Flórez, Julio

Reseña biográfica

Poeta colombiano nacido en Chiquinquirá en 1867.

Desde los diez años comenzó a escribir versos. En 1884 se dio a conocer como poeta, pero la guerra civil de 1885 lo obligó a suspender sus estudios y a viajar por diferentes países.

De espíritu democrático y liberal, se opuso con su palabra a toda dictadura. Fue un poeta romántico hasta el exceso; sentimental, bohemio, sensible y sensitivo; ignoró todas las escuelas, para cantar solamente lo que hervía en su corazón, sin sujeción a dogmas ni gramáticas.

«Horas», «Cardos y lirios» y «Fronda lírica», son sus obras más reconocidas.

Falleció en 1924.

Abstracción

A veces melancólico me hundo

en mi noche de escombros y miserias,

y caigo en un silencio tan profundo

que escucho hasta el latir de mis arterias.

Más aún: oigo el paso de la vida

por la sorda caverna de mi cráneo

como un rumor de arroyo sin salida,

como un rumor de río subterráneo.

Entonces presa de pavor y yerto

como un cadáver, mudo y pensativo,

en mi abstracción a descifrar no acierto

Si es que dormido estoy o estoy despierto,

si un muerto soy que sueña que está vivo

o un vivo soy que sueña que está muerto.

Aún

Mil veces me engañó; más de mil veces

abrió en mi corazón sangrienta herida;

de los celos la copa desabrida

me hizo beber hasta agotar las heces.

Fue en mi vida, con todas sus dobleces,

la causa de mi angustia -no extinguida-

aunque, ¡pobre de mí! toda la vida

su mentiroso amor… pagué con creces.

Los tiempos han pasado; ya su boca

no me da sus caricias, ni me abrasa

el fuego de sus ósculos de loca;

¡y sin embargo mi pasión persiste…

pues, cuando a veces por mi senda pasa,

me alejo mudo… y cabizbajo… y triste!

Candor

Azul… azul… azul estaba el cielo.

El hálito quemaste del estío

comenzaba a dorar el terciopelo

del prado, en donde se remansa el río.

A lo lejos, el humo de un bohío,

tal de una novia el intocado velo,

se alza hasta perderse en el vacío

con un ondulante y silencioso vuelo.

De pronto me dijiste: -El amor mío

es puro y blando, así como ese río

que rueda allá sobre el lejano suelo-

y me miraste al terminar, tranquila,

con el alma asomada a tu pupila.

Y estaba azul tu alma como el cielo.

Cuando lejos muy lejos, en hondos mares…

Cuando lejos muy lejos, en hondos mares,

en lo mucho que sufro pienses a solas,

si exhalas un suspiro por mis pesares,

mándame ese suspiro sobre las olas.

Cuando el sol con sus rayos desde el oriente

rasgue las blondas gasas de las neblinas,

si una oración murmuras por el ausente,

deja que me la traigan las golondrinas.

Cuando la tarde pierda sus tristes galas,

y en cenizas se tornen las nubes rojas,

mándame un beso ardiente sobre las alas

de las brisas que juegan entre las hojas.

Que yo, cuando la noche tienda su manto,

yo, que llevo en el alma sus mudas huellas,

te enviaré, con mis quejas, un dulce canto

en la luz temblorosa de las estrellas!

En el salón

En tu melena, do la noche habita,

temblaba una opulenta margarita

como un astro fragante entre la sombra;

de pronto, con tristeza,

doblaste la cabeza

y rodó la la alta flor sobre la alfombra.

Sin verla, diste un paso

y la flor destrozaste blandamente

con tu escarpín de refulgente raso.

Yo, que aquello miraba, de repente

con angustia infinita,

al ver que la tortura deliciosa

se alargaba de aquella flor hermosa,

con voz que estrangulaba mi garganta

dije a la flor ya exánime y marchita:

“¡Quién fuera tú… dichosa margarita,

para morir así… bajo su planta!”

En la agonía

(Últimos versos del poeta)

Nó, retira esa droga, que no luche

por más tiempo del doctor… ¡Es muy tenaz!

Ven, que el latido de tu pecho escuche.

¡Ven, acércate más!

Dime, ¿quieres curarme? ¿Sí? Pues eso

fácil es y un remedio hay eficaz:

¡pon tu boca en mi boca y dame un beso

que no acabe jamás!

¿En qué piensas?

Dime: cuando en la noche taciturna,

la frente escondes en tu mano blanca,

y oyes la triste voz de la nocturna

brisa que el polen de la flor arranca;

cuando se fijan tus brillantes ojos

en la plomiza clámide del cielo…

y mustia asoma entre tus labios rojos

una sonrisa fría como el hielo;

cuando en el marco gris de tu ventana

lánguida apoyas tu cabeza rubia…

y miras con tristeza en la cercana

calle, rodar las gotas de la lluvia;

dime: cuando en la noche te despiertas

y hundes el codo en la almohada y lloras…

y abres entre las sombras las inciertas

pupilas como el sol abrasadoras;

¿en qué piensas? ¿en qué? ¡pobre ángel mío!

Piensas en nuestro amor despedazado

ya, como el junco al ímpetu bravío

del torrente que salta desbordado?

¿Piensas tal vez en las azules tardes

en que a la luz de tu mirada ardiente,

mis ojos indecisos y cobardes

posáronse en el mármol de tu frente?

¿O piensas en la hojosa enredadera

bajo la cual un tiempo te veía

peinar tu ensortijada cabellera,

al abrirse los párpados del día?

¡Quién sabe!… no lo sé, pero imagino

que en esas horas de aparente calma,

percibes mucha sombra en tu camino,

¡sientes muchas tristezas en el alma!

Mas… otro amante extinguirá tu frío,

yo sé que tu pesar no será eterno;

mañana vivirás en pleno estío…

y yo, con mi dolor… ¡en pleno invierno!

Flores negras

Oye: bajo las ruinas de mis pasiones,

y en el fondo de esta alma que ya no alegras,

entre polvos de ensueños y de ilusiones

yacen entumecidas mis flores negras.

Ellas son el recuerdo de aquellas horas

en que presa en mis brazos te adormecías,

mientras yo suspiraba por las auroras

de tus ojos, auroras que no eran mías.

Ellas son mis dolores, capullos hechos;

los intensos dolores que en mis entrañas

sepultan sus raíces, cual los helechos

en las húmedas grietas de las montañas.

Ellas son tus desdenes y tus reproches

ocultos en esta alma que ya no alegras;

son, por eso, tan negras como las noches

de los gélidos polos, mis flores negras.

Guarda, pues, este triste, débil manojo,

que te ofrezco de aquellas flores sombrías;

guárdalo, nada temas, es un despojo

del jardín de mis hondas melancolías.

Huyeron las golondrinas…

Huyeron las golondrinas

de tus alegres balcones;

ya en la selva no hay canciones

sino lluvias y neblinas.

Me dan pesar sus espinas

sólo porque a otras regiones

huyeron las golondrinas

de tus alegres balcones.

Insondables aflicciones

se posan entre las ruinas

de mis ya muertas pasiones.

¡Ay, que con las golondrinas

huyeron mis ilusiones!

Humana

Hermosa y sana, en el pasado estío,

murmuraba en mi oído, sin espanto:

“Yo quisiera morirme, amado mío;

más que el mundo me gusta el camposanto”.

Y de fiebre voraz bajo el imperio,

moribunda ayer tarde, me decía:

“No me dejes llevar al cementerio…

Yo no quiero morirme todavía…”

¡Oh, Señor… y qué frágiles nacimos!

¡Y qué variables somos y seremos!

¡Si la tumba está lejos… la pedimos!

¡Pero si cerca está…no la queremos!

Idilio eterno

Ruge el mar, se encrespa y se agiganta;

la luna, ave de luz, prepara el vuelo

y en el momento en que la faz levanta,

da un beso al mar, y se remonta al cielo.

Y aquel monstruo indomable, que respira

tempestades, y sube y baja y crece,

al sentir aquel ósculo, suspira…

y en su cárcel de rocas… se estremece!

Hace siglos de siglos que, de lejos,

tiemblan de amor en noches estivales;

ella le da sus límpidos reflejos,

él le ofrece sus perlas y corales.

Con orgullo se expresan sus amores

estos viejos amantes afligidos;

Ella le dice «¡te amo!» en sus fulgores,

y él responde «¡te adoro!» en sus rugidos.

Ella lo aduerme con su lumbre pura,

y el mar la arrulla con su eterno grito

y le cuenta su afán y su amargura

con una voz que truena en lo infinito.

Ella, pálida y triste, lo oye y sube

le habla de amor en su celeste idioma,

y, velando la faz tras de la nube,

le oculta el duelo que a su frente asoma.

Comprende que su amor es imposible,

que el mar la acopia en su convulso seno,

y se contempla en el cristal movible

del monstruo azul, en que retumba el trueno.

Y, al descender tras de la sierra fría,

le grita el mar: «¡en tu fulgor me abraso!»

¡no desciendas tan pronto, estrella mía!

¡estrella de mi amor, detén el paso!

¡Un instante mitiga mi amargura,

ya que en tu lumbre sideral me bañas!

¡no te alejes!… ¿no ves tu imagen pura,

brillar en el azul de mis entrañas?”

Y ella exclama, en su loco desvarío:

«¡Por doquiera la muerte me circunda!

¡Detenerme no puedo monstruo mío!

¡Compadece a tu pobre moribunda!

¡Mi último beso de pasión te envío;

mi postrer lampo a tu semblante junto!…»

Y en las hondas tinieblas del vacío,

hecha cadáver se desploma al punto.

Entonces, el mar, de un polo al otro polo,

al encrespar sus olas plañideras,

inmenso, triste, desvalido y solo,

cubre con sus sollozos las riberas.

Y al contemplar los luminosos rastros

del alba luna en el oscuro velo,

tiemblan, de envidia y de dolor, los astros

en la profunda soledad del cielo.

¡Todo calla!… El mar duerme, y no importuna

con sus gritos salvajes de reproche;

¡y sueña que se besa con la luna

en el tálamo negro de la noche!

Justicia

Cuentan que un rey soberbia y corrompido

cerca del mar, con su conciencia a solas,

sobre la playa se quedó dormido;

y agregan que aquel mar lanzó un rugido

y sepultó al infame entre sus olas!

Hoy, bien hacéis ¡oh déspotas del mundo!

en estar con los ojos siempre abiertos…

porque el pueblo es un mar, y un mar profundo

que piensa, que castiga y que, iracundo,

os puede devorar. ¡Vivid despiertos!

La gran tristeza

Una inmensa agua gris, inmóvil, muerta,

sobre un lúgubre páramo tendida;

a trechos, de algas lívidas cubierta;

ni un árbol, ni una flor, todo sin vida,

¡todo sin alma en la extensión desierta!

Un punto blanco sobre el agua muda,

sobre aquella agua de esplendor desnuda,

se ve brillar en el confín lejano:

es una garza inconsolable, viuda,

que emerge como un lirio del pantano.

Entre aquella agua, y en lo más distante,

¿esa ave taciturna en qué medita?

¡No ha sacudido el ala un solo instante,

y allí parece un vivo interrogante

que interroga a la bóveda infinita!

Ave triste, responde: Alguna tarde

en que rasgabas el azul de enero

con tu amante feliz, haciendo alarde

de tu blancura, ¿el cazador cobarde

hirió de muerte al dulce compañero?

¿O fue que al pie del saucedal frondoso,

donde con él soñabas y dormías,

al recio empuje de huracán furioso,

rodó en las sombras el alado esposo

sobre las secas hojarascas frías?

¿O fue que huyó el ingrato, abandonando

nido y amor, por otras compañeras,

y tú, cansada de buscarlo, amando

como siempre, lo esperas sollozando,

o perdida la fe… ya no lo esperas?

Dime: ¿Bajo la nada de los cielos,

alguna noche la tormenta impía

cayó sobre el juncal, y entre los velos

de la niebla, sin vida tus polluelos

flotaron sobre el agua… al otro día?

¿Por qué ocultas ahora la cabeza

en el rincón del ala entumecida?

¡Oh, cuán solos estamos!… Ve, ya empieza

a anochecer: ¡Qué igual es nuestra vida!…

Nuestra desolación!… ¡Nuestra tristeza!

¿Por qué callas? La tarde expira, llueve,

y la lluvia tenaz deslustra y moja

tu acolchado plumón de raso y nieve.

¡Huérfano soy!…

¡La garza no se mueve…

y el sol ha muerto entre su fragua roja!

Madrigal

¿Me quieres?… ¡Que tu acento me lo diga

ante aquel sol que muere en el ocaso!

Tú, que mitigas mi pesar… ¡mitiga

esta fiebre voraz en que me abraso!

Tembló su labio y balbució: ¡Lo juro!

Sus tachonadas puertas entreabría

la muda noche en la extensión vacía:

y en mi espíritu lóbrego y oscuro…

en aquel mismo instante amanecía!

Naufragio

Lloró cuando la dije: adiós mi vida;

y al través de las gotas de su llanto,

sus inquietas pupilas parecían

dos góndolas azules naufragando.

¡Oh luna!

Melancólica reina pudibunda

que vagas por los ámbitos del cielo

como un místico témpano de hielo

entre la negra oscuridad profunda.

En esta noche en que tu faz circunda

un halo transparente como el velo

de las vírgenes novias, un anhelo,

azul y enorme como el mar, me inunda.

¿Sabes lo que mi espíritu ambiciona

en esta noche de noviembre, fría,

en que el cierzo las tumbas desmorona?

Que bajes de la bóveda sombría,

y pongas esa sideral corona

sobre el sepulcro de la madre mía.

¿Quién oye?

De noche, bajo el cielo desolado,

pienso en tu amor y pienso en tu abandono,

¡y miro en mi interior deshecho el trono

que te alcé como a un ídolo sagrado!

¡Al ver mi porvenir despedazado

por tu infidelidad, crece mi encono!

Mas, como sé que sufres, te perdono…

¡Oh, tú jamás me hubieras perdonado!

Mis lágrimas, en trémulo derroche,

ruedan al fin, y luego, en inaudito

arranque, a Dios elevo mi reproche…

¡Pero se pierde entre el negror mi grito

y sólo escucho, en medio de la noche,

del silencio el monólogo infinito!

Resurrecciones

Algo se muere en mi todos los días;

la hora que se aleja me arrebata,

del tiempo en insonora catarata,

salud, amor, ensueños y alegrías.

Al evocar las ilusiones mías, Pienso:

«¡yo, no soy yo!» ¿por qué, insensata,

la misma vida con su soplo mata

mi antiguo ser, tras lentas agonías?

Soy un extraño ante mis propios ojos,

un nuevo soñador, un peregrino

que ayer pisaba flores y hoy… abrojos.

Y en todo instante, es tal mi desconcierto,

que, ante mi muerte próxima, imagino

que muchas veces en la vida… he muerto.

Sus ojos se entornaron

Sus ojos se entornaron; sobre los blancos hielos

de las altivas cumbres agonizaba el sol;

y de las densas brumas tras de los amplios velos

quedó flotando, a solas, inmóvil, en los cielos,

el lívido cadáver del último arrebol.

La luna, como un arco de nívea luz cuajada,

subió con lento paso del infinito en pos;

y entonces, reclinando la frente inmaculada

sobre mi pecho -¡mira!- me dijo mi adorada-

¡qué barca tan hermosa para bogar los dos!

Hoy…”ella” ya no existe! Bajo un rosal florido

descansa la que un día me dió luz y calor;

mas desde aquella tarde, contemplo, entristecido,

la luna, cuando sóla, como un bajel perdido

en el azul derrama su gélido fulgor.

Todo nos llega tarde… ¡hasta la muerte!

Todo nos llega tarde… ¡hasta la muerte!

Nunca se satisface ni alcanza

la dulce posesión de una esperanza

cuando el deseo acósanos más fuerte.

Todo puede llegar: pero se advierte

que todo llega tarde: la bonanza,

después de la tragedia: la alabanza

cuando ya está la inspiración inerte.

La justicia nos muestra su balanza

cuando su siglos en la Historia vierte

el Tiempo mudo que en el orbe avanza;

Y la gloria, esa ninfa de la suerte,

solo en las sepulturas danza.

Todo nos llega tarde… ¡hasta la muerte!

Tú no sabes amar; ¿acaso intentas…

Tú no sabes amar; ¿acaso intentas

darme calor con tu mirada triste?

El amor nada vale sin tormentas,

¡sin tempestades… el amor no existe!

Y sin embargo, ¿dices que me amas?

No, no es el amor lo que hacia mí te mueve:

el Amor es un sol hecho de llamas,

y en los soles jamás cuaja la nieve.

¡El amor es volcán, es rayo, es lumbre,

y debe ser devorador, intenso,

debe ser huracán, debe ser cumbre…

debe alzarse hasta Dios como el incienso!

¿Pero tú piensas que el amor es frío?

¿Que ha de asomar en ojos siempre yertos?

¡Con tu anémico amor… anda, bien mío,

anda al osario a enamorar los muertos!

Tus ojos

Ojos indefinibles, ojos grandes,

como el cielo y el mar hondos y puros,

ojos como las selvas de los Andes:

misteriosos, fantásticos y oscuros.

Ojos en cuyas místicas ojera

se ve el rostro de incógnitos pesares,

cual se ve en la aridez de las riberas

la huella de las ondas de los mares.

Miradme con amor, eternamente,

ojos de melancólicas pupilas,

ojos que semejáis bajo su frente,

pozos de aguas profundas y tranquilas.

Miradme con amor, ojos divinos,

que adornáis como soles su cabeza,

y, encima de sus labios purpurinos,

parecéis dos abismos de tristeza.

Miradme con amor, fúlgidos ojos,

y cuando muera yo, que os amo tanto

verted sobre mis lívidos despojos,

el dulce manantial de vuestro llanto!

Visión

¿Eres un imposible? ¿Una quimera?

¿Un sueño hecho carne, hermosa y viva?

¿Una explosión de luz? Responde esquiva

maga en quien encarnó la primavera.

Tu frente es lirio, tu pupila hoguera,

tu boca flor en donde nadie liba

la miel que entre sus pétalos cautiva

al colibrí de la pasión espera.

¿Por qué sin tregua, por tu amor suspiro,

si no habré de alcanzar ese trofeo?

¿Por qué llenas el aire que respiro?

En todas partes te halla mi deseo:

los ojos abro y por doquier te miro;

cierro los ojos y entre mí te veo.

Y no temblé al mirarla! El tiempo había…

¡Y no temblé al mirarla! El tiempo había

su tez apenas marchitado; hacía

tanto… que ni de lejos la veía…

Vago tinte de aurora su semblante

inundó de repente, en el instante

en que me vio tan cerca… y tan distante!…

Las luchas interiores, no los años,

revelaban también sus desengaños,

que absortos tuvo a todos los extraños.

Llevaba en el regazo un pobre niño,

trémulo y silencioso y sin aliño,

pero bello, y más blanco que un armiño.

¡Todo lo adiviné!… y aquella hermosa

que fue hasta ayer inmaculada rosa,

única a quien llamado hubiera esposa…

pero que nunca a mi reclamo vino,

que me odió y en mi lóbrego camino

del desprecio glacial sembró el espino;

aquella esquiva flor que en una grieta

de mis ruinas nació, cual la violeta,

y a un tiempo me hizo pérfido y poeta,

en el momento en que los rayos rojos

del triste sol de ocaso, los despojos

de la tarde alumbraban, de sus ojos

vertió al bajar del tren, como rocío,

un diluvio de lágrimas… ¡Dios mío!

Pero yo estaba como el mármol… ¡frío!