Crespo, Angel

Reseña biográfica

Poeta, traductor y crítico español nacido en Ciudad Real, Castilla, en 1926.

Vivió en Alcolea de Calatrava hasta 1942, cuando se trasladó a Madrid donde aprendió francés y obtuvo el título de Maestro Nacional en 1944.

Junto a Juan Alcaide, Carlos Edmundo de Ory y Eduardo Chicharro, integró un grupo literario, sin descuidar sus estudios de Derecho que terminó en 1948. Posteriormente abandonó la profesión, viajó por varios países europeos y americanos, y se dedicó por completo a la poesía, a la traducción y a la crítica.

Su primer libro de poemas, «Una lengua emerge», apareció en 1950, año que dio nombre a la generación a la que perteneció y de la que es uno de sus más destacados representantes. Luego le siguieron, entre otras publicaciones, «Quedan señales» en 1951, «Docena florentina» en 1960, «En medio del camino» en 1971, «Donde no corre el aire» en 1981, «El aire es de los dioses» en 1982, «El bosque transparente» en 1983, «El ave en su aire» en 1985, y diversas traducciones, estudios críticos y artículos periodísticos.

Las traducciones del italiano, portugués y francés, lo llevaron a la concesión del Premio Nacional de Traducción en 1984.

Bajo un cielo sin pájaros…

Bajo un cielo sin pájaros

¿qué redención podemos

esperar -o qué canto

suspendernos sabría?

Va el sol cayendo, y su cadáver frío

no cruza un ala -y todas las auroras

gritan desde su ayer que no está muerta

la hoja postrera.

¿Pero en qué paisaje

tiñe de verde, en qué país, al viento?

Con la siniestra mano

Concededme, dioses, que escriba

con la siniestra mano, pero no

le concedáis destreza. Que ella sola

se afane en enseñarme, que las líneas

que trace sean,

como las rimas, tortuosas;

que una letra pueda leerse,

indiferentemente,

como una alabanza, un vituperio

a vuestros gestos inmortales

de dioses o de diosas;

que los versos inhábil- se entrecrucen

como vuestras miradas y silencios;

y, así, tan lentamente

como vuestras auroras y ocasos,

vaya sumando mundo

esa torpe escritura:

recobrando azul para el cielo

(que no era luz),

y el temblor de las aguas

(del pozo de los pozos), y

en todo, y lo demás, la sed perdida

(en sus cauces nacientes);

y cuando ya mis líneas quiera

enderezarse -ya adiestrada

mi torpe adrede mano-,

volváis los ojos displicentes

para que yo quiera deciros

no sabré con qué mano.

Cuando te quedas solo, eres espejo…

Cuando te quedas solo, eres espejo

de lo que fuiste:

una mañana

contemplada desde el balcón

entornado; unos pasos

armoniosos que no has seguido

para no derramar tu gozo;

unas cuantas palabras

que te cambiaron más que el tiempo;

una mirada que se ahogó

como luz en tus venas;

un viaje que nunca querías

terminar; tu alma ausente

de lo que te esperaba

al quedarte tan solo.

El muro

El peregrino llega junto al muro,

ya sin aliento, apoya el él las manos

y la frente, buscando refrigerio:

mas pronto las aparta, que unas manos

y una encendida frente

lo sostienen del otro lado.

El viento se ha quedado quieto…

El viento se ha quedado quieto

cabe las ramas, y me acecha

con ojos encendidos.

¿Qué me recuerda -o me recuerdas-? No

sabría adivinarlo.

Y caen las hojas

que consume la hoguera.

El pedregal

¿Son alas deshojadas, huesos, tristes

restos de algún naufragio,

trances sin nombre,

tiempo derrumbado

-o no son más que piedras?

Detrás de ellas habrá un paisaje abierto

o soledad tan sólo;

habrá un vuelo, un tumulto acre de plumas,

un fragor de olas contra el casco vivo,

o una muralla, por la que pasean

centinelas y brumas

y el mediodía se alzará lo mismo

que una rama que crece.

O tal vez no.

Me paro junto a este

pedregal: no me atrevo

a dar un paso más

hacia lo que me engaña revelándose.

El tedio

El tedio a veces es como el amor;

mana de las cavernas

del pecho, se dilata,

atraviesa la estancia y los cristales

y se difunde hasta perderse

de vista.

Y, barnizado

con su color distinto,

es más íntimo el mundo.

El tiempo se ha posado como un pájaro…

El tiempo se ha posado como un pájaro

peregrino y cansado

a la sombra que doy. Ave de alas

abiertas y caídas

ahora, la cabeza inclina, y abre

el curvo pico, ya ciega a la luz

que ahora no mueve rayos.

Igual que un agua que se remansara

cuando, al formar cascada, está cayendo,

o como llama que de arder dejase

al unirse a otra llama, o como aire

que cesa de moverse a medio viento,

así el tiempo, a mitad

de sí mismo, pretende que yo aprenda

a eternizarme -y que me pare un punto

a la sombra que da bajo mi sombra.

En esta lluvia

Os palpé en esta lluvia,

no en el aire,

sino en la tierra, tras haber caído

-entre la hierba fría

y caliente, como una boca

grande y verde que no devora tiempos:

mis manos ahora huelen

a aceite de podrido

y lujuriante azahar (mis dedos,

ya planetas del árbol)

y también a una axila rosa

y al escozor de un vientre

no virgen, tras la lluvia.

Estabais allí tras el agua

-o sea, allí en la lluvia-

como jugando a ser espejos

más que su fibra ambigua,

pero era vuestro el aire.

Iban mirándome al pasar

En una cueva de un monte lejano

me refugié. Y era de día

y cantaba el agua en el agua

y el aire soñaba en el aire.

Me refugié para no huirme

y no encontrarme. Era de noche

y el monte aquel era de luz.

Nunca supe de procesiones

como aquéllas: vestían clámides

transparentes, sin fibras, iban

mirándome al pasar.

Lo que no tiene fin no se posee

ni nos posee: las miradas,

suyas y mías, eran formas

de otra forma de amor.

No hay dioses muertos si son dioses,

ni aquella cueva, ni aquel monte,

ni aquella luz, ni clámides

sin fimbrias, pues abrí

los ojos, y hasta el pecho

surgió el río del río.

Ignorancia de otoño

Para ignorar, hay que vivir.

Las manos ya se niegan

al testimonio de los días

y las noches paradas.

Maduras

pero todavía no asoman,

amargos, los gajos abiertos

que oculta tu temor.

Aún no ignoras bastante.

Temes el vuelo de ese pájaro

obstinado.

¿Transcurren, pues, las estaciones

o eres tú, tan absorto, el tiempo?

Sabes ya que la lluvia

no importa, que nada vale el plazo

de la espera.

Lo sabes

e ignorar es el alimento

del hombre -el de esta brisa

que no se sabe aire.

Jardín de Turena

La joven se sentó en la hierba,

se desnudó los pies

y amaneció más allá de la aurora.

Las sombras van cayendo como un regalo de los dioses…

Las sombras van cayendo como un regalo de los dioses,

el más generoso, pues son

de sus incorruptibles cuerpos y de sus almas

inmortales imagen; y no

nos piden nada a cambio de este espejo

en el que todo encuentra su unidad

de nuevo, es otra vez, y cada vez,

como un latido hecho de movimiento y de quietud,

el puro pensamiento que se esconde

de sí mismo, acosado por la luz.

Los árboles crecen deprisa

Mientras iban creciendo

estos árboles, yo

daba vueltas al mapa

diario de mis sueños.-

Y cada rama era

el nombre de un país, y cada hoja

una ciudad con torres o mezquitas

y siempre con un alma

en pena.

Y en otoño

me querían llevar al otro mundo

las hojas amarillas

y una calle sin nombre y sin ventanas.

Los ojos de la corza

Viajo desde los ojos de la corza

a su interior. Un mundo de cristales

ternísimos y velos ligerísimos

acoge al primer paso de mis ojos.

Avanzo sin temor; sobrecogido,

no obstante, por lo fácil del camino

que, de ojos adelante, ya discurre

por pasadizos y pasillos suaves

al tacto de los pies que me imagino,

y porque a su través se transparentan

leves arquitecturas sinuosas,

edificios de flor carnal y ramas

que, aunque no mueve el viento, se cimbrean

al borde de arroyuelos escarlatas,

y suaves y pulidas piedras puestas

en orden de descanso y sobresalto.

Lejos quedan los ojos de la corza

en tan corto trayecto transcendidos

y, cuando vuelvo hacia ellos la mirada

-ya huésped familiar de lo aludido-,

no encuentro su salida luminosa

y me pierdo en un prado de mil prados,

hechos de tiempos idos y presentes,

vigilados por vuelos agresivos

y por olfatos que el marfil afilan.

Sigo los vericuetos de la corza,

que se han hecho mi propio laberinto,

y hallo en su centro de lucientes ojos

los suyos y los míos junto a un pozo

del que desborda el agua suya y mía.

Madrigal a Afrodita

Merced a ti la flor del aire es oro,

oro es la flor del trigo;

y la amapola roja,

rubia flor, pariente del oro.

Enloqueciendo al aire

y a lo escondido de la tierra,

haciendo caer lluvias amarillas

sobre las matrices del agua,

atas al monte con un nudo de oro.

Sube el polen los escalones

arriesgados del aire

con alas músicas, con trinos

más libres que de pájaros,

como el oro le trina al oro.

Y la cabellera te sueltas,

rubia y casta, diosa desnuda,

que acaricia al caer tu sexo:

y un espasmo corre en la espalda

bajo las olas locas de oro.

Una bandada de palomas,

grajas o ciervos, amarillos,

he visto en sueños: sus pupilas,

que me miraban fijamente,

despedían chispas de oro.

No te asomes a ese jardín…

No te asomes a ese jardín

ni quieras descubrir sus rosas.

Mueren tras ese idéntico

perfume, igual color,

y la sed llena el vaso.

No te acerques a ese jardín

si quieres que aún existas

y que tu amor de siglos no se apague,

y si amas la esperanza.

Déjalas bajo el sol: búscate dentro

esa otra cosa que renace y muere,

esa flor que sospechas que hay en ti,

esa rosa que fue, pasó, nunca hubo rosas.

Ofrendas

En cada mano, el mundo deja

aquello que no tiene su medida:

lo que pesa demás, lo que es ardiente

en exceso -pues nadie

que tenga un alma puede

impasible aguardar como la estrella.

No es que no tenga luz, pero sus rayos

deben llegar a donde no ilumina

el fuego general -al subterráneo

de cada vida, al breve paraíso

que brota de su sed como un relámpago.

Paloma de Helsinki

Por miedo de que ardiese una paloma

que eclipsaba al sol con sus plumas

volando hacia las llamas

que apagaba el crepúsculo,

ya no pude escribir aquel poema

que temblando empecé

por miedo de que ardiese una paloma.

Paseata del destronado

¿En qué jardín sembrar una rosa

de Francia? ¿A que follajes

confiar una estatua de Ceres la rubia,

un bronce del Verrocchio, una matita de verbena?

¿Puede ascender sobre estos pastos

un quinteto de oboes,

o bien una gentil perdiz

que podríamos llevar al lienzo?

¡Ah! ¿Dónde crece el laurel oloroso,

dónde canta al oído el agua,

dónde unas columnas caídas

que sonrían sin una mueca?

La distancia se me convierte

en un reino redondo y cristalino,

a través del cual una mano

ofrece a mi cansancio sus sortijas.

Romper quiero tu bulto…

Romper quiero tu bulto

para que al menos vengas

enojada, y la injuria

me haga escuchar tu voz

antes de aniquilarme.

Hecho añicos, deshecho

su volumen, que mide

en mí toda la distancia

y todo tiempo, en piedras

que insinúan el giro

delicado de un pie,

de un lóbulo la flor

turbadora, de un seno

la frutilla salvaje,

clamará por ti, odiosa.

Y tú vendrás, si vienes,

no con ramas de olivo,

sí con ojos, que dicen

verdes, en que quizás,

antes de que me ciegues

y enmudezcas, yo mire

la ardiente luz oscura

que me sigues negando

cuando pongo una flor

entre esos pechos duros.

Sin querer

Sin querer,

sin encontrar una niebla de olvido

que me haga extraviarme en mi presente,

que no recuerdo

porque la luz es excesiva;

sin querer,

sin desaprender esa música

lejana -y conseguir,

en el día brumoso,

escuchar al silencio lleno de alas.

Sin querer

-nunca queréis, no quiero-,

vamos impulsados por remos

de una leña que no consume

el fuego que nos arde.

Sin querer,

caminamos hacia un final

que nos aguarda indiferente

-no es cazador- con su sima de olas

sin sal y sin espumas.

Sin querer,

ignoro si es posible

recobrar el aquí que ignoro,

o, ciego y en silencio,

sumergirme en el río

que me niegue a vosotros,

sin querer.

Ula

Aquella noche te llamabas Ula

y huías ululando por la nieve.

Aquella noche escandinava

en que las alas de la nieve

entraban por debajo de la puerta

y, ateridas, se desplumaban

-yo te veía figurarte en Ula,

estremecida por el fuego,

e internarte en el bosque

en connivencia con lo oscuro.

Es verdad que no traspasaste

la puerta de la casa

-pero ésa eras la otra-

mientras, melena al viento,

Ula, con pies alados,

asustaba a la noche.

¿Cómo lograste, cómo hubiste

que aquélla fueras, que la nieve

te cambiase aquel nombre

-y que tus pies dejaran

huellas legibles: y dejases

a tu conmigo amando

de mentidor testigo?

Y entonces me mirabas: cuando ibas

alzándote ululante

-delicada Eloísa de la nieve-

mientras yo el albedrío te entregaba

de mano de mi lengua.