Garcia Baena, Pablo

Reseña biográfica

Poeta español contemporáneo, nacido en Córdoba en 1923.

Estudió Bellas Artes. En 1947 fundó, junto a Ricardo Molina, Juan Bernier y Julio Aumente, la revista «Cántico», punto de encuentro de un grupo de escritores andaluces que reivindicaba una mayor exigencia estética y enlazaba con la poesía del 27.

Su obra, antes casi olvidada, fue rescatada por un grupo de poetas de la promoción del 70. Se destacan los títulos “Rumor oculto” 1946, “Mientras cantan los pájaros” 1948, “Antiguo muchacho” 1950, “Junio” 1957, “Prehistoria” 1994, “Poniente” 1995, “En la quietud del tiempo” en 2002 y “Los Campos Elíseos” en 2006. En prosa, ha escrito, entre otras, “Lectivo” 1983, “El retablo de las cofradías” 1985 y “Zahorí Picasso” 1999.

De los galardones recibidos deben mencionarse el premio Príncipe de Asturias en 1984, Medallas de Oro de la Ciudad de Córdoba en 1984 y de la Provincia de Málaga en 2004″,”Hijo Predilecto de Andalucía en 1988, Premio Andalucía de las Letras en 1992 y la XVII edición del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2008.

Agatha 2

A Rafael Benítez

Empezar, todo joven, de nuevo aquel amor

es como abrir de pronto cerrado gabinete irrespirable

de agonía suntuosa

por donde ibas o flotabas, galgos,

crisantemos, formol, caobas rubias.

Tendida en la otomana de cachemir,

culpable, desencantada,

insomnio de lilas por el párpado,

abrías el cestillo de sierpes de los celos,

lumbre verde lamiendo

la áspera humedad de las hojas de higuera.

Pliegues sacerdotales por el traje pesado

como vendimias, pavos

reales o noche en Samarcanda.

Sexo-Ceremonial. Daba risa y respeto

verte por el teatro de tu vida, ondulante

terciopelo o leopardo, repitiendo

declamatoria y mítica,

como la Duse, Sarah o Norma Desmond,

palabras favoritas: Fatalidad, Destino.

La carne era tan nueva y tú sabías tanto:

la jerarquía del ópalo y su brillo funesto,

la anestesia fugaz del heliotropo,

el ajenjo de paso silencioso.

Frutas de cera roja como remordimientos,

palomas como alados pechos níveos

colmaban las bandejas

y en tus ojos distintos se agrandaba el ocaso

como una piedra oscura hundiéndose en las aguas.

Por las copas esbeltas, glaucas, altas, Falerno,

Chablis, Tokay, Mosela, podrías,

misteriosa verter los antiguos venenos:

¿oropimente, acónito, cicuta mayor fétida,

escamonea de Alepo, piedra de Armenia, tártatro?

Reías. Dependía del color de la túnica,

del color del deseo invadiendo tus hombros

como yedra que repta por estatua de otoño.

Reías.

Era dulce aquel tóxico,

aquel filtro o narcótico del amor en tus brazos:

un dragma de beleño, phelandrio, tejos fúnebres.

Un día te alejaste. Como un golpe de mar

te arrebató, desnuda, la galerna de Europa.

Pienso si salvarías al menos del naufragio

el samovar de plata.

Alma feliz

Alma felice che sovente torni…

Petrarca, Soneto XIV

Alma feliz por siempre, pues lo fuiste un instante,

vuelve, ligera corza de la dicha pasada,

junto al frío torrente donde flota el recuerdo,

donde la rosa última de fugitivas horas

aún perfuma suave con su filtro de llanto.

Vuelve bajo la luna floral de primavera

a las tímidas huellas de dormidos senderos,

y aspira en esa rosa melancólica y pura

todo el bosque que arde perdido en tu memoria

con sus rojas maderas incendiando los días.

Como nauta que asiste impasible en su leño

al naufragio solemne de la torva tormenta,

desde la roca púrpura por el himno del rayo

mira al joven ahogado, coronado de algas,

flotar en la encrespada cabalgata marina.

Jardines de amatista, emergiendo sombríos

con pálidos estanques y la perla del cisne,

desde la lejanía pronunciarán tu nombre

y pulsará el ocaso sus laúdes de luna,

latentes como vírgenes corazones secretos.

Nocturnas bayaderas su cintura de estío

aplastarán corceles con las crines ardiendo.

Mensajeros errantes agitarán pañuelos

antes de ser talados por el hacha implacable

que convierte a los cedros en funerales lámparas.

Era niño y el claustro de la vida empezabas:

la mirada dorada, rubio el ligero rizo.

Bajo brisas de ensueño escondías al mundo

tus joyas de ternura, la soledad y su fuente,

como el avaro guarda metálicas luciérnagas.

Viviste bajo el ala florida de aquel tiempo

glorioso para el hombre. Hoy, que cansado vuelves,

mira cómo endiamanta tu llanto las ruinas,

cual pájaro de agua que anidara en sus yedras

cuando mayo suspira en las flautas fragantes.

Así fueron tus tardes. Así el viento. Las lilas,

el gorjeo diminuto de sus cálices tibios

deshojaban. De nuevo volverá todo un día.

Dime que has de volver con la mágica llave

de la puerta perdida en un muro de niebla.

Y será igual que entonces: el brodequín de oro

sobre la misma tienda. Gonfalones sagrados

pasarán en días santos. Madam Lily, la sílfide.

purpurina en el pelo, cantará en el alambre,

y un reguero de paja dejarán las carretas.

Escucha el preludiar de violines antiguos.

Ya ha empezado la danza. Los címbalos sonoros

gotean áureo polen en ansiosas corolas

y desnuda a la luz de trompas y de oboes

embriágate, oh alma, recordando tu dicha.

Amantes

El que todo lo ama con las manos

despierta la caricia de las cítaras,

siente el silencio y su pesada carne

fluyendo como ungüento entre los dedos,

lame la lenta lengua de sus manos

el hueso de la tarde y sus sortijas

se enredan en el ave adormecida

del viento. Labra en mármoles de humo

el cuerpo palpitante del abrazo

extenuado cual cervato agónico,

y con el pico frío de sus uñas

monda la oliva efímera del beso.

El que se ama solo, el que se sueña

bajo el deseo blanco de las sábanas,

el que llora por sí, el que se pierde

tras espejos de lluvia y el que busca

su boca cuando bebe el don del vino,

el que sorbe en la axila de la rosa

la pereza oferente de sus hombros,

el que encuentra los muslos del aljibe

contra sus muslos, como un saurio verde

sobre el mármol desnudo e inviolado,

ese que pisa, sombra, desdeñoso

el pavimento de las madrugadas.

El que ama un instante, peregrino

voluble, de flauta hasta los labios,

de la trenza al cítiso, de los cisnes

a la garganta, de la perla al párpado,

de la cintura al ágata, del paje

a la calandria y tras él, silente

va talando el olvido de las mieses altas,

tirso áureos de espigas, leves brotes,

todo un bosque confuso de recuerdos,

y él va cantando, ruiseñor nocturno,

capricho y galanía, bajo la luna.

Y el que besa llorando y el que sólo

sabe ofrecer y aquel que cubre el pecho,

para no amar, de oscuro arnés, sonrisa

y un gerifalte lleva silencioso

devorando su corazón de gules.

Todos, la noche maga con su rezo

los enloquece, clava en sus pupilas

el helor de su vaga nieve negra,

les da a beber rencor entre sus manos,

los hurta en el arzón de sus corceles,

los trae y los lleva como mar en cólera,

coronadas las olas de sollozos,

de cabelleras náufragas, de sangre,

y los devuelve dulces, poseídos,

hasta la playa bruna y solitaria.

Antiguo muchacho

Entre la noche era la madreselva como de música

y el sueño en nuestros párpados abejas que extraían

de las lluviosas arpas del otoño

un panal de violetas y silencio.

Con un escalofrío se presentía entonces el amor fugitivo

como un trovador, bello de lazos y de cintas,

que, junto a un cenador donde una tea alumbra,

bajara por la escala del desmayado cuerpo de la infanta

al par que entre la fronda el ruiseñor perfuma de armonía la noche.

Erraba en las almenas un vago suspirar de abandonados velos,

de cabelleras lánguidas flotando en los estanques

y un ajimez quedaba solo frente a la luna

adormecida por el laúd de los besos.

Revivo la mirada pálida de los espejos

y mi rostro preguntando en su oráculo,

y la mano que repasaba, lenta, mis mejillas, mis labios.

Había una ventana donde el mar convertía en espumas sus cisnes,

y en los aparadores bandejas con membrillos cocidos

y el tarro de las guindas,

y las cidras frías por el mármol de la madrugada,

y los dulces de piñonate en su estrella de papel rizado.

El domingo escalaba con su luz amarilla,

con su parra latiendo de áureos cimbalillos,

los álamos sombríos del invierno,

y las horas, veloces, agitaban sus pétalos

como rosal que deja su nieve por el aire.

Y la noche llegaba al campo reclinando su cabeza en los montes,

y un miedo suave bajaba con el ladrido de los perros por las cañadas,

y la última garza de la tarde dormía entre los juncos.

Decidme dónde tengo aquel niño con el cuelo sujeto de bufandas

y la enorme mosca negra de la fiebre aleteando en mis sienes,

y en torno de mi lecho, Sandokán con la perla roja en su turbante

y Aramis perfumado de unción episcopal,

y Robinsón bajo el verde loro balanceante de los bambúes.

Aquel cerrado mirador, entre lutos,

donde paraban todos los años la Oración del Huerto

cuando el Jueves Santo gemía en su larga trompeta morada.

Y la Virgen Dormida, en un agosto de bengalas,

y los muertos contemplando desde su balaustrada de ausencias

las débiles lamparillas de la noche de Todos los Santos.

Llovía en los cristales. Ahora, silenciosos, vuelven tristes perfiles,

voces que pálidas renacen,

como hojas arrastradas a un otoño de olvido.

Y como el nadador, dichosamente cansado,

deja escurrir los dedos del agua por su cuerpo desnudo

volviendo su mirada hacia la playa,

así a ti me vuelvo,

buscado tu sonrisa en mi sonrisa,

tu mirar en mis ojos

y tu honda voz pura, antiguo muchacho,

fluyendo como un agua fresquísima

del manantial cegado de los días.

Antrim road

Para Lola del Estal

Vienes con el amanecer

o ya estás, estás sentado aún con las estrellas

en el duro escalón del arriate

donde encañados crecen los guisantes de olor

y el botón estallante de la amapola india,

el pequeño dominio urbano de tu siembra.

¿Alguna vez pensaste que te ornarían los brotes,

los tanteantes pámpanos prensiles,

en caligrafía de dibujo sobre la fúnebre pizarra?

Inmóvil no suspiras,

pensativo y doméstico dios menor y guardián,

sólo atento a la losa que tu nombre proclama

y tu derecho:

Abraham Higgins, proprietor. 1876.

Vendido el predio,

la actual dueña intrusa a sabiendas te ignora

tal no repara en el caracol de zurrón deslizante,

vulnerando tu espacio de armonía

tendaleras con prietos calcetines de lana

de su amante galés, beodo y rojo.

En el prerrafaelista clarear de la luz

la malvarrosa yergue sus ásperos papeles

y sólo yo te veo, accidental huésped de semana,

de bed and breakfast.

Cuando regrese al fuego suicida de mi patria

definitivamente tú habrás muerto.

Arca de lágrimas

¿Quién sois, Señora, que dejáis vuestra casa sobre la cuesta,

vuestro camarín de buganvillas y luces

y vais llorosa en noche de tambores

-otra vez los tambores, ahora en gloria fúnebre-,

Señora enlutada que camináis hacia los patíbulos?

El madero se yergue sobre el monte

y pende a punto de caer el fruto bendito,

acorred, Señora de los ajusticiados.

El condenado grita en la noche: Padre.

No es a Vos, humanísima, no divina,

amarga sólo y sólo en la amargura entreabrís vuestros labios.

Y está la noche erizada de tambores,

cientos de años bajando en soledad

por el monte de la calavera,

vuestro manto empapado en el lodo y la sangre

por siempre jamás, Madre del supliciado,

la voz encomendándote: Mujer, ahí está tu hijo,

el reo, el acusado, el hombre.

Otra vez los tambores anuncian la ejecución

junto a la tapia blanca,

Señora que acudís sola en vuestro sollozo,

las lágrimas lloviendo silenciosas.

Llagas de la tortura en las celdas,

fiebre de heridas en las sábanas coaguladas de los hospitales,

blanca sobredosis de luna sobre el crimen.

Rasean los tambores con el vuelo de las rapaces amarillas,

la quieta brasa de sus ojos brillando

sobre las osamentas de la guerra y el hambre,

y el vacilante abandono de la razón

cuando el dedo de infamia señala las tinieblas exteriores.

Sin duda estáis cansada en vuestro acuitamiento,

Señora que presides la noche de la necesidad,

escalera, lienzos, sepultura.

Vuestro pueblo os aclama y a la vez -no callan los tambores-

brillan en vuestro corazón los cuchillos del abandono,

y florecen en vuestras manos los juncos marinos de las espinas,

el férreo lirio sangriento de los clavos.

Señora que camináis al atardecer

tras el cadáver rígido sobre el frío de la losa,

sobre la terca ceguera de los hombres

marcados como el rebaño con la señal del matadero,

Señora que volvéis los ojos

en la fatiga de la compasión

-velan aún, confusos, los tambores-,

ayúdanos, Altísima.

Bajo la dulce lámpara…

Bajo la dulce lámpara,

el dedo sobre el atlas entretenía al muchacho en ilusorios viajes

y un turbador perfume de aventuras

salpicaba de sangre el mar antiguo de los corsarios.

Los galeones, como flotantes cofres de tesoros,

eran abordados por las naos piratas

y el yatagán, las dagas, los alfanjes se hundían

en los cuerpos cobrizos y las manos violentas

arrancaban la oreja donde el zafiro lucía como Vega en la noche.

Las arcas destrozadas de alcanfor y palosanto

volcaban el carey, las telas suntuarias

y el coral, no tan ardiente como el beso del bucanero

en los pálidos labios de las virreinas.

Las antiguas colonias Veracruz, Puerto Príncipe,

el índigo Caribe y las islas del Viento

conocen las hazañas de bajeles fantasmas

y Maracaibo canta con los esclavos su desgana

a la luz que deshace la cabellera ébano de los banjos

en un río de jengibre.

Otras veces al soplo suave de Favonio,

empujado por Tetis y las verdes Nereidas,

el Mediterráneo dorado por la escama de los delfines

dejaba su plegaria fugitiva de algas

en las votivas gradas de los templos.

Allí Venecia en el otoño adriático

mece en la ola púrpura su cesto de corrompidos frutos,

desfalleciente en el abrazo joven de los gondoleros,

y las jónicas islas

se yerguen como mitras de mármol sobre las aguas.

En su lento carro de bueyes rojos avanza Egipto

y Alejandría, Esmirna, Ptolemaida, brillan en la noche

como un velo bordado de sardios

cuyos pliegues sujeta la diadema de Estambul

allá en el Bósforo fosforescente.

El incansable dedo atravesaba Arabia

y el cálamo aromático ceñía con un mismo turbante de cansancio

las cinturas de los amantes.

Al crepúsculo,

surgía Persia como un lento girasol de fastuosidades,

y el bárbaro etíope, negro fénix llameante,

consumía sus entrañas en el furor celoso de la caza

mientras Ceylán los bosques de canela y caoba

silenciaba con el ala de sus pájaros misteriosos.

Muchacho infatigable, bajo la dulce lámpara,

tal vez buscaba una secreta dicha

apenas confesada en su interior.

Cuando los días pasaron, él ya supo

que su destino era esperar en la puerta mientras otros pasaban.

Esperar con un brillo de sonrisa en los labios

y la apagada lámpara en la mano.

Bajo tu sombra, Junio, salvaje parra…

Bajo tu sombra, Junio, salvaje parra,

ruda vid que coronas con tus pámpanos las dríadas desnudas,

que exprimes tus racimos fecundos en las siestas

sobre los cuerpos que duermen intranquilos,

unidos estrechamente a la tierra que tiembla bajo su abrazo,

con la mejilla desmayada sobre la paja de las eras,

la respiración agitada en la garganta

como hilillo de agua que corriera secreto entre las rosas

y los labios en espera del beso ansioso

que escapa de tu boca roja de dios impuro.

Bajo tu sombra, Junio,

yedra de sangre que tiende sus hojas

embriagando de sonrisas la pared más sombría,

la piedra solitaria;

Junio, paraíso entre muros, que levantas la antorcha de tus árboles

ardiendo en la púrpura vesperal,

bajo tu sombra quiero ver madurar los frutos,

las manzanas silvestres y los higos cuajados de corales submarinos,

la barca que va dejando por los ríos lejanos sus perfumes,

los bosques, las ruinas,

las yuntas soñolientas por los caminos

y el zagal cantando con un junco en los labios.

Quiero oír el inquieto raudal de los torrentes,

el crujido de las ramas bajo el peso del nido

y el resonante silencio de las constelaciones

entreabriendo sus alas como pájaros espumantes de fuego

al fúnebre conjuro de los nocturnos pífanos.

Bajo tu sombra quiero esperar las mañanas fugitivas de frescura

y los atardeceres largos como miradas

cuando todo mi ser es un canto al amor,

un cántico al amor entregado,

mientras las manos se curvan sobre las espaldas desnudas

y mis párpados se tiñen con el violento jacinto de la dicha.

Bobby

No era el amor y se llamaba Antonio.

Hablaba como un indio del Far- West:

«hombre alto», «boca larga». Era de Fuengirola.

y siempre había un teléfono donde llamarlo cuando

-y reía-

la noche era más larga, más amarga, más lenta.

Por las villas de canos jubilados de Holanda,

por la «suite» de la vieja dama inglesa,

la viuda o divorciada más allá de los ácidos,

por el apartamento oscuro del borracho,

surgía su desnudo auroral como Jonia.

Era animal de dicha y entraba fiel, ruidoso,

un grueso calabrote de plata por el cuello…

Sobre muebles de Herraiz o lacas chinas,

biombo bermellón de zancudas doradas,

o en raída moqueta o taquillones

de castellano en serie,

iba dejando las botas deportivas,

los calcetines rojos,

el pequeño taparrabos celeste,

la camiseta como broquel de un pecho

sin defensa. Portador de alegría,

tal un dios de tobillos alados que bajara

a los orcos humanos

ahuyentaba la lágrima, la carta, los somníferos,

la desesperación y su lívida mecha.

Y una noche me dijo, su lengua por mi oído,

«Quisiera haberme muerto».

Cándido

Tanto tiempo en silencio, tantos días

juntos sobre el jergón encarnizado,

sobre el ara o caverna de la cama

que altas cortinas, como altivos muros,

defendían de gritos y de música.

Amablemente preso te tenía

amor de seda y garra leonada,

inerme animal capturado

en incendiados bosques venatorios.

Mas en tus ojos un oscuro brillo

forestal, un latido bronco y libre

me decían que no es lo suficiente-

mente espesa la red entretejida,

como nupcial velambre o madriguera,

ni la llave de oro y la carlanca

seguros contra el odio del vencido.

Así un día te fuiste y los perros

ladraron a tu muerte entre la niebla,

entre el olvido, pájaro de lágrimas.

…Por las torres de Córdoba llovía…

Vuelves ahora en altas madrugadas

de recién lluvia, a encender los cirios,

ceremonial augusto del recuerdo,

por mi noche que alúmbrase en lo hondo

de nueva luz, oh lívidos puñales

levantados, fantasmas fulgurantes,

cartas, fotografías, siemprevivas,

volved a vuestras vainas, a los féretros

silenciosos que arrastra la corriente.

Junto a los olas yo también soy libre.

Como el árbol dorado sueña la hoja verde…

Como el árbol dorado sueña la hoja verde,

ahora que no estás y en los bosques nevados

cruje lívidas urnas, fantasmal, el invierno,

los jóvenes deseos a la deriva quieren

cubrir tu memorial de húmedas laureas.

Era el marzo feliz que oreaban los vientos

primaveral basílica los juncos erigían,

las varitas moradas de san José, la avena

como lluvia menuda y un recado secreto

la cardelina lleva por alfarjes de ramas.

Así como la tierra mi corazón hinchado

germinaba de ocultas semillas sepultadas.

Así como la tierra nupcias al mar ofrece

el oleaje crespo de los besos unía

labio y tierra en anillos de herrín indestruibles.

Veíamos el mundo juntos sobre la roca…

Qué lejos el sollozo, los dioses, la leyenda

que luego tú serías, rojeantes racimos

de riparia cubriendo, armoniosa, tu estatua

cuando ya fuiste mármol inaccesible y ciego.

Pero el cielo era puro y fugaz y la loca

alegría de vivir, esa máscara errante

y beoda reía bajo el galoneado

raso del capuchón del dominó talar,

otorgando antifaces que realidad cubrían

La tristeza, una calle por donde no pasábamos,

la poesía, una flauta que gime abandonada

y el rezo y los sociales lazos y la amistad,

esa vieja burguesa con labor de ganchillo,

nos vieron ir desnudos bajo constelaciones.

Sabíamos que un soplo acabaría con todo:

estancias en la noche centelleante de arañas,

copas alzadas, senos, más hielo, el jardín rosa

y verde de la aurora irrumpiendo en cristales,

desgarrando la cola de satén de la huida.

Sabíamos que un soplo… Y que no volvería

aquel vino jamás a mojar nuestros labios.

Confusamente turbia tiendo la mano ahora

hacia la puerta, arcano, tarot, encantamiento,

y allí encuentro tu mano entreabriendo el recuerdo.

Como el árbol dorado sueña la hoja verde II…

A José Infante

Como el árbol dorado sueña la hoja verde,

ahora que no te tengo, que no te temo, invento

aquellos días, fueron ciento cincuenta días,

larga vida de hombre solo con su infortunio,

de leproso que vela su áurea lacería.

Solo contigo, solos en isla, en celda, en faro

en la noche… Condena que anhelaba perpetua.

Por ventanas clavadas, grietas, gritos, caricias,

miraba hervir el mundo, anillado cual ave

suntuosa que arrastra, enferma, la cadena.

Terror a despertar con el último vino,

con el último alba: estás, estoy. Infierno

de las manos palpando, galeote de niebla

que reencuentra en la sombra la tortura del remo,

en el ornamental poderío del naufragio.

Y el harapo de dicha que yo creía clámide,

y el azur, la corona pagada con las lágrimas

y el coturno falaz de la guardarropía,

ese foco a destiempo, se nos ve todo falso:

saurio de oro, deseos, joyas, tizón, alcoba.

Al rito de los días sanguinolenta entraña

-«Come, bicho-, entregabas, amor, devora, besa.

Pasaban procesiones: «Oh Corazón Sagrado…»

Tú también ostentabas mi corazón en llamas,

vellocino de púrpura que estrujaba tu mano.

Como en ciudad sitiada cuyo botín codicia

el rubio lansquenete, al humo del incendio

altas picas enhiestas, lanzas de jifería

desollaron las viejas virtudes cuyos nombres,

Prudencia, Compasión, aroman los breviarios.

Había que hacer algo: huir de mí contigo,

una sola maleta, un ataúd, un tren

que nos arrase juntos o llamar por teléfono

o al cielo… Estarán comunicando ahora.

Desde los altos muros arrojamos la llave.

Y creció un lirio rojo de llanto sobre el mundo

cuando ya las campanas, funeral huésped mío,

te doblaban y el negro caballo de los muertos,

pisándose el jirel polvoriento y solemne,

te arrastraba al glacial destierro de la ausencia.

Elegía

Me envuelvo en tu recuerdo

como en nieblas secretas que me apartan del mundo.

En la calle sonrío al amigo que pasa,

y nadie,

nunca nadie

adivinó mi muerte bajo aquella sonrisa

ni el frío sin consuelo de mis ojos que ciegan

pidiendo de los tuyos más desdén,

más veneno.

Ahora que la tarde se derrumba en las sombras,

y que el libro de versos resbala por mis manos,

ahora que la lluvia llora por los cristales

de mi ventana,

y llanto va a caer de mis ojos,

antes de que una mano encienda la dorada

llama de mi quinqué,

dime si tú no sueñas en tu balcón, ahora

que la lluvia nos une a los dos con sus lágrimas,

o si sobre el teclado de tu piano oscuro

agoniza Chopin

bajo tus manos trémulas.

Nunca sabrás el loco deseo que me tortura

de cautivar tus labios bajo mi boca ávida,

y sentir el latido de tu sien en mi mano

aprisionada como un pájaro aterido.

Pero no sabrás nunca nada de mi deseo.

Nada de cuando pienso desgarrar con mis dientes

los azules canales de tus venas

y juntos

morirnos desangrados, confundidas las sangres.

Pero estamos ajenos.

Yo sigo en mi ventana,

y tú soñando en otro mientras Chopin suspira,

ahora que aún no arde en mi quinqué la luz

y que a los dos nos une la lluvia con sus lágrimas.

Galán

Aquí está ya el amor.

La luna crece en el espacio virgen.

Desnudo, el desvelado hacia la aurora siente

resbalar por su cuerpo un agua de sonrisas.

Los álamos palpitan de finos corazones

y lento va el cortejo de los enamorados suspirante

en la noche,

deshojando el jazmín de las vihuelas.

Una mano enjoyada de anillos y serpientes

hunde sus uñas sabias de placer en los durmientes núbiles

y fría en su belleza la alta madrugada respira en las glicinas.

Él piensa:

“Ah, caminar a solas bebiendo tu embeleso

por el vientre sombrío de la playa

donde el mar, a nuestros pies descalzos,

rompe en astros su voz amarga y su desdén.

Un rumor de guitarras perezosas

en los puertos azules donde la palma florecida mece,

ebria, su danza lánguida

nos dirá que el amor es tan sólo un sorbo de verano.

Viviremos bajo un dolmen de yedras y de lluvias

en las suaves colinas enrojecidas de frutos

y la dicha fugaz apartará sumisa para vernos

los pámpanos silvestres dorados por el ala de los abejarucos.

Ah, morir, quiero morir con tu nombre en mis labios.”

La noche unge con sus sacros óleos los ojos del amante.

Juglares y doncellas

que ofrecían manzanas de amor entre columnas

duermen bajo una brisa de besos que deshace sus cabellos floridos

y sólo el ruiseñor, el príncipe nocturno,

asciende por las altas graderías de la luna

y en su pluma suave

una rosa de láudano crece esparciendo olvido.

El piensa entre los sueños:

“Quiero morir cantando junto al mar”.

Hace ya tiempo que no sé de ti…

A Cándida Guerrero Natera

Hace ya tiempo que no sé de ti

y está la sierra como te gustaba

con el otoño.

Por Escalonias y por San Calixto

a las primeras lluvias han crecido

las hierbas y una seña silenciosa

me entregan tuya en verdor y aroma.

Las ciervas ramonean acebuches

y está la brama resonando fiera,

en el fragor del monte su sollozo.

El venado de sombra taciturna

alza la cuerna como un candelabro

que incendiara de celo y oro el bosque,

y el jaro jabalí híspido bate

el hosco ramo prieto de la encina,

tal me decías.

Hace ya tiempo que callas, lejana.

Mañana de los lunes en el viejo

archivo provincial, legajos, cintas

rojas de las carpetas, boletines.

Todo el oficinal rito perenne

se estremecía al aire del lentisco,

al varear de juncos en las fugas,

al corno inglés en óperas de Weber.

Y queda aún olor de jara y pólvora,

en el veraz relato, entre tus manos,

hace ya tiempo.

Y pienso en ti y sonrío y me es grata

tu memoria, como una prenda usada

de abrigo al calofrío de la casa.

Infame turba

Nunca supimos qué pájaro era aquel

que cantaba al besarnos…

Al besarnos el alba

sería la alondra ilustre,

el vano timbalero de Verona,

diana floreciendo en el dormido alféizar,

salvas inoportunas,

diligentes clarines matinales

hostigando al amante perezoso

su ligera fanfarria.

Nunca supimos qué pájaro era aquel

que cantaba…

Que cantaba en la noche,

ruiseñor, geiser puro

de lágrimas brotando, silenciosa

perla de la armonía, copa lívida

desbordando tristeza y ebriedad.

Voz sacra de la luna. A su conjuro,

espectral médium pálido,

entre la fronda ensimismada surgen

invocadas estatuas.

Nunca supimos qué pájaro era aquel…

Era aquel mirlo blanco

que llamaba desde la oscura tarde,

cuco, péndulo primaveral

pausadamente hiriendo en el recuerdo.

Ribera del amor, aparejadas

las aves, las sonrisas, golondrinas,

paloma de collar, colibrí, pechirrojo,

pueblan libres el ámbito.

Nunca supimos qué pájaro…

¿Qué pájaro del frío, aguzanieves

del olvido, avefría, nevatilla,

trémulas patas sobre ramas yertas,

con sus picos hurgando en el sonoro

corazón, tronco vivo retumbante,

cavaban tumbas al helor del tiempo?

Nunca supimos…

Supimos bien si aquel reclamo era

gorjeo artificial, ruedas, tornillos,

un jilguero mecánico, espejuelos

o canario de cuerda, fidelísima

tórtola de latón y purpurina,

selvática viuda desolada.

Nunca…

Sí, nunca nos besamos.

Jardín

La sonrisa apagada y el jardín en la sombra.

Un mundo entre los labios que se aprietan en lucha.

Bajo mi boca seca que la tuya aprisiona

siento los dientes fuertes de tu fiel calavera.

Hay un rumor de alas por el jardín. Ya lejos,

canta el cuco y otoño oscurece la tarde.

En el cielo, una luna menos blanca que el seno

adolescente y frágil que cautivo en mis brazos.

Mis manos, que no saben, moldean asombradas

el mármol desmayado de tu cintura esquiva;

donde naufraga el lirio, y las suaves plumas

tiemblan estremecidas a la amante caricia.

Sopla un viento amoroso el agua de la fuente…

Balbuceo palabras y rozo con mis labios

el caracol marino de tu pequeño oído,

húmedo como rosa que la aurora regase.

Cerca ya de la reja donde el jardín acaba

me vuelvo para verte última y silenciosa,

y de nuevo mi boca adivina en la niebla

el panal de tus labios que enamora sin verlo,

mientras tus manos buscan amapolas de mayo

en el prado enlutado de mi corbata negra.

Jazmín

Para Quinín García de la Bárcena

Amiga mía, a veces si estoy leyendo y llueve

como ahora, tu voz parece oírse cerca,

por entre los grabados del pasillo y la cal

que intenta ser imagen de un callejón de Córdoba.

Brilla en el vaso apenas un copo de jazmines,

el fugitivo olor que tu mano ordenaba

sobre el mantel listado, con el pan y el cubierto

de la ternura abierta en la frugal vianda.

¿Te olvidamos un poco? Tú cruzas silenciosa.

Nuestros días se han hecho sordos y no esperamos,

con la vejez terrible, unas lágrimas frescas.

El llanto es privilegio de los amores jóvenes.

Mas tu perfil en sepia de la fotografía

me lleva hasta los libres, primeros años 30:

las trenzas -Lily Cépannek- en diadema de mieses,

la angostura del cóctel, la rosa de un abdullah.

Aquel túnel de sangre del verano… Chirriando

se detuvo el expreso en andenes hostiles

y atrás quedó el bagaje y el inútil retorno

talló de sales duras la mirada al pasado.

Luego, ya tejedora de bufandas de hastío,

vas y vienes, levantas el estor, la sonrisa,

y en el alféizar húmedo desmenuzas las migas

doradas para el ave mortal de la tristeza.

Oscurece tan pronto. Obediente a los signos

caminas al encuentro en el atrio sombrío.

Fulge a la luna el miedo cipresal de la noche

y está el naipe marcado con la indecible cifra.

Junio

Oh, sé que he de buscarte

cuando el otoño abrume con sus frutos goteantes

la tierra,

cuando las mozas pasen mordiendo los racimos

como si fueran labios,

cuando las piernas rudas de los hombres

se tiñan con la sangre púrpura de las vides

y quede una canción flotando en el azul helor de la tarde

madura.

Oh, sé que he de buscarte.

Cuando caiga en el río el beso desmayado de la última

adelfa buscaré tus pisadas sobre la arena tibia

donde tu cuerpo expiraba bajo el mío

como un talle verde en el suspenso mediodía.

Oh, sé que he de buscarte

cuando el dormido cisne del otoño aletee en su nido;

pero Junio es ahora un pastor silencioso

que coronan los oros sagrados de la trilla,

y yo bebo en tu cuerpo la música desnuda

que languidece en los violines lentos de la siesta.

Oh, yo sé que he de buscarte

cuando la campiña despierte del letargo amarillo

de los élitros;

pero ahora es tu cuerpo sólo, tu cuerpo junto al mío,

mientras Junio incendia la felicidad de los montes

más lejanos

y el río besa tímidamente nuestros pies

como si Narciso nos contemplara con sus diluidos ojos

verdes de agua.

La calle de armas

Así te amaba, voz lejana, cuando decías:

Amanecía entonces en la calle de Armas…

Era un carro ruidoso de gaseosas, sifones y aguas medicinales

donde la aurora, dulce, sonreía

como en triunfal cuadriga de leonados caballos.

Cantaban, enjauladas, desde los hondos patios, las perdices,

y el santero enlazaba de frescos heliotropos

el centro de la Virgen del Socorro.

Abrían los torneros sus puertas,

y en la tienda cercana de tejidos

colgaban de las perchas, rígidos, los capotes

y las listadas telas flameaban al indolente aire

como paramentos suntuosos abatidos sobre murientes fiestas.

Las barberías humildes,

el azogue manchado del espejo,

irisaban de un rosa pálido de pomadas,

de un azul de colonias, de verdes brillantinas,

como un pavo real entreabriendo el ocaso purpúreo de su cola.

Y los moldes de lata para dulces,

las jaulas, las parrillas, los grandes rayadores,

como escudos vencidos de guerreros,

colgaban en la puerta del latonero hábil,

donde el estaño finge un pez que salta líquido.

En el número 7 de la calle de Armas,

al pasar, el estío soplaba sus vaharadas de esencias turbadoras:

inmóvil mediodía en las eras calientes

cuando un sátiro joven deja caer el chorro de agua de su flauta.

Allí estaban las hoces, las trallas, los rastrillos,

las cribas, los sombreros de segador, los bieldos,

y Junio respiraba coronado de adelfas

que mustian los deseos con sus labios ardientes.

Sobre grandes canastos

se encontraban la yesca y el laurel victorioso,

las navajas y el huevo de zurcir calcetines;

y en papeles aparte, la sal y los cominos,

el azafrán bermejo, como cabellos cárdenos de corsarios turquíes,

el orégano amargo y el perejil fragante.

María Francisca, abeja en panal de almidón,

con delantales blancos de caladas vainicas, por la confitería

repartía la dicha en cajas de sorpresa,

con estampas brillantes de fabulosos pájaros en selvas irreales

y misteriosas cruces que acercando a los ojos,

enseñaban la casa santa de Loreto

o la gruta de Lourdes.

Cuando la tienda estaba dormida en la bateas al sopor de las moscas,

sus prodigiosas manos,

con tibias tenacillas y el ámbar de sus uñas,

rizaban los manteles albos de los altares,

los amitos, roquetes, los finos pañizuelos eucarísticos

y los mismos repliegues, idénticas cenefas

que bordaban de crema los pasteles de hojaldre,

cándidas margaritas, abullonadas nubes,

rodeaban el sacro pelícano sangrante

y el vellón inocente del Agnus Dei.

Con un largo quejido

anunciaba el sillero amarillas aneas,

y el vendedor de cuadros extendía sus cromos

donde una mujer rubia, con el cabello suelto

y felpa de brillantes,

desde una rosaleda, arrojaba a los cisnes blancos copos de almendro,

mientras la muerte rema, adornada de flores,

por el viejo taller del relojero,

en la dorada barca del tiempo, al compás de la péndola.

tenue cual la guadaña abatiendo las mieses.

Así, lejana, voz perdida, te amaba cuando decías:

Era el amanecer en la calle de Armas…

“Antiguo muchacho” 1950

Narciso

No, no quiero volver…

Sé que está entre los mimbres secreto y aguardándome.

Sé que me espera. Piso estos verdes helechos

que llevan su sombra. Pero no he de ir.

¿No he de ir? Aún el estío

como un áureo zagal se embriaga en las siestas

y todo para él, esa rosa de fiebre y el venero escondido

y el queso blando y puro

y el aire áspero como la lengua del mastín sediento,

es deseo en su carne.

Pero no he de dar un paso más.

Desde aquí te adivino. Estoy tan cerca de ti

que si mi corazón pronuncia tu nombre

me responderás en la brisa

como la selva responde estremecida

al largo lamento del caracol en labios de los cazadores,

al penacho de luto que deja entre los árboles

la sombría guirnalda de las trompas.

Desde aquí te deseo…

Este lugar recuerda tu reino y tu silencio:

ese musgo suave y esas vanas ruinas

por donde las palomas se aman entre yedras

y los granados abriendo el cráter de sus frutas

y las cimas lejanas como cuerpos de animales perezosos

que durmieran eternamente bajo el azul del cielo.

Así es tu dominio.

Pero tú estás ajeno a tu propia hermosura,

frío junto a la lava rubí de las granadas,

callado al largo abrazo musical de la yedra,

al gemido amoroso de las garzas

que dejan en tu arena, como huella de un beso,

la señal atrevida de sus patas

y asustadas, de pronto, vuelan alzando al sol

el racimo turquesa de sus plumas.

Viene el atardecer…

Aguardaré la noche para llegarme a ti,

cuando no pueda verte, cuando no puedas verme,

antes de que la luna te despierte en tu sueño

con el rumor flotante de sus arpas crueles,

en ese sólo momento en que el campo dormita,

hasta que la noche agite su tirso de luciérnagas

y ya de nuevo vuelva al bosque la vida

y los insectos, como un velo bordado de joyeles vibrátiles,

tiemblen en las adelfas y el jabalí salvaje

abra su ojo de cobre y al hechizo nocturno

quede un instante absorto y las flores,

pájaros de perfume en jaulas de verdor,

den al viento sus pétalos y el ruiseñor

bajo la luz astral enrede el heliotropo de lluvia de sus trinos.

Ya se acerca la noche. Duerme, criatura amada.

Abandona al sosiego tu cuerpo, donde el labio

de mi pasión, morado, tu camal estatuaria

trastornaría con un placer intenso y misterioso.

Mira las palmas de mis manos moldeando mis flancos

que por ti palpitan como lebreles negros acollarados

que la brisa sostiene,

haciéndome gritar de angustia por tu cuerpo que escapa a mi cuerpo

por esa imposible posesión que me enerva sobre el césped

como el pámpano verde retorciendo su alambre vivo en las hogueras.

Duerme, amante cuerpo,

bajo las dalias calientes de quien te invoca,

mientras las cañas huecas de mi flauta

derraman la rubia miel de sus quejas

en el odre sombrío que la tarde abandona en los barrancos.

Así estabas, dormida. Los sagrados ropajes desceñía

y con sed, a la orilla de tu cuerpo tendí el mío desnudo.

Dormías al monótono arrullo de los cielos

y como un mármol perfecto nada estremecía

tu letargo perfecto embriagado de dulce aburrimiento.

Las nubes solitarias como navíos anclados en los árboles,

con los mástiles revestidos de pájaros errantes

pasaban lentamente

y otras veces, el basalto crujiente de las tormentas

despeñaba sus moles y el rayo convertía en blandón suntuoso

el pino y sus aromas…

Tú dormías en la tierra. Dormías y esperabas.

Me acerqué a tu mirada y mis piernas elásticas

encontraron el loto esbelto de tus piernas.

La mañana era entonces unos labios abiertos,

unas caderas ágiles, un cestillo de fresas,

una corona húmeda del rocío de la dicha.

Me arrodillé a tus pies. Ya tenías el ara

de los dioses y el héroe

y tus tobillos, donde las campanillas silvestres se enredaban,

podían saltar gráciles sobre la urna armoniosa de mi vencimiento.

Allí estaba tu boca… Yo imaginaba frutas, vinos ardientes

y tu cintura joven ceñía un verano mortal

que agostara la florecilla abierta en la grieta del muro

y los bosques del éxtasis,

que secara los ríos morenos y el manantial perdido

y las bestias se consumieran en la llama de sus rugidos

y ni un viento azul refrescara la reseca corteza de la tierra.

Todo mi ser era una ofrenda anhelante.

Te imploré como antes a las silentes sombras,

a las altas deidades silenciosas

ofrecía los mirtos y el vellón.

Como ellas, callabas y la rueca implacable de los días

domaba los oscuros olivos de mi llanto

y mi voz como altar de sacros caramillos,

esperaba la yerta palabra de los dioses

fría como ceniza al corazón del hombre.

Mas tú no eres un dios.

Tal el príncipe que el otoño desnuda entre las vides,

tu cuerpo despojado de púrpuras divinas

emergía brillante como lirio fulmíneo

dúctil a la caricia tenaz de mi presencia.

Eso eres tan solo: un cuerpo que el deseo,

sacerdotal, entrega al tálamo florido de otro cuerpo.

El alba… Ya te veo… La noche en el jardín

del viento aún levanta su veneno lunar

y ríe lejana porque sabe que el hombre anhela su retorno

sediento de su narcótico misterioso.

Ríe, víctima triunfal, segura de su pesada monarquía,

esperando que los mortales invoquen

su beleño irreal y la confidencia de sus tiorbas por las sienes.

De nuevo a tu lado.

Tu carne… Esa es mi plegaria.

Nacido de mí mismo, tu amor, como puñal en el estuche

acecha para libertar mi soledad

porque el amor tan sólo puede ser poseído por la muerte

y es inútil que los cuerpos se enlacen en un latido turbio

y las bocas levanten sus voraces hogueras

y las piernas sus ríos de vértigos estériles

y cuelguen las cabezas, como degolladas, sobre las

bandejas de légamo de los cabellos,

si la muerte no clava en la médula su cuchillo de espasmo.

Para siempre a tu lado.

Prepara ya tus brazos.

La aurora, en luminosas yuntas ígneas

abre los surcos pálidos del cielo,

y el sol, como perla friolenta en la árida mano del espacio,

como semilla en manos del labrador,

dora de rosa tu carne funeral ¡oh cadáver de dicha!

¡nupcial materia pútrida!

Entrégame en tus labios, amor, muerte, tu edén.

Noche oscura

San Juan de la Cruz

Porque es de noche y va cayendo el agua

nos abrazamos, solos, en el viejo

regazo del sofá en tanto suena

la voz de Nat King Cole, triste y cálida

rama de broncas ascuas crepitantes

en la garganta humana de los discos.

Aunque es de noche duerme en su litera

de angustia el senescal, ora dormido

el obispo yacente sobre el laude

y en su cama de ruedas duerme el ciego.

Dormido el mundo, tú y yo veíamos

solos sobre la tierra, porque es noche

y el agua vierte pura hondo sueño.

Un humo de durmientes nos acerca

las bocas… Calla tu corazón al miedo

aunque es de noche y está frío el planeta

con nosotros y el bosque de esa música

tupiendo yedras alrededor nuestro.

Llamas somos de un sueño largo y torpe

que los tendidos sueñan silenciosos

desde el catre postrero de la tierra.

Sólo es real el vaso rebosante

de mi sed, aunque el agua está manando

y es de noche para siempre, noche oscura.

Otro adiós

La mermelada duró más que el amor…

no tendré que bajar ya por la confitura.

Chillan los gorriones no informados:

¡Levantaos amantes que dormís las mañanas frías!

Terminaron los desayunos para dos.

Vuelve a tu duro pan de solitario.

II

Creció la zarza ardiente del silencio

signaron hojas los gastados labios,

quemaron las palabras sin decirse.

¿Por qué no hablaría yo?

Gustavo Adolfo

desde el visillo trémulo apuntando

el llameante aullido silencioso.

III

¿Proust otra vez ? Guermantes,

vano nácar del tiempo, los biombos

de olvido desplegando fastos…

¿Eres tú o una sombra que cuenta lo de otros?

Sentimientos en eco,

hay lejanas levitas en lo que dices,

pasos que no son tuyos resonando

por galerías de espejos, muselinas,

frutales cornucopias de alucinante alinde

donde no te reflejas…

Caiga al fin el guarnido cortinón escarlata.

IV

Llegó el derribo urgente y necesario.

Quedan las cartas. Quema las cartas,

velador giratorio que consultas a veces

en busca del secreto.

Infinitud de amor: están los cedros

dando su sombra al músculo del lince,

pájaros, lluvia, nardo asirio, huerto

terrenal siempre.

Incierto encuentro, realidad fue sólo

las escritas palabras, tal la lápida.

Allí surges de nuevo, allí te tengo

criatura del amor ,

naciendo entre las valvas venéreas de las olas.

Palacio del cinematógrafo

Impares. Fila 13. Butaca 3. Te espero como siempre.

Tú sabes que estoy aquí. Te espero.

A través de un oscuro bosque de ilusionismo

llegarás, si traído por el haz nigromántico

o por el sueño triste de mis ojos

donde alientas, oh lámpara temblorosa en el cuévano

profundo de la noche, amor, amor ya mío.

Llegarás entre el grito del sioux y las hachas

antes de que la rubia heroína sea raptada:

date prisa, tú puedes impedirlo. O quizás

en el mismo momento en que el puñal levanta

las joyas de la ira y la sangre grasienta

de los asesinos resbala gorda y tibia,

como cárdena larva aún dudosa

entre sopor y vida, gotando

por el rojo peluche de las localidades.

Ven ahora. Un lago clausurado de altos

árboles verdes, altos ministriles, que pulsa

la capilla sagrada de los vientos

nos llama; o el ciclamen vivo de las praderas

por donde el loco corazón galopa

oyendo al histrión que declama las viejas

palabras, sin creerlas, del amor y los celos:

«Pagamos un precio muy elevado por aquella felicidad»;

o bien: «Ahora soy yo quien necesita luz».

y más tarde: «Tuve miedo de ir demasiado lejos»,

en tanto que el malvís, entre los azafranes

del tecnicolor, vuela como una gema alada.

Ah, llega pronto junto a mí y vence

cuando la espada abate damascenas lorigas

y el gentil faraute con su larga trompeta

pasea la palestra de draperías pesadas

junto al escaño gótico de Sir Walter Scott.

Vence con tu áureo nombre, oh Rey Midas;

conviérteme en monedas de oro para pagar tus besos,

en el vino de oro que quema entre tus labios,

en los guantes de oro con los cuales tonsuras

el capuz abacial de rojos tulipanes.

Vendrás. Alguna vez estarás a mi lado

en la tenue penumbra de la noche ya eterna.

Sentado en la caliza de astral anfiteatro

te esperaré. Tal ciego que recobra la luz,

me buscarás. Tus hijos estarán en su palco

de congelado yeso, divertidos, mirando

increíbles proezas de cowboys celestiales,

y yo, ya sabes dónde: impares, fila 13.

Pinar de la piedra

Hay una débil música enredada en mis dedos

como indolentes, verdes algas dormidas,

cuando Mayo desnuda de negros pabellones

mi errante pensamiento.

Hay un tejido espeso como aroma de mieles y de trigo,

que envuelve adormeciendo roca y nube.

Es temprano en la tarde.

El arroyo abandona su flauta entre la hierba.

Me inclino reverente para beber y el agua

pone en mis cerrados párpados su húmeda caricia.

Sobre la tierra extiendo mi pereza

y Mayo me despoja de la corteza gris y extraña de mi traje

ciñéndome triunfal con la guirnalda azul de sus ramajes lánguidos

y en el silencio olvido el remolino inquieto de mi alma.

Ahora soy complacido todo tierra,

sólo un montón de tierra donde crecen florecillas salvajes

como desnudas piernas deseadas

y hay un himno en mis labios,

un himno que levanta su corola

como la púrpura de la diana en un alba con lluvia.

Por el pinar en sombra se difunden sonrisas de armonía

cuando la tarde estruja jacintos olorosos

en el cáliz temblante de los árboles.

La montaña se aleja en éxtasis de humo…

Yo espero confiado que tu inicial escrita en la piedra callada

vuelva a hablarme en la noche con tu voz,

con la voz del agua en el venero,

de ese agua que rompe su líquido alabastro

en el silencio verde de las hierbas.

“Mientras cantan los pájaros”

Rondel para un joven violinista

Mi canto, para aquél que no sabe

mi nombre. Para aquél que no sabe,

mi sonrisa. Y mi amor para mí,

creciendo ante la luna, alzándose a la luna

inmóvil bajo el ropaje rígido,

bajo el plegado áureo de su luz

y la fugaz diadema de la fiebre

ardiendo con su gema misteriosa…

Para aquél que no sabe, mi canto y mi sonrisa.

Para ti, con tus labios de tierra,

que en góndola embriagada pasas

suave y silencioso

acariciando oscuros cabellos de violines,

el mar tiránico y la inhumana dádiva de la música

por quien desfalleces y para quien eres sólo

un torpe vaso donde ella vierte avara

unas gotas falaces de su vino,

mientras, alta, en la alta gradería,

ella ríe sagrada y desleal.

Tu beso vivo

para la carne de la humilde madera

que la armonía esparce sólo con ser tu espejo,

y los puros sonidos,

cuando pulsas sombrío el corazón nocturno

en las cámaras frías donde arde el tenebrario de la madrugada,

acuden a tu mano como trémulas aves

sumisas, en espera de la simiente pródiga.

Sueñas con escenarios, pesados terciopelos de telones

que un éxtasis de aplausos detuviera.

Gala de las arañas encendidas

y los hombros desnudos por los palcos;

perlas enfermas en gargantas níveas

y un zumbel de doradas abejas coronándote,

Haydn de nuevo… Y la hortensia morada

de tus párpados agrandándose lívida,

ignorando que hay un pájaro libre en tu ventana

picoteando en el cristal sonoro,

y la inicial de una muchacha escrita en la manzana que te comes,

y un canto para ti, que no sabes mi nombre,

para ti que no sabes mi sonrisa.

Sólo tu amor y el agua…

Sólo tu amor y el agua… Octubre junto al río

bañaba los racimos dorados de la tarde,

y aquella luna odiosa iba subiendo, clara,

ahuyentando las negras violetas de la sombra.

Yo iba perdido, náufrago por mares de deseo,

cegado por la bruma suave de tu pelo.

De tu pelo que ahogaba la voz en mi garganta

cuando perdía mi boca en sus horas de niebla.

Sólo tu amor y el agua… El río, dulcemente,

callaba sus rumores al pasar por nosotros,

y el aire estremecido apenas se atrevía

a mover en la orilla las hojas de los álamos.

Sólo se oía, dulce como el vuelo de un ángel

al rozar con sus alas una estrella dormida,

el choque fugitivo que quiere hacerse eterno,

de mis labios bebiendo en los tuyos la vida.

Lo puro de tus senos me mordía en el pecho

con la fragancia tímida de dos lirios silvestres,

de dos lirios mecidos por la inocente brisa

cuando el verano extiende su ardor por las colinas.

La noche se llenaba de olores de membrillo,

y mientras en mis manos tu corazón dormía,

perdido, acariciante, como un beso lejano,

el río suspiraba…

Sólo tu amor y el agua…

Tentación en el aire

Sabía que vendrías a hablarme

y no te huía

demonio, ángel mío, tentación en el aire.

Sabía que tus ojos ahogarían mis ojos

cansados ya de largos horizontes de hastío

y de copiar tranquilos paisajes de remanso.

Antes de verte, lejos, te adiviné en mi alma,

como algún fauno joven que con su flauta báquica

avivara en mi carne

un fuego leve, quieto,

amenazado casi de apagarse algún día,

rodeado de hielos, engaños de mí mismo.

Al escuchar mi oído la brisa de tus voces,

ángel mío, demonio, tentación en el aire,

aquel día que el cielo brillaba y era Agosto

sentí en mi alma un roce de blandas plumas blancas

como si frescas alas me nacieran de pronto,

y mi ser se llenara de pájaros cantores.

En silencio, callado, yo te entregué mi alma,

aquella que había sido espada victoriosa,

que había decapitado todas las tentaciones

a ti, mi ángel malo, te la entregué sin lucha,

y tú con tu sonrisa, ¡oh tu risa que hiere!,

arrancaste de mí los altivos laureles

y casi sin mirarlos, despreciastes a aquel

que alargando la mano te los daba vencidos.

Por seguir tus caminos

dejé en un lado a Cristo,

tentación en el aire, ángel mío, demonio;

deserté de las blancas banderas del ensueño

para seguir, descalzo, tus huellas que manchaban.

Abandoné los quietos pensativos cipreses

levantados al cielo, místicos del paisaje,

para pisar el polvo y las ruines hierbas

que ocultan con sus verdes el agua cenagosa.

Robaste de mi cielo las piadosas estrellas,

aquellas que eran tenue revuelo de cristales

caído del regazo virginal de la tarde,

y sólo me dejaste a la impúdica Venus,

brillante de lujuria, y al ciego Amor,

el falso, el inconstante, el loco,

el que adorna su frente, no con la eterna yedra

sino con la guirnalda de los mirtos lascivos

y las rosas de un día;

aquél que con sus risas ha trastornado el mundo

sin ver nunca si el dardo que alegremente arroja

hiere sólo la carne o llega al hondo espíritu

hasta hundirlo en la muerte o en la locura acaso.

Quisiera ser la rota columna decadente,

aquel ángel mancebo perfecto entre sus bucles,

o mejor, el Apolo que ayer recibió culto,

y que hoy sepultado bajo la tierra espera

el día de volver a las nubes olímpicas,

mientras que las raíces se enroscan a su cuerpo

-a la gracia del niño tan sólo comparable,

ya las sencillas flores de los valles idílicos-

como viejas y obscuras serpientes milenarias.

Todo lo que a tu alma, tentación en el aire.

demonio, ángel mío, arranca de su frío

quisiera ser, y humilde, ofrecértelo todo,

para que ya pasado un momento de fuego

me despreciara más tu cruda indiferencia;

pero en ti hay algo que es mío y no lo sabes,

algo que entró de mí a pesar de ti mismo,

y es esa indiferencia que te hiela los labios

a la que yo amo más que a la amable sonrisa

que no pasa del rostro.

¿Qué sabes tú de esto?, ángel mío,

demonio, tentación en el aire. Del helado placer

de sentir el desprecio, y del llorar alegre,

¿qué sabes tú, qué sabes?

Aunque me hayas quitado a Cristo, el que perdona,

el comprensivo, el dulce, el manso Jesucristo,

un día volveré al alba, ya cansado,

con mis descalzos pies sangrantes de la senda

y lloraré las lágrimas, las que tú no ves nunca,

hasta borrar el último recuerdo del pecado.

Todos los santos

Suena la noche, suena el cautiverio

tenebroso, cadenas arrastradas

por el mármol. Inician !as maderas

y el metal la batalla de la orquesta,

la nublada obertura crece suave,

gotea la cera sobre el paño negro.

Si pudieras dormir. Agazapado

el volatín de los timbales salta,

ríe, te trae desnudo hasta la cama,

bufón de cresta roja, cascabeles.

Ya no puedes dormir. Estás conmigo,

ah vana sombra, aparta tu ternura,

tu torrente de lágrimas: la grave

camelia del oboe se desangra.

Ahí está la mancha. Leve, asciende,

voces humanas, órgano, los tubos

plateados del álamo en el bosque

tienen tu voz. Apaga los blandones,

retira antifonarios. Barbitúricos,

dosis letal de fiebre y laberinto,

tu cabellera flota todavía

por amargos violines del insomnio.

Sube el fagot, el panteón cerrado

ilumina la ojiva de las arpas,

pabilos crujen junto al hueco oscuro.

Humo es el sauce y su atabal ceniza.

Bebe en mi corazón. Cómo estremecen

las lilas, las violas, las sonoras

cajas el ritmo marcan de latidos.

Vuélvete a la pared. Están los sueños

exhumando el espectro. Rosas abren

por las trompas. Estallan las carcasas

de primavera, besos, huellas fulgen.

Duerme. El velorio sigue de las flautas,

pavanas para un tiempo ya difunto,

barraganía inútil del recuerdo.

Vienes con el amanecer…

Para Lola del Estal

Vienes con el amanecer

o ya estás, estás sentado aún con las estrellas

en el duro escalón del arriate

donde encañados crecen los guisantes de olor

y el botón estallante de la amapola india,

el pequeño dominio urbano de tu siembra.

¿Alguna vez pensaste que te ornarían los brotes,

los tanteantes pámpanos prensiles,

en caligrafía de dibujo sobre la fúnebre pizarra?

Inmóvil no suspiras,

pensativo y doméstico dios menor y guardián,

sólo atento a la losa que tu nombre proclama

y tu derecho:

Abraham Higgins, proprietor. 1876.

Vendido el predio,

la actual dueña intrusa a sabiendas te ignora

tal no repara en el caracol de zurrón deslizante,

vulnerando tu espacio de armonía

tendaleras con prietos calcetines de lana

de su amante galés, beodo y rojo.

En el prerrafaelista clarear de la luz

la malvarrosa yergue sus ásperos papeles

y sólo yo te veo, accidental huésped de semana,

de bed and breakfast.

Cuando regrese al fuego suicida de mi patria

definitivamente tú habrás muerto.

Viernes santo

Hace frío en los atrios esta noche,

ascuas de cobre sobre los braseros aviva la criada

y la helada ginebra enfría el labio.

Roberto Carlos baja tu voz desde el Brasil, oh cuerpo tuyo,

oh alma mía asómate al gallo, no,

no le conozco, a la mirada, no, no quiero ver,

sólo tu pecho entreabriendo rosa oscura

a la táctil araña de las manos.

Y está el Pretorio ró con el alba,

jaspes yertos, columna,

y desnudo, desnudo hasta la sangre,

nos desnudamos, rito, sobre el lecho, cordeles lacerantes

de los besos, caricias aprietan,

tiran, tinta la res del sacrificio,

soldados, carcajadas, extinguidas antorchas humeantes,

oh qué hambrienta vesania, brasas, bocas

ardiendo, crepitantes leños rojos,

la túnica de loco arrodillado busca,

ya no blanca, ni grana, ni violeta,

sí rígida por las costras,

por el rayo fulmíneo que derriba

y no apagues la luz quiero verte los ojos,

averigua quién te dio el golpe,

el mazo martillea los clavos en la fragua,

tafetanes ungiendo sacerdotal desdén,

y tú me quieres, vino nuevo embriagando mis venas,

arterias al ocaso como dalias,

no apartes este cáliz, esta hiel, está el campo

del alfarero ya comprado con las treinta monedas,

húmeda arcilla donde clavar alarias plateadas,

plateados placeres, marea embravecida y plateada

luna, tinieblas, rueda el dado ciego

y un vaho de hedor sube de los sepulcros,

pliega tus alas sobre mi carroña,

sobre mi carne viva,

suave buitre ígneo, rapaz tormenta deseada,

lluvia sangrienta empapa el monte oscuro,

la adarga, los arneses, fluye cárdena

sobre las blancas sábanas, los lienzos taponados de rubíes,

no caiga sobre mí la sangre de este justo,

pues sólo quise amarte.