Cernuda, Luis

Reseña biográfica

Poeta español nacido en Sevilla en 1902.

Perteneció a una familia acomodada donde respiró una atmósfera de estricta disciplina y desafecto reflejada en su carácter tímido, introvertido y amante

de la soledad.

Estudió Derecho y Literatura Española. Lírico exquisito, fue encasillado entre los representantes de la «Poesía pura». En 1925 comenzó a frecuentar el ambiente literario, haciendo amistad con los más destacados poetas de su generación: Alberti, Aleixandre, Prados, y García Lorca, entre otros.

Exiliado después de la guerra civil, fue profesor de Literatura en Glasgow, Cambridge, Londres, Estados Unidos y México, donde falleció en 1963.

Adolescente fui en días idénticos a nubes…

Adolescente fui en días idénticos a nubes,

cosa grácil, visible por penumbra y reflejo,

y extraño es, si ese recuerdo busco,

que tanto, tanto duela sobre el cuerpo de hoy.

Perder placer es triste

como la dulce lámpara sobre el lento nocturno;

aquel fui, aquel fui, aquel he sido…

era la ignorancia mi sombra.

Ni gozo ni pena; fui niño

prisionero entre muros cambiantes;

historias como cuerpos, cristales como cielos,

sueño luego, un sueño más alto que la vida.

Cuando la muerte quiera

una verdad quitar de entre mis manos,

las hallará vacías, como en la adolescencia,

ardientes de deseo, tendidas hacia el aire.

Amando en el tiempo

El tiempo, insinuándose en tu cuerpo,

tal la nube de polvo en fuente pura,

aquella gracia antigua desordena

y clava en mí una pena silenciosa.

Otros antes que yo vieron un’ día,

y otros luego verán, cómo decir

la amada forma esbelta, recordando

de cuánta gloria es cifra un cuerpo hermoso.

Pero la vida sólo la aprendemos,

y placer y dolor se ofrecen siempre

tal mundo virgen para cada hombre.

Así mi pena inculta es nueva ahora.

Nueva como lo fuese al primer hombre,

que cayó con su amor del paraíso

cuando viera, tal cielo ya vencido

por sombra, envejecer el cuerpo amado.

Cómo llenarte, soledad…

Cómo llenarte, soledad,

sino contigo misma…

De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,

quieto en ángulo oscuro,

buscaba en ti, encendida guirnalda,

mis auroras futuras y furtivos nocturnos,

y en ti los vislumbraba,

naturales y exactos, también libres y fieles,

a semejanza mía,

a semejanza tuya, eterna soledad.

Me perdí luego por la tierra injusta

como quien busca amigos o ignorados amantes;

diverso con el mundo,

fui luz serena y anhelo desbocado,

y en la lluvia sombría o en el sol evidente

quería una verdad que a ti te traicionase,

olvidando en mi afán

cómo las alas fugitivas su propia nube crean.

Y al velarse a mis ojos

con nubes sobre nubes de otoño desbordado

la luz de aquellos días en ti misma entrevistos,

te negué por bien poco;

por menudos amores ni ciertos ni fingidos,

por quietas amistades de sillón y de gesto,

por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,

por los viejos placeres prohibidos

como los permitidos nauseabundos,

útiles solamente para el elegante salón susurrado,

en bocas de mentira y palabras de hielo.

Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona

que yo fui,

que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;

por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,

limpios de otro deseo,

el sol, mi dios, la noche rumorosa,

la lluvia, intimidad de siempre,

el bosque y su alentar pagano,

el mar, el mar como su nombre hermoso;

y sobre todo ellos,

cuerpo oscuro y esbelto,

te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,

y tú me das fuerza y debilidad

como el ave cansada los brazos de la piedra.

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,

oigo sus oscuras imprecaciones,

contemplo sus blancas caricias;

y erguido desde cuna vigilante

soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres,

por quienes vivo, aún cuando no los vea;

y así, lejos de ellos,

ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,

roncas y violentas como el mar, mi morada,

puras ante la espera de una revolución ardiente

o rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo

cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.

Tú, verdad solitaria,

transparente pasión, mi soledad de siempre,

eres inmenso abrazo;

el sol, el mar,

la oscuridad, la estepa,

el hombre y su deseo,

la airada muchedumbre,

¿qué son sino tú misma?

Por ti, mi soledad, los busqué un día;

en ti, mi soledad, los amo ahora.

Contigo

¿Mi tierra?

Mi tierra eres tú.

¿Mi gente?

Mi gente eres tú.

El destierro y la muerte

para mi están adonde

no estés tú.

¿Y mi vida?

Dime, mi vida,

¿qué es, si no eres tú?

Dans ma péniche

Quiero vivir cuando el amor muere;

muere, muere pronto, amor mío.

Abre como una cola la victoria purpúrea del deseo,

aunque el amante se crea sepultado en un súbito otoño,

aunque grite:

Vivir así es cosa de muerte.

Pobres amantes,

clamáis a fuerza de ser jóvenes;

sea propicia la muerte al hombre a quien mordió la vida,

caiga su frente cansadamente entre las manos

junto al fulgor redondo de una mesa con cualquier triste libro

pero en vosotros aún va fresco y fragante

el leve perejil que adorna un día al vencedor adolescente.

Dejad por demasiado cierta la perspectiva de alguna nueva tumba solitaria.

Aún hay dichas, terribles dichas a conquistar bajo la luz terrestre.

Ante vuestros ojos, amantes,

cuando el amor muere,

vida de la tierra y la vida del mar palidecen juntamente;

el amor, cuna adorable para los deseos exaltados,

los ha vuelto tan lánguidos como pasajeramente suele hacerlo

el rasguear de una guitarra en el ocio marino

y la luz del alcohol, aleonado como una cabellera;

vuestra guarida melancólica se cubre de sombras crepusculares

todo queda afanoso y callado.

Así suele quedar el pecho de los hombres

cuando cesa el tierno borboteo de la melodía confiada,

y tras su delicia interrumpida

un afán insistente puebla el nuevo silencio.

Pobres amantes,

¿de qué os sirvieron las infantiles arras que cruzasteis,

cartas, rizos de luz recién cortada, seda cobriza o negra ala?

Los atardeceres de manos furtivas,

el trémulo palpitar, los labios que suspiran,

la adoración rendida a un leve sexo vanidoso,

los ay mi vida y los ay muerte mía,

todo, todo,

amarillea y cae y huye con el aire que no vuelve.

Oh, amantes,

encadenados entre los manzanos del edén,

cuando el amor muere,

vuestra crueldad; vuestra piedad pierde su presa,

y vuestros brazos caen como cataratas macilentas,

vuestro pecho queda como roca sin ave,

y en tanto despreciáis todo lo que no lleve un velo funerario,

fertilizáis con lágrimas la tumba de los sueños,

dejando allí caer, ignorantes como niños,

la libertad, la perla de los días.

Pero tú y yo sabemos,

río que bajo mi casa fugitiva deslizas tu vida experta,

que cuando el hombre no tiene ligados sus miembros

por las encantadoras mallas del amor,

cuando el deseo es como una cálida azucena

que se ofrece a todo cuerpo hermoso que fluya a nuestro lado,

cuánto vale una noche como ésta, indecisa

entre la primavera última y el estío primero,

este instante en que oigo los leves chasquidos del bosque

nocturno. Conforme conmigo mismo y con la indiferencia

de los otros,

solo yo con mi vida,

con mi parte en el mundo.

Jóvenes sátiros

que vivís en la selva, labios risueños

ante el exangüe Dios cristiano,

a quien el comerciante adora para mejor cobrar su mercancía

pies de jóvenes sátiros,

danzad más presto cuando el amante llora,

mientras lanza su tierna endecha

de: Ah, cuando el amor muere.

Porque oscura y cruel la libertad entonces ha nacido;

vuestra descuidada alegría sabrá fortalecerla,

y el deseo girará locamente en pos de los hermosos

cuerpos que vivifican el mundo un solo instante.

Deseo

Por el campo tranquilo de septiembre,

del álamo amarillo alguna hoja,

como una estrella rota,

girando al suelo viene.

Si así el alma inconsciente,

Señor de las estrellas y las hojas,

fuese, encendida sombra,

de la vida a la muerte.

Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos…

Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos,

como nace un deseo sobre torres de espanto,

amenazadores barrotes, hiel descolorida,

noche petrificada a fuerza de puños,

ante todos, incluso el más rebelde,

apto solamente en la vida sin muros.

Corazas infranqueables, lanzas o puñales,

todo es bueno si deforma un cuerpo;

tu deseo es beber esas hojas lascivas

o dormir en ese agua acariciadora.

No importa;

Ya declaran tu espíritu impuro.

No importa la pureza, los dones que un destino

levantó hacia las aves con manos imperecederas;

no importa la juventud, sueño más que hombre,

la sonrisa tan noble, playa de seda bajo la tempestad

de un régimen caído.

Placeres prohibidos, planetas terrenales,

miembros de mármol con sabor de estío,

jugo de esponjas abandonadas por el mar,

flores de hierro, resonantes como el pecho de un hombre.

Soledades altivas, coronas derribadas,

libertades memorables, manto de juventudes;

quien insulta esos frutos, tinieblas en la lengua,

es vil como un rey, como sombra de rey

arrastrándose a los pies de la tierra

para conseguir un trozo de vida.

No sabía los límites impuestos,

límites de metal o papel,

ya que el azar le hizo abrir los ojos bajo una luz tan alta,

adonde no llegan realidades vacías,

leyes hediondas, códigos, ratas de paisajes derruidos.

Extender entonces la mano

es hallar una montaña que prohíbe,

un bosque impenetrable que niega,

un mar que traga adolescentes rebeldes.

Pero si la ira, el ultraje, el oprobio y la muerte,

ávidos dientes sin carne todavía,

amenazan abriendo sus torrentes,

de otro lado vosotros, placeres prohibidos,

bronce de orgullo, blasfemia que nada precipita,

tendéis en una mano el misterio.

Sabor que ninguna amargura corrompe,

cielos, cielos relampagueantes que aniquilan.

Abajo estatuas anónimas,

sombras de sombras, miseria, preceptos de niebla;

una chispa de aquellos placeres

brilla en la hora vengativa.

su fulgor puede destruir vuestro mundo.

Donde habite el olvido…

Donde habite el olvido,

En los vastos jardines sin aurora;

Donde yo sólo sea

Memoria de una piedra sepultada entre ortigas

Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje

Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,

Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,

No esconda como acero

En mi pecho su ala,

Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,

Sometiendo a otra vida su vida,

Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,

Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;

Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,

Disuelto en niebla, ausencia,

Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;

Donde habite el olvido.

El viento y el alma

Con tal vehemencia el viento

viene del mar, que sus sones

elementales contagian

el silencio de la noche.

Solo en tu cama le escuchas

insistente en los cristales

tocar, llorando y llamando

como perdido sin nadie.

Mas no es él quien en desvelo

te tiene, sino otra fuerza

de que tu cuerpo es hoy cárcel,

fue viento libre, y recuerda.

Eras, instante, tan claro…

Eras, instante, tan claro.

Perdidamente te alejas,

dejando erguido al deseo

con sus vagas ansias tercas.

Siento huir bajo el otoño

pálidas aguas sin fuerza,

mientras se olvidan los árboles

de las hojas que desertan.

La llama tuerce su hastío,

sola su viva presencia,

y la lámpara ya duerme

sobre mis ojos en vela.

Cuán lejano todo. Muertas

las rosas que ayer abrieran,

aunque aliente su secreto

por las verdes alamedas.

Bajo tormentas la playa

será soledad de arena

donde el amor yazca en sueños.

La tierra y el mar lo esperan.

La sombra

Al despertar de un sueño, buscas

Tu juventud, como si fuera el cuerpo

Del camarada que durmiese

A tu lado y que al alba no encuentras.

Ausencia conocida, nueva siempre,

Con la cual no te hallas. Y aunque acaso

Hoy tú seas más de lo que era

El mozo ido, todavía

Sin voz le llamas, cuántas veces;

Olvidado que de su mocedad se alimentaba

Aquella pena aguda, la conciencia

De tu vivir de ayer. Ahora,

Ida también, es sólo

Un vago malestar, una inconsciencia

Acallando el pasado, dejando indiferente

Al otro que tú eres, sin pena, sin alivio.

Las islas

Recuerdo que tocamos puerto tras larga travesía,

y dejando el navío y el muelle, por callejas

(entre el polvo mezclados pétalos y escamas),

llegué a la plaza, donde estaban los bazares.

Era grande el calor, la sombra poca.

Con el pecho desnudo iba, distraído

como si familiares fuesen la villa y sus costumbres,

y miré en un portal al mercader de sedas

que desplegaba una, color de aurora, fría a los ojos,

sintiendo sin tocarla la suavidad escurridiza.

Ante un ciego cantor estuve largo espacio,

único espectador, y parecía cantar para mí solo.

Compré luego a una niña un ramo de jazmines

amarillentos, pero en su olor ajado tuvo alivio

la dejadez extraña que empezaba a aquejarme.

Desanudada la faja en la cintura,

unos muchachos que pasaban, reían,

volviendo la cabeza. Acaso me creyeron

Ebrio. Los ojos de uno de ellos eran

como la noche, profundos y estrellados.

La humedad de la piel pronto se disipaba

por el aire ardoroso, a cuyo influjo

mi pereza crecía. Me detuve indeciso,

acariciando el cuerpo, sintiendo su tibieza

lisa, como si acariciara un cuerpo ajeno.

Seguí, por parajes nunca vistos,

mas presentidos, igual a quien camina

hacia cita amistosa. Deponía la tarde

su fuerza, cuando al fin quise

buscar reposo ante un umbral cerrado.

Era un barrio tranquilo. Mis párpados pesaban

(acaso dormí mucho), y al abrirlos de nuevo

ya el sol estaba bajo en el muro de enfrente.

Una presencia ajena pareció despertarme,

porque al volver la cara vi una mujer, y sonreía.

Como si de mi anhelo fuese proyección, respuesta

ante demanda informulada, me miraba, insegura;

aunque yo nada dije, con gesto silencioso,

invitándome adentro, me tomó de la mano.

La seguí, con recelo más débil que el deseo.

La sala estaba oscura (ya caía la tarde).

Sobre la estera había almohadas, un cestillo

anidando manojos de magnolias mojadas,

de excesiva fragancia. filtró la celosía

unas palabras de la calle: «Le encontraron muerto».

Las pensé referidas a un camarada,

quizá presagio de mi sino. Pero ella,

atrayéndome a sí, sobre la alfombra

el ropaje tiró, como cuchillo sin la vaina,

fría, dura, flexible, escurridiza.

Mis manos en sus pechos, su cintura

quebrarse pareció al extenderme sobre ella,

y en el silencio circundante, al ritmo

de los cuerpos, oí su brazalete,

queja del ave fabulosa que escapaba.

La oscuridad llenó la sala toda

cuando saciado y satisfecho quise irme.

En la puerta (ella como mi sombra me seguía),

al cruzar su dintel, sentí que entre mis dedos

quedaba el brazalete, ahora inerte y mudo.

Mucho tiempo ha pasado. No aceptara

revivir otra vez esta existencia.

Mas no sé qué daría por sólo aquel instante

revivirlo. Bien sé que apenas tengo con qué tiente

al destino, ni el destino tentarse dejaría.

Cuando el recuerdo así vuelve sobre sus huellas

(¿no es el recuerdo la impotencia del deseo?).

Es que a él, como a mí, la vejez vence;

y acaso ya no tengo lo único que tuve:

Deseo, a quien rendida la ocasión le sigue.

Los espinos

Verdor nuevo los espinos

tienen ya por la colina,

toda de púrpura y nieve

en el aire estremecida.

Cuántos cielos florecidos

les has visto; aunque a la cita

ellos serán siempre fieles,

tú no lo serás un día.

Antes que la sombra caiga,

aprende cómo es la dicha

ante los espinos blancos

y rojos en flor. Vé. Mira.

Los fantasmas del deseo

Yo no te conocía, tierra;

con los ojos inertes, la mano aleteante,

lloré todo ciego bajo tu verde sonrisa,

aunque, alentar juvenil, sintiera a veces

un tumulto sediento de postrarse,

como huracán henchido aquí en el pecho;

ignorándote, tierra mía,

ignorando tu alentar, huracán o tumulto,

idénticos en esta melancólica burbuja que yo soy

a quien tu voz de acero inspirara un menudo vivir.

Bien sé ahora que tú eres

quien me dicta esta forma y este ansia;

sé al fin que el mar esbelto,

la enamorada luz, los niños sonrientes,

no son sino tú misma;

que los vivos, los muertos,

el placer y la pena,

la soledad, la amistad,

la miseria, el poderoso estúpido,

el hombre enamorado, el canalla,

son tan dignos de mí como de ellos yo lo soy;

mis brazos, tierra, son ya más anchos, ágiles,

para llevar tu afán que nada satisface.

El amor no tiene esta o aquella forma,

no puede detenerse en criatura alguna;

todas son por igual viles y soñadoras.

Placer que nunca muere

beso que nunca muere,

sólo en ti misma encuentro, tierra mía.

Nimbos de juventud, cabellos rubios o sombríos,

rizosos o lánguidos como una primavera,

sobre cuerpos cobrizos, sobre radiantes cuerpos

que tanto he amado inútilmente,

no es en vosotros donde la vida está, sino en la tierra,

en la tierra que aguarda, aguarda siempre

con sus labios tendidos, con sus brazos abiertos.

Dejadme, dejadme abarcar, ver unos instantes

este mundo divino que ahora es mío,

mío como lo soy yo mismo,

como lo fueron otros cuerpos que estrecharon mis brazos,

como la arena, que al besarla los labios

finge otros labios, dúctiles al deseo,

hasta que el viento lleva sus mentirosos átomos.

Como la arena, tierra,

como la arena misma,

la caricia es mentira, el amor es mentira, la amistad es mentira.

Tú sola quedas con el deseo,

con este deseo que aparenta ser mío y ni siquiera es mío,

sino el deseo de todos,

malvados, inocentes,

enamorados o canallas.

Tierra, tierra y deseo.

Una forma perdida.

Los marineros son las alas del amor…

Los marineros son las alas del amor,

son los espejos del amor,

el mar les acompaña,

y sus ojos son rubios lo mismo que el amor

rubio es también, igual que son sus ojos.

La alegría vivaz que vierten en las venas

rubia es también,

idéntica a la piel que asoman;

no les dejéis marchar porque sonríen

como la libertad sonríe,

luz cegadora erguida sobre el mar.

Si un marinero es mar,

rubio mar amoroso cuya presencia es cántico,

no quiero la ciudad hecha de sueños grises;

quiero sólo ir al mar donde me anegue,

barca sin norte,

cuerpo sin norte hundirme en su luz rubia.

No decía palabras…

No decía palabras,

acercaba tan sólo un cuerpo interrogante

porque ignoraba que el deseo es una pregunta

cuya respuesta no existe,

una hoja cuya rama no existe,

un mundo cuyo cielo no existe.

La angustia se abre paso entre los huesos,

remonta por las venas

hasta abrirse en la piel,

surtidores de sueño

hechos carne en interrogación vuelta a las nubes.

Un roce al paso,

una mirada fugaz entre las sombras,

bastan para que el cuerpo se abra en dos,

ávido de recibir en sí mismo

otro cuerpo que sueñe;

mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,

iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.

Aunque sólo sea una esperanza,

porque el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe.

No es el amor quien muere…

No es el amor quien muere,

somos nosotros mismos.

Inocencia primera

Abolida en deseo,

Olvido de sí mismo en otro olvido,

Ramas entrelazadas,

¿Por qué vivir si desaparecéis un día?

Sólo vive quien mira

Siempre ante sí los ojos de su aurora,

Sólo vive quien besa

Aquel cuerpo de ángel que el amor levantara.

Fantasmas de la pena,

A lo lejos, los otros,

Los que ese amor perdieron,

Como un recuerdo en sueños,

Recorriendo las tumbas

Otro vacío estrechan.

Por allá van y gimen,

Muertos en pie, vidas tras de la piedra,

Golpeando la impotencia,

Arañando la sombra

Con inútil ternura.

No, no es el amor quien muere.

No intentemos el amor nunca

Aquella noche el mar no tuvo sueño.

Cansado de contar, siempre contar a tantas olas,

quiso vivir hacia lo lejos,

donde supiera alguien de su color amargo.

Con una voz insomne decía cosas vagas,

barcos entrelazados dulcemente

en un fondo de noche,

o cuerpos siempre pálidos, con su traje de olvido

viajando hacia nada.

Cantaba tempestades, estruendos desbocados

bajo cielos con sombra,

como la sombra misma,

como la sombra siempre

rencorosa de pájaros estrellas.

Su voz atravesando luces, lluvia, frío,

alcanzaba ciudades elevadas a nubes,

cielo Sereno, Colorado, Glaciar del infierno,

todas puras de nieve o de astros caídos

en sus manos de tierra.

Mas el mar se cansaba de esperar las ciudades.

Allí su amor tan sólo era un pretexto vago

con sonrisa de antaño,

ignorado de todos.

Y con sueño de nuevo se volvió lentamente

adonde nadie

sabe de nadie.

Adonde acaba el mundo.

No quiero, triste espíritu, volver…

No quiero, triste espíritu, volver

por los lugares que cruzó mi llanto,

latir secreto entre los cuerpos vivos

como yo también fui.

No quiero recordar

un instante feliz entre tormentos;

goce o pena es igual,

todo es triste al volver.

Aún va conmigo como una luz ajena

aquel destino niño,

aquellos dulces ojos juveniles,

aquella antigua herida.

No, no quisiera volver,

sino morir aún más,

arrancar una sombra,

olvidar un olvido.

Orillas del amor

Como una vela sobre el mar

resume ese azulado afán que se levanta

hasta las estrellas futuras,

hecho escala de olas

por donde pies divinos descienden al abismo,

también tu forma misma,

ángel, demonio, sueño de un amor soñado,

resume en mí un afán que en otro tiempo levantaba

hasta las nubes sus olas melancólicas.

Sintiendo todavía los pulsos de ese afán,

yo, el más enamorado,

en las orillas del amor,

sin que una luz me vea

definitivamente muerto o vivo,

contemplo sus olas y quisiera anegarme,

deseando perdidamente

descender, como los ángeles aquellos por la escala de espuma,

hasta el fondo del mismo amor que ningún hombre ha visto.

Oscuridad completa

No sé por qué, si la luz entra,

Los hombres andan bien dormidos,

Recogiendo la vida su apariencia

Joven de nuevo, bella entre sonrisas,

No sé por qué he de cantar

o verter de mis labios vagamente palabras;

Palabras de mis ojos,

Palabras de mis sueños perdidos en la nieve.

De mis sueños copiando los colores de nubes,

De mis sueños copiando nubes sobre la pampa.

País

Tus ojos son de donde

la nieve no ha manchado

la luz, y entre las palmas

el aire

invisible es de claro.

Tu deseo es de donde

a los cuerpos se alía

lo animal con la gracia

secreta

de mirada y sonrisa.

Tu existir es de donde

percibe el pensamiento,

por la arena de mares

amigos,

la eternidad en tiempo.

Peregrino

¿Volver? Vuelva el que tenga,

tras largos años, tras un largo viaje,

cansancio del camino y la codicia

de su tierra, su casa, sus amigos,

del amor que al regreso fiel le espere.

Mas ¿tú? ¿volver? Regresar no piensas,

sino seguir libre adelante,

disponible por siempre, mozo o viejo,

sin hijo que te busque, como a Ulises,

sin Itaca que aguarde y sin Penélope.

Sigue, sigue adelante y no regreses,

fiel hasta el fin del camino y tu vida,

no eches de menos un destino más fácil,

tus pies sobre la tierra antes no hollada,

tus ojos frente a lo antes nunca visto.

Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman…

Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman,

parece como el viento que se mece en otoño

sobre adolescentes mutilados,

mientras las manos llueven,

manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas,

cataratas de manos que fueron un día

flores en el jardín de un diminuto bolsillo.

Las flores son arena y los niños son hojas,

y su leve ruido es amable al oído

cuando ríen, cuando aman, cuando besan,

cuando besan el fondo

de un hombre joven y cansado

porque antaño soñó mucho día y noche.

Mas los niños no saben,

ni tampoco las manos llueven como dicen;

así el hombre, cansado de estar solo con sus sueños,

invoca los bolsillos que abandonan arena,

arena de las flores,

para que un día decoren su semblante de muerto.

Quiero, con afán soñoliento…

Quiero, con afán soñoliento,

Gozar de la muerte más leve

Entre bosques y mares de escarcha,

Hecho aire que pasa y no sabe.

Quiero la muerte entre mis manos,

Fruto tan ceniciento y rápido,

Igual al cuerno frágil

De la luz cuando nace en el invierno.

Quiero beber al fin su lejana amargura;

Quiero escuchar su sueño con rumor de arpa

Mientras siento las venas que se enfrían,

Porque la frialdad tan sólo me consuela.

Voy a morir de un deseo,

Si un deseo sutil vale la muerte;

A vivir sin mí mismo de un deseo,

Sin despertar, sin acordarme,

Allá en la luna perdido entre su frío.

Quisiera estar solo en el sur

Quizá mis lentos ojos no verán más el sur

de ligeros paisajes dormidos en el aire,

con cuerpos a la sombra de ramas como flores

o huyendo en un galope de caballos furiosos.

El sur es un desierto que llora mientras canta.

Y esa voz no se extingue como pájaro muerto;

hacia el mar encamina sus deseos amargos,

abriendo un eco débil que vive lentamente.

En el sur tan distante quiero estar confundido.

La lluvia allí no es más que una rosa entreabierta;

su niebla misma ríe, risa blanca en el viento.

Su oscuridad, su luz, son bellezas iguales.

Quisiera saber por qué esta muerte…

Quisiera saber por qué esta muerte

al verte, adolescente rumoroso,

mar dormido bajo los astros ciegos,

aún constelado por escamas de sirenas,

o seda que despliegan

cambiante de fuegos nocturnos

y acordes palpitantes,

rubio igual que la lluvia,

sombrío igual que la vida es a veces.

Aunque sin verme desfiles a mi lado,

huracán ignorante,

estrella que roza mi mano abandonada su eternidad,

sabes bien, recuerdo de siglos,

cómo el amor es lucha

donde se muerden dos cuerpos iguales.

Yo no te había visto;

miraba los animalillos gozando bajo el sol verdeante,

despreocupado de los árboles iracundos,

cuando sentí una herida que abrió la luz en mí;

el dolor enseñaba

cómo una forma opaca, copiando luz ajena,

parece luminosa.

Tan luminosa,

que mis horas perdidas, yo mismo,

quedamos redimidos de la sombra,

para no ser ya más

que memoria de luz;

de luz que vi cruzarme,

seda, agua o árbol, un momento.

Razón de lágrimas

La noche por ser triste carece de fronteras.

Su sombra en rebelión como la espuma,

rompe los muros débiles

avergonzados de blancura;

noche que no puede ser otra cosa sino noche.

Acaso los amantes acuchillan estrellas,

acaso la aventura apague una tristeza.

Mas tú, noche, impulsada por deseos

hasta la palidez del agua,

aguardas siempre en pie quién sabe a cuáles ruiseñores.

Más allá se estremecen los abismos

poblados de serpientes entre pluma,

cabecera de enfermos

no mirando otra cosa que la noche

mientras cierran el aire entre los labios.

La noche, la noche deslumbrante,

que junto a las esquinas retuerce sus caderas,

aguardando, quién sabe,

como yo, como todos.

Remordimiento en traje de noche

Un hombre gris avanza por la calle de niebla;

No lo sospecha nadie. Es un cuerpo vacío;

Vacío como pampa, como mar, como viento,

Desiertos tan amargos bajo un cielo implacable.

Es el tiempo pasado, y sus alas ahora

Entre la sombra encuentran una pálida fuerza;

Es el remordimiento, que de noche, dudando;

En secreto aproxima su sombra descuidada.

No estrechéis esa mano. La yedra altivamente

Ascenderá cubriendo los troncos del invierno.

Invisible en la calma el hombre gris camina.

¿No sentís a los muertos? Mas la tierra está sorda.

Si el hombre pudiera decir lo que ama…

Si el hombre pudiera decir lo que ama,

si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo

como una nube en la luz;

si como muros que se derrumban,

para saludar la verdad erguida en medio,

pudiera derrumbar su cuerpo,

dejando sólo la verdad de su amor,

la verdad de sí mismo,

que no se llama gloria, fortuna o ambición,

sino amor o deseo,

yo sería aquel que imaginaba;

aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos

proclama ante los hombres la verdad ignorada,

la verdad de su amor verdadero.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien

cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;

alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina

por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,

y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu

como leños perdidos que el mar anega o levanta

libremente, con la libertad del amor,

la única libertad que me exalta,

la única libertad por que muero.

Tú justificas mi existencia:

si no te conozco, no he vivido;

si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.

Sombras blancas

Sombras frágiles, blancas, dormidas en la playa,

dormidas en su amor, en su flor de universo,

el ardiente color de la vida ignorando

sobre un lecho de arena y de azar abolido.

Libremente los besos desde sus labios caen

en el mar indomable como perlas inútiles;

perlas grises o acaso cenicientas estrellas

ascendiendo hacia el cielo con luz desvanecida.

Bajo la noche el mundo silencioso naufraga;

bajo la noche rostros fijos, muertos, se pierden.

Sólo esas sombras blancas, oh blancas, sí, tan blancas.

La luz también da sombras, pero sombras azules.

Te quiero…

Te quiero.

Te lo he dicho con el viento

jugueteando tal un animalillo en la arena

o iracundo como órgano tempestuoso;

te lo he dicho con el sol,

que dora desnudos cuerpos juveniles

y sonríe en todas las cosas inocentes;

te lo he dicho con las nubes,

frentes melancólicas que sostienen el cielo,

tristezas fugitivas;

te lo he dicho con las plantas,

leves caricias transparentes

que se cubren de rubor repentino;

te lo he dicho con el agua,

vida luminosa que vela un fondo de sombra;

te lo he dicho con el miedo,

te lo he dicho con la alegría,

con el hastío, con las terribles palabras.

Pero así no me basta;

más allá de la vida

quiero decírtelo con la muerte,

más allá del amor

quiero decírtelo con el olvido.

Todo esto por amor

Derriban gigantes de los bosques para hacer un durmiente,

derriban los instintos como flores,

deseos como estrellas

para hacer sólo un hombre con su estigma de hombre.

Que derriben también imperios de una noche,

monarquías de un beso,

no significa nada;

que derriben los ojos, que derriben las manos como estatuas vacías.

Mas este amor cerrado por ver sólo su forma,

su forma entre las brumas escarlata,

quiere imponer la vida, como otoño ascendiendo tantas hojas

hacia el último cielo,

donde estrellas

sus labios dan otras estrellas,

donde mis ojos, estos ojos,

se despiertan en otro.

Tres misterios gozosos

El cantar de los pájaros, al alba,

cuando el tiempo es más tibio,

alegres de vivir, ya se desliza

entre el sueño, y de gozo

contagia a quien despierta al nuevo día.

Alegre sonriendo a su juguete

pobre y roto, en la puerta

de la casa juega solo el niñito

consigo, y en dichosa

ignorancia, goza de hallarse vivo.

El poeta, sobre el papel soñando

su poema inconcluso,

hermoso le parece, goza y piensa

con razón y locura

que nada importa: existe su poema.

Tristeza del recuerdo

Por las esquinas vagas de los sueños,

alta la madrugada, fue conmigo

tu imagen bien amada, como un día

en tiempos idos, cuando Dios lo quiso.

Agua ha pasado por el río abajo,

hojas verdes perdidas llevó el viento

desde que nuestras sombras vieron quedas

su afán borrarse con el sol traspuesto.

Hermosa era aquella llama, breve

como todo lo hermoso: luz y ocaso.

Vino la noche honda, y sus cenizas

guardaron el desvelo de los astros.

Tal jugador febril ante una carta,

un alma solitaria fue la apuesta

arriesgada y perdida en nuestro encuentro;

el cuerpo entre los hombres quedó en pena.

¿Quién dice que se olvida? No hay olvido.

Mira a través de esta pared de hielo

ir esa sombra hacia la lejanía

sin el nimbo radiante del deseo.

Todo tiene su precio. Yo he pagado

el mío por aquella antigua gracia,

y así despierto; hallando tras mi sueño

un lecho solo, afuera yerta el alba.

Un muchacho andaluz

Te hubiera dado el mundo,

muchacho que surgiste

al caer de la luz por tu Conquero,

tras la colina ocre,

entre pinos antiguos de perenne alegría.

Eras emanación del mar cercano?

Eras el mar aún más

que las aguas henchidas con su aliento,

encauzadas en río sobre tu tierra abierta,

bajo el inmenso cielo con nubes que se orlaban de

rotos resplandores.

Eras el mar aún más

tras de las pobres telas que ocultaban tu cuerpo;

eras forma primera,

eras fuerza inconsciente de su propia hermosura.

Y tus labios, de bisel tan terso,

eran la vida misma,

como una ardiente flor

nutrida con la savia

de aquella piel oscura

que infiltraba nocturno escalofrío.

Si el amor fuera un ala.

La incierta hora con nubes desgarradas,

el río oscuro y ciego bajo la extraña brisa,

la rojiza colina con sus pinos cargados de secretos,

te enviaban a mí, a mi afán ya caído,

como verdad tangible.

Expresión amorosa de aquel mismo paraje,

entre los ateridos fantasmas que habitaban nuestro mundo,

eras tú una verdad,

sola verdad que busco,

mas que verdad de amor, verdad de vida;

y olvidando que sombra y pena acechan de continuo

esa cúspide virgen de la luz y la dicha,

quise por un momento fijar tu curso ineluctable.

Creí en ti, muchachillo.

Cuando el amor evidente,

con el irrefutable sol del mediodía,

suspendía mi cuerpo

en esa abdicación del hombre ante su dios,

un resto de memoria

levantaba tu imagen como recuerdo único.

Y entonces,

con sus luces el violento Atlántico,

tantas dunas profusas, tu Conquero nativo,

estaban en mí mismo dichos en tu figura,

divina ya para mi afán con ellos,

porque nunca he querido dioses crucificados,

tristes dioses que insultan

esa tierra ardorosa que te hizo y te hace.

Unos cuerpos son como flores…

Unos cuerpos son como flores,

otros como puñales,

otros como cintas de agua;

pero todos, temprano o tarde,

serán quemaduras que en otro cuerpo se agranden,

convirtiendo por virtud del fuego a una piedra en un hombre.

Pero el hombre se agita en todas direcciones,

sueña con libertades, compite con el viento,

hasta que un día la quemadura se borra,

volviendo a ser piedra en el camino de nadie.

Yo, que no soy piedra, sino camino

que cruzan al pasar los pies desnudos,

muero de amor por todos ellos;

les doy mi cuerpo para que lo pisen,

aunque les lleve a una ambición o a una nube,

sin que ninguno comprenda

que ambiciones o nubes

no valen un amor que se entrega.

Ventana huérfana con cabellos habituales…

Ventana huérfana con cabellos habituales,

Gritos del viento,

Atroz paisaje entre cristal de roca,

Prostituyendo los espejos vivos,

Flores clamando a gritos

Su inocencia anterior a obesidades.

Esas cuevas de luces venenosas

Destrozan los deseos, los durmientes;

Luces como lenguas hendidas

Penetrando en los huesos hasta hallar la carne,

Sin saber que en el fondo no hay fondo,

No hay nada, sino un grito,

Un grito, otro deseo

Sobre una trampa de adormideras crueles.

En un mundo de alambre

Donde el olvido vuela por debajo del suelo,

En un mundo de angustia,

Alcohol amarillento,

Plumas de fiebre,

Ira subiendo a un cielo de vergüenza,

Algún día nuevamente surgirá la flecha

Que abandona el azar

Cuando una estrella muere como otoño para olvidar su sombra.

Yo fui…

Yo fui.

Columna ardiente, luna de primavera.

Mar dorado, ojos grandes.

Busqué lo que pensaba;

pensé, como al amanecer en sueño lánguido,

lo que pinta el deseo en días adolescentes.

Canté, subí,

fui luz un día

arrastrado en la llama.

Como un golpe de viento

que deshace la sombra,

caí en lo negro,

en el mundo insaciable.

He sido.