Peza, Juan de Dios

Peza, Juan de Dios

Méjico (1852-1910)

Adúltera

Tienes como Luzbel, formas tan bellas
e el hombre olvida al verte, enamorado,
que son tus ojos negros dos estrellas
veladas por la sombra del pecado.

Y no turbas, hipócrita el reposo
el Pobre hogar con que tu falta escudas,
porque a besar te atreves al esposo,
como besara a Jesucristo Judas.

¡Aún sus flores te da la primavera
y ya tienes el alma envilecida!…
Ya llegarás a ver, aunque no quieras,
el horizonte oscuro de tu vida.

Desdeñas los sagrados embelesos
del casto hogar de la mujer honrada;
y audaz ostentas el vender tus besos
las llamas del infierno en tu mirada.

Manchas el suelo que tu planta pisa
y manchas lo que tocas con la mano;
te dio Lucrecia Borgia su sonrisa
y Mesalina su perfil romano.

Brota el deleite de tus labios rojos;
se aparta la virtud de tu presencia;
porque más negras, más negra que tus ojos,
tienes, mujer, el alma y la conciencia.

Rosas de abril parecen tus mejillas;
mármol de Paros, tu ondulante seno;
más… ¡ay!, que tan excelsas maravillas
son del barro nomás del cieno.

Reina del mal: tú tienes por diadema
la infamia, que con nada se redime;
el pudor es un ascua que te quema,
el deber es un yugo que te oprime.

Tienen las gracias con que al mundo halagas
precio vil en mercancías repugnantes,
y te envaneces de cubrir tus llagas
con seda recamada de brillantes.

En este siglo en que el honor campea
no te ha de perdonar ni el vulgo necio;
hieren más que las piedras de Judea
los dardos de la burla y el desprecio.

Mañana, enferma, pobre, abandonada,
de la mundana compasión proscrita,
el honor, cuando mueras humillada,
sobre tu fosa escribirá… «¡Maldita!…»



Carta

Con letras ya borradas por los años,
en un papel que el tiempo ha carcomido,
símbolo de pasados desengaños,
guardo una carta que selló el olvido.

La escribió una mujer joven y bella.
¿Descubriré su nombre? ¡ No, no quiero!
pues siempre he sido, por mi buena estrella,
para todas las damas caballero.

¿Qué ser alguna vez no esperó en vano
algo que, si se frustra, mortifica?
Misterios que al papel lleva la mano,
El tiempo los descubre y los publica,

Aquellos que juzgáronme felices
en amores; que halagan mi amor propio,
aprendan de memoria lo que dice
la triste historia que a la letra copio:

“Dicen que las mujeres sólo lloran
cuando quieren fingir hondos pesares,
los que tan falsa máxima atesoran,
muy torpes deben ser o muy vulgares.

Si cayera mi llanto hasta las hojas
donde temblando está la mano mía,
para poder decirte mis congojas,
con lágrimas mi carta escribiría.

Mas si el llanto es tan claro que no pinta,
y hay que usar de otra tinta más obscura,
la negra escogeré, porque es la tinta
donde más se refleja mi amargura.

Aunque no soy para soñar esquiva
sé que para soñar nací despierta.
Me he sentido morir, y aún estoy viva;
Tengo ansias de vivir, y ya estoy muerta.

Me acosan del dolor fieros vestigios.
¡Qué amargas son las lágrimas primeras!
Pesan sobre mi vida veinte siglos,
y  apenas cumplo veinte primaveras.

En esta horrible lucha en que batallo,
aun cuando débil tu consuelo imploro,
quiero decir que lloro y me lo callo,
y más risueña estoy cuando más lloro.

¿Por qué te conocí? Cuando temblando
de pasión, sólo entonces no mentida,
me llegaste a decir: ¡ te estoy amando
con un amor que es vida de mi vida!

¿Qué te respondí yo? Bajé la frente;
triste y convulsa, te estreché la mano,
porque un amor que nace tan vehemente,
es natural que muera muy temprano.

Tus versos para mí conmovedores
los juzgué flores puras y divinas,
olvidando, insensata, que las flores
todo lo pierden, menos las espinas.

Yo, que como mujer, soy vanidosa,
me vi feliz creyéndome adorada,
sin ver que la ilusión es una rosa
que vive solamente una alborada.

¡Cuántos de los crepúsculos que admiras,
pasamos entre dulces vaguedades,
las verdades juzgándolas mentiras,
las mentiras creyéndolas verdades!

Me hablabas de tu amor, y absorta y loca,
me imaginaba estar dentro de un cielo,
y al contemplar tus ojos y tu boca
tu misma sombra me causaba celo.

Al verme embelesada al escucharte,
clamaste,-aprovechando mi embeleso-,
“Déjame arrodillar para adorarte”,
y al verte de rodillas te di un beso.

Te besé con arrojo, no se asombre
un alma escrupulosa o timorata:
la insensatez no es culpa. Besé a un hombre,
porque toda pasión es insensata.

Debo aquí confesar que un beso ardiente,
aunque robe la dicha y el sosiego,
es el placer más grande que se siente
cuando se tiene un corazón de fuego.

Cuando toqué tus labios fue preciso
soñar que aquel placer se hiciera eterno.
Mujeres: es el beso un paraíso
por donde entramos muchas al infierno.

Después de aquella vez, en otras muchas,
apasionado tú, yo enternecida,
quedaste vencedor en esas luchas
tan dulces en la aurora de la vida.

¡Cuántas promesas, cuántos devaneos!
El grande amor con el desdén se paga;
toda llama que avivan los deseos,
pronto encuentra la nieve que la apaga.

Te quisiera culpar y no me atrevo;
es, después de gozar, justo el hastío;
yo, que soy un cadáver que me muevo,
del amor de mi madre desconfío.

Me engañaste, y no te hago ni un reproche,
era tu voluntad y fue mi anhelo;
reza, dice mi madre, en cada noche;
y tengo miedo de invocar al cielo.

Pronto voy a morir; esa es mi suerte.
¿Quién se opone a las leyes del destino?
Aunque es camino obscuro el de la muerte,
¿quién no llega a cruzar, ese camino?

En él te encontraré; todo derrumba
el tiempo, y tú caerás bajo su peso:
tengo que devolverte en ultratumba
todo el mal que me diste con tu beso.

¿Mañana he de vivir en tu memoria?
En aquella región quizá sombría
mostrar a Dios podremos nuestra historia.
Adiós… Adiós… hasta el terrible día.

Leí estas líneas y en eterna ausencia
esa cita fatal vivo esperando…
Y sintiendo la noche en mi conciencia,
guardé la carta y me quedé llorando.

El callejón del beso

Una noche invernal, de las más bellas
con que engalana enero sus rigores
y en que asoman la luna y las estrellas
calmando penas e inspirando amores;
noche en que están galanes y doncellas
olvidados de amargos sinsabores,
al casto fuego de pasión secreta
parodiando a Romeo y a Julieta.

En una de esas noches sosegadas,
en que ni el viento a susurrar se atreve,
ni al cruzar por las tristes enramadas
las mustias hojas de los fresnos mueve
en que se ven las cimas argentadas
que natura vistió de eterna nieve,
y en la distancia se dibujan vagos
copiando el cielo azul los quietos lagos;

llegó al pie de una angosta celosía,
embozado y discreto un caballero,
cuya mirada hipócrita escondía
con la anchurosa falda del sombrero.
Señal de previsión o de hidalguía
dejaba ver la punta de su acero
y en pie quedó junto a vetusta puerta,
como quien va a una cita y está alerta.

En gran silencio la ciudad dormida,
tan sólo turba su quietud serena,
del Santo Oficio como voz temida
débil campana que distante suena,
o de amor juvenil nota perdida
alguna apasionada cantilena
o el rumor que entre pálidos reflejos
suelen alzar las rondas a lo lejos.

De pronto, aquel galán desconocido
levanta el rostro en actitud violenta
y cual del alto cielo desprendido
un ángel a su vista se presenta
-¡Oh Manrique! ¿Eres tú? ¡Tarde has venido!
-¿Tarde dices, Leonor? Las horas cuenta.
Y el tiempo que contesta a tal reproche
daba el reloj las doce de la noche.

Y dijo la doncella: – “Debo hablarte
con todo el corazón; yo necesito
la causa de mis celos explicarte.
Mi amor, lo sabes bien, es infinito,
tal vez ni muerta dejaré de amarte
pero este amor lo juzgan un delito
porque no lo unirán sagrados lazos,
puesto que vives en ajenos brazos.

“Mi padre, ayer, mirándome enfadada
me preguntó, con duda, si era cierto
que me llegaste a hablar enamorado,
y al ver mi confusión, él tan experto,
sin preguntarme más, agregó airado:
prefiero verlo por mi mano muerto
a dejar que con torpe alevosía
mancille el limpio honor de la hija mía.

“Y alguien que estaba allí dijo imprudente:
¡Ah! yo a Manrique conocí en Sevilla,
es guapo, decidor, inteligente,
donde quiera que está resalta y brilla,
mas conozco también a una inocente
mujer de alta familia de Castilla,
en cuyo hogar, cual áspid, se introdujo
y la mintió pasión y la sedujo.

Entonces yo celosa y consternada
le pregunté con rabia y amargura,
sintiendo en mi cerebro desbordada
la fiebre del dolor y la locura:
-¿Esa inocente víctima inmolada
hoy llora en el olvido su ternura?
Y el delator me respondió con saña:
-¡No! La trajo Manrique a Nueva España.

“Si es la mujer por condición curiosa
y en inquirir concentra sus anhelos,
es más cuando ofendida y rencorosa
siente en su pecho el dardo de los celos
y yo, sin contenerme, loca, ansiosa,
sin demandar alivios ni consuelos,
le pregunté por víctima tan bella
y en calma respondió: -Vive con ella.

“Después de tal respuesta que ha dejado
dudando entre lo efímero y lo cierto
a un corazón que siempre te ha adorado
y sólo para ti late despierto,
tal como deja un filtro envenenado
al que lo apura, sin color y yerto:
no te sorprenda que a tu cita acuda
para que tú me aclares esta duda”.

Pasó un gran rato de silencio y luego
Manrique dijo con la voz serena
-“Desde que yo te vi te adoro ciego
por ti tengo de amor el alma llena;
no sé si esta pasión ni si este fuego
me ennoblece, me salva o me condena,
pero escucha, Leonor idolatrada,
a nadie temo ni me importa nada.

“Muy joven era yo y en cierto día
libre de desengaños y dolores,
llegué de capitán a Andalucía,
la tierra de la gracia y los amores.
Ni la maldad ni el mundo conocía,
vagaba como tantos soñadores
que en pos de algún amor dulce y profundo
ven como eterno carnaval el mundo.

“Encontré a una mujer joven y pura,
y no sé qué la dije de improviso,
la aseguré quererla con ternura
y no puedo negártelo: me quiso.
Bien pronto, tomó creces la aventura;
soñé tener con ella un paraíso
porque ya en mis abuelos era fama:
antes Dios, luego el Rey, después mi dama.

“Y la llevé conmigo; fue su anhelo
seguirme y fue mi voluntad entera;
surgió un rival y le maté en un duelo,
y después de tal lance, aunque quisiera
pintar no puedo el ansia y el desvelo
que de aquella Sevilla, dentro y fuera,
me dio el amor como tenaz castigo
del rapto que me pesa y que maldigo.

“A noticias llegó del Soberano
esta amorosa y juvenil hazaña
y por salvarme me tendió su mano,
y para hacerme diestro en la campaña
me mandó con un jefe veterano
a esta bella región de Nueva España…
¿Abandonaba a la mujer aquella?
soy hidalgo, Leonor, ¡vine con ella!

“Te conocí y te amé, nada te importe
la causa del amor que me devora;
la brújula, mi bien, siempre va al norte;
la alondra siempre cantará a la aurora.
¿No me amas ya? pues deja que soporte
a solas mi dolor hora tras hora;
no demando tu amor como un tesoro,
¡bástame con saber que yo te adoro!

“No adoro a esa mujer; jamás acudo
a mentirle pasión, pero tú piensa
que soy su amparo, su constante escudo,
de tanto sacrificio en recompensa.
Tú, azucena gentil, yo cardo rudo,
si ofrecerte mi mano es una ofensa
nada exijo de ti, nada reclamo,
me puedes despreciar, pero te amo”.

Después de tal relato, que en franqueza
ninguno le excedió, calló el amante,
inclinó tristemente la cabeza;
cerró los ojos mudo y anhelante
ira, celos, dolor, miedo y tristeza
hiriendo a la doncella en tal instante
parecían decirle con voz ruda:
la verdad es más negra que la duda.

Quiere alejarse y su medrosa planta
de aquel sitio querido no se mueve,
quiere encontrar disculpa, mas le espanta
de su adorado la conducta aleve;
quiere hablar y se anuda su garganta,
y helada en interior como la nieve
mira con rabia a quien rendida adora
y calla, gime, se estremece y llora.

¡Es el humano corazón un cielo!
Cuando el sol de la dicha lo ilumina
parece azul y vaporoso velo
que en todo cuanto flota nos fascina:
si lo ennegrece con su sombra el duelo,
noche eterna el que sufre lo imagina,
y si en nubes lo envuelve el desencanto
ruge la tempestad y llueve el llanto.

¡Ah! cuán triste es mirar marchita y rota
la flor de la esperanza y la ventura,
cuando sobre sus restos solo flota
el negro manto de la noche obscura;
cuando vierte en el alma gota a gota
su ponzoñosa esencia la amargura
y que ya para siempre en nuestra vida
la primera ilusión está perdida.

Leonor oyendo la vulgar historia
del hombre que encontrara en su camino,
miró eclipsarse la brillante gloria
de su primer amor, casto y divino;
su más dulce esperanza fue ilusoria,
culpaba, no a Manrique, a su destino
y al fin le dijo a su galán callado:
-“Bien; después de lo dicho, ¿qué has pensado?

“Tanta pasión por ti mi pecho encierra
que el dolor que me causas lo bendigo;
voy a vivir sin alma y no me aterra,
pues mi culpa merece tal castigo.
Como a nadie amaré sobre la tierra
llorando y de rodillas te lo digo,
haz en mi nombre a esa mujer dichosa,
porque yo quiero ser de Dios esposa.

Calló la dama y el galán, temblando,
dijo con tenue y apagado acento:
-“Haré lo que me pidas; te estoy dando
pruebas de mi lealtad, y ya presiento
que lo mismo que yo te siga amando
me amarás tú también en el Convento;
y si es verdad, Leonor, que me has querido
dame una última prueba que te pido.

“No tu limpia pureza escandalices
con este testimonio de ternura
no hay errores, ni culpas, ni deslice
entre un hombre de honor y un alma pura;
si vamos a ser ambos infelices
y si eterna ha de ser nuestra amargura,
que mi postrer adiós que tu alma invoca
lo selles con un beso de mi boca”.

Con rabia, ciega, airada y ofendida,
-“No me hables más, -repuso la doncella-
sólo pretendes verme envilecida
y mancillarme tanto como a aquélla.
Te adoro con el alma y con la vida
y maldigo este amor, pese a mi estrella,
si hidalgo no eres ya ni caballero
ni debo amarte, ni escucharte quiero”.

Manrique, entonces la cabeza inclina,
siente que se estremece aquel recinto,
y sacando una daga florentina,
que llevaba escondida bajo el cinto
como un tributo a la beldad divina
que amó con un amor jamás extinto,
altivo, fiero y de dolor deshecho
diciendo : -“Adiós, Leonor”, la hundió en su pecho.

La dama, al contemplar el cuerpo inerte
en el dintel de su mansión caído,
maldiciendo lo negro de la suerte,
pretende dar el beso apetecido.
Llora, solloza, grita ante la muerte
del hombre por su pecho tan querido,
y antes de que bajara hasta la puerta
la gente amedrentada se despierta.

Leonor, a todos sollozando invoca
y les pide la lleven al convento
junto a Manrique, en cuya helada boca
un beso puede renovar su aliento.
Todos claman oyéndola: “¡Está loca!”
y ella, fija en un solo pensamiento
convulsa, inquieta, lívida y turbada
cae, al ver a su padre, desmayada.

Y no cuentan las crónicas añejas
de aquesta triste y amorosa hazaña,
si halló asilo Leonor tras de las rejas
de algún convento de la Nueva España.
Tan fútil como todas las consejas,
si ésta que narro a mi le lector extraña,
sepa que a la mansión de tal suceso,
llama la gente: “El Callejón del Beso”.

El cuento de Margot

Vamos Margot, repíteme esa historia
Que estabas refiriéndole á María,
Ya vi que te la sabes de memoria
y debes de enseñármela, hija mía.

-La sé porque yo misma la compuse.
-¿Y así no me la dices ? Anda, ingrata.
-¡Tengo compuestas diez! -¡Cómo! repuse,
¿Te has vuelto á los seis años literata?

-¡No, literata no! pero hago cuentos…
-No temas que tal gusto te reproche.
-Al ver á mis hermanos tan contentos
yo les compongo un cuento en cada noche.

-¿Y cómo dice el que contando estabas?
-Es muy triste, papá, ¿que no lo oíste?
-Sólo oí que lloraban y llorabas.
-¡Ah! si, todos lloramos; ¡es muy triste!

Imagínate un niño abandonado
de grandes ojos de viveza llenos,
rubio, risueño, gordo y colorado:
Como mi hermano Juan, ni más ni menos

Figúrate una noche larga y fría,
de muda soledad, sin luz alguna,
y ese niño muriendo, en agonía,
encima de la acera, no en la cuna.

-¿En las heladas losas ?
-Si, en la acera,
Es decir, en la calle…
-¡Qué amargura!
-Hubo alguien que pasando lo creyera
un olvidado cesto de basura.

Yo pasaba, lo vi, bajé mis brazos
Queriendo darle maternal abrigo
y envuelto en un pañal hecho pedazos
lo alcé á mi pecho y lo llevé conmigo.

Lloraba tanto y tanto el angelito
que ya estaban sus párpados muy rojos..
Y a cada nueva queja, a cada grito
el alma me sacaba por los ojos.

Me lo llevé á mi cama: entre plumones
Lo hice dormir caliente y sosegado…
¡Cómo hubo en este mundo corazones
capaces de dejarlo abandonado!

¡Ay! yo sé por mi libro de lectura
que estudio en mis mayores regocijos,
que ni los tigres en la selva oscura
dejan abandonados a sus hijos.

¡Pobrecito! Yo sé su mal profundo,
Le curo como madre toda pena:
Parece que este niño en este mundo
no es hijo de mujer sino de hiena.

De mi colchón en el caliente hueco
duerme para que en lágrimas no estalle;
y llorando Margot, mostró el muñeco
que en cierta noche se encontró en la calle.



«Este era un rey…»

Ven mi Juan, y toma asiento
en la mejor de tus sillas;
siéntate aquí, en mis rodillas,
y presta atención a un cuento.

Así estás bien, eso es,
muy cómodo, muy ufano,
pero ten quieta esa mano,
vamos, sosiega esos pies.

Éste era un rey… me maltrata
el bigote ese cariño.
Éste era un rey… vamos niño.
que me rompes la corbata.

Si vieras con qué placer
ese rey… ¡Jesús! ¡qué has hecho!
¿Lo ves? en medio del pecho
me has clavado un alfiler!

¿Y mi dolor te da risa?
Escucha y tenme respeto:
Éste era un rey… deja quieto
el cuello de mi camisa.

Oír atento es la ley
Que a cumplir aquí te obligo.
Deja mi reloj… prosigo.
Atención: Éste era un rey…

Me da tormentos crueles
tu movilidad chicuelo,
¿ves? has regado en el suelo
mi dinero y mis papeles.

Responde: ¿me has de escuchar?
Éste era un rey… ¡qué locura!
Me tiene en grande tortura
que te muevas sin parar.

Mas ¿ya estás quieto? Sí, sí,
al fin cesa mi tormento…
Éste era un rey, oye el cuento
inventado para ti…

Y agrega el niño, que es ducho
en tramar cuentos a fe :
«Éste era un rey»… ya lo sé
porque lo repites mucho.

-Y me gusta el cuentecito
-y mira, ya lo aprendí:
«Éste era un rey», ¿no es así?
-Qué bonito! ¡Qué bonito!

Y de besos me da un ciento.
y pienso al ver sus cariños:
Los cuentos para los niños
no requieren argumento.

Basta con entretener
su espíritu de tal modo
que nos puedan hacer todo
lo que nos quieran hacer.

Con lenguaje grato ó rudo
un niño, sin hacer caso,
va dejando paso á paso
a su narrador desnudo.

Infeliz del que se escama
con esas dulces locuras;
¡Si estriba en sus travesuras
el argumento del drama!

¡Oh Juan! me alegra y me agrada
tu movilidad tan terca;
te cuento por verte cerca
y no por contarte nada.

Y bendigo mi fortuna,
y oye el cuento y lo sabrás:
«Era un rey a quien jamás
le sucedió cosa alguna».

Fusiles y muñecas

Juan y Margot, dos ángeles hermanos
que embellecen mi hogar con sus cariños,
se entretienen en juegos tan humanos
que parecen personas desde niños.

Mientras Juan, de tres años, es soldado
y monta en una caña endeble y hueca,
besa Margot con labios de granado,
los labios de cartón de su muñeca.

Lucen los dos sus inocentes galas
y alegres sueñan en tan dulces lazos;
él, que cruza sereno entre las balas;
ella, que arrulla a un niño entre sus brazos.

Puesto al hombro el fusil de hoja de lata,
el kepis de papel sobre la frente,
alienta el niño en su inocencia grata
el orgullo viril de ser valiente.

Quizá piensa, en sus juegos infantiles,
que en este mundo que su afán recrea,
son como el suyo todos los fusiles
con que la torpe humanidad pelea.

Que pesan poco, que sin odios lucen,
que es igual el más débil al más fuerte,
y que, si se disparan, no producen
humo, fragor, consternación y muerte.

¡Oh, misteriosa condición humana!
Siempre lo opuesto buscas en la tierra;
ya delira Margot por ser anciana,
y Juan, que vive en paz, ama la guerra.

Mirándoles jugar, me aflijo y callo;
¿cual será en el mundo su fortuna?
Sueña el niño con armas y caballo,
la niña con velar junto a la cuna.

El uno corre de entusiasmo ciego,
la niña arrulla a su muñeca inerme,
y mientras grita el uno: Fuego, Fuego,
la otra murmura triste: Duerme, Duerme.

A mi lado ante juegos tan extraños,
Concha, la primogénita, me mira:
¡es toda una persona de seis años
que charla, que comenta y que suspira!

¿Por qué inclina su lánguida cabeza
mientras deshoja inquieta algunas flores?
¿Será la que ha heredado mi tristeza?
¿será la que comprende mis dolores?

Cuando me rindo del dolor al peso,
cuando la negra duda me avasalla,
se me cuelga del cuello, me da un beso,
se le saltan las lágrimas, y calla.

Sueltas sus trenzas claras y sedosas,
y oprimiendo mi mano entre sus manos
parece que medita muchas cosas
al mirar como juegan sus hermanos.

Margot que canta en madre transformada,
y arrulla a un niño que jamás se queja,
ni tiene que llorar desengañada,
ni el hijo crece, ni se vuelve vieja.

Y este guerrero audaz de tres abriles
que ya se finge apuesto caballero,
no logra en sus campañas infantiles
manchar con sangre y lágrimas su acero.

¡Inocencia! ¡Niñez! ¡Dichosos nombres!
Amo tus goces, busco tus cariños;
como han de ser los juegos de los hombres,
más dulces que los juegos de los niños.

¡Oh, mis hijos! No quiera la fortuna
turbar jamás vuestra inocente calma,
no dejéis esa espada y esa cuna;
cuando son de verdad, matan el alma.


Juegos del alma

Mientras yo á carcajadas me reía,
en otra habitación Margot lloraba;
¡Qué contraste formó con mi alegría
la pena que su llanto revelaba!

Corro al instante a verla y la pregunto:
¿Por qué con tal dolor estás llorando?
Di… ¿por qué gritas? y responde al punto
es porque estoy a lágrimas jugando.

¿Cómo? ¡Jugar a lágrimas! ¡Ignoras
lo que dices Margot! ¡Vives de prisa!
Mientras tú alegre juegas a que lloras
yo estoy con mi dolor jugando a risa.

Las bodas

¡Dos sillones sirviéndoles de altares!
Los dos niños cogidos de la mano,
de blanco y coronada de azahares
se va a casar Margot con Juan su hermano.

Por infantil y extraña anomalía
que no sé si a los teólogos asombre,
en cura de almas se cambió María
y oficia el acto convertida en hombre.

Es graciosa la novia; su vestido,
entiéndase mejor, el nupcial traje,
es un chal de burato desteñido
cuyos rasgones suplen al encaje.

Las flores que le adornan en la frente,
más que corona semejando venda,
han crecido en los bordes de la fuente
que tiene el jardincillo de la hacienda.

El traje del galán no tiene pero,
es un frac de papel, por mí cortado;
usa en la ceremonia mi sombrero,
bastón de borla y pañolón bordado.

Ni curiosos ni amigos imprudentes
asisten á la boda de que os hablo,
no hay suegros, ni padrinos, ni parientes,
ni la epístola citan de san Pablo.

Con suma sencillez el cura dice:
«Tú serás el marido y tú la esposa.»
Los junta, los contempla, los bendice,
y concluye la fiesta religiosa.

Después, cediendo al poderoso lazo,
con el grave ademán de los señores,
la dama y el galán que le da el brazo
se alejan por los anchos corredores.

-Oigan, les grita el cura femenino,
que no vuelva a mirarlos enfadados
y ellos dicen siguiendo su camino,
¿Enfadarnos? jamás; ¡somos casados!

Espectador que al verlos se enajena
era yo aquella vez, y me entrometo
y pregunto á los héroes de esta escena
sin miedo a que me falten al respeto.

-Ya vi lo que habéis hecho, y necesito
que aquí sin engañarme ni engañarse,
me digan, tú, Margot, o tú, Juanito,
lo que habéis entendido por casarse.

Y en seguida el varón contesta ufano
sin temor á un regaño ni una riña:
-Casarse, ¿no lo ves? es dar la mano
cada vez que se quiere a alguna niña.

Nunca enfadarse ni reñir por nada,
sentarse juntos y jugar contentos,
ir á correr los dos por la calzada
y contarse en la noche muchos cuentos.

-¿Y es la primera vez que te has casado?
y me responde Juan con ironía:
-No, papá; van tres veces, y he pensado
en casarme esta tarde con María!

Al oír esta frase sentenciosa
de la boca infantil de aquel marido,
quedéme enfrente de la humana prosa
en hondas reflexiones sumergido.

El pecado, pensé, vive en lo impuro
de una alma enferma, desgarrada ó seca.
¿Por qué peca el polígamo maduro?
¿Por qué el niño polígamo no peca?

Nieve de estío

Como la historia del amor me aparta
de las sombras que empañan mi fortuna,
yo de esa historia recogí esta carta
que he leído a los rayos de la luna.

Yo soy una mujer muy caprichosa
y que me juzgue a tu conciencia dejo,
para poder saber si estoy hermosa
recurro a la franqueza de mi espejo.

Hoy, después que te vi por la mañana,
al consultar mi espejo alegremente,
como un hilo de plata vi una cana
perdida entre los rizos de mi frente.

Abrí para arrancarla mis cabellos
sintiendo en mi alma dolorosas luchas,
y cuál fue mi sorpresa, al ver en ellos
esa cana crecer con otras muchas.

¿Por qué se pone mi cabello cano?
¿Por qué está mi cabeza envejecida?
¿Por qué cubro mis flores tan temprano
con las primeras nieves de la vida?

No lo sé. Yo soy tuya, yo te adoro,
con fe sagrada, con el alma entera;
pero sin esperanza sufro y lloro;
¿tiene también el llanto primavera?

Cada noche soñando un nuevo encanto
vuelvo a la realidad desesperada;
soy joven, en verdad, mas sufro tanto
que siento ya mi juventud cansada.

Cuando pienso en lo mucho que te quiero
y llego a imaginar que no me quieres,
tiemblo de celos y de orgullo muero;
(Perdóname, así somos las mujeres).

He cortado con mano cuidadosa
esos cabellos blancos que te envío;
son las primeras nieves de una rosa
que imaginabas llena de rocío.

Tú me has dicho: “De todos tus hechizos,
lo que más me cautiva y enajena,
es la negra cascada de tus rizos
cayendo en torno a tu faz morena”.

Y yo, que aprendo todo lo que dices,
puesto que me haces tan feliz con ello,
he pasado mis horas más felices
mirando cuán rizado es mi cabello.

Mas hoy, no elevo dolorosa queja,
porque de ti no temo desengaños;
mis canas te dirán que ya está vieja
una mujer que cuenta veintiún años.

¿Serán para tu amor mis canas nieve?
Ni a suponerlo en mis delirios llego.
¿Quién a negarme sin piedad se atreve
que es una nieve que brotó del fuego?

¿Lo niegan los principios de la ciencia
y una antítesis loca se parece?
pues es una verdad de la experiencia:
cabeza que se quema se emblanquece.

Amar con fuego y existir sin calma;
soñar sin esperanza de ventura,
dar todo el corazón, dar toda el alma
en un amor que es germen de amargura.

Buscar la dicha llena de tristeza
sin dejar que sea tuyo el hado impío,
llena de blancas hebras mi cabeza
y trae una vejez: la del hastío.

Enemiga de necias presunciones
cada cana que brota me la arranco,
y aunque empañe tus gratas ilusiones
te mando, ya lo ves, un rizo blanco.

¿Lo guardarás? Es prenda de alta estima
y es volcán este amor a que me entrego;
tiene el volcán sus nieves en la cima,
pero circula en sus entrañas fuego.


Post-umbra

Con letras ya borradas por los años,
en un papel que el tiempo ha carcomido,
símbolo de pasados desengaños,
guardo una carta que selló el olvido.

La escribió una mujer joven y bella.
¿Descubriré su nombre? ¡No!, ¡no quiero!
pues siempre he sido, por mi buena estrella,
para todas las damas, caballero.

¿Qué ser alguna vez no esperó en vano
algo que si se frustra, mortifica?
Misterios que al papel lleva la mano,
el tiempo los descubre y los publica.

Aquellos que juzgáronme felice,
en amores que halagan mi amor propio,
aprendan de memoria lo que dice
la triste historia que a la letra copio:

“Dicen que las mujeres sólo lloran
cuando quieren fingir hondos pesares”;
los que tan falsa máxima atesoran,
muy torpes deben ser, o muy vulgares.

Si cayera mi llanto hasta las hojas
donde temblando está la mano mía,
para poder decirte mis congojas
con lágrimas mi carta escribiría.

Mas si el llanto es tan claro que no pinta,
y hay que usar otra tinta más oscura,
la negra escogeré, porque es la tinta
donde más se refleja mi amargura.

Aunque no soy para soñar esquiva,
sé que para soñar nací despierta.
Me he sentido morir y aún estoy viva;
tengo ansias de vivir y ya estoy muerta.

Me acosan de dolor fieros vestigios,
¡qué amargas son las lágrimas primeras!
Pesan sobre mi vida veinte siglos,
y apenas cumplo veinte primaveras.

En esta horrible lucha en que batallo,
aun cuando débil, tu consuelo imploro,
quiero decir que lloro y me lo callo,
y más risueña estoy cuanto más lloro.

¿Por qué te conocí? Cuando temblando
de pasión, sólo entonces no mentida,
me llegaste a decir: “Te estoy amando
con un amor que es vida de mi vida”.

¿Qué te respondí yo? Bajé la frente,
triste y convulsa te estreché la mano,
porque un amor que nace tan vehemente
es natural que muere muy temprano.

Tus versos para mi conmovedores,
los juzgué flores puras y divinas,
olvidando, insensata, que las flores
todo lo pierden menos las espinas.

Yo, que como mujer, soy vanidosa,
me vi feliz creyéndome adorada,
sin ver que la ilusión es una rosa,
que vive solamente una alborada.

¡Cuántos de los crepúsculos que admiras
pasamos entre dulces vaguedades;
las verdades juzgándolas mentiras,
las mentiras creyéndolas verdades!

Me hablabas de tu amor, y absorta y loca,
me imaginaba estar dentro de un cielo,
y al contemplar mis ojos y mi boca,
tu misma sombra me causaba celo.

Al verme embelesada, al escucharte,
clamaste, aprovechando mi embeleso:
“déjame arrodillar para adorarte”;
y al verte de rodillas te di un beso.

Te besé con arrojo, no se asombre
un alma escrupulosa y timorata:
la insensatez no es culpa. Besé a un hombre
porque toda pasión es insensata.

Debo aquí confesar que un beso ardiente,
aunque robe la dicha y el sosiego,
es el placer más grande que se siente
cuando se tiene un corazón de fuego.

Cuando toqué tus labios fue preciso
soñar que aquel placer se hiciera eterno.
Mujeres: es el beso un paraíso
por donde entramos muchas al infierno.

Después de aquella vez, en otras muchas,
apasionado tú, yo enternecida,
quedaste vencedor en esas luchas
tan dulces en la aurora de la vida.

¡Cuántas promesas, cuántos devaneos!
El grande amor con el desdén se paga:
toda llama que avivan los deseos
pronto encuentra la nieve que la apaga.

Te quisiera culpar y no me atrevo,
es, después de gozar, justo el hastío:
yo que soy un cadáver que me muevo,
del amor de mi madre desconfío.

Me engañaste y no te hago ni un reproche,
era tu voluntad y fue mi anhelo;
reza, dice mi madre cada noche;
y tengo miedo de invocar al cielo.

Pronto voy a morir; esa es mi suerte;
¿quién se opone a las leyes del destino?
Aunque es camino oscuro el de la muerte,
¿quién no llega a cruzar ese camino?

En él te encontraré; todo derrumba
el tiempo, y tú caerás bajo su peso;
tengo que devolverte en ultratumba
todo el mal que me diste con un beso.

Mostrar a Dios podremos nuestra historia
en aquella región quizá sombría.
¿Mañana he de vivir en tu memoria…?
Adiós… adiós… hasta el terrible día.

Leí las líneas y en eterna ausencia
esa cita fatal vivo esperando…
Y sintiendo la noche en mi conciencia,
guardé la carta y me quedé llorando.

Reír llorando

Viendo a Garrik -actor de la Inglaterra-
el pueblo al aplaudirlo le decía:
“Eres el más gracioso de la tierra,
y más feliz…”  y el cómico reía.

Víctimas del spleen, los altos lores
en sus noches más negras y pesadas,
iban a ver al rey de los actores,
y cambiaban su spleen en carcajadas.

Una vez, ante un médico famoso,
llegóse un hombre de mirar sombrío:
sufro -le dijo-, un mal tan espantoso
como esta palidez del rostro mío.

Nada me causa encanto ni atractivo;
no me importan mi nombre ni mi suerte;
en un eterno spleen muriendo vivo,
y es mi única pasión la de la muerte.

-Viajad y os distraeréis. -¡Tanto he viajado!
-Las lecturas buscad. -¡Tanto he leído!
-Que os ame una mujer. -¡Si soy amado!
-Un título adquirid. -¡Noble he nacido!

-¿Pobre seréis quizá? -Tengo riquezas.
-¿De lisonjas gustáis? -¡Tantas escucho!
-¿Qué tenéis de familia? -Mis tristezas.
-¿Vais a los cementerios? -Mucho… mucho.

-De vuestra vida actual ¿tenéis testigos?
-Sí, mas no dejo que me impongan yugos:
yo les llamo a los muertos mis amigos;
y les llamo a los vivos, mis verdugos.

Me deja -agrega el médico- perplejo
vuestro mal, y no debe acobardaros;
tomad hoy por receta este consejo
“Sólo viendo a Garrik podréis curaros”.
-¿A Garrik? -Sí, a Garrik… La más remisa
y austera sociedad le busca ansiosa;
todo aquel que lo ve muere de risa;
¡Tiene una gracia artística asombrosa!
-¿Y a mí me hará reír? -¡Ah! sí, os lo juro;
Él sí; nada más él; más… ¿qué os inquieta?
-Así -dijo el enfermo-, no me curo:
¡Yo soy Garrik!… Cambiadme la receta.

¡Cuántos hay que, cansados de la vida,
enfermos de pesar, muertos de tedio,
hacen reír como el actor suicida,
sin encontrar para su mal remedio!

¡Ay! ¡Cuántas veces al reír se llora!
¡Nadie en lo alegre de la risa fíe,
porque en los seres que el dolor devora
el alma llora cuando el rostro ríe!

Si se muere la fe, si huye la calma,
si sólo abrojos nuestra planta pisa,
lanza a la faz la tempestad del alma
un relámpago triste: la sonrisa.

El carnaval del mundo engaña tanto,
que las vidas son breves mascaradas;
aquí aprendemos a reír con llanto,
y también a llorar con carcajadas.