Padrón, Justo Jorge

Padrón, Justo Jorge

Poeta, ensayista y traductor español nacido en Las Palmas de Gran Canaria en 1943.

Es una figura importante de la generación poética del setenta; ejerció como abogado en su ciudad y luego se trasladó

a Madrid donde ha desarrollado una intensa vida literaria.

Publicó su primer libro de versos en 1969, «Escrito en el agua», con el que quedó finalista del premio Adonais.

La Real Academia Española le otorgó con «Los círculos del infierno» el premio Fastenrath al mejor libro de poesía

publicado entre 1972 y 1975.

Traductor de importantes autores escandinavos, ha merecido importantes premios entre los que se destacan,

Premio Boscán, Premio Canarias de Literatura, Premio Europa de Literatura en 1986, Gran Premio Internacional

de Literatura de Sofía, Bulgaria, en 1988; Premio Orfeo de Bulgaria en 1992; Premio Internacional de la Academia Sueca

en 1972, Premio de la Asociación de Escritores Suecos, al mejor libro de poesía europea de 1976 por «Los Círculos del Infierno»,

Medalla de Oro de la Cultura China en 1983; Medalla de oro de Bruselas en 1981; Corona de Oro del Festival Internacional

de Struga, en 1990, Premio Blaise Cendrars de los encuentros Internacionales de Suiza en 1994; en 1996 el Gran Premio

Internacional Nichita Stanescu de Rumania y el Gran Premio de Poesía Senghor, otorgado en Africa en 2003

Justo Jorge Padrón

Algo invisible fluye a nuestro lado

Acaso despedirse de la vida
sea contar las veces que nos quedan
por habitar las cálidas costumbres.
Quizá estas tibias cosas cotidianas
ofrezcan las imágenes de lo que un día fueron:
encuentros soberanos con la luz
o con ese misterio fugaz de la hermosura,
la voz de una mujer, aquel poema,
cierto instante encantado del crepúsculo,
cuando el aire se incendia en los balcones
y el valle como un cuento se duerme en sus palabras.
Algo queda latente en nuestros labios,
un gozo, una inquietud ante lo impronunciable,
y la brisa remonta la torre del jazmín
y susurra leyendas de amor y de nostalgia.
Algo invisible fluye a nuestro lado,
el delirio estelar, la música del cosmos
palpitando en su espera deslumbrada.


Desde el fondo del vino una mujer me invoca…

Desde el fondo del vino una mujer me invoca
con un riesgo sinuoso. Su cuerpo se ilumina
como exaltada llama empañada de invierno,
como enterrada lluvia rompiendo sus latidos,
deshaciéndose en música envolvente,
tan desolada y bella, hasta cegarme.

El oro fascinado de su risa
me lleva hasta el delirio de celebrar su cuerpo.
Con su hechizo me invade desde el aura
de su rosa sombría, que absorbe en su corola
el absoluto tiempo que viví.

Y así, preso y errante, en su inquieto perfume
tibiamente lejano, me destierra en el vino
bajo la maldición de su recuerdo.



El eros de la muerte

Crueldad, quiero tu lengua, tu inteligencia oculta
de perversión feroz y a la deriva,
contaminada en las maquinaciones
del placer que enmudece, despertando
la insidia y el peligro de tu experiencia única.

Qué enjambre de caricias en el nudo
con el que aún reclamas la posesión suprema.
Seguir, merodear de forma subrepticia
hasta ir descubriendo este delirio
atroz que se enardece por entrar y expandirse
en el fuego del daño y el desmayo.

Impaciente deseo tu cuerpo cenagoso,
maduro como el vicio que a sí mismo corrompe
con su olor a azahares ultrajados,
a estrellas que en el vino se disuelven.
En él presiento el odio que palpita
en su voltaje oscuro de noche y de marea,
por alcanzar la sangre, cuando el beso
insaciable la busca y la aniquila.

Ah, sombría violencia fascinada,
que encuentras tu destino en la tensión mortal
con que dos cuerpos duros se engastan, se penetran
hasta la raíz misma de sus limos,
allí donde la furia es la pasión
y el miedo de no ser el fulgor de la muerte.


El espectro del ansia

¡Qué sensación de nunca se hace umbría en tus ojos,
qué sinuosa evidencia desolada,
de vacío sin fin ante la posesión
entregada, desnuda e imposible!

¿Quién puede consolar este deseo
que está perdiendo el ser entre lo vivo?

¿Eres tú, inocencia demoníaca,
en la inmisericorde tentación,
la que reclama aún este fuego de médulas?

La pasión ha secado su hontanar.
Ya eres el desterrado de tu cuerpo.
Te escarba y te persigue el espectro del ansia.
El tacto se extravía en los ciegos sentidos,
anhela su redoble y no lo encuentra.

Agotada la copa enhiesta de la llama
se apagaron las luces de la sangre,
y en el desasosiego del futuro,
esa voz sin piedad de tu exilio sentencia:
Sólo lo que has perdido es tu desierto.

El sueño de sus sueños

Soñaron con el único tesoro
que alguna vez podría deslumbrarles:
ser el uno en el otro enteramente,
tornarse indestructibles para el tiempo y el mundo.

Anhelaron forjarse con poderes telúricos,
mitad árbol y viento, mitad tierra y hoguera,
y el soplo de la vida navegó por su sangre,
surgiendo vigoroso de la luz
de sus cuatro pupilas hechizadas.

El sueño de sus sueños fue el haberse encontrado,
porque desde ese instante, solitario y raigal,
se hicieron alma y sombra de un amor indeleble.


En el amanecer te desvaneces…

En el amanecer te desvaneces.
Sólo queda tu sombra entre mis manos,
una presencia de aire, anhelo y sueño y risa
que disipa su incendio consumido.

Con desesperación busco tu cuerpo,
el fugaz testimonio, ese deleite
de toda tu fragancia derramada,
cautiva todavía por mi piel.

Relumbras por mis médulas como un latido unánime,
como una ciega música que habitara en mi oído,
con su calor, su vibración de fondo,
su presencia invisible en el silencio.

Cruzo de la pasión a la demencia
persiguiendo tu espectro, el espejismo
de una imagen que asciende por la escala nocturna,
llevándote desnuda entre sus brazos.

Es tan raro el amor por uno mismo

Sigo en la oscuridad sin rostro. Sufre
el niño solitario que palpita en mis ojos,
perdido en la espiral de la congoja.
Él nada pide, escucha un porvenir desnudo.
Está oscuro y ausente y ya no me sonríe.
No sé cómo inducirlo a la alegría
Con mis lágrimas calla y no puede dormir.

Parte soy de la niebla que no me ama.
Un latido delgado me anuda a lo que vivo,
ya no sabe si soy lo que aún soy
o soy lo que me niega tercamente.
Es tan raro el amor por uno mismo
que en su frontera tiembla con su envés
y a veces se intercambia o se suprime.
¿Cómo entender entonces la súbita piedad,
la sinrazón de un odio que a veces se conmueve
mostrándome su helada transparencia?


Hoy es tu corazón un tacto inútil

Con la certeza del que nada aguarda
abres sin prisa la cancela antigua
y escuchas los lentísimos
pasos, que no parecen tuyos,
en la escalera gris.
Ninguna voz te ofrece su calor,
andas a oscuras, nada
te lleva a tu rincón, ni tan sólo la música,
ni los viejos poetas, ni las gastadas cartas
de amor son esta noche
para ti compañía.
Pasan por el recuerdo los perdidos
nombres que en otro tiempo
honda fe dieron a tu juventud.
Llega el rumor del viento,
el tedioso vacío de tu vida,
y en él te reconoces,
porque amas al que fuiste
y percibes la ausencia
de tus mejores días.
Hoy es tu corazón un tacto inútil,
lo sabes y no puedes engañarte
y aún dejas que la impávida memoria
se lleve cuanto amaras,
cuanto perdiste en esta tierra estéril:
aquel hondo temor que acaso siempre
tuviste por la vida: tu fracaso.
Pero nada te importa ya, y contemplas
por la ventana el árbol más tenaz,
llenas tu vaso y piensas:
éste es tu patrimonio de hombre solo.



Igual que el primer día

Vas cosiendo en la máquina
lentamente el vestido,
los sueños de la hija.
En tus manos se trenzan
el tejido y la luz.
Te miro y voy sintiendo un sobresalto
en la sangre. Te estoy
hablando sin mover
los labios
como si no existieran las palabras.
Es un silencio iluminado
el que escuchamos en nuestras paredes
blancas. La máquina prosigue
pespuntando los sueños,
la esperanza se viste
con un traje de niña.
Apenas una leve
mirada y nos hallamos
igual que el primer día:
Sigue el amor. Nos basta.


La sangre irrefenable

Avidez que descubro en mis pupilas
como fiera encerrada por un íntimo azar.
Atracción de aquel fuego, el espejismo
despliega sus arenas ante el mar del verano,
ante el vuelo de pájaros que anuncian
el diálogo furtivo de dos cuerpos.

Reino de la lascivia bajo palmas umbrosas,
ardiente brisa, música plena de los sentidos
empozada en el alma, respirada
con fruición por mis cinco salteadores dementes.
Cuántas luces se abrieron. Cuánto terso oleaje
en labios y caderas fugitivas.

Emergí de la espuma como un sol solitario.
Crucé dunas, oasis, olí sábanas tensas,
desperté los racimos más prietos y turgentes,
sentí las certidumbres que abrían estos dedos.
Allí la danza, abismo de dulzura,
y su vibrante vientre de atabal,
bebiéndose en desorden mi futuro
bajo el aire de un vértigo de estrellas.

Fui tirano y esclavo del gozo y el dolor,
de la dura nostalgia de los besos,
de la fugacidad depredadora
de cuanto vive y ama consumándose.
Desgarrado, escuché el pavor del capricho,
la impiedad que me niega o aquella en que amanezco.

Morí con convicción en tantas ocasiones
para resucitar con un vigor fragante,
y luego y luego y luego, después de tantos años,
sueño ante el mar rebelde del estío,
sueño en la juventud de un erguido deseo
y atiendo a la marea de las horas
viniendo y alejándose hacia el último páramo,
allá donde se apaga la sangre irrefrenable.


Memoria e inventario

La memoria es un vino y un destino.
Llega como un aroma entresoñado,
me estremece, me salva del tiempo de la muerte.
Fascinada, me lleva de la mano a su historia.
Me convierte en el niño que avizora su infancia.
Sube a mi juventud agolpando en mis sienes
la certeza de haber vivido muchas vidas
que protagonizaron la fábula del tiempo.

En su juego de luces y de sombras,
el dolor y el placer sin duda se reparten.
Vislumbro el claro andén de mi primer amor.
Todavía sus ojos hacen más triste el mundo.
También otros adioses de efímeras imágenes
que van desvaneciéndose por remotos países,
en puertas que perdieron sus llaves para siempre.

Pasó la niebla y todo fue arribando
a este reino impasible en donde la existencia,
incrédula, atesora recuerdos que desnudan
desamparadas voces en el alma.


Resurrección

En mitad de la tarde soy un muerto cualquiera,
y el deseo una duna que se extiende
en su propio destierro, en su alberca sin ondas.
Por no querer saber no sueño ni el paisaje,
desoigo el territorio que disecciona el rayo
como si fuera el esqueleto en fuga
del espejismo, piedra que ancló bajo el silencio.

Todo cambia en la noche. Las estrellas resurgen
de poliedros fúlgidos. Son despiertos felinos
rasgando con vehemencia un sol que se hizo sombra.
La sed se pone en pie, con metáforas crece
en la alta arboladura del corazón profundo.
Aquí canta el enigma de los bosques,
el círculo que afiebra tu cuerpo con el mío:
esbelta pleamar de los sentidos plenos,
ebriedad y delirio de la resurrección.


Ritual de los esclavos

Dame lo que no tienes, pero que es tu esencia,
acaso ese deseo tan íntimo y prohibido,
lo más tuyo: tu entrega y tu renuncia.
Todo lo que has de ser cuando tu plenitud
alcance el porvenir que ha madurado
como un dorado fruto por la luz del otoño.

Tal vez la noche tersa nos reúna
para que conozcamos el mal de lo difícil,
el daño indivisible del amor,
en donde al fin podamos existir
en el tenue esplendor con que la vida
nos elige y nos mezcla fatalmente.

Por eso yo te pido que con firmeza cumplas
el acerbo ritual de los esclavos:
cambiar la libertad de la esperanza
por el ansia que juntos nos apresa.



Tu latido es el mío

Y luché contra el sueño y la fatiga,
contra la ira sin fin y el desarraigo.
Escudriñé, escarbé sin asomo de duda,
entre las débiles pavesas ciegas
de mi memoria por hallar un año,
un solitario día, apenas un instante
en que pude decir: jamás te amé;
mas no encontré resquicio para mentirme a solas,
para afirmar siquiera la negación más leve.
Tu latido es el mío. Allí donde comienza
ese deseo intenso al que nombramos vida,
allí, resplandeciendo en los días distintos,
en la ardiente espesura de mi asombro,
con el sí, con el no del abismo o la suerte,
silenciosa me esperas como el árbol de fuego
que sostiene esa fruta lustral de la esperanza.
Mi mirada te invoca en el presente,
en el rumbo indeciso de cualquier lejanía
de ese mar que me canta y me seduce
con los ojos vehementes del relámpago.
Eres sed del edén que no percibo
y, en los acordes hondos de tu voz,
perenne permaneces, con la música
aterida del alma y la audaz primavera,
en todas las palabras de la sangre.