando sobrada.
Y bajo un palio don Pedro,
de ocho punzones de plata,
descubierta la cabeza
y armado hasta el cuello, marcha.
En torno suyo el cabildo
diez individuos encarga
que de escuderos le sirvan
en comisión poco santa ;
mas tiempos son tan ambiguos
los que estos monjes alcanzan,
que tanto arrastran ropones
como broqueles embrazan.
Entre ellos se ve a don Juan
de Colmenares y Vargas,
que deja por vez primera
la reclusión de su casa,
no porque el año ha cumplido,
sino porque el año paga,
y doblas redimen culpas
si se confiesan doradas.
Rosas deshojan sobre ellos
las hermosísimas damas,
y toda es flores la calle
por donde la corte pasa.
Envidia de las más bellas,
salió a un balcón del alcázar
la hermosísima Padilla,
origen de culpas tantas.
Hízola venia don Pedro,
y al responderle la dama,
soltó sin querer un guante,
y ojalá no le soltara.
Lanzóse a tomar la prenda
muchedumbre cortesana
muchos llegaron a un tiempo,
mas nadie tomar osaba,
que fuera acción peligrosa,
aparte de lo profana.
Partiendo la diferencia,
salió de la fila santa
el bizarro Colmenares
con intención de tomarla.
Mas no bien dejó su mano
del palio al punzón de plata,
y puso desde él al rey
cuatro pasos de distancia,
cuando un mancebo iracundo,
con irresistible audacia,
se echó sobre él, y en el pecho
le asentó dos puñaladas.
Cayó don Juan; quedó el mozo
sereno en pie entre los guardias,
que le asieron, y don Pedro
se halló con él cara a cara.
La procesión se deshizo;
volvió gigante la fama
el caso de boca en boca,
y ya prodigios contaban.
Juntáronse los soldados
recelando una asonada;
cercaron al Rey algunos
y llenó al punto la plaza
la multitud, codiciosa
de ver la lucha empezada
entre el sacrílego mozo
y el sanguinario monarca.
Duró un instante el silencio,
mientras el Rey devoraba
con sus ojos de serpiente
los ojos del que le ultraja.
-¿Quién eres? – dijo, por fin,
dando en tierra una patada.
-Blas Pérez – contestó el mozo
con voz decidida y clara.
Pálido el rey de coraje,
asióle por la garganta,
y así en voz ronca le dijo,
que la cólera le ahogaba
“¿Y yendo tu rey aquí,
¡voto a Dios!, por qué no hablaste,
si con la ocasión te hallaste
para obrar con él así?”
Soltóse Blas de la mano
con que el rey le sujetaba,
y, señalando al difunto,
repuso tras breve pausa:
-Mató a mi padre, señor;
y el tribunal, por su oro,
privóle un año del coro,
que en vez de pena es favor.
-Y si vende el tribunal
la justicia encomendada,
¿no es mi- justicia abonada
para quien justicia mal?
Cuando el miedo o la malicia
(dijo Blas) tuercen la ley,
nadie se fía en el rey,
medido por su justicia.
Calló Blas, y calló el rey
a respuesta tan osada
y los ojos de don Pedro
bajo las cejas chispeaban.
Tendiólos por todas partes,
y al fuego de sus miradas,
de aquéllos en quien las puso
palidecieron las caras.
Temblaron los más audaces,
y el pueblo ansioso esperaba
una explosión de don Pedro
más recia que sus palabras.
Rompió el silencio. por fin,
y en voz amistosa y blanda,
el interrumpido diálogo
así con el mozo entabla:
-¿Qué es tu oficio?
-Zapatero.
-No han de decir ¡vive Dios!
que a ninguno de los dos
en mi sentencia prefiero.
Y encarándose don Pedro
con los jueces que allí estaban,
dando un bolsillo a Blas Pérez,
dijo en voz resuelta y alta:
“Pesando ambos desacatos,
si con no rezar cumple él
en un año, cumples fiel
no haciendo en otro zapatos.”
Tornóse don Pedro al punto,
y brotó la turba osada
murmullos de la nobleza
y aplausos de la canalla.
Mas viendo el rey que la fiesta
mucho en ordenarse tarda,
echando mano al estoque,
dijo así, ronco de rabia:
“¡ La procesión adelante,
o meto cuarenta lanzas
y acaban ¡voto a los cielos!
los salmos a cuchilladas P’.
Y como consta a la Iglesia
que es hombre el rey de palabra,
siguieron calle adelante
palio, pendones y mangas.

La orgía

La sombra nos cobija
con su tapiz de duelo:
cansado ya del cielo
el sol se hundió en la mar.
El mundo duerme imbécil,
vacilan las estrellas;
en torno a las botellas
venid a delirar.

Venid niñas sedientas
de libertad y amores,
que fiestas y licores
dan libertad y amor.
Húmedos de esperanza
traed los ojos bellos,
sin trenzas los cabellos,
la frente sin rubor.

La vida es una farsa
hipócrita y demente,
y el mundo indiferente
se cansa del placer;
el mundo se ha dormido;
romped vuestros papeles,
dejad los oropeles
que vano os prestó ayer.

Dejad de esa comedia
el torpe fingimiento,
ahogad el preso aliento
con larga libación.
La sombra, si ese cielo
su luz tiende importuna,
envolverá la luna
en tocas de crespón.

¡Oh!, lejos de los ojos
de la curiosa plebe,
la copa en que se bebe
nos abre un ancho Edén;
el fondo cristalino
las luces multiplica,
y de vapores rica
perfuma nuestra sien.

Los labios desfrenados,
la lengua desatada,
en larga carcajada
prorrumpen sin cesar.
La lumbre de los ojos
inquieta y licenciosa,
los ojos de una hermosa
se afana en reflejar.

Venid a los festines
avaras de placeres,
que el cielo en las mujeres
atesoró el placer.
Venid, niñas, sin cuitas
desnudo el albo seno,
porque quiero el veneno
de vuestro amor beber-
[…] De cada ardiente beso
el lúbrico estallido
rasgará el sostenido
murmullo bacanal;
como reloj deshecho
que sin marcar las horas,
sacude las sonoras
campanas de metal.

El mundo duerme, niñas,
bebamos y cantemos,
que más no sacaremos
del mundo engañador;
húmedos de esperanza
traed los ojos bellos,
sin trenzas los cabellos,
la frente sin rubor.

Venid, y mal prendidos
los velos y los chales,
prodiguen liberales
la luz de vuestra tez:
los ondulantes rizos
flotando por la espalda,
la mal ceñida falda
mintiendo desnudez.

Y las de negros ojos
que ostenten su mirada
altiva, enamorada,
con infernal pasión,
y las rubias ostenten
sin máscaras de tules,
las pupilas azules,
y rojo el corazón.

La noche se desliza,
su llama el sol enciende,
el día nos sorprende,
va el mundo a despertar.
¡Cantemos y bebamos,
que cuando venga el día
el sueño de la orgía
le volverá a apagar!

 

La plegaria

Helos al pie de la cruz
En oración reverente;
La virtud brilla en su frente
Como la primera luz
Del sol que alumbra en Oriente.

Niños tal vez desvalidos
Que pasan desconocidos,
Con la inocencia en el alma,
Como en desiertos perdidos
Con sus racimos la palma.

Ángeles acaso son
Que, el mundo sin conocer,
Llevan en el corazón
Una sublime oración
Y las virtudes de ayer.

Sus ojos ven solamente
A través del blanco velo
Que cerca el alma inocente,
Vida en la tierra inclemente,
Luz y armonía en el cielo.

Ven en el alba colores
Y en el llano hierba y flores,
Sombra, del valle en la hondura,
Y en el aire ruiseñores,
Y peñascos en la altura.

Para ellos, música el viento
Es, si las alas despliega,
Si en las secas hojas juega,
O entre las flores se pliega
Con lascivo movimiento.

Y son las flotantes ramas,
Del sol a las rojas llamas,
Del prado, verdes espumas,
De aérea serpiente, escamas,
De águila terrestre, plumas.

Y son los hombres hermanos,
Y oran por ellos contentos,
Hasta que los hombres vanos
Pongan, leones hambrientos,
En su inocencia las manos.

Sabe ella que es virgen bella,
Y él un ángel hechicero,
Porque no dudan él ni ella
Que ella es de virtud estrella,
Y él de inocencia lucero.

Mas ¡ay! que del pedestal
A la sombra cobijado,
Acaso un ojo carnal
Está en la virgen posado
Con una idea brutal.

Y sobre la tez de rosa
La lágrima de dolor
Que ella derrama piadosa,
El hombre la cree de amor,
Y llama al ángel ¡hermosa!

Que tal vez pintarse intenta
Aquella avara pupila,
De torpes formas sedienta,
Mil perfecciones que aumenta
En esa virgen tranquila.

Así incompletas y vanas
Las cosas del mundo son,
¡Que a turbar vienen livianas
Esa angélica oración
Con imágenes mundanas!

¿Por qué, pintor, ideaste
Una plegaria tan bella,
Si la cruz que levantaste,
Luego, pintor, la ultrajaste
Pintando al hombre tras ella?

¡No digas quién la creó!
culpa no arguya!
¡Que en ambos
Tú fuiste quien la pintó,
Mas la malicia no es tuya,
Que quien la escribe soy yo.

Oriental

Dueña de la negra toca,
la del morado monjil,
por un beso de tu boca
diera a Granada Boabdil.

Diera la lanza mejor
del zenete más bizarro,
y con su fresco verdor
toda una orilla del Darro.

Diera las fiestas de toros,
y si fueran en sus manos,
con las zambras de los moros
el valor de los cristianos.

Diera alfombras orientales,
y armaduras y pebetes,
y diera… ¡que tanto vales!,
hasta cuarenta jinetes.

Porque tus ojos son bellos,
porque la luz de la aurora
sube al Oriente desde ellos,
y el mundo su lumbre dora.

Tus labios son un rubí,
partido por gala en dos…
Le arrancaron para ti
de la corona de Dios.

De tus labios, la sonrisa,
la paz de tu lengua mana…
leve, aérea, como brisa
de purpurina mañana.

¡Oh, qué hermosa nazarena
para un harén oriental,
suelta la negra melena
sobre el cuello de cristal:

en lecho de terciopelo,
entre una nube de aroma,
y envuelta en el blanco velo
de las hijas de Mahoma!

Ven a Córdoba, cristiana,
sultana serás allí,
y el sultán será, ¡oh sultana!,
un esclavo para ti.

Te dará tanta riqueza,
tanta gala tunecina,
que ha de juzgar tu belleza
para pagarle, mezquina.

Dueña de la negra toca,
por un beso de tu boca
diera un reino Boabdil;
y yo por ello, cristiana,
te diera de buena gana
mil cielos, si fueran mil.


Para verdades el tiempo y para justicia Dios

I
Juan Ruiz y Pedro Medina,
dos hidalgos sin blasón,
tan uno del otro son
cual de una zarza una espina.
Diz que Pedro salvó a Juan
la vida en lance sangriento;
prendas de tanto momento
amigos por cierto dan.
Pasan ambos por valientes
y mañeros en la lid,
y lo han probado en Madrid
en apuros diferentes.
Ambos pasan por iguales
en valor y en osadía,
pero en fama de hidalguía
no son lo mismo cabales.
Que es Juan Ruiz hombre iracundo,
silencioso por demás,
que no alzó noble jamás
el gesto meditabundo.
Ancha espalda, corto cuello,
ojo izquierdo, torvas cejas,
ambas mejillas bermejas,
y claro y rubio el cabello.
Y aunque lleva en la cintura
largo hierro toledano,
dale, brillando en su mano,
más villana catadura.
Y aunque arrojado y audaz
en la ocasión, rara vez
carece su intrepidez
de son de temeridad.
Ágil, astuto o traidor,
hijo de ignorada cuna,
debe acaso a su fortuna
mucho más que a su valor.
Presentóse ha pocos años
de Indias advenedizo,
dizque con nombre postizo
cubriendo propios amaños.
Mas vertió lujo y dinero
en festines y placeres,
aunque fue con las mujeres
más falso que caballero.
Hoy pasa, pobre y oscuro,
una existencia común,
y medra o mengua según
los dados le dan seguro.
Hombre de quien saben todos
que vive de malvivir,
mas nadie sabrá decir
por cuáles o de qué modos.
Modelos en amistad
ambos para el vulgo son,
mas con Pedro es la opinión
menos rígida en verdad.
Porque es Pedro, aunque arrogante
y orgulloso en demasía,
mozo de más cortesía
y más bizarro talante.
De ojos negros y rasgados
con que a quien mira desdeña,
nariz corta y aguileña,
con bigotes empinados.
Entre sombrero y valona
colgando la cabellera,
y alto el gesto en tal manera,
que cuando cede perdona.
Mas si sombras de matón
tales maneras le dan,
tiénela más de galán
por su noble condición.
Que no hay en Madrid mujer
que un agravio recibiera,
que a su espada no tuviera
satisfacción que deber.
Ni hay ronda ni magistrado
que en revuelta popular.
no le haya visto tomar
ayuda y parte a su lado.
Tales son Ruiz y Medina,
de quienes, por concluir,
fáltame sólo decir
que amaban a Catalina.
Es ella una moza oscura,
de talle y de rostro apuesta,
mas tan gentil como honesta,
y como agraciada pura.
Ámala Ruiz, pero calla,
acaso porque su amor,
para mujer de su honor,
palabras de amor no halla.
Él con ansia la contempla
al abrigo del embozo,
pero el ímpetu de mozo
ante su virtud se templa,
que es tan dulce su mirar,
que su luz por no perder,
cuando se quiso atrever
sólo se atrevió a callar.
Y es tan flexible su acento,
que para no interrumpirle,
tener es fuerza al oírle
con los labios el aliento.
Medina, que fue soldado
sobre Flandes por Castilla,
y a los usos de la villa
de más tiempo acostumbrado,
suplicóla tan rendido,
tan cortés la enamoró,
que ella amor le prometió
como él fuera su marido.
«¡Eso sí!, ¡por San Millán!»,
dijo Pedro con denuedo;
y la calle de Toledo
tomó en resuelto ademán.

II
Contento Pedro Medina
con su amorosa ventaja,
mas a carreras que a pasos
iba cruzando la plaza.
Saltábale el corazón
a cada paso que daba,
y frotándose ambas manos
bajo la anchurosa capa.
Los labios le sonreían,
y los ojos le brillaban
al reflejo que en el pecho
despide la amante llama.
Las gentes le hacían sitio
porque cerca no pasara,
que, según iba resuelto,
que fuese audaz recelaban.
Mas él va tan divertida
en sus amores el alma,
que ni ve donde tropieza,
ni cura de los que pasan.
Topó al volver una esquina
una vieja, y al dejarla
derribada en tierra, dijo:
«Nos casaremos mañana.»

Enredósele el estoque
en el manto de una dama,
y rasgándole una tercia,
echála un voto de a vara.
Así dando y recibiendo
encontrones y pisadas,
dio por fin con la hostería
donde su amigo jugaba.
Fue a la mesa, y preguntando
a Juan si pierde o si gana,
pidió vino y añadióle:
-Cuando acabes, dos palabras.
Recogió Juan sus monedas,
y terciándose la capa,
sentóse al lado de Pedro
diciendo bajo: -¿Qué pasa?
-Me caso -dijo Medina.
Miróle Juan a la cara,
y frunciendo entrambas cejas
tosió, sin responder nada.
-¿Qué piensas? -preguntó Pedro.
-En ti y tu mujer pensaba
-contestó Juan suspirando,
con voz ronca y apagada.
-¿Supondrás que es Catalina?
-Y lo siento con el alma.
-¡Cómo!
-Porque tengo celos.
-¡Por San Millán!
-Yo la amaba.
-¿Y ella?
-Nunca se lo dije,
pero ocurrióseme…
-¡Acaba!
-Para decirla mi amor
escribirla hoy una carta.
Callaron ambos: Medina
remedio al caso buscaba,
el codo sobre la mesa,
sobre la mano la barba.

Al fin, como quien resuelve
negocio que aflige y cansa,
pidió papel y tintero,
diciendo a Juan: -¡Por mi alma,
que en mi vida en tal apuro
vacilar tanto pensaba;
y a no serte tú quien eres,
metiéralo a cuchilladas;
pero escribe, y que responda
a cual de nosotros mata!
Escribió Juan, más rasgando
al mejor tiempo la carta.
-Echemos -dijo- los dados,
y al que la mayor le caiga,
si es a mí, la escribo al punto;
si es ti, Pedro, te casas.
Tiró Juan, y sacó nueve;
y asiendo el vaso con rabia,
tiró Pedro, y sacó doce.
Con que los dos se levantan,
y atravesando la turba
que curiosa los cercaba,
parten la calle en silencio,
dándose entrambos la espalda.

III
Son, a mi pensar, los celos
delirio, pasión o mal
a cuyo influjo fatal
lloraban los mismos cielos.
A manos de tal pasión,
el más cuerdo desespera,
pues quien con celos espera,
atropella su razón.
Si con celos esperar
es importuna porfía,
ceder celoso en un día
cuanto se amó, no es amar.
De celos verse morir,
y en silencio padecer,
son celos tan de temer
cuanto duros de sufrir.
Y así, con celos amar
vale casi aborrecer,
pero con celos ceder,
es igual que delirar.
Si otro más favorecido
goza el bien que se perdió,
se habrá el disfavor sentido,
mas perdido el amor, no.
Porque en quien goza favor
sobra tal vez confianza,
y celos sin esperanza
suelen guardar más amor.
Si favor nunca tuvimos,
aún es suerte más cruel,
porque vemos ahora en él
cuanto bien haber pudimos.
Y así pienso que son celos
delirio, pasión o mal,
a cuyo influjo fatal
lloraban los mismos cielos.
Por eso llora Juan Ruiz,
celoso y desesperado,
el bien que Pedro ha ganado
más galán o más feliz.
Por eso en la soledad
se mesa barba y cabellos,
sin mirar que no está en ellos
su amante fatalidad.
¡Oh, que no fueron antojos
sus amorosos desvelos!
Que el amor que hoy le da celos
entróle ayer por los ojos.
«¿Y por qué no me atreví
-clama el triste en su aflicción
y hoy acaso esta pasión
pudiera arrancar de mí?
Mas volveré, ¡vive Dios!
¿Pero que he de conseguir
si la he dejado elegir
marido de entre los dos?»
Y a su despecho tornando,
semejábase, en su afán,
una fiera a quien están
dentro la jaula acosando.
Sin darse el triste solaz,
cruzaba el cuarto sin tino,
pero no hallaba camino
de dar al ánimo paz.
Silbaba al dejar rabioso
paso al comprimido aliento,
y hollaba con pie violento
el pavimento ruinoso.
Iba adelante y atrás
sin reflexión que le acuda,
a la par pidiendo ayuda
a Cristo y a Satanás.
Túvose un momento al fin,
y en el temblor que le aqueja
se ve bien que se aconseja
con un pensamiento ruin.
Volvió a girar otra vez,
y otra a tenerse volvió;
en esto dobló un reló
en una torre las diez.
Entonces, quedando fijo,
exclamó en la oscuridad:
«Hoy se casan, es verdad;
hace un mes que me lo dijo.»
Ciñó con esto el acero
con desdén a la cintura;
y salióse a la ventura,
la vuelta del Matadero.

IV
Es una noche sin luna,
y un torcido callejón
donde hay en un esquinazo
agonizando un farol,
un balcón abierto a medias,
por los vidrios de color
arroja al aire en tumulto
de danza el confuso son.
Se oye el compás fugitivo
que llevan con pie veloz
los que danzan descuidados
dentro de la habitación.
Y se ven cruzar sus sombras
una a una y dos a dos
en fantástica carrera
y en monótona ilusión.
La casa es la de Medina,
que en ella a fiesta juntó
sus amigos y parientes
después de traspuesto el sol.
Allí con franca algazara
festeja a la que adoró,
de quien aguarda esta noche
prendas de cumplido amor.
Está la niña galana
cual nunca el barrio la vio,
suelto en rizos el cabello,
que exhala fragante olor;
la falda de raso blanco
y acuchillado el jubón,
con vueltas de terciopelo
azul, de cielo el color;
con una hebilla de plata
ajustado el cinturón,
de donde baja en mil pliegues
un encaje en derredor;
y de un lazo de corales,
que Pedro la regaló,
lleva en una cruz de oro
la imagen del Redentor.
Tanta ventura en un día
nunca Pedro imaginó,
y así, anda desatentado
girando en la confusión.
A cada vuelta se mira
en los ojos de su amor,
y en la luz de aquellos soles
se le quema el corazón.
Y, en fin, para concluir,
se cantó, cenó y bailó,
como es costumbre en las bodas
desde entonces hasta hoy;
hasta que, cansados unos
del baile, otros del calor,
las viejas del tardo sueño,
los músicos de su son,
los muchachos de la bulla,
y los novios del honor
que les hacen sus amigos
en tan precisa ocasión,
despidiéronse uno a uno
echando sobre los dos
más bendiciones que plagas
causó a Egipto Faraón.
Quedáronse entrambos solos
la amada y el amador,
por vez primera en la vida
a merced de su pasión.
Mirábala embelesado
el amoroso español,
trémulo el rostro de gozo
y de dicha el corazón;
mirábale ella anhelante
encendida de rubor,
húmedos los negros ojos
con tiernísima afición.
Él diciéndola: «¡Alma mía!»,
diciéndole ella: «¡Mi sol!»,
entre el son de ardientes besos
de regalado sabor.
En esto en la estrecha calle
temible ruido sonó
de voces y cuchilladas
en medrosa confusión,
y al angustiado lamento
de uno que grita: «¡Favor!
¡Ayudadme, que me matan!»
Pedro a la calle bajó
con el estoque en la diestra
y en la siniestra el farol.
Asomóse Catalina
amedrentada al balcón,
llamando a Pedro afanosa,
de algún daño por temor.
Alzó Medina la cara,
y la luz con ella alzó,
pero apenas el reflejo
dio en el rostro de su amor,
una estocada traidora
por el costado le entró.
Lanzó un grito el desdichado
que partía el corazón;
lanzó la hermosa un gemido
de intensísimo dolor,
y el moribundo Medina
volviendo el gesto a un rincón,
hacia una imagen de Cristo,
de quien devoto vivió,
dijo expirando: «Soy muerto,
¡acorredme, Santo Dios!»
Y quedó tendido en tierra,
sin movimiento y sin voz.
Alzóse a su lado un hombre,
y exclamando con pavor:
«¡Maldita sea mi alma!»,
mató la luz y escapó.

V
Tuvieron así los años,
uno, dos, tres, hasta siete,
embozada en el misterio
aquella impensada muerte.
En vano acudieron pronto
vecinos a socorrerle,
para vengarle los hombres,
para mentir las mujeres.
En vano salieron unos
casi desnudos a verle,
y otros salieron jurando,
armados hasta los dientes.
Nada sirvieron entonces,
ni jubones ni broqueles;
Medina quedó sin vida,
y sin justicia el aleve.
En vano son las pesquisas
de los irritados jueces,
en vano son los testigos,
las citas y los papeles.
En vano el caso averiguan
una, dos, tres, quince veces;
cada vez más se confunden
los golillas y corchetes.
En vano sobre la rastra
anduvieron diligentes
olfateando la presa
los alanos de las leyes;
porque todos son testigos,
todos declaran contestes,
todos son los agraviados,
mas ninguno delincuente.
Hubo alborotos por ello,
y pendencias más de veinte;
mas Pedro, quedó sin vida,
y sin justicia el aleve.
Catalina le lloraba,
desconsolada y doliente,
minutos, horas y días,
noches, semanas y meses.
Un año estuvo en el lecho
con accesos de demente,
y un año a su cabecera
veló Juan Ruiz sin moverse.
Dio con la puerta en los ojos
a padrinos y parientes,
diciendo: «Mientras yo viva,
no faltará quien la vele.»
Y en vano le murmuraron
de tal conducta las gentes;
Juan se mantuvo constante
a la cabecera siempre,
sin que a sondear su alma
alcanzara algún viviente
a través de la reserva
y el misterio que mantiene.
Curóse al fin Catalina,
y el tiempo, que tanto puede,
siendo remedio y sepulcro
de los males y los bienes,
volvió la luz a sus ojos,
y el pudor volvió a su frente,
y el talismán de la risa
a sus labios transparente;
y salió ufana, diciendo
a cuantos por verla vienen
que la vida con que vive
sólo a Juan Ruiz se la debe.
Éste, a pretexto de amigo
del triste que en polvo duerme,
no se aparta de su lado
hasta que la noche viene.
Entonces a lentos pasos
la esquina inmediata tuerce,
y en las revueltas del barrio
como un fantasma se pierde.
Mas no faltó en él alguno
que a media voz se atreviese
a decir que cuando pasa
por ante el Cristo se tiene,
y el embozo hasta los ojos,
el sombrero hasta las sienes,
cruza azaroso la calle,
como si alguien le siguiese.
En estas conversaciones,
cada vez menos frecuentes,
pasaron al fin los años,
uno, dos, tres, hasta siete.

VI
Pagada la Catalina
de amistad tan firme y tierna,
de tanto afán y desvelos,
de tan rendida fineza,
escuchó a Juan una tarde,
los ojos fijos en tierra,
dulces palabras de amores
de la balbuciente lengua.
Instó un día y otro día,
quedó siempre sin respuesta;
volvió a sus ruegos Juan Ruiz
volvió a su silencio ella.
Pasése un mes y otro mes,
y tornó Ruiz a su tema,
y tornó a callar la niña
entre enojada y risueña.
Mas tanto lidió el galán,
tanto resistió la bella,
que al cabo la linda viuda
dijo a Juan de esta manera:
-Puesto que es muerto Medina
(¡Dios en su gloria le tenga!)
y por siete años cumplidos
mi fe le he guardado entera,
y él ha visto nuestro amor
allá en la vida eterna,
os daré, Juan Ruiz, mi mano,
y mi corazón con ella.
Amigo de Pedro fuisteis,
y yo os debo la existencia;
conque es justo, a mi entender,
os cobréis entrambas deudas.
Púsose Juan Ruiz de hinojos
a los pies de la doncella,
y asiéndola las dos manos
humildemente la besa.
Acordáronse las bodas,
mas Catalina aconseja
que sean cuando él quisiese,
pero que sin ruido sean.
Las malas mañas o antojos,
o tarde o nunca se dejan,
y Juan en su mocedad
gustó de bulla y de fiesta.
Así, aunque pocos convida
para que a las bodas vengan,
buscó unos cuantos amigos
que le alegraran la mesa.
Trajo vinos los mejores,
y viandas las más frescas,
y apuntó por hora fija
de noche las diez y media.
Gustaba Juan sobre todo
de cabezas de ternera,
y asábalas con tal maña,
que a cualquier gusto pluguieran.
Gozaba en esto gran nombre
entre la gente plebeya,
de tal modo, que le daban
el apodo de Cabezas.
Ocurrióle a media tarde
darse a luz con tal destreza,
y embozándose en la capa,
salió en busca de una de ellas.
Mataban aquella tarde
en el Rastro una becerra;
compró el testuz y cubrióle,
asido por una oreja.
Volvió a doblar el embozo,
y contento con la presa,
de la calle en que vivía
tomó rápida la vuelta.
Iba Juan Ruiz con la sangre
dejando en pos roja huella,
que marcaba su camino
sobre las redondas piedras.
En esto, entrando en su barrio,
al doblar una calleja,
dos ministros de justicia
le pasaron muy de cerca.
Él siguió, y pasaron ellos
advirtiendo con sorpresa
la sangre con que aquel hombre
el sitio que anda gotea.
Él siguió, y tornaron ellos
por sobre el rastro que deja,
hasta entrar en otra calle
oscura, sucia y estrecha.
En un rincón, embutida,
a la luz de una linterna,
de Cristo crucificado
se ve la imagen severa.
Paróse Juan; los corchetes,
que en el mismo punto llegan,
viendo que duda y vacila
en la faz de preso le cercan.
-¡Fuera el embozo! -gritaron-;
muestre a la luz lo que lleva.
Volvió los ojos al Cristo
Juan, y helósele en las venas,
a una memoria terrible,
cuanta sangre hervía en ellas.
-¡Fuera el embozo! -repiten,
y él, acongojado, tiembla,
sintiendo un cambio espantoso
que pasa en su mano mesma.
Quiso hablar, y atropellado,
un «¡Dejadme!» balbucea.
Deshiciéronle el embozo,
y mostrando Ruiz la diestra,
sacó asida del cabello
de Medina la cabeza.
-¡Acorredme, Santo Dios!
-grita aterrado, y la suelta;
mas la cabeza, oscilando,
entre los dedos le queda.
-¡Yo le maté! -clamó entonces-,
hoy ha siete años, por ella.
Y sin voz ni movimiento
cayó desplomado en tierra.

Conclusión

Y así fue que aquella noche
de sangrienta confusión,
en que al ruido de una riña
Pedro a la calle bajó
con el estoque en la diestra
y en la siniestra el farol,
no era en ella otro que Ruiz
quien llevaba lo mejor.
Como un imán a una aguja
arrastra constante en pos,
como una serpiente a un pájaro,
a una paloma un halcón
entorpecen y fascinan,
sin que ala ni pie veloz
para huirles les acudan,
a impulsos de su pasión
anduvo así Juan vagando
de la fiesta en derredor.
Y oía por las ventanas
de danza el confuso son.
Y vía cruzar las sombras,
una a una y dos a dos,
en fantástica carrera
y en monótona ilusión.
Así lloraba acosado
de sus celos y su amor,
cuando oyó de una pendencia
vivo y cercano rumor;
cerróse en ella a estocadas
tan sin acuerdo y razón,
que a cuantos hubo a las manos
adelante se llevó.
En esto acudió Medina,
y Catalina al balcón,
de la suerte recelando,
acelerada salió.
Mas al ver cuál afanosa
curaba ella de otro amor,
cegaron a Ruiz los celos,
el despecho le embriagó,
y al tiempo que alzaba Pedro
el brazo con el farol,
matóle a la faz de Cristo,
como villano, a traición.
De entonces, en los siete años,
después del hecho traidor,
ni una sola vez, de miedo,
por ante el Cristo pasó.
Llegó la primera al cabo,
y en ella al Cielo ocasión
de mostrar que hay infalibles
tribunales sólo dos
de irrevocable sentencia,
sin cotos ni apelación:
Para verdades el TIEMPO,
y para justicia DIOS.

Una aventura de  1360

En las frondosas campiñas
que con sus ondas serenas
fecunda el Guadalquivir
antes que en el mar se pierda,
sentada está una ciudad
que majestuosa ostenta
lo atrevido de sus torres,
lo antiguo de sus almenas.
El río su bella imagen
en su corriente refleja
pasando enorgullecido
por pasar tan junto a ella.
Y ella se mira en sus aguas
contemplando allí altanera
su antigüedad y poder
y su proverbial belleza.
Espesos muros la ciñen,
y frondosísimas huertas,
y apiñados olivares,
y fertilísimas vegas.
Radiante sol la ilumina,
y la bordan sus laderas
altos y copados árboles
y olorosas flores bellas.
Alegre gente la vive,
que las calurosas siestas
y las perfumadas noches
pasa al son de la vihuela,
ya en sus entoldados patios,
entre fuentes y macetas,
ya en sus floridos jardines
gozando sus auras frescas.
Ciudad de hermoso recuerdo,
ciudad bella entre las bellas,
de los moros es envidia,
de los cristianos soberbia.
Sevilla, en fin, y esto basta,
que todo el nombre lo encierra;
y hablando de la hermosura
todo es una cosa mesma.
En Sevilla, pues, y en una
noche azulada de aquéllas
en que la luna derrama
tranquila claridad trémula,
y en lo cóncavo del aire
resplandecen las estrellas,
y más allá con más brillo
los luceros reverberan;
en una de aquellas noches
en que todo se presenta
blanco, pacífico, hermoso,
y que la mente embelesa,
y los sentidos embriaga
y el corazón enajena;
noche de aventuras propia
en mil trescientos sesenta
(edad en que esto pasaba,
si mi memoria no yerra),
por la calle de la Sierpe,
media noche siendo apenas,
dos hombres en la ancha plaza
con prisa y silencio se entran.
Largas capas les envuelven,
no porque precisas sean,
sino porque bien les cubran
de las personas las señas.
Por el lado de la sombra,
punta a punta la atraviesan
de la calle de la Sierpe
hasta la calle de Génova,
y el bulto de sus espadas,
que bajo la capa llevan,
las plumas de sus birretes
y el rumor de sus espuelas,
por hidalgos les acusan,
por más que entrambos se empeñan
en pasar como personas
de común raza plebeya.
Al fin cuando ya contaban
tomar una callejuela
que al alcázar los llevase
sin pasar frente a la iglesia,
paróse el más alto de ellos,
diciendo : “¿Qué sombra es ésa
que tras el pilar se oculta,
Benavides? Yo dijera
que es un hombre”. Y Benavides,
al que pregunta contesta
“Llegad, señor, sin cuidado,
que ya imagino quién sea,
y hará paso al conocerme,
que es hombre que me respeta,
porque me debe favores
e hicimos juntos la guerra”.
Siguió andando Benavides;
siguió el otro, por respuesta
dándole sólo el silencio
que satisfacerle muestra,
y frente al hombre llegando
que junto al pilar espera,
mostrándose Benavides,
dejó franca la carrera.
“Dios te guarde, Andrés”, le dijo
el que va, pasando cerca.
“Buenas noches” dijo el hombre,
saludando con llaneza:
y pasaron los hidalgos,
y siguió el otro en su espera.
Y, entre los dos que se van
por la oscura callejuela,
conversación en voz baja
se entabló de esta manera:
“¿Quién es ese hombre?
-Un soldado
que entró poco hace en la regla
de San Francisco, cansado
del servicio y de la guerra.
-¿Y por qué precisamente
en tal ocasión lo deja,
pudiendo darle fortunas
estos tiempos -de revueltas?
-Dice que al rey don Alonso
sirvió de grado, y por fuerza
no quiere servir a nadie.
-Ya entiendo.
-Señor…
-Le lleva
la opinión del vulgo necio,
que mal de don Pedro piensa.
-Ya veis, señor, pues al claustro
se acoge, con su conciencia
se lo habrá mirado bien.
-Y a tales horas, ¿qué espera,
solo en mitad de la plaza,
sin el traje de su regia?
-Señor, es historia larga.
-Tal cual es quiero saberla.
-Son cosas qué-importan poco.
-A mí todo me interesa;
decid, pues.
-Pues escuchad.
Ya sabéis que representan
al Rey los monjes franciscos,
que habiendo en su casa mesma
un manantial necesario
para el buen servicio de ella,
el derecho a los vecinos
se les quite de que puedan
servirse de él en su daño,
porque sin agua les dejan.
Los vecinos, como tienen
aquella fuente más cerca,
para tomarla a su gusto
su viejo derecho alegan.
-Y tienen razón, y el Rey
se la da.
-Por esa muestra
de su Real benignidad,
de los vecinos se aumenta
la osadía, y de los monjes
el trabajo y la impaciencia.
De aquí nacen las hablillas,
las voces y las quimeras;
los vecinos a los monjes
tal vez obligar intentan
a que de noche y de día
les tengan franca la puerta.
Los monjes quieren cerrarla
como lo manda su regla,
y esto ocasiona denuestos
y escandalosas pendencias.
Los vecinos traen soldados,
gente de su parentela;
los frailes sacan domésticos
y deudos que los defiendan;
y como ven que su Rey
lo que le piden les niega,
los del pueblo cobran bríos,
y los frailes se exasperan.
Esto duró hasta que Andrés,
hombre a quien nada amedrenta,
hombre que usa de las armas
con asombrosa destreza,
con sus escrúpulos dando
de una sola vez en tierra,
asió su espada saliendo
de los suyos en defensa.
Burlábanse al principio,
mas él se ha dado tal priesa
en asentar cintarazos
con tal fortuna y destreza,
que del manantial los monjes
son dueños a la hora de ésta.
-¿Tan bizarro es ese Andrés?
-Tan bizarro y tan a prueba,
que él solo guarda la plaza
y ninguno se le acerca.
-El miedo de los villanos
es quien su valor pondera.
-De quien queráis informaos;
veréis que nadie lo niega.
Es hombre que, si le dicen
que una calle por apuesta,
guarde una noche, es seguro
que nadie pasa por ella.
-¿Y no hay justicia en Sevilla,
un hombre que le contenga?
-Ya veis, se acoge a sagrado,
y los bravos le respetan.”
Murmuró el que preguntaba
unas palabras inciertas,
que expiraron en murmullo
cual pronunciadas apenas.
Y como a un postigo oculto
que da al alcázar se llegan,
callaron ambos a dos,
llamando a espacio a la puerta.
Abrióles un pajecillo,
y entrando los dos por ella,
quedó el silencio en el aire
y en soledad la plazuela.
Está la siguiente noche
tocando en la misma flora,
y desde el cenit vertiendo
la luna luz melancólica.
Ni una ráfaga de viento
la soledad silenciosa
interrumpe, ni una nube
del cielo el azul entolda.
Toda Sevilla es silencio,
reposa Sevilla toda,
que duerme al son que la arrullan
del Guadalquivir las ondas.
Apenas de tarde en tarde
atraviesa una persona
las calles a largos pasos,
o en una reja se aposta.
Y los grandes edificios
que la extensa plaza forman,
sobre el suelo de la plaza
tienden su gigante sombra.
En un pilar apoyado
de una callejuela angosta,
por do un largo pasadizo
en la plaza desemboca,
hay un hombre que está en vela,
y a quien la noche medrosa
presta contornos fantásticos
y faz amenazadora.
Inmoble en la oscuridad,
no parecen que le importan
ni el relente de las noches
ni el ver que pasan las horas.
Si espera a alguien, nadie acude
a la cita misteriosa;
si aguarda algún hora fija,
su venida fue bien pronta.
Frente por frente al convento
de San Francisco se aposta,
cuya puerta se ve franca
como abandonada y sola.
¿Es que aquel hombre la guarda,
o es que en acecho la ronda?
Porque él la guarda o la acecha
con una intención incógnita.
En esto la plaza adentro,
por la calle de la Sierpe
un hombre desembocando,
a largos pasos se mete.
Un solo punto los ojos
en su derredor revuelve,
y viendo al hombre que aguarda,
vase a él rápidamente,
el sombrero hasta las cejas
y el embozo hasta los dientes.
Llegó al que esperaba, y plática
entablaron de esta suerte: .
-¡Andrés!
-¿Quién me llama?
-Un hombre.
-¿Me conoce?
-Sí
-¿Qué quiere?
-Que tenga por tu aljibe
un privilegio mi gente.
Me han dicho que tú tan sólo
a tu convento defiendes,
y que cejan los villanos
y la canalla te teme.
-Y te han dicho la verdad.
-Por eso precisamente
he venido aquí esta noche,
por si al cabo empacho tienes
en dejarme hacer de día
lo que de noche no entiende
ninguno en el barrio.
-Hidalgo,
si eso trae, errado viene;
todos han de tomar agua,
o nadie absolutamente.
-¿Conque contra el Rey te opones,
que lo contrario te advierte?
-Yo contra el Rey no me opongo,
mas cuido mis intereses;
y pues por ellos no cuidan,
siendo inútiles, sus leyes,
hombre a hombre, y fuerza a fuerza,
aquí has de encontrarme siempre.
Será injusticia y escándalo,
será cuanto se quisiere;
mas, a quien osados cargan, necio es,
si no se defiende. -Hazlo, pues.
-Enhorabuena,
hidalgo, y tened presente
que habéis venido a buscarme.
-Menos hablar y defiéndete.
Y esto diciendo uno y otro
a cuchilladas se meten
con tanto brío que chispas
de las espadas encienden.
El caballero le carga
tan fiera y bizarramente,
que el hacerle cara el otro,
hasta milagro parece.
Dan, vuelven, paran, reciben;
ni uno ceja ni otro cede;
Andrés con calma y acierto,
el otro como una sierpe:
mas es inútil, el monje
es tan diestro y es tan fuerte,
que aunque es el hidalgo un hombre
que como un tigre revuelve,
y cuyo brazo muy pocos
a resistirle se atreven,
de poco o nada le sirven
lo que sabe y lo que puede.
Al fin, el monje, mirando
que el intento con que viene
es tal, que mucho peligra
si no se concluye en breve,
lanzóle tal multitud
de tajos y de reveses,
que el otro cejó seis pasos,
diciendo: -¡Demonio, tente!
Túvose Andrés, y el incógnito,
la mano franca tendiéndole,
dijo: “Lo que quieras pídeme,
que todo te lo mereces.
-Yo nada de vos espero.
¿Qué podéis vos ofrecerme?
-A todo por tu valor,
el rey don Pedro se ofrece.
-Señor -exclamó el buen monje
ante sus plantas rindiéndose-,
perdonad si estuve osado…
-Andrés, obraste valiente;
concédote lo que quieras,
para que de mí te acuerdes.
-Señor, de nuestra agua os pido
la propiedad solamente.
-Desde esta noche a los monjes
anuncia que la poseen.”
Y tomando el rey don Pedro
por el callejón de enfrente,
volvióse al convento el fraile,
agradecido y alegre.

Summary
Article Name
Jose Zorrilla
Description
España (1817-1893)