Gautier, Téophile

Teofile Gautier (Francia 1811 – 1872)

Reseña biográfica

Poeta, novelista y crítico francés nacido en Tarbes en 1811.

Aunque quiso ser pintor, su admiración por los trabajos de prestigiosos poetas de la época lo animaron a participar en el grupo Cénaculo, orientado por Victor Hugo y otros escritores que iniciaron el movimiento romántico francés.

Trabajó en periodismo viajando por Holanda, Bélgica y algunos países mediterráneos, con el fin de investigar el desarrollo de los movimientos literarios. Fruto de esta experiencia publicó “Viaje a España” en 1840 y la colección de poemas “Esmaltes y camafeos” en 1852, cuya influencia fue fundamental en los poetas parnasianos.

Brilló también como crítico literario con obras como “Historia del Romanticismo” en 1874, y “Las bellas artes en Europa”

en 1855.

Falleció en 1872 y fue enterrado en el cementerio de Montmartre en Paris.

A una joven italiana

Aquel mes de febrero tiritaba en su albura

de la escarcha y la nieve; azotaba la lluvia

con sus rachas el ángulo de los negros tejados;

tú decías: ¡Dios mío! ¿Cuándo voy a poder

encontrar en los bosques las violetas que quiero?

Nuestro cielo es llorón, en las tierras de Francia

la estación es friolera como si aún fuera invierno,

y se sienta a la lumbre; París vive entre fango

cuando en tan bellos meses ya Florencia desgrana

sus tesoros que adorna un esmalte de hierba.

Mira, el árbol negruzco su esqueleto perfila;

se engañó tu alma cálida con su dulce calor;

no hay violetas excepto en tus ojos azules,

y no hay más primavera que tu rostro encendido.

Versión de Carlos Pujol

El arte

Sí, es más bella la obra trabajada

con formas más rebeldes, como el verso,

o el ónice o el mármol o el esmalte.

¡Huyamos de postizas sujeciones!

Pero acuérdate, oh Musa, de calzar,

un estrecho coturno que te apriete.

Rehúye siempre cualquier ritmo cómodo

como un zapato demasiado grande

en el que todo pie puede meterse.

Y tú, escultor, rechaza la blandura

del barro al que el pulgar puede dar forma,

mientras la inspiración flota lejana;

es mejor que te midas con carrara

o con el paros * duro y exigente,

que custodian los más puros contornos;

o pídele quizá a Siracusa

su bronce en que resalta firmemente

el rasgo más altivo y delicioso;

con la delicadeza de tu mano

descubre dibujando en una veta

de ágata el perfil del dios Apolo.

Huye, pintor, de la acuarela y fija

el color demasiado desvaído

en el horno de los esmaltadores.

Haz que sean azules las sirenas

y retuerzan de cien modos distintos

los heráldicos monstruos sus figuras;

en el lóbulo triple de su nimbo,

la Virgen con el Niño, en cuya mano

hay la esfera con una cruz encima.

Todo pasa. Tan sólo el arte fuerte

posee la eternidad. Únicamente

el busto sobrevive a la ciudad.

Y la moneda rústica y austera

que un labriego ha encontrado bajo tierra,

recuerda que existió un emperador.

Hasta los mismos dioses al fin mueren.

Mas los versos perfectos permanecen

y duran más que imágenes de bronce.

Artista, esculpe, lima o bien cincela;

que se selle tu sueño fluctuante

en el bloque que opone resistencia.

El hipopótamo

El hipopótamo de vientre enorme

suele vivir en selvas como Java,

y allí en el fondo de las cuevas hay

monstruos que no se pueden ni soñar.

La boa que se agita entre silbidos,

el tigre que tan bien sabe rugir,

el búfalo enfadado que resopla;

él sólo duerme o pace siempre en calma.

El kris y la azagaya no le asustan,

contempla al hombre sin darse a la huida,

se ríe del cipayo y de sus balas

que no hieren su piel y que rebotan.

Por eso yo soy como el hipopótamo;

me protege mi fuerte convicción,

armadura que me hace invulnerable,

y así por el desierto ando sin miedo.

El traje rosa

Adoro la túnica rosa

en que va tu hermosura envuelta;

es el tibor de tu garganta;

es de tu cuerpo ánfora esbelta.

Frágil como una rosa thé,

leve como un ala de abeja,

toda te ciñe y te circunda

con rauda caricia bermeja.

A la seda tu piel trasmite

sus estremecimientos cálidos:

a tu piel la seda devuelve

reflejo de carmines pálidos.

-¿ Quién urdió la mágica tela

con hilos de tu carne misma,

en un misterio donde suman

luz, seda y piel un móvil prisma?

-¿Son los iris de la alborada;

o los nácares de Afrodita;

o los rubíes de tu seno

lo que en tu clámide se agita?

-¿Quizá las hebras se tiñeron

en tus corales de pudor,

cuando desnuda contemplabas

de tus líneas el esplendor?

Tú, despojada de esos velos

-soñada encarnación del arte-

ser podrías ante Canova

cual otra Venus Bonaparte.

No sé si eres urna de ónice

donde ávidos goces van presos,

o si lo que tu cuerpo ciñe

es una túnica de besos.

Versión de Carlos López Narváez

Humo

Bajo los árboles hay

una choza corcovada;

con el tejado vencido,

rotas paredes y musgo

en el umbral de la puerta.

Ciega está por sus postigos

la ventana, pero igual

que cuando hace mucho frío

se ve como un tibio aliento

de la casa que respira.

Un tirabuzón de humo

gira en hilillos azules

y así del alma encerrada

en aquel tugurio lleva

noticias frescas a Dios.

Las palomas

En el collado aquel de los sepulcros

una palmera y su penacho verde

se yerguen donde acuden las palomas

a anidar por la noche y guarecerse.

Con el alba desertan de las ramas:

como un collar que se desgrana, vemos

-blancas, dispersas, en el aire azul-

que algún tejado buscan aún más lejos.

Todas las noches es un árbol mi alma

donde se posan con las alas trémulas

enjambres blancos de visiones locas

para echar a volar cuando clarea.

Versión de Carlos Pujol

Lied

Es rosada la tierra en el abril,

como la juventud, como el amor;

y casi no se atreve, siendo virgen,

a enamorarse de la Primavera.

En junio, con un pálido semblante

y el corazón turbado de deseos,

con el Verano de tostada piel

se apresura a ocultarse en los trigales.

En agosto, bacante color cobre,

al Otoño le ofrece sus dos pechos,

con su piel atigrada se revuelca

y hace brotar la sangre de las vides.

En diciembre es la anciana que se encorva,

empolvada de blanco por la escarcha;

en sus sueños quisiera despertar

al Invierno que ronca junto a ella.

Versión de Carlos Pujol

Lo que dicen las golondrinas

Aquí y allá se ven las secas hojas

sobre campos de hierba amarillenta;

desde el alba a la noche el viento es fresco,

éste es el fin del tiempo de verano.

Veo abrirse las flores que conserva

el jardín como un último tesoro:

quiere lucir la dalia su divisa,

la maravilla su dorada toca.

La lluvia en el estanque hace burbujas;

y tienen conciliábulos extraños

las golondrinas sobre los tejados:

¡Ya ha llegado el invierno con sus fríos!

Se reúnen por cientos con el fin

de llegar a un acuerdo sobre su éxodo.

Una dice: «Qué bien se está en Atenas,

viéndolo todo desde la muralla.

Todos los años voy allí y anido en

metopas del mismo Partenón.

En los frisos mi nido disimula

el hueco de una bala de cañón.»

Otra dice: «Yo tengo mi cuartito

en Esmirna, en el techo de un café;

sus granos de ámbar cuentan los hayíes

en el umbral que recalienta el sol.

Entro y salgo, avezada como estoy

a los rubios vapores de las pipas,

y entre mares humosos rozo siempre

los turbanes y feces al pasar.»

Ésta dice: «Yo habito en un triglifo,

en el frontón de un templo, allá en Baalbek;

allí me poso y me sujeto, encima

de mis crías de pico puntiagudo.»

Otra dice: «Sabed mi dirección:

Rodas, palacio de los caballeros;

cada invierno mi tienda se alza allí

en capiteles de negros pilares.»

Y la quinta: «Yo voy a descansar,

pues la edad no permite largos vuelos,

en las blancas terrazas que hay en Malta,

entre el azul del agua y el del cielo.»

La sexta: «¡Hay que ver qué bien se está

en El Cairo y sus altos minaretes!

Recubro con el barro un ornamento

y mi cuartel de invierno ya está listo.»

«Pues yo tengo mi nido», dice la última

«donde está la segunda catarata;

el exacto lugar está indicado

en el psen de un monarca de granito».

«Mañana cuántas leguas», dicen todas,

«nuestra bandada habrá dejado atrás,

pardas llanuras, picos blancos, mares

azules con bordados espumosos».

Entre tanto chillido y aleteo,

sobre estrechas cornisas de la altura,

conversan entre sí las golondrinas

viendo cómo la herrumbre invade el bosque.

Comprendo las palabras que se dicen

porque al fin el poeta es como un pájaro;

pero, ay, está cautivo, y sus impulsos

se rompen contra redes invisibles.

¡Alas quiero tener, dadme unas alas!,

como dice aquel cántico de Rückert,

para volar con ellas hacia el oro

del sol, hacia la primavera verde.

Paisaje

No se mueve ni una hoja,

no hay ni un pájaro que cante,

sobre el rojizo horizonte

de vez en cuando un relámpago;

a un lado algunos espinos,

surcos a medio anegar,

lienzos grises de murallas,

sauces nudosos plegados;

al otro un campo limita

una zanja llena de agua,

y hay una vieja cargada

con un fardo muy pesado;

luego el camino se pierde

entre colinas azules,

y lo mismo que una cinta

se alarga en pliegues sinuosos.

Pastel

No me canso de veros en los marcos ovales,

amarillos retratos de beldades de antaño

en la mano unas rosas quizá ya un poco pálidas,

como es propio de flores de cien años atrás.

El invierno al rozar vuestras frescas mejillas

marchitó lo que en ellas era lirio y clavel,

ahora sólo lucís algún lunar de barro,

y aquí estáis en los muelles, ensuciados, manchados.

Aquel dulce reinado de las bellas pasó;

tanto la Parabère como la Pompadour *

sólo indóciles súbditos hoy tendrían tan sólo,

y en sus mismos sepulcros también yace el amor.

Pero, oh viejos retratos olvidados, aún

os conmueve aspirar vuestra flor sin perfume,

y podéis sonreír, melancólicamente

recordando a galanes hace un siglo difuntos.

Versión de Carlos Pujol

Soneto japonés

Por subrayar, glorioso, de tu frente la albura

el Japón dio a tus ojos su más límpido añil;

la porcelana blanca no tiene la blancura

de tu cuello tan suave como terso marfil.

En tu rostro sedátil suave lampo fulgura;

es tu voz como el eco de las auras de abril,

y cuando te levantas, sonriendo, en mi negrura

eres luna de nácar que me alumbra sutil.

Hay núbiles anhelos en tu mirar de raso;

tu boca tiene púrpura de nubes en ocaso

y es tu nariz risueña la de gentil musmé.

Pareces una frágil sombrilla japonesa

y cerca de ti aspiro, mi lánguida princesa,

algo tan dulce y raro como el olor del té.

Versión de Carlos Pujol

Tristeza en mar

Vuelan como jugando las gaviotas;

y los blancos corceles de la mar,

encabritados sobre el oleaje,

sus despeinadas crines dan al aire.

Cae la tarde y una fina lluvia

apaga las hogueras de la noche;

a su paso el vapor escupe hollín

y abate su penacho largo y negro.

Más pálido que el cielo sin color,

me dirijo a la tierra del carbón,

donde reinan la niebla y el suicidio;

-Hace un tiempo ideal para matarse.

Siento ahogarse mis ávidos deseos

en el abismo amargo que blanquea;

se arremolina el agua, danza el barco,

el viento cada vez se hace más fresco.

¡Está tan dolorida el alma mía!

El océano se hincha, suspirando,

y su desesperado pecho me parece

como un amigo fiel que me comprende.

¡Penas de amor perdidas, adelante,

esperanzas truncadas, ilusiones

apeadas de alturas ideales,

podéis saltar hasta los surcos húmedos!

¡Id al mar, sufrimientos del pasado

que volvéis nuevamente para hurgar

en vuestras cicatrices mal cerradas

intentando otra vez que lloren sangre!

Id al mar los fantasmas de mis sueños,

congojas de mortales palideces

en este corazón con siete espadas

como lleva la Madre dolorosa.

Cada fantasma se sumerge y lucha

durante unos momentos con el agua

que lo cubre al final de su voluta

y lo engulle lanzando un gran sollozo.

¡Oh, pesado equipaje, lastre de alma,

tesoros miserables y queridos

hundíos y después de este naufragio

yo mismo os seguiré al fondo del mar!

Último deseo

Hace ya tanto tiempo que te adoro,

dieciocho años atrás son muchos días…

eres de color rosa, yo soy pálido,

yo soy invierno y tú la primavera.

Lilas blancas como en un camposanto

en torno de mis sienes florecieron,

y pronto invadirán todo el cabello

enmarcando la frente ya marchita.

Mi sol descolorido que declina

al fin se perderá en el horizonte,

y en la colina fúnebre, a lo lejos,

contemplo la morada que me espera.

Deja al menos que caiga de tus labios

sobre mis labios un tardío beso,

para que así una vez esté en mi tumba,

en paz el corazón pueda dormir.

Versión de Carlos Pujol