Gimferrer, Pere

Reseña biográfica

Poeta, traductor y crítico literario español nacido en Barcelona en 1945.

Estudió Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona.

A la edad de dieciocho años publicó su primer libro «El mensaje del tetrarca». Su maestría precoz fue reconocida en 1966 con el Premio Nacional de Poesía por su libro «Arde el mar», constituyéndose en uno de los poetas más importantes de su generación. Desde 1970 utiliza exclusivamente el catalán para la poesía, si bien él mismo los ha traducido al castellano para ediciones bilingües.

En 1985 ocupó la vacante dejada por Vicente Aleixandre en la Real Academia Española.

Obtuvo de nuevo el Premio Nacional de Literatura en 1989, el Premio de Literatura Catalana, el Premio Ciudad de Barcelona, el Premio Cavall Verb de la Asociación de Críticos Españoles y el Premio de la revista Serra d’Or. En 1997 recibió el Premio Nacional de Literatura de la Generalitat de Catalunya, en 1998 el Premio Nacional de las Letras Españolas y en el año 2000 el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.

«Marea solar, marea lunar» y «El diamante en el agua», son sus últimos poemarios.

Acto

Monstruo de oro, trazo oscuro

sobre laca de luz nocturna:

dragón de azufre que embadurna

sábanas blancas en puro

fulgor secreto de bengalas.

Ahora, violentamente, el grito

de dos cuerpos en cruz: el rito

del goce quemará las salas

del sentido. Torpor de brillos:

la piel -hangares encendidos-,

por la delicia devastada.

Fuego en los campos amarillos:

en cuerpos mucho tiempo unidos

la claridad grabó una espada.

Agosto

No culpéis a nadie del derrumbamiento del hombre.

La entrega estéril de la palabra, don

de los antros, cuando la noche, la helada, labra

un fuego venusiano, y el sol, un ser de nieblas,

desfallece. Este sorbo, sorbo de nada, encendidos

labios, piedra de púrpura, la semilla

más secreta del hombre, porque no se precisan armas

para vencer al hombre: ya los relámpagos son un signo de ello.

Escuetos, afilados

dicen el vil secreto, la cobardía,

el deseo bastardo, emblemas, yugos inmemoriales

de abyección. Cabelleras, vanas al viento, arrebatadas

por la corriente de la nieve núbil de un cuerpo,

fuego de hogueras

que adorna la claridad. ¿Eres inmortal tú, ahora,

irrisión de la carne, tú, que tal vez has satisfecho

a la servil pasión? Sí, mucho necesita el hombre

para abarcar la extensión de su deseo, y su

deseo es la nada. El escudo oscuro de la luna,

el escudo lívido del sol ¿qué astro oscultan?

¿Qué olas, qué ignición

de espacios lejanos? Por los roquedales

se tambalea esta claridad lúgubre,

rescate hostil de la carne escarnecida,

picos, remos de oro sometido, despojos

de un jirón. Si el gozo, funesto,

de una más lóbrega sima extrajera la luz y,

con los ojos cerrados,

la nostalgia, la carcelera ciega del sentido,

hiciese del pecho la saeta, el aciago solar! Porque el viento

no necesita sentir el peso del viento cuando, vivo, tiembla

en los gallardetes, los pasos del viento de primavera.

Así el hombre. No se dice su nombre: primavera.

Y lo es. ¿Quién dice el nombre? ¿Qué labios -¿son mortales?

dicen la noche?

¿Qué ojos

ven la noche? ¿Qué ojos son la noche?

Antagonías

I

No es el sonido del agua en los opacos cristales

(la oscuridad de invierno, que ahoga los sonidos)

ni la luz nebulosa de los astros de acero.

Como si hubiera entrado en un espejo,

la violenta refracción del aire

pone mi cuerpo en pie, galvanizado espectro de una rosa.

Tras un telón de sedas amarillas

bultos de luz, figuras con disfraz.

Los bajíos, la espuma, los rubíes que reflejan unos ojos,

las piedras que incitan al sueño -zafiros-, la significación

del oro y los metales,

el brillo que queda en la mirada después del amor,

la verde oscuridad del mar en sueños,

la simultaneidad de tiempos en el momento de correrse

unos visillos, con el

gesto de ayer, un perfil en escorzo, como en un

boceto de pintor

las figuras del agua en los nublados cristales,

la lucha de dragones en el cielo borrascoso,

el espacio y el tiempo de un poema, el tono en que se dice,

el ritmo de lectura, las pausas, los silencios, lo que alude

entre paréntesis,

(lo que un poema alude entre paréntesis)

la superposición de imágenes que aluden a la muerte, al amor,

al transcurso del tiempo

(la superposición de imágenes que aluden al poema)

cuando en la noche una voz se detiene, se hace una pausa

en la lectura, se alza la mirada

para contemplar el fuego reflejado en el espejo,

y todo queda entre paréntesis, como un lugar santo

en levitación o un lugar maligno tras la silenciosa explosión

de humo de un fakir.

II

Las primeras tentativas daban sólo figuras inciertas,

velado el cliché, todo envuelto en la blancura diabólica

de una placa en negativo,

los ácidos, las sales, mostraban sólo sombras plateadas,

en la pantalla aparecían reflejos crepusculares,

el crepúsculo invadía la habitación con su llamear de vencejos,

y quizá era éste el sentido de la fotografía.

Una experiencia de la ambigüedad

o una experiencia del silencio:

el jardín puebla el triunfo de los pavos reales

en una silenciosa llamarada creciendo ante los ojos,

luz de colores cálidos, otoño.

III

Tambores, oh tambores oscuros del otoño, cobre, lentas cañadas,

estas calles donde a veces los vidrios de los balcones reverberan

-mucho más que mi imagen y sin embargo menos que una

aparición-

creced en mi corazón y sus lúgubres jardines,

en la vegetación de verdes resplandores que oscurecen latiendo

(en este tiempo estamos obligados a escribir sólo esbozos

de poemas)

cuando entre bastidores la oscuridad impide ver los rostros,

pero aún no es de noche: las palabras,

estos bultos de sombra que pronuncian el nombre

de jardines secretos,

la ráfaga de un viento helado en primavera,

los bosques de la helada primavera que oprime los sentidos.

Arde el mar

Oh ser un capitán de quince años

viejo lobo marino las velas desplegadas

las sirenas de los puertos y el hollín y el silencio en las barcazas

las pipas humeantes de los armadores pintados al óleo

las huelgas de los cargadores las grúas paradas ante el

cielo de zinc

los tiroteos nocturnos en la dársena fogonazos un cuerpo

en las aguas con sordo estampido

el humo en los cafetines

Dick Tracy los cristales empañados la música zíngara

los relatos de pulpos serpientes y ballenas

de oro enterrado y de filibusteros

Un mascarón de proa el viejo dios Neptuno

Una dama en las Antillas ríe y agita el abanico de nácar

bajo los cocoteros

Band of angels

Un jazmín invertido me contiene,

una campana de agua, un rubí líquido

disuelto en sombras, una aguja de aire

y gas dormido, una piel de carnero

tendida sobre el mundo, una hoja de álamo

inmensamente dulce, cuanto puede

vegetal y callado remansarse

sobre nuestras cabezas, y la sien

y los labios y el dorso de la mano

ungir de luz:

Tú llegas.

Mía, mía

como el árbol del cielo de noviembre,

la lluvia del que en sus cristales óyela

y piensa en ella, el mar de su eco lóbrego,

el viento de la cueva donde expira

y se sume, pasado el planisferio,

la luz de su reflejo en un estanque,

el astro de su luz, del tiempo el hombre

que lo vivió y luchó para ganarlo,

ganando aquél, del silencio la música

que un instante ha cesado y se retiene

para volcarse luego, un solo río,

una sola corriente de oro en pie,

inmóvil y cambiante, tal el signo

de la centella en el recuerdo, cuando

la pensamos y fue, sobre la tapia

en cal de nuestra infancia, un aro roto,

y aquel fulgor estremeciendo el aire,

caliente en las mejillas, glacial luego,

cuando la lluvia en chaparrón nos vence

y vence a nuestra infancia:

toda mía

como esa infancia que no tuve, el ruido

de una máquina al coser, tarde perlada

de cansancio, cortinas fantasmales,

unánime el pasillo hacia el balcón

y la calle entre rejas, un perfil

desconocido, el mío, y en sus ojos

otra luz de leyenda, un mundo, salas,

caminos, rosas, montes, arboledas,

tapices, cuadros, parques de granito,

abanicos abiertos, tumba abierta

como un ángel de mármol, tumba abierta

con coronas y versos, tumba abierta

de un niño, tumba oscura, aún mi pelo

rizado estaba, tumba abierta al cierzo

y la lluvia de otoño, verdes eran

ya mis ojos, en mi boca había un lirio,

tumba abierta de barro removido,

paletadas de estiércol en los ojos

de un niño, tumba abierta, venid todos,

murió en noviembre y llueve en su piel blanca

llueve con la dulzura del otoño

y el dolor de la infancia que no tuve

y hoy sueño para ti,

pues era mía,

mía como lo más mío de mí mismo.

Yo te he esperado años, y no importa

(no debiera importar) que sin tu luz

permanezca unas horas, escribiendo

poemas al azar, mientras te sé

con otras gentes -¿tú la que me sueño,

o la que eres?- ida, ajena, en este

país tan tuyo de metal y sombra

donde no puedo entrar, en este tiempo

vivido sólo por y para ti,

el tiempo de sala de concierto

donde entraste aquel día, y bruscamente

te vi partir, sabiéndome a tu lado

y queriéndome aún, más desde lejos,

donde imposible no sonó mi paso

ni mi respiración de amor llegaba

a tus cabellos, desde el centro mismo,

de la otra vida, el corazón magnético

que envolvía en un círculo, hacia arriba,

sala y rostros y música ya ti .

No debiera importarme que no tenga

de este modo en las horas que tú vives

lejos de mí, fiel a tu vida propia,

para luego en la luz de amor transida

de mis ojos reconocerte en mí

y latir al unísono los pulsos,

astros, flores y frutos del amor;

no debiera importarme, mas no sé

dar al olvido tantos años muertos,

tanta belleza inútil, pues no vista

ni gozada contigo, tanto instante

que no sentí, pues no sentí a tu lado,

toda mi vida antes de abrirme a ti:

este jardín, esta terraza misma,

el vientre tibio de la noche fuera,

las ubres ciegas del pasado, el agua

latiendo al fondo de un poema, el fuego

crepitando en la cumbre de un poema,

la cruz donde confluye el elemento,

el círculo o conjuro cabalístico,

la pezuña del diablo, los ardides

que con mi amor fabrican poesía

como metal innoble.

Veo el claustro

ya en silencio a esta hora de la tarde,

mágico en la distancia y la memoria,

arropado de sombras indecisas,

y tú saliendo, tu cabello suave

que ahuyenta las brujas, tu mirada

vertida en algo más allá de ti,

la astral fosforescencia de tus dientes,

el hielo dulce y terso de tus labios,

todas las dalias que en tu piel expiran

y en cada pliegue de tu cuerpo, y toda

la piedad que tus manos me conceden.

Irreductiblemente, ¿cómo ves

al que te espera, con tus ojos puros?

Supiera esto, y tú serías mía,

y al esperarte ahora, en esta tarde

que existe sólo porque existes tú,

la luz que confabula este poema

incendiaría nuestra soledad.

Ven hasta mí, belleza silenciosa,

talismán de un planeta no vivido,

imagen del ayer y del mañana

que influye en las mareas y los versos;

ven hasta mí y tus labios y tus ojos

y tus manos me salven de morir.

“Arde el mar” 1966

By love possessed

Me dio un beso y era suave como la bruma

dulce como una descarga eléctrica

como un beso en los ojos cerrados

como los veleros al atardecer

pálida señorita del paraguas

por dos veces he creído verla su vestido

(estampado el bolso el pelo corto y

(aquella forma de andar muy en el

borde de la acera.

En los crepúsculos exangües la ciudad es un torneo

de paladines en cámara lenta

sobre una pantalla plateada

como una pantalla de televisión son las imágenes

de mi vida los anuncios

y dan el mismo miedo que los objetos volantes

venidos de no se sabe

dónde fúlgidos en le espacio.

Como las banderolas caídas en los yates de lujo

las ampollas de morfina en los cuartos cerrados de los hoteles

estar enamorado es una música una droga es como

escribir un poema

por ti los dulces dogos del amor y su herida carmesí.

Los uniformes grises de los policías los cascos

las cargas los camiones los jeeps

los gases lacrimógenos

aquel año te amé como nunca llevabas un

vestido verde y por las mañanas sonreías

Violines oscuros violines de agua

todo el mundo que cabe en el zumbido de una línea telefónica

los silfos en el aire la seda y sus relámpagos

las alucinaciones en pleno día como viendo fantasma luminosos

como palpando un cuerpo astral

desde las ventanas de mi cuarto de estudiante

y muy despacio los visillos

con antifaz un rostro me miraba

el jardín un rubí bajo la lluvia

Canción para Billie Holiday

Y la muerte

nadie la oía

pero hablaba muy cerca del micrófono

Con careta antigás daba un beso a los niños

Lady Day las gaviotas heridas vuelven a la luz del puerto

Extraña fruta en el aire el crepúsculo se ausenta

Con una espada con un guante con una bola de cristal

la pecera magnética la cueva del pasado el submarino bajo las

mareas que fulgen

Lady Day cuánto amor en una juventud cuántos errores

cuántas tardes hablando qué deseo qué eléctricos

jazmines

cuántos cow-boys muertos como trovadores la sonrisa en los

labios que se tiñen de sangre

los gritos en las calles las manifestaciones disueltas bajo el

arco voltaico del poniente y los lóbregos edificios

irreales

Lady Day el amor como una libélula

cazador de libélulas

Lady Day qué despacio nos viene la experiencia todo cobra un

sentido se ordena como el paisaje en los ojos cuando

recién despiertos corremos las persianas

o intentamos ordenar las palabras de un

poema

Lady Day

Animales heridos en el bosque nuestros ojos qué piden qué

desean

qué desea esta voz en el viento de otoño un lebrel o su presa

disueltos en la fría oscuridad del tiempo

escamoteados como naipes de una baraja los años de nuestra

juventud

Con dos vueltas de llave cerraron la cocina

No nos dan mermelada ni pastel de cereza

ni el amor ni la muerte extraña fruta que deja un sabor ácido.

“Extraña fruta y otros poemas” 1968 – 1969

Cascabeles

Aquí, en Montreux,

rosetón de los ópalos lacustres,

hace cincuenta años pergeñaba Hoyos y Vinent

la alucinante historia de lady Rebeca Wintergay.

Eran sin duda tiempos

-belle époque- más festivos, con la vivacidad burbujeante

de quien se sabe efímero -atronaban

los cañones del káiser la milenaria Europa, nunca el azul

de Prusia

fue tan siniestro en caballete alguno-.

Rubicunda y nostálgica,

núbil walkiria de casino y pérgola,

la Gran Guerra ascendía, flameantes al viento

las barbas dionisíacas de Federico Nietzsche.

Tiempos de confusión, Dios nos asista, un hálito

estrangulaba los quinqués, ajaba

premonitoriamente las magnolias.

Algo nacía, bronco, incivil, díscolo,

más allá de los espejos nacarados,

del tango, las anémonas,

los hombros, el champán, la carne nívea,

la cabellera áurea, el armiño,

los senos de alabastro, la azulada

raicilla de las manos marfileñas,

el repique, la esquila -¡tan bucólica!-

en el prado del beso y la sombrilla.

Merecían vivir, quién lo duda, los tilos

donde el amor izaba sus corceles,

los salones del láudano y porcelana chinesca

aromados por el kif de Montenegro.

Una canción de ensortijados bucles,

una sedeña súplica llegaba

de las postales vagamente mitológicas,

nebulosamente impúdicas, de los rosados angelotes

-púrpura y escayola, rolliza nalga al aire-

que presidían los epitalamios.

Maceración de lirios, el antiguo gran mundo

paseaba sus últimas carrozas

por los estanques que invadía el légamo.

Y en el aire flotaba ya un olor a velones, a cilicios,

a penitenciales ceras, a mea culpa,

a reivindicaciones

de inalienable condición humana.

Yo, de vivir, Hoyos y Vinent, vivo,

paladín de los últimos torneos,

rompería, rompió la última lanza,

rosa inmolada al parque de los ciervos,

quemaría, quemó las palabras postreras

restituyendo el mundo antiguo, imagen

consagrada a la noria del futuro,

pirueta final de aquella mascarada

precipitada ya sobre el vacío.

Yo, de vivir, Hoyos y Vinent, vivo,

tanto daríaInos, creedme,

para que nada se alterase, para

que el antiguo gran mundo prosiguiese su baile de

galante armonía,

para siempre girando, llama y canción, girando

cada vez más, creedme, tanto diéramos,

hasta el vértigo girando, Hoyos y Vinent, yo,

aún más rápido, siempre, tanto porque aquel mundo

no pereciese nunca, porque el gran carnaval

permaneciese, polisón, botines,

para siempre girando, cascabel suspendido

en la nupcial farándula del sueño.

Conjuro

Los guerreros más augustos ya son sombras

bajo la sombra del viejo encinar.

Cárdena crepita la noche.

Latigazos, ladridos, remotos rayos.

Chirrían las cornejas en el pozo ciego.

Guiarán al manso corcel de hielo.

La tormenta. El sol verde de aguas negras.

No me conozco. Es un lago el pecho muerto.

Bajel de oro, cadalso prieto del día.

Mi cuerpo, como la cuerda de un arco.

Ya labora el invierno, cuando rasga

las cortinas, teatro del mar.

Se enmascara tras las nieblas densas.

Arquero negro, detén tu paso.

Petrifícase el arquero de azabache.

La saeta conoce el derrotero.

Palmo a palmo mensuramos la fosa.

Fango y hojas nos daban la yacija.

Arde y arde el guante de oro del barquero.

La laguna, de nieve y azafrán.

No pensabas que fuera así de blanca.

Ahora vienen las huestes. Cielo allá,

las huestes vienen. Verdor de la encina

en los ojos vacíos, de cal llenos.

Cosecha

En la vibración del aire, la capilla

del viento, en el reverso de la claridad del día:

la copa de la cúspide de luz,

la cumbre de la noche boca abajo,

el fardo destripado de la niebla en los álamos,

el pendiente del cielo deshilachado: chopos,

chopos en la túnica de la noche vendimiada,

¡tiempo del trigo y el mosto, tiempo de langostas!

Al borde del cielo zumban, en la línea

del horizonte rojo saqueado por el sol,

la osamenta de la noche en llamas.

Al vértice del aire, vivirá el aire,

en el cerco de cúpulas del viento.

Cuchillos en abril

Odio a los adolescentes.

Es fácil tenerles piedad.

Hay un clavel que se hiela en sus dientes

y cómo nos miran al llorar.

Pero yo voy mucho más lejos.

En su mirada un jardín distingo.

La luz escupe en los azulejos

el arpa rota del instinto.

Violentamente me acorrala

esta pasión de soledad

que los cuerpos jóvenes tala

y quema luego en un solo haz.

¿Habré de ser, pues, como éstos?

(La vida se detiene aquí)

Llamea un sauce en el silencio.

Valía la pena ser feliz.

De Arde el mar

Dido y Eneas

I

Esta bien y es una norma: fuera del paraíso,

recordando, no a Eliot, sino una traducción de Eliot,

(nuestra vida como los pocos versos que quedan de T. E. Hulme)

las naves que conducen a los guerreros difuntos,

(qué dios, qué héroe bajo los cielos recibirá esta carga),

la madera clafateada, el chapaleo las oscuras olas,

avanzando, no hacia un reino ignorado, no hacia el recuerdo o la infancia,

sino más bien hacia lo conocido. Así vuelve de pronto Milán,

una noche, a los dieciséis años: luz en la luz, relámpago,

rosa y cruz de la aurora (los tranvías, disueltos en el crepúsculo,

de oro, de oro y en mi pecho qué frágiles)

Dido y Eneas, sólo una máscara de nieve,

un vaciado en yeso tras el maquillaje escarlata,

como danzarina etrusca,

cálido fox,

oscuro petirrojo,

la imperial de los ómnibus de Nueva Orleans está pintada de amarillo

y hay que bailar con un alfiler de oro en la mejilla

(como cuando se rezan oraciones para conjurar al Ruiseñor

y la Rosa o al milano en la tarde)

Amor mío, amor mío, dulce espada,

las llamas invadieron las torres de Cartago y sus jardines,

qué concierto en la nieve para piano

qué concierto en la nieve.

II

Y aún nos es posible cierta aspiración al equilibrio,

la pureza de líneas, el trazado de un diseño,

el olvido de la retórica de lo explícito por la retórica de las alusiones,

los recursos del arte (la piedra presiente la forma),

el recuerdo de una tarde de amor o un rezo en la capilla del colegio,

la vidriera teñía los rostros de un esplendor violeta,

naufragaban en la claridad submarina las hebillas de oro de los caballeros,

todo en escorzo, la luz amarilla chorreando en las botas y los cintos,

las cabezas extáticas, vueltas al cielo raso, porcelana de la tarde,

la quilla, los velámenes,

(qué costas y escolleras),

las islas, timonel,

en el viento nos llegan los cabellos de una sirena, las arenas doradas,

historias de hombres ahogados en el mar.

¿Qué costas? ¿Qué legiones?

El arpa en la cueva

Ardía el bosque silenciosamente.

Las nubes del otoño proseguían

su cacería al fondo de los cielos.

posesión. Ya no oís la voz del cuco.

¿Qué ojo de dragón, qué fuego esférico,

qué tela roja, tafetán de brujas,

vela mis ojos? Llovió, y en la hierba

queda una huella. Mas he aquí que arde

nítido y muy lejano el bosque en torno,

un edificio, una pavesa sola,

una lanza hasta el último horizonte,

cual tirada a cordel. Nubes. El viento

no murmura palabras al oído

ni repite otra historia que ésta: ved

el castillo y los muros de la noche,

el zaguán, el reloj, péndulo insomne,

los cayados, las hachas, las segures;

ofertas a la sombra, todo cuanto

abandonan los muertos, el tapiz

dormido de hojas secas que pisamos

entrando a guarecemos. Pues llovía

-se quejaban las hojas- y el cristal

empañado mostró luego el incendio

como impostura. ¿Llegarán las lenguas

y la ira del fuego, quemarán

desde la base el muerto maderamen,

abrirán campo raso donde hubo

cerco de aire y silencio? No es inútil

hablar ahora del piano, los visillos,

las jarras de melaza, el bodegón,

los soldados de plomo entre serrín,

las llaves de la cómoda, tan grandes,

como en el tiempo antiguo. No es inútil.

Pero qué cielo éste del otoño.

La abubilla que habla a los espíritus,

la urraca, el búho, la corneja augur,

el gavilán, huyeron” Ni una sombra

se interpone entre el lento crepitar

y el cielo en agonía. Abrid un templo

para este misterio. Sangre cálida

dejó tu pecho suave entre mis manos,

amada mía: un goterón de púrpura

muy tembloroso y dulce. Como yesca

llameó la paloma sin quejarse.

La muerte va vestida de dorado,

dos serpientes por ojos. Qué silencio.

Tarda el fuego en llegar al pabellón

y hay que ir retirándose. Ni un beso

de despedida. Quedó sólo un guante

o un antifaz vacío. Cruces, cruces

para ahuyentar los lobos!

Un guerrero

trae la armadura agujereada a tiros.

En sus cuencas vacías hay abejas.

Lagartos en sus ingles. Las hormigas,

ah, las hormigas besan por su boca.

Espadas de la luz, rayos de luna

sobre mi frente pálida! Un instante

velando sorprendí a vuestro reflejo

la danza de Silvano. Ágiles pies,

muslos de plata piafante. El agua

lavó esta huella de metal fundido.

Y un resplandor se acerca. Así ha callado

el naranjo en la huerta, y el murmullo

de su brisa no envía el hondo mar.

Vivir es fácil. Qué invasión, de pronto,

qué caballos y aves. Tras las nubes

otras nubes acechan. Descargad

este fardo de lluvia. ¡Un solo golpe,

como talando un árbol de raíz!

Se agradece la lluvia desde el porche

cuando anochece y ya los fuegos fatuos

gimen y corretean tras las tapias,

como buscándonos. Recuerdo que encendías

un cigarrillo antes de irte. Luego

el rumor de tus pasos en la grava,

sobre las hojas secas. Nieve, nieve,

quema mi rostro, si es que has de venir!

Se agradece la lluvia en esta noche

del otoño tardío. Canta el cuco

entre las ramas verdes. Un incendio,

un resplandor el bosque nos reserva

a los que aún dormimos bajo alero

y tejas, guarecidos de la vida

por uralita o barro, como si

no estuvieran entrando ya los duendes

con un chirrido frágil

por esta chimenea enmohecida.

El cuerno de caza

Para quién pide el viento de esta tarde clemencia

En los arcos de otoño qué susurra el zorzal

Con sirenas de buques a lo lejos de la ausencia

Oh capillas nevadas de la noche y el mal

cetrería de oros y de bruma imperial

bella presa halconeros un amante desnudo

presa de luz de viento de espacio de bahías

todo su cuerpo en llamas un puñal un escudo

Lebrel en los pantanos qué luz de cacerías

para mí sólo amor por mí sólo vivías.

No es hablarnos de oídas de cuchillos y sedas

ni proyectar historias en los cuartos oscuros

Cuando todo se ha ido sólo tú amor me quedas

no quiero hablar entonces de estanques ni arboledas

sólo el amor nos hace más solemnes más puros

En la noche de otoño no me valen conjuros

En la glaciar tiniebla de las calles de luna

lleva guantes de plata muerta y fosforescente

Al acecho en la esquina ninguna voz ninguna

me llamará mi amor dulce cuerpo presente

Como si hubiera vuelto la niñez de repente

oh borrosas imágenes cristal esmerilado

densa penumbra densa silencio en los pasillos

de puntillas andamos el viento en los visillos

las ventanas el agua aquel cuarto cerrado

A oscuras muy despacio no sé quién me ha besado

Qué me han dado que todo resplandece y se esfuma

Qué diluye los rostros en su luz misteriosa

Los armarios se abren cae del libro una rosa

Rueda en la playa un aro al jardín de la espuma

Sí recuerdo mi vida Que el amor le consuma

Estos focos que ciegos en la noche no cesan

de recorrer palacios y ciegas galerías

del país del amor encendidos regresan

cuando unos labios a otros labios temblando besan

cuando tú amor a mi lado palidecías.

Y la muerte de blanco soltará sus jaurías

Elegía

Morir serenamente como nunca he vivido

y ver pasar los coches como en una pantalla

y las canciones lentas de Nat King Cole

un saxofón un piano los atardeceres en las terrazas bajo los

parasoles

esta vida que nunca llegué a interpretar

el viento en los pasillos las ventanas abiertas todo es blanco

como en una clínica

todo disuelto como una cápsula de cianuro en la oscuridad

Se proyectan diapositivas con mi historia

entre el pesado olor del cloroformo

Bajo la niebla del quirófano extrañas aves de colores anidan

“Extraña fruta y otros poemas” 1968 – 1969

En invierno, la lluvia dulce en los parabrisas…

En invierno, la lluvia dulce en los parabrisas, las carreteras

brillando hacia el océano,

la viajera de los guantes rosa, oh mi desfallecido corazón, clavel

en la solapa del smoking,

muerto bajo el aullido de la noche insaciable, los lotos en la niebla,

el erizo de mar al fondo del armario,

el viento que recorre los pasillos y no se cansa de pronunciar

tu nombre.

Ella venía por la acera, desde el destello azul de Central Park.

¡Cómo me dolía el pecho sólo con verla pasar!

Sonrisa de azucena, o jos de garza, mi amor,

entre el humo del snack te veía pasar yo.

¡Oh música, oh juventud, oh bullicioso champán!

(Y tu cuerpo como un blanco ramillete de azahar…)

Los jardines del barrio residencial, rodeados de verjas,

silenciosos, dorados, esperan.

Con el viento que agita los visillos viene un suspiro de

sirenas nevadas.

Todas las noches, en el snack,

mis ojos febrües la vieron pasar.

Todo el inviemo que pasé en New York

mis ojos la buscaban entre nieve y neón.

Las oficinas de los aeropuertos, con sus luces de clínica.

El paraíso, los labios pintados, las uñas pintadas, la sonrisa,

las rubias platino, los escotes, el mar verde y oscuro.

Una espada en la helada tiniebla, un jazmín detenido

en el tiempo.

Así llega, como un áncora descendiendo entre luminosos

arrecifes,

la muerte.

Se empañaban los cristales con el frío de New York.

¡Patinando en Central Park sería un cisne mi amor!

Los asesinos llevan zapatos de charol. Fuman rubio, sonríen.

Disparan.

La orquesta tiene un saxo, un batería, un pianista. Los cantantes.

Hay un número de strip-tease y un prestidigitador.

Aquella noche llovía al salir. El cielo era de cobre y luz

magnética.

Homenaje a Vicente Aleixandre

palpitando entre dos senos una llama carmesí.

Un dragón azul de fuego viene en el viento de abril.

En las cortinas, mi rostro, como ave herida escondí.

Olor a brea en los muelles. Llueve. Es hora de partir.

Sorprendidos en el sol los paisajes de la noche,

los armarios y las lacas y los dorados tritones,

la nieve en sus armaduras, las músicas del azogue,

el mundo que, como sangre, relampaguea y se esconde.

Para esta helada pupila la cometa del amor.

Mirad la sobre el jardín. Un halcón muere en el sol.

Hace frío. Un abanico negro sobre; el tocador.

Una guirnalda de lirios para el poney de cartón.

La niebla hiere con guantes de raso nuestra memoria.

¿Es sólo un rayo de luna quien a lo lejos solloza?

Tras la campana del viento, tras el túnel de las rosas,

en el murmullo del agua y la hierba, alguien nos nombra.

Un colibrí no muere. La tarde. Las carrozas.

Publicado en ABC, 19 de abril de 1983

Invierno

Precisa cual la escarcha, noche estricta,

Árboles: alegorías del camino.

La luz, cuajada, este silencio dicta.

Mi ser todo renuncia a su destino.

La muerte de Beverly Hills

V

En las cabinas telefónicas

hay misteriosas inscripciones dibujadas con lápiz de labios.

Son las últimas palabras de las dulces muchachas rubias

que con el escote ensangrentado se refugian allí para morir.

Última noche bajo el pálido neón, último día bajo el sol alucinante,

calles recién regadas con magnolias, faros amarillentos de

los coches patrulla en el amanecer.

Te esperaré a la una y media, cuando salgas del cine -y a

esta hora está muerta en el Depósito aquélla cuyo

cuerpo era un ramo de orquídeas.

Herida en los tiroteos nocturnos, acorralada en las esquinas

por los reflectores, abofeteada en los night-clubs,

mi verdadero y dulce amor llora en mis brazos.

Una última claridad, la más delgada y nítida,

parece deslizarse de los locales cerrados:

esta luz que detiene a los transeúntes

y les habla suavemente de su infancia.

Músicas de otro tiempo, canción al compás de cuyas viejas

notas conocimos una noche a Ava Gardner,

muchacha envuelta en un impermeable claro que besamos

una vez en el ascensor, a oscuras entre dos pisos, y

tenía los ojos muy azules, y hablaba siempre en voz

muy baja- se llamaba Nelly.

Cierra los ojos y escucha el canto de las sirenas en la noche

plateada de anuncios luminosos.

La noche tiene cálidas avenidas azules.

Sombras abrazan sombras en piscinas y bares.

En el oscuro cielo combatían los astros

cuando murió de amor,

y era como si oliera muy despacio un perfume.

De “La muerte en Beverly Hills”

Llevan una rosa en el pecho los enamorados y suelen besarse…

Llevan una rosa en el pecho los enamorados y suelen besarse

entre un rumor de girasoles y hélices.

Hay pétalos de rosa abandonados por el viento en los pasillos

de las clínicas.

Los escolares hunden sus plumillas entre uña y carne y oprimen

suavemente hasta que la sangre empieza a brotar.

Algunos aparecen muertos bajo los últimos pupitres.

Estaré enamorado hasta la muerte y temblarán mis manos al

coger tus manos y temblará mi voz cuando te acerques

y te miraré a los ojos como si llorara.

Los camareros conocen a estos clientes que piden una ficha

en la madrugada y hacen llamadas inútiles, cuelgan

luego, piden una ginebra, procuran sonreír, están pensando

en su vida. A estas horas la noche es un pájaro azul.

Empieza a hacer frío y las muchachas rubias se miran temblando

en los escaparates. Un chorrear de estrellas silencioso se

extingue.

Luces en un cristal espejeante copian el esplendor lóbrego de

la primavera, sus sombrías llamaradas azules, sus flores de

azufre y de cal viva, el grito de los ánades llamando desde

el país de los muertos.

“La muerte en Beverly Hills” 1967

Madrigal

Amor, con el poder terrible de una rosa

tu piel tensa me ha saqueado los ojos, y es demasiado claro

este color de velas en un mar liso. ¡Dulzura,

la tan cruel dulzura violeta

que las nalgas defienden, como el nido de la luz!

Porque una rosa

tiene el poder de la seda: tacto mortal, estíos

agotadores, con el grueso de un tejido rasgándose,

la claridad estrellada en las cornisas

y el cielo, ventana allá, con negrura de desagüe.

Por la noche, el hombre

de anteojos ahumados, en la cocina de gas,

acaricia los enseres de Auschwitz, las tenazas alquímicas,

las ampollas de cal. Amor, el hombre de guantes oscuros

no arrasará el color de valva de un vientre,

el regusto de ginebra y aceitunas de la piel;

no arrasará la luz de una rosa inmortal

que la simiente deshoja con pico tierno.

Y ahora veo a la garza

real, cruzándose de alas en la habitación,

la garza que, con la luz que capitula,

es plumaje y calor, y es como el cielo:

sólo claridad marina

y después un recuerdo de haber vivido contigo.

Noche de abril

La mente en blanco, con claridad celeste

de alto zodíaco encendido: cúpula vacía,

azul y compacta, forma transparente

al abrigo de una forma. Así vuelvo a encontrarme

buscando esta calle. Ni está, ni estaba:

ahora existe, en levitación,

porque la mente la inventa. Asedio adusto,

pleito de lo visible y la invisible: llama

y consumación. Contornos, inmóvil

piedra que cristaliza. Esta noche,

tormento de los ojos, tormento que una palabra designa,

sin decirlo del todo, como el reflejo

de una perla en tinieblas. Ahora los dedos

arden con la claridad de una palabra. ¿El sol?

El nocturno cuerpo solar, hecho pedazos, rueda

cielo abajo, piel abajo. Ni el tacto sabe

detener la caída. Incendiado

y poderoso. Riegan, de madrugada,

las calles, y un silencio nulo de cláxons,

en los pasajes húmedos, abre un imperio

donde a la piel responde la piel, y el nudo

se hace y deshace. Las teas de Orión

ven los cuerpos enlazados. Astral

escenario de profundos cortinajes

sobre el resplandor sonoro. Dices

sólo una palabra, la palabra del tacto, el sol

que ahora tomo en mis manos, el sol hecho palabra,

tacto de la palabra. Y las estrellas, táctiles,

inviolados, carro que al deslizarse-

al fondo de un vidrio vago se refleja

en tu lujo, claridad de espalda y nalgas,

el globo detenido, ígneo: el reverso

oculta el trueno oscuro del monte de Venus. Brillan

dos tinieblas cuando el firmamento

mueve galeras y remos, y ahora escucho

el oleaje, el chapoteo de los pechos y el vientre,

copiados por la noche. La estancia cósmica

es la estancia del cuerpo, y la blancura

no confunde nubes altas y verde de espuma:

todo lo delega, la reenvía todo. Tiemblan,

esperando recibir un nombre, las criaturas

de la oscuridad, el dibujo de las tenazas

de los dos cuerpos, tapiz del cielo, horóscopo

giratorio. ¿Un sentido? Todo, ahora, es doble: ‘

las palabras y los seres y la oscuridad.

Pero, escucha: muy lejos, desde esquinas

y faroles nocturnos, vacíos de murmullos,

negativo ignorado de magnesio,

vengo, mi rostro viene, y ahora este rostro

vuelve a ser el rostro mío, como si con un molde

me rehicieran los ojos, los labios, todo,

en el arduo encuentro de este otro, un trazo

dibujado al carbón, que no conozco, que toma

posesión del hielo, que me funde y me biela.

Es éste el enemigo, el que yo siento,

irrisorio y soberbio, ojo o escorpión,

el nombre del animal, el antiguo dominio.

¿Lo reclama el amor? Cuando dientes y uñas

bordean el azulado coto de la piel,

cuando los miembros se aferran, la certeza

¿viene de un fondo más remoto? Curvados, se despeñan

los amantes, como las formas minerales,

rechazados por la noche que calcina el mundo.

Nocturno imperio

¿Aún más?

No. basta ya. Disueltas

aguas, cuando el joyel de fuego se rompe.

Más añorada perla, muy sutil

la blancura de una espalda. este relámpago

de la nieve en tu vientre, en tu cuerpo tibio,

dorado como el otoño cuando mueve hogueras,

mío ya para siempre en la noche de los cuerpos,

esta luz de mi recuerdo, todavía

más viva porque una vez más los ojos

crean esta luz, de bronce, de cobre,

la herramienta viva del cuerpo diamantino.

Cincel de fuego, de nieve. El agua ¿es

su claridad transparente? Disolverse el alma

como en el pozo de una mina. El hombre sabe

las celadas de la luz, del cuerpo. La música,

con tanta claridad, no nos dejará ciegos,

pero dementes ¿quién sabe? Tal vez una corriente

y perderse en ella. Los primeros compases dicen

lo inestable, lo secreto, aquello que espera,

secreto como una hoja de otoño,

pero secreto mortal. ¿Quién lo sabe? ¿La piel

de los amantes, toda sol? ¿Tal vez las hojas,

verdes de tanta luz? ¿El sol, que mueve los árboles?

Porque, si cierro los ojos, es la llanura

unas aguas vivientes, un exterminio,

vides de la vendimia, cuando los oros

apesadumbran los ojos. Más oscuro, el vientre.

un imperio marino. Como cuando las cuerdas

del violín, reclamo de un vasto reino,

abren un tema, y es como si desgarraran

el cuerpo, cortina negra, boca

de escenario olvidado. Ausentes orquestas.

Esta tibieza -y es como un lienzo

vacío de pared la vida para nuestra mirada,

los oros del muro húmedo- cuando, cuerpo con cuerpo,

con alas de gerifalte, que tan fuertemente palpitan,

palpita el pecho, y es el aliento, y las hojas

con el mismo rumor se mueven: sol

con sol, apoteosis. Brillan carros.

El decorado tal vez. Este pico de púrpura.

¿De qué país? ¿De qué fuego de encrucijadas?

¿Qué otoño o invierno desgarra los cuerpos?

Cuerdas pulsadas, más sutil claridad

filtrada en los ojos. Dejadme. Sí, la música,

como un cuerpo con luz de plenilunio,

el último abismo, el fondo del fondo, las aguas

que musgosas se cierran cuando un cuerpo,

diamantino como el agua, se convierte en silencio.

Oda a Venecia ante el mar de los teatros

Las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.

García Lorca

Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos.

Con que trajín se alza una cortina roja

o en esta embocadura de escenario vacío

suena un rumor de estatuas, hojas de lirio, alfanjes,

palomas que descienden y suavemente pósanse.

Componer con chalinas un ajedrez verdoso.

El moho en mi mejilla recuerda el tiempo ido

y una gota de plomo hierve en mi corazón.

Llevé la mano al pecho, y el reloj corrobora

la razón de las nubes y su velamen yerto.

Asciende una marea, rosas equilibristas

sobre el arco voltaico de la noche en Venecia

aquel año de mi adolescencia perdida,

mármol en la Dogana como observaba Pound

y la masa de un féretro en los densos canales.

Id más allá, muy lejos aún, hondo en la noche,

sobre el tapiz del Dux, sombras entretejidas,

príncipes o nereidas que el tiempo destruyó.

Que pureza un desnudo o adolescente muerto

en las inmensas salas del recuerdo en penumbra

¿Estuve aquí? ¿Habré de creer que éste he sido

y éste fue el sufrimiento que punzaba mi piel?

Qué frágil era entonces, y por qué. ¿Es más verdad,

copos que os diferís en el parque nevado,

el que hoy así acoge vuestro amor en el rostro

o aquel que allá en Venecia de belleza murió?

Las piedras vivas hablan de un recuerdo presente.

Como la vena insiste sus conductos de sangre,

va, viene y se remonta nuevamente al planeta

y así la vida expande en batán silencioso,

el pasado se afirma en mí a esta hora incierta.

Tanto he escrito, y entonces tanto escribí. No sé

si valía la pena o la vale. Tú, por quien

es más cierta mi vida, y vosotros que oís

en mi verso otra esfera, sabréis su signo o arte.

Dilo, pues, o decidlo, y dulcemente acaso

mintáis a mi tristeza. Noche, noche en Venecia

va para cinco años, ¿cómo tan lejos? Soy

el que fui entonces, sé tensarme y ser herido

por la pura belleza como entonces, violín

que parte en dos aires de una noche de estío

cuando el mundo no puede soportar su ansiedad

de ser bello. Lloraba yo acodado al balcón

como en un mal poema romántico, y el aire

promovía disturbios de humo azul y alcanfor.

Bogaba en las alcobas, bajo el granito húmedo,

un arcángel o sauce o cisne o corcel de llama

que las potencias últimas enviaban a mi sueño.

Lloré, lloré, lloré

¿Y cómo pudo ser tan hermoso y tan triste?

Agua y frío rubí, transparencia diabólica

grababan en mi carne un tatuaje de luz.

Helada noche, ardiente noche, noche mía

como si hoy la viviera! Es doloroso y dulce

haber dejado atrás a la Venecia en que todos

para nuestro castigo fuimos adolescentes

y perseguirnos hoy por las salas vacías

en ronda de jinetes que disuelve un espejo

negando, con su doble, la realidad de este poema.

Pequeño y triste petirrojo

Oscar Wilde llevaba

una gardenia en el pico.

Color gris, color malva en las piedras y el rostro,

más azul pedernal en los ojos, más hiedra

en las uñas patricias, ebonita en las ingles de los faunos.

No salgáis al jardín: llueve, y las patas

de los leones arañan la tela metálica del zoo.

Isabel murió, y estaba pálida,

una noche como ésta.

Hay orden de llorar sobre el bramido estéril de los acantilados.

Un violín dormirá? Unas camelias?

Y aquel pijama rosa en pie bajo la lluvia.

Puente de Londres

¿Encontraría a la Maga?

-Eres tú, amigo? -dije.

-Deséale suerte a mi sombrero de copa.

Una dalia de cristal

trazó una línea verde en mi ojo gris.

El cielo estaba afónico como un búho de níquel.

-Adiós, amigo -dije.

-Echa una hogaza y una yema de huevo en mi bombín.

Una bombilla guiñaba entre las hojas de acanto.

Mi corazón yacía como una rosa en el Támesis.

Recuento

Ensayos he escrito desvaídos borradores esbozos

a la luz de una lámpara

apenas un valor decorativo

como figuras pintadas en la pantalla de una lámpara

piscinas con cisnes de plástico

me muerdo los labios y una gota de sangre vacila

besar al leproso

horror de los contrarios la caverna plutónica el vendaval sulfúreo

el otoño como un órgano profundo en las catedrales del agua

vivo de imágenes son mi propia sangre

la sangre es mi idioma ciego en la luz del planeta

buceando en la tiniebla con rifle submarino

un arpón oh sombras de delfines en mi vida

oh sombras de delfines

van y vienen en la verdosa oscuridad

cuánto quise decir que mis versos no dicen

cuánto mis versos dicen que yo no sabría decir

como una máquina tragaperras en Las Vegas o Phoenix City

y el fullero de smoking sale a una luz de carrusel

Cuando envejezca pensaré en mis versos

como en esas inacabadas historias de familia

con cenas y despachos y salones

las sonrisas de mis primas muertas hace tantos años

envejecidas como un vestido de encaje apolillado

una muñeca abandonada en los desvanes

la sonrisa de una muñeca

sus ojos como canicas o vidrios de colores

como canicas o vidrios de colores mis versos

pero todo adquirirá otra luz una nueva perspectiva

como la sala en penumbra desde una cabina de proyección

las sombras plateadas de los mares del Sur

con guirnaldas de flores las canoas en el Pacífico

este azul tan intenso que por las noches fosforece

versos fosforescentes en la noche

emitiendo señales de radio bajo las aguas como un submarino perdido

el Scorpion de la VI Flota ante los cabos de Virginia

Norteamérica un nido de escorpiones

no regresan sus señales de radio se pierden en la noche

se hunden en la pesada oscuridad de las olas

emitiendo mis versos

ya desde la vejez versos de veinte años

con palabras de entonces que se han vuelto románticas

como automóviles de principios de siglo

charolados y oscuros y encendidos

mis versos

como en el teatro Kabuki o en una obra griega

maquillajes y máscaras siempre máscaras

Personae dijo Pound

amarillos y azules y encarnados

colores vivos de instantánea Kodak

algunos no regresan se han ido las imágenes

mariposa en cenizas

otros aún fosforecen sobre la noche de los rascacielos

regresan como muchachos heridos en la ciénaga

pólvora y ojos verdes

un guerrillero bajo las estrellas metálicas

fuego de granadas Primavera

mis ojos han visto la hoguera de Savonarola

la muerte de Ernesto Guevara

y como Sandro Botticelli la fría luz de una plaza desnuda

edificios vacíos como un esbozo de arquitecto

Los milagros de san Zenobio pintado hacia 1500

ya no tenía fe

se desvanece el verde sombrío de las hojas y las diáfanas cabelleras de oro

sirenas de ambulancias vienen de Luna Park

aúllan en la noche

y a lo lejos la rueda luminosa

música toboganes laberintos

la lluvia en Luna Park y el frío de la Morgue y los recuerdos

Relato a dos voces

Las cercas derribadas humean con un seco llamear

en Morelos

se apagan las luces

se interrumpe la proyección Under the Volcano

entre vigas crepitantes

reses huyendo sangre en las estrellas

tiran con bala

una casaca y un fajín

en el palacio de Maximiliano

una casaca vacía los lebreles del viento

el viento lleva rosas heridas por las calles de Morelos

el corcel blanco sin jinete

san Jorge o Azrae!

sus ojos enamoran qué pedrería azul

la luna desplaza suavemente sus témpanos

el cielo mueve su lencería rosa

en los ojos vacíos de Zapata

El álbum de fotografías

la susurrante luz de invernaderos

lamparillas rojas de verbena

invitados vean la muerte de Zapata

earth of Spain-

muerto en las sierras de Teruel

rosas de escarcha nieve en los ojos cerrados

la nieve reverbera en los ojos abiertos

país de la blancura

manos de nieve oprimen mi corazón como una rosa

se ha abierto la blancura todo existe país de las más olvidadas músicas

la sensación de estar en una ciudad extranjera

con las primeras- luces nítidas y la lluvia primaveral

y la difusa percepción de la irrealidad de nuestros sentimientos

la inutilidad de un beso y unas dulces pestañas en la tenue luz de veladores

la sensación de estar solo en el campo al atardecer

el silencio en los cines las tardes del colegio

el país de los lápices de colores

Flechas y Pelayos montan guardia junto a los luceros

incendiaron el jacal de los hermanos Zapata

besos de fuego en la noche

al miliciano herido le velan las ondinas de la nieve

y a lo lejos el ángel del incendio estremece sus alas cristalinas

vidrio al rojo crisol de la memoria

en abanico abiertas las imágenes

las ametralladoras abrían fuego en abanico

llegaba a clase calado hasta los huesos

pleins feux sur l’asssassin lluvias de primavera

pleins feux sur l’assassin de Emiliano Zapata.

Retornos

…Y aquel antiguo amor me vuelve, aquel

en tarde más propicias esparcido a voleo,

cuando regía el alto designio del otoño

la parábola azul de los vencejos.

Oh gentes del mercado, de las rúas umbrosas,

del soportal angosto, de la noria, del puerto,

¿quién os dijo mi nombre?, ¿en qué gris baraúnda

se blasfemó de mí sin yo saberlo?

Callad si es vuestro gusto. No os conozco.

Me sellaré los ojos con cemento.

Mas escuchad: palabras de justicia,

palabras de verdad para vosotros tengo.

Harto camino recorrí callándolas.

Ya padecí sobrados contratiempos.

Es llegada la hora del heraldo,

del que difunde nuevas en el viento.

Es llegada la hora de abrir ojos y oídos.

El segador ya tiene en sus manos el bieldo.

Sí, seréis aventados. Sí, seréis aventados.

Desnudo estará el mundo como un estéril cerro.

Os anuncio el adviento de la noche.

¡De nuevas de verdad soy mensajero!

…Las hogueras consagran el patrullar nocturno,

la sibilina ronda de la muerte en acecho.

La más antigua máscara trenza y destrenza el baile.

Sobre el estuco pesa la sombra de un murciélago.

¿Y quién recuerda ahora los augurios?

¿Y quién sabe a qué vino el mensajero?

¿Y de quién son los pasos que ahora suenan

y abren todas las puertas, como un aire siniestro?

Yo nada sé. Yo vine. Mis palabras

se me dictaron hace mucho tiempo.

A uña de caballo, desvivido,

la nueva trasmití de pueblo en pueblo.

Yo sembré la amenaza en cada hombre.

De alarmas inflamé a cuantos me vieron.

Que nadie me escuchó, que fueron todos,

que unos sí y otros no, que esto y aquello,

¿qué se me da, ni a qué traerla ahora

a discusión, jamás tan a destiempo?

Si ya todos se van sin esperarme,

si ensillan, si se calan los sombreros,

si espolean con saña, si ya casi

dejan atrás los límites del pueblo,

si ya ríen de mí, tan rezagado,

si no hay nadie conmigo, si en el cielo,

como en aquel otoño de mi gloria,

sólo queda el clamor de los vencejos…

Rondó

Quisiera tener un revólver para escuchar solamente

el sonido de la sangre, y saber que no moriré:

que el chasquido de las cápsulas o el fogonazo sulfúreo,

como guardado por ángeles, no arrasarán mi jardín.

Qué claridad de relámpagos cuando mis ojos se cierran.

Tan cercanas las imágenes del amor, aquí, en mi pecho,

como canto de sirenas o recuerdos de niñez.

Con paso quedo, despacio: no despertéis a las rosas.

El momento de la lluvia tras los cristales velados,

y el momento en que se escuchan tu mirada y tu sonrisa,

y el momento en que tu voz descubre cielo y planetas,

y el momento en que tu piel gime un fulgor susurrante,

y el momento en que tus labios, y tus ojos, y la lluvia…

Quisiera tener un revólver para escuchar solamente

el sonido de la sangre, y saber que no moriré.

“Extraña fruta y otros poemas” 1968 – 1969

Si sientes que te llama el abismo del cielo…

Si sientes que te llama el abismo del cielo,

con un grito de abismo, si te aspira

a lo alto, a lo hondo, donde más se oscurece

la melena de nieve de los astros

o el escamoso hielo de la noche,

o si, con voz más ruda aún, te llamas tú mismo

y no puedes dejar de oir tu grito, áspero

como al oído pálido de un sordo,

o insidioso y desnudo como un agua

que con un resplandor de hacha hiere la luna:

si te llamas al centro de ti mismo, si sientes

que todo aquel llamarte es encontrar un centro

y tú mismo apareces en tu nudo de luz;

si te llaman desde dentro de ti, cuando te mires

¿verás el sueño que soñé yo anoche?

No es ver exactamente, porque no lo veía,

sino que más bien yo era mi sueño.

No era que me viese a mí mismo; era ser

algo que existía y era yo.

Porque el tema de las apariciones

es el tema del yo. Pero esa vez

no vi ninguna identidad concreta:

no se me apareció ninguna imagen.

No hubo desdoblamiento ni hubo mirada. Era

el negativo de la vida, estado nulo,

el silencio del río despoblado de agua,

la claridad de un cielo que desviste su azul

y es cielo aún: fulgores invisibles,

que siento en un vacío de visibilidad.

Así el lecho de Un río: tierra, piedra, reposo,

sequedad devastada, rama, verde rencor

que desertó del mundo vegetal, humedades

bebidas por el yermo. Mirad, la luz rebota

y todo son peñascos, polvareda famélica:

pero ahí vive el agua. Es una ausencia,

violenta como el sol, que nunca fluye

petrificada, un hierro que se incrusta en lo inmóvil,

agua ya liberada de ser agua, pesando

en el lecho del río. Como el rumor de un agua

que no pasa en el lecho de este río agostado.

“Apariciones y otros poemas” 1982

Transfiguración

El animal muere en los límites de un país conocido

y allí los ojos se le abren: parece que esta nieve

-el silencio, más oscuro en los abetos- y el animal escucha

la significación de los árboles. El animal es un mundo

y sus costumbres discurren en el ámbito natural:

es opaco, transparente ya la vez denso- helado

o soplado el cristal: se trataba del cuerpo,

su olor más acre, cómo respira, los silencios,

lo que tenemos en los brazos, la palpitación intensa

de la que nunca se habla, el secreto de la piel

que no se entrega del todo, el vaho, lo tibio:

el animal acaso acepta el sentido de la vida,

como esta luz en los bosques expirantes

-y el animal, en el límite, y jadeante aún,

las escarchas de invierno-.

Los ojos, muy empañados, apenas ven

más que un verdor muy lejano y difuso,

como un puñado de nieve que nos arrojaran al rostro:

para el animal es dulce sentir ese frío -como cuando, durmiendo, responde

a un movimiento leve, sólo un estremecimiento,

y le palmeamos la espalda, y el animal se mueve,

y quién dirá que aquella cosa tibia nos pertenece,

porque es como si el mundo físico nos perteneciera: cuando muere,

el animal no conoce ni la idea de cambio:

estaba en el mundo y permanece en él. No, nunca puede sentir

como cosa a él ajena al aire helado de invierno

y los copos de nieve caduca en el esgrafiado de abetos:

es como volver al propio país -aunque muy difuso,

lo que ahoga el corazón, la nostalgia del cierzo, el viento, las viejas fábulas,

la llamada de una urraca en los bosques solitarios,

el silencio, las viejas escopetas de caza,

las nieblas en el pantano, los aguaceros de otoño,

un seco sonido de revólveres entre el pajar y la madera,

las tijeras hundidas en el pecho de una sola punzada.

Nunca hombre alguno piensa en la muerte tal como la ven,

los ojos del animal: una oscuridad azul,

los ojos del lobo, las aguas, y, ascendiendo como neblina,

temblorosas fresas en las manos: es la serenidad

de lo que morirá, y también su espasmo,

como cuando un animal buscaba el cuerpo de otro,

cuando se encuentran dos cuerpos, el pasado en los calderos,

como campana de bronce o quemado encinar,

con rumor de difuntos y raídos ropajes,

el badajo que convoca por la noche a las lechuzas,

una hoz en las gavillas de trigo y paja seca.

Y los dos cuerpos se recogen para dormir; cada uno siente el jadeo del otro;

acércate más, acércate más

-el invierno

cerrará las transiciones de los seres naturales,

sin serenidad sin esperanzas, sin

desesperación, sin amor, ni dolor, más allá

de la memoria, del cansancio: sólo

estos dos cuerpos mueren en la oscura fusión

de los metales y la nieve -y la mortaja es de oro.

Una sola nota musical para Holderlin

Si pierdo la memoria, qué pureza.

En la azul crestería la tarde se demora,

retiene su oro en mallas lejanísimas,

cuela la luz por un resquicio último, se extiende

y me delata

como un arco que tiembla sobre el aire encendido.

¿Que esperaba el silencio? Príncipes de la tarde,

¿qué palacios

holló mi pie, que nubes o arrecifes, qué estrellado país?

Duró más que nosotros aquella rosa muerta.

Qué dulce es al oído el rumor con que giran los planetas

del agua.

Unidad

A María José y Octavio Paz

Dictado por el ocaso,

por el aire oscuro, se abre el círculo

y lo habitamos: transiciones, espacio

intermedio. No el lugar

de la revelación, sino el lugar

del reencuentro. La espada

que divide la luz.

Del ojo a la mirada,

la claridad eterna, el país de los sonidos,

la campana que encierra la visión terrestre

como el ojo inexorable de la forma floral

fija el fuego de un carbunclo. Este ojo

¿ve a mi ojo? Es un espejo de flamas

el ojo que ahora me ve. Con sonido de poleas,

los ejes de la noche. Desarbolada,

naufraga la oscuridad y, a tientas,

el sol conoce a la noche.

Yo, que fundé todos mis deseos…

Yo, que fundé todos mis deseos

bajo especies de eternidad,

veo alargarse al sol mi sombra en julio

sobre el paseo de cristal y plata

mientras en una bocanada ardiente

la muerte ocupa un puesto bajo los parasoles.

Mimbre, bebidas de colores vivos, luces oxigenadas, que chorrean despacio,

bañando en un oscuro esplendor las espaldas, acariciando

con fulgor de hierro blanco

unos hombros desnudos, unos ojos eléctricos, la dorada caída

de una mano en el aire sigiloso,

el resplandor de una cabellera desplomándose entre música suave y luces indirectas,

todas las sombras de mi juventud, en una usual figuración poética.

A veces, en las tardes de tormenta, una araña rojiza se posa en los cristales

y por sus ojos miran fijamente los bosques embrujados.

¡Salas de adentro, mágicas

para los silenciosos guardianes de ébano, felinos y nocturnos como senegaleses,

cuyos pasos no suenan casi en mi corazón!

No despertar de noche el sueño plateado de los mirlos.

Así son estas horas de juventud, pálidas como ondinas o heroínas de ópera,

tan frágiles que mueren no con vivir, no: sólo con soñar.

En su vaina de oscuro terciopelo duerme el príncipe.

Abandonados rizos en la mano se enlazan. Las pestañas caídas

hondamente han velado los ojos

como una gota de charol y amianto. La tibieza escondida de los muslos

desliza su suspiro de halcón agonizante.

El pecho alienta como un arpa deshojada en invierno;

bajo el jersey azul se para suave el corazón.

Ojos que amo, dulces hoces de hierro y fuego,

rosas de incandescente carnación delicada, fulgores de magnesio

que sorprendéis mi sombra en los bares nocturnos o saliendo del cine,

¡salvad mi corazón en agonía bajo la luz pesada y densa de los focos!

Como una fina lámina de acero cae la noche.

Es la hora en que el aire desordena las sillas, agita los cubiertos,

tintinea en los vasos, quiebra alguno, besa, vuelve, suspira y de pronto

destroza a un hombre contra la pared, en un sordo chasquido resonante.

Bésame entre la niebla, mi amor. Se ha puesto fría

la noche en unas horas. Es un claro de luna borroso y húmedo

como en una antigua película de amor y espionaje.

Déjame guardar una estrella de mar entre las manos.

Qué piel tan delicada rasgarás con tus dientes. Muerte, qué labios,

qué respiración, qué pecho dulce y mórbido ahogas.

“La muerte en Beverly Hills” 1968