Valverde, José María
Poeta, traductor, pensador y profesor de estética español nacido en Valencia de Alcántara, Cáceres, en 1926.
Estudió Filosofía en Madrid, en cuya Universidad se doctoró con una tesis sobre la filosofía del lenguaje
en Wihelm von Humbolt. Fue profesor en Roma y catedrático de Estética en la Universidad de Barcelona.
Por motivos políticos, en 1964 se exilió voluntariamente en Estados Unidos y Canadá, donde fue catedrático de literatura
española en Universidad de Trent, Canadá, y traductor e historiador literario.
Su obra se caracteriza por un acentuado humanismo con toques intimistas, convirtiéndolo en una de las más brillantes figuras
del panorama poético español. Obtuvo entre otros, el Premio Nacional de poesía en 1949, el Premio de la Crítica en 1962
y el Premio Ciutat de Barcelona por sus «Poesías reunidas» 1945-1990.
De su obra poética, cabe mencionar otras de sus obras: «Hombre de Dios» en 1945, «La espera» en 1949, «Versos del domingo»
en 1954, «Voces y acompañamientos para San Mateo» en 1959, «La conquista de este mundo» en 1960, «Años inciertos»
en 1970, y «Ser de palabra» en 1976.
Murió en Madrid en 1996.
Cuando vengas, cogiéndote la mano…
Cuando vengas, cogiéndote la mano,
volveré a recorrer mi historia muerta;
pasaremos la misteriosa puerta
que guarda mi cadáver cotidiano.
Iremos por las viejas avenidas
del parque de mis sueños, por mi infancia
de pasillos en sombra… Y tu fragancia
cerrará allí sus prístinas heridas.
¡Cómo me besarás en el pasado
cuando beses allí la pura frente
del fantasma de un niño pensativo!
Verás mi origen, para ti guardado,
que me puedes curar, tú solamente,
de todo lo que fue, el dolor aún vivo.
De “Nuevas elegías. Anticipo”
Yo te espero, mi amor, para el silencio.
¿Para qué cantar más cuando ya seas cierta?
Cansado de gritar de maravilla,
cansado del asombro sin palabras,
me callaré despacio, como el niño feliz
que se duerme, en las manos el juguete.
Tardarás mucho tiempo en dormirme del todo,
en borrarme los últimos recuerdos que me hieren,
lentísimos recuerdos sin forma ni sustancia;
sombra más bien, o sangre y carne casi,
con raíces que entraron mientras iba creciendo.
Y tendré el blanco sueño de la infancia
desde el que hablaba a Dios, aun a mi lado;
aquel sueño, tan cerca de la muerte,
que podía llegar, serena, clara,
a volverme a mi origen, aun casi en el recuerdo.
Sueño que no será como el de ahora,
lleno de ávidos pozos, de agujeros
que de repente se abren a la nada;
porque tendrá, disuelta en su materia,
como nana de madre,
tu voz muda, la luz de tu existencia,
tapizando las salas de mi sueño.
No me pidas que cante cuando vengas.
Cansado estoy del canto. Tú has de ser la paz última
el blanco umbral de Dios…
Sólo oirás mi silencio, como rumor de fuente,
como la paz de un lago, creada por tus manos,
trayéndote el reflejo de Dios para alabarte.
Confundidas las almas
en las anchas llanuras del silencio, en su noche
sin borde, esperaremos…
Publicado por primera vez en «Fantasía» n° 17, 1945
De “La espera”
Mírala aquí delante.
Es la playa donde empieza el extraño
mar de la realidad. Toma su mano breve
y déjate llevar sin preguntar.
Esta mirada clara
ya la habías soñado; este cabello
rubio tiene la luz de tu ilusión más niña,
y, sin embargo, nada se parece.
No te sirve, ahora tienes
que comenzar por la primera letra.
Anda, llama a tus sueños, amánsalos, resígnalos
a fermentar ya hacerse de verdad.
Y tú, sal de tu miedo
antiguo, corazón, pasa el umbral
sin agacharte, ten valor para la dicha,
acepta la hermosura; ya eres hombre.
Échate a las espaldas
tu cariño empeñado en ser amor,
tu ceguedad, tu mundo; toca a Dios en su peso,
única voz que de El podrás sentir.
Anda, obedece y calla,
porque para eso fuiste siempre niño
bueno y sumiso; haciendo la costumbre y el símbolo
de esta nueva obediencia más profunda.
Sí, ahora eres digno
de la vida. Hasta ella te ha elevado
tu soñar doloroso de adolescencia, como
una oración que pide lo que ignora.
Y no por prepararte
-ya ves todo qué extraño, qué distinto-,
sino por esa gota de nobleza en los ojos
con que vas a aprender la realidad.
De “La espera”
1
Hoy, cuando vuelvo apenas del reino de las sombras,
y de nuevo las cosas son seguras,
oh muchacha, te he visto.
Y ya sé que no entiendes en mis ojos
su hondo gesto de náufragos, su angustia, sin motivo
si la mañana es clara y somos jóvenes.
Yo no sabría hablarte del reino de lo oscuro;
de la noche, del miedo, del demonio y la muerte.
Ay, yo no sé decir lo que me mata,
esta luz en las cosas y en la vida,
este anhelo de algo
que soñé no sé dónde, y me consume
y me aparta de ti.
Por eso me mirabas extrañada,
conteniendo tu aroma
como la flor que ve pasar al toro.
Tú eres lo que he perdido. Y no me entiendes.
Tienes la misma luz de mis sueños eternos.
Y al mirar hacia ti, como al hogar de niño,
sé que te doy terror.
Yo, junto a ti, soy como
la tiniebla nocturna que llama a las ventanas
aterrando a los hombres;
y lo cierto es que llora y quiere solamente
entrar al dulce amor, al fuego diminuto,
a la luz ya la dicha con orillas
de que fue desterrada en el principio.
Me llevaré tu imagen solamente.
Tú no puedes saber lo que vale un recuerdo,
una imagen suavísima a través de los años,
que apenas recordamos cómo era,
pero, de pronto, surge en medio de lo triste,
como un dulce relámpago;
no con su rostro, no con sus facciones,
sino con una mezcla de sonrisa y mirada
en forma de luz de oro,
de luz de dicha antigua, de inocencia,
de lo que no hallaré, del fondo de mis sueños;
luz de origen, de Dios.
2
Siempre en mí quedarás de esta manera:
con una claridad de mañana de octubre
remansada en rincones,
con tu suave luz de oro, yesos ojos
que me miran con desconcierto de ave.
Tú te irás por la vida;
cruzarás muchos ríos, luminosos y oscuros,
estarás triste a veces, otras veces alegre,
algún día gozando, casi eterno, el instante,
y otro día volviendo tus brazos al recuerdo.
Verás paisajes, muertes, primaveras, ciudades,
yesos ojos de ahora tendrán luz de nostalgia
como un salón vacío en el ocaso.
Pero en mí serás siempre igual; eterna,
a salvo de los años y la muerte,
siempre rubia y dulcísima,
con esa claridad de mañana de octubre.
3
Ahora, cuando vuelvo del reino de lo oscuro,
y quiero hablar, coger, ser hombre entre los hombres,
oh muchacha te he visto.
El suelo es firme, sí. Pero ya he de estar solo.
Me queda únicamente el amor de la tierra,
el beso de la tarde, la mirada de un perro,
el paisaje, que vuelve a ser amigo,
con el viento sonando a lo lejos a Dios,
con vago olor a Dios…
Por eso, extraño y alto,
lejano como un astro, deshabitado y frío,
serenamente triste, te contemplo,
como el último rayo del poniente
que enciende, aún, la copa de aquel árbol
y se aleja a alumbrar otras tierras felices
de tejados brillantes y de hombres sin angustias,
mientras viene la noche y estoy solo.
De “Nuevas elegías. Anticipo”
Tú debes ser un ángel
de un edén que he perdido y no recuerdo.
Tienes la luz y aroma conocidos
de un mundo que he vivido, no sé cuando,
más allá de los bosques de mi infancia;
de un mundo amigo y dulce,
de una paz primitiva
que siento perdurar en los demás humanos,
y que a través de tu cristal aún miro,
en la luz de tus ojos.
Por esa luz me llega a este destierro
mi nombre, pronunciando con la cadencia vieja
de cuando yo era niño y me llamaban…
Son como las estrellas que mira un prisionero.
Sobre tu labio tienes, blancamente,
inminencia de vuelo de ala de mariposa.
…Ay, qué triste me pones;
resucitas mis tardes con la luz que tuvieron,
mis sueños por rincones,
mis anhelos difuntos,
aquel alma perdida.
De “Nuevas elegías. Anticipo”
Elegía a la fotografía de una muchacha desconocida
Tendrías quince años cuando quedaste inmóvil
aquí, en la cartulina de suavísima niebla.
Te vuelves a mirarnos -con unos ojos negros,
dulces, hondos y frescos como grutas-
desde el escorzo grácil de tu cuerpo.
Dime, ¿de dónde viene tu mirada?
Habla de cosas dulces y pequeñas,
de tu vida, tu casa,
tu piso, bosque umbroso de sueños y recuerdos,
-tú eres la cierva blanca en su espesura-,
el balcón donde ves pasar las nubes,
los viejos y borrosos retratos de la sala,
las butacas de verde terciopelo gastado,
el piano, negro, mudo, con ecos, -como un pozo-,
y el bullir y las voces, apagadas
y vagas, de la sombra en los rincones…
(¡Ay tus sueños de niña!
¡Cómo están en el fondo de tus ojos
muriendo dulcemente!
Estrenabas la vida;
aquel día morías y nacías.
Y aquí, en este retrato,
frente al blanco camino,
dejaste tu niñez en la mirada.)
Esa luz que ha quedado contigo prisionera
en tu clara laguna,
es la luz que conservan
las cosas de la abuela puestas en la vitrina.
Ya te habrás olvidado. ¡Qué muerta estás aquí!
¿Dónde estarás ahora?
…Días, calles, olvidos, amores y tristezas,
relojes, calendarios, trajes, cuerpos, ventanas,
tejas, lluvias, tarjetas, zapatos ya gastados,
tranvías, ruedas, nubes, sueños, tardes, mañanas,
inviernos y veranos, rosas secas, revistas,
muertos, libros, silencios, músicas, risas, llantos,
arroyos y caminos, montañas, bosques, mares,
y un montón de minutos iguales como arenas
me separan de ti.
Pero en mi orilla queda tu retrato olvidado.
…Tendrías quince años. Yo, entonces, estaría
paseando mis sueños de niño no sé dónde.
¿Dónde estarás ahora?
Oh muchahca lejana que quizá hubiera amado
de no ser por el tiempo, el tiempo… siempre el tiempo…
Publicada por primera vez en «Entregas de Poesía» n° 14, 1945
De “Hombre de Dios”
Hay tardes en que el alma
se reclina en su pena
y halla dulzura: niño
que, entre besos, se queja.
Desde el rincón de siempre
nuestros dolores diarios
se ven remotos, puros,
casi ajenos, dorados.
Y queremos hablar
del sobrante de dentro,
venciendo el dolor de hoy
con una voz sin tiempo.
Distante de la tierra
y el vivir, yo los amo,
pero una nube, en vida,
del suelo me ha apartado.
Los amo con amor
de difunto, de padre;
con amor lejanísimo,
cual si en Dios los mirase.
Y hace falta decirlo,
aunque mi voz parezca
que viene de otro tiempo
o tal vez de la tierra.
Hoy me vuelvo a vosotras,
muchachas, que a mi lado,
sois flores de tristeza,
voces de lo lejano.
¿Sabéis por qué estos ojos
de angustia y de distancia?
Hoy quisiera explicaros
viejas cosas, muchachas.
En el alma, de siempre,
llevo un presentimiento
funeral; quizá muerte,
quizá sombra o destierro.
Esa amenaza antigua
nació conmigo; estuvo
en mi primer latido,
en mi más puro impulso.
Dulces sois, sí, muchachas,
más que yo sé decirlo.
Pero yo he madurado
para un reino sombrío.
Os miro como eternas.
En paz quedáis, en tanto
yo fluyo hacia lo oscuro,
fatal, apresurado.
Vosotras sois como álamos,
quietos en la ribera.
Yo paso por en medio
hacia el mar que me espera.
Así os hablo, muchachas,
como si hubiera muerto.
Como si fuerais niñas
y yo fuera muy viejo.
Lejos estoy, lo sé.
La primavera en vano
me acercaba a vosotras
con el sol en los labios.
Un oscuro destino,
triste como un gran peso,
me alejaba, guardándome
intacto para el duelo.
Quedad, quedad gozosas
en el presente, casi
eterno; que el amor
en torno vuestro dance.
Yo, triste privilegio
del llamado a lo oscuro,
contemplo al mismo tiempo
el ayer y el futuro.
Os veo en el mañana,
en vuestra dulce vida
diminuta, bogando
por los años, tranquilas.
Y yo no sé qué muerte
o qué dolor cualquiera,
o acaso sólo, cual
soledad o tiniebla,
va a caer en mi alma
llevándome a una cumbre
helada, donde grite
sólo a Dios tras las nubes.
En la que el mundo sea
un valle, donde el hombre
alce remotos humos
y, tal vez, leves voces.
Hoy tengo una ternura
a través de los años.
La que diera una cinta,
una flor o un retrato.
Algo bello y gozoso
que quedó en la lejanía,
como un leve anticipo
de la muerte en la vida.
De “Nuevas elegías. Anticipo”
¡Dulce tarde infinita,
anégame en tus aguas de oro quieto
donde el alma reposa sin angustias;
dame tu plenitud, que nada quiere!
Eres eternidad.
Tú me borras el tiempo y el espacio.
Todas las primaveras de mi vida
suben de mis bolsillos a mis manos.
Primavera de niño, en los balcones,
viéndola, como un mar, ante mí abierta;
y luego, en el paseo
-mientras que yo miraba
jugar a los demás, meditabundo-,
iluminando mi alma silenciosa,
sola como un mendigo…
(… y la rueda de niñas…)
Primavera de siempre, con el ansia
de quererla beber hasta encontrarle el fondo.
¡Que no quede una hoja ni una brisa
que yo no haya gozado!
¡Que no te vayas nunca, primavera!
Y el espacio no existe: aquí está el mundo.
En la hermandad del sol
este valle y el otro son el mismo.
Ya está fundido todo.
La tierra entera canta entre mis brazos,
y me llaman los montes nunca vistos
y siento aquí presentes las ciudades
donde sueñan muchachas ignoradas…
¡Primaveral tristeza de estar solo!
Yo quisiera tener bajo mis manos
pétalos de las rosas más lejanas,
y una voz de muchacha, suave y tibia,
guardada en la cartera…
Tristeza porque sí, porque estoy triste
cuando todo se alegra sin razones…
De “Hombre de Dios”
Himno para gloriar a mi esposa
«Creo en la resurrección de la carne»
Siempre que vuelve por tus ojos
un viento de tus años de niña a atravesar,
y te llama un paisaje
que empezaste y dejaste a la mitad;
siempre que un cielo y una playa
de otro tiempo, te insisten con nostalgia de allá,
y querrías volver
a esos recuerdos donde has muerto ya,
no llores, sino calla y oye
cómo vive en tu cuerpo, cómo en tu carne va
todo lo que has vivido,
en tu carne que nunca morirá.
Grabado está en tus huesos cada
dolor, cada ilusión que ha cruzado tu edad:
por tu cuerpo de días
resucitado, a Dios entreverás.
Y en esa huella de la vida,
como están dos pisadas en una sola, igual
la huella de mi nombre
al golpe del amor ha de quedar.
Ante el Señor, tu nuevo cuerpo
hará de mí más luz entre su claridad:
iré en lo que fue tuyo,
reflejado en tu nombre de cristal.
Y tu figura, como un cántico,
cruzará de eco en eco toda la eternidad,
sonando por tus hijos
de rostro en rostro, por siempre jamás.
Publicado por primera vez en Ínsula n°125
De “Voces y acompañamientos para San Mateo”
(Más allá del umbral)
Softly my Future climbs the stair,
I fumble at my childhood’s prayer-
So soon to be a child no more!
Etemity, I’m corning, Sir,-
Master, I’ve seen that face before.
Emily Dickinson
Ya sé, ya sé que estaba amaneciendo
y en la neblina y en tus vagos párpados
empezaba la tierra, todavía
menos costumbre que ilusión, brotada
de un poso de campanas y de soles
madrugados de tu niñez. Cercando
el despertar con voz de caracola,
casi haciéndote daño, la esperanza
desbordada y sin rostro, igual que todas
las mañanas, cantaba por tus venas
como un golpe de miel ebria, disuelto
al caer dentro de tu corazón.
Niña desobediente a los deberes
de ser mujer, la cifra de tus años,
obstinada en tu infancia, en alargarla,
a esa hora sentías tú la vida
golosamente retrasada, entera,
palpada como fruta que da lástima
morder, por no romper la tersa piel.
Pero al salir un poco más a flote,
de súbito, entre el vaho rumoroso
de mares, de ciudades y de puentes,
sentiste que perdía pie un latido,
que te había llamado una voz nueva
con un nombre más grave, más secreto
e ineludible; el nombre de tu muerte;
que un pájaro augural se había oído
y un viento del amor, por un instante,
vino a cubrir el ruido de las olas.
Como si amanecieras a un domingo
más solemne, aguardado largamente,
mirándolo acercarse, y conversándolo,
y al comprender que es hoy, que ya no cabe
más ilusión, entonces lo temieras,
lo quisieras dejar para otro día,
aplazarlo hasta nunca, por el miedo
a su cansado atardecer, la vuelta
de la tarde hacia el lunes, recontando
lo que por fin fue todo lo soñado;
así sentiste el corazón, con vértigo
alzarse contra el tiempo, rebelarse
contra su mismo peso de manzana,
vertido sin remedio hacia unas manos.
No era ya un nombre de hombre, ni mis ojos
en solemne esperar el sacrificio,
no era mi voz quebrada, tal de un niño
que pide una limosna de ser grande
y de tener dolores de varón,
sino que viste atrás el hado, el tiempo,
la seria obligación de vida y tránsito.
Al fin, habrías de cumplir tus años
sin demorarlos más; y recibías
al destino con tus trajes de niña,
hasta acabar de usarlos, por vez última.
Pensaste: «Y esto es todo. Mis inmensos
sueños son esto, igual que si muriera».
Yo entré casi con pena, deteniéndome
ante ti, en tu país de luz antigua,
estremecido de respeto, viendo
tu casa, donde siempre es Navidades,
tu verano descalzo, siempre el mismo,
en que regresas a tu origen quieto,
tu crecer junto al mar, en sus raíces.
Ea, todo acabó. Pues todo sigue
pero ya no es la misma tu mirada.
Como si hubieras puesto un nuevo espejo,
hay una doble luz hoy en tu cuarto,
llegó el amor a saltear tus reinos
de inmóvil sol, y no por los caminos
por que se viene y va hasta los inviernos;
ha venido del lado de la playa,
vagabundo, bajando desde el monte
donde se oía el mundo por la tarde.
Ahora sabes qué inútil fue volverte
a la pared, a atar el hilo roto,
querer resucitar viejos muñecos,
con mano dulce sujetar el alma.
Yo te vi someterte poco a poco,
quitarte la corona de ilusiones,
descender del sitial de libertad
a querer sin querer; he contemplado
tu primera sonrisa temerosa,
distraída, volviéndose a luchar
contigo misma y el amor naciente,
como asomada a una ventana, pero
escuchando hacia dentro de la casa
los pasos de alguien que entra; yo sé cómo
alguna vez, al tiempo de tu risa,
se veía cruzar un pez de sombra
bajo tus ojos de agua abierta y clara.
Ya bajas y gozosamente aceptas
tu parte de dolor yamor. Colocas
mi mano sobre tu cabeza y dices:
«Heme aquí. Cúmplase en los dos lo escrito».
Pero nunca hay morir. Inesperada
vida, como al pasar de un valle a otro,
nos envuelve y se impone lentamente.
Yo soy igual que tú. Yo tuve miedo
antes también, y, mira: ahora rebusco
hasta lo más pequeño y olvidado
de mí para traerlo a que se queme
en ti. Tras el primer escalofrío,
como al caer una cadena de ancla
por su escobén, con roce helado y súbito,
se abre luego el silencio en anchos cercos
y reina la mañana sobre el barco,
así despierto ahora a la luz nueva,
así siento inundarse en otra sangre,
casi ajena, mi corazón, y palpo,
atónito, el milagro, aún sin verlo,
porque mis ojos todavía empiezan
a aprender de las manos. Todo llega
a la oblación en caravana alegre;
antes, mucho nombraba yo a la muerte
con mi primera voz, y hoy no hace falta;
su sello de verdad definitiva
lo pones tú en mis cosas. Para ti
he crecido de niño con sospecha
de un destino, y he estado preparando
con tiempo mi ternura y mi palabra,
mi antigua sumisión enardecida;
meditando qué fueran unos ojos,
empeñando en hacerme digno, en cada
paso, como si ya me vieras; siempre
vestido para el viaje, y todo en orden.
Aquí lo tienes, échalo en la hoguera
que nos tapa la oscuridad del bosque.
Ven, muerte mía, muerte de ojos claros,
y al hundirme en tus aguas dame vida,
vuelve a acunarme, cántame el nacer
con tu voz, que no se oye de tan pura,
ábreme la mirada al nuevo día,
como tras de haber muerto, donde todo
depone su verdad. Ya, más difuntos,
andamos por un suelo más secreto;
aprendiendo a ser dos, vamos errando
descalzos por lo oscuro de la casa,
por donde al retumbar la voz se nota
que alguien vela en silencio, mientras mana
la esperanza en tinieblas, como fuente
que no se oye, mas todo lo enternece;
descendemos a nuestra roca viva
donde se posa el pie de Cristo, el peso
consolador de Dios, como una mano
en la frente del niño ciego; donde
nos empieza a nacer todos los días
nuestro Cristo de dos, resucitando,
multiplicando el mundo, que se extiende
ahora con más montes y más tierras.
Y hoy que vamos creyendo en otros días,
juntando más amor para mañana,
y ponemos despacio en una hucha
los besos ahorrados, le decimos
a Cristo que es la hora de que llegue,
hoy que empieza a ser todo verdadero,
para que lo conviva y lo recoja;
que ya puede venir a compartir
nuestro pan de esperanzas, ya sentarse
con nosotros, ahora que tenemos
un rincón, entre dos almas, sin viento,
y una cuna de manos enlazadas;
que bajo nuestro techo de palabras
habite con los dos, para que se haga
verdad lo que decimos, y aprendamos
a estar cerca, y dejados en su sombra,
a ver la paz ya hablar y oír más bajo;
que sobra voz, ya siempre sobra voz…
De “Versos del domingo”
Hoy vuelves como siempre, primavera…
Hoy vuelves como siempre, primavera,
cuando a tu luz ya había renunciado
y el corazón está desconcertado
por este gozo nuevo que le altera.
Casi siente que le redimas… ¡Era
tan bello su rincón iluminado
en que, triste, se había refugiado
para vivir tan sólo con su hoguera!
Mas sí, rebosaré por tu sendero,
que, aunque tú vuelvas siempre, me iré un día
y sin mí brotarán igual las flores.
Pero el gozo de estar lleno y entero
al subirme a la boca se me enfría…
¡estar en primavera y sin amores!
De “Nuevas elegías. Anticipo”
Para Felicidad y Leopoldo, en recuerdo
de un día en Astorga
(…En la fosca
penumbra del jardín la fuente late!
L.P.
Al entrar, en la noche,
la seca fuente de color de yedra.
La fuente nunca vista, conocida
del país de los versos,
de los viajes sin años por las páginas.
Estaba seca. Sólo,
encima, unas macetas,
cuelgan sus tallos como muertos chorros,
haciéndola recuerdo.
Estaba seca. Sólo
polvo gris en su pila,
triste resto del tiempo.
Estaba seca. Sólo
es un cuenco de ausencia,
que hace al aire suspenso y temeroso,
no se sabe de qué,
como si alguien, de súbito,
se hubiera ido, o dentro hubiera muerto.
Y el niño melancólico de bronce
se olvida, con el paso interrumpido,
mira sin ver, medita…
Publicado en Proel, n° 14, 1945
Oigo viejas campanas que llegan del pasado,
campanas de la tarde en los pueblos tranquilos…
Campanas que no he visto, y ahora están cantándome
desde los dulces valles del pasado difunto.
Venid conmigo, entrad a la sombra que llega.
Cantad, pues sois tan leves que no puede decirse
si sois un sueño muerto o si es que estáis distantes,
porque la lejanía confunde espacio y tiempo.
Éste es el tiempo triste de nacer con recuerdos.
Cuando yo vine al mundo, habían muerto cosas
que he crecido esperando. Y yo no lo sabía,
las suponía cerca, tal vez tras de mi casa,
tal vez tras de esos montes a donde van los pájaros.
Y el rumor del poniente era su voz remota.
No sé, yo no sé qué eran las cosas que esperaba.
Sé que era algo sencillo. Eran dulzuras mínimas.
Quizá mañanas claras, quizá rumor de fuentes,
quizá campos amigos donde Dios paseaba,
o era el amor, a salvo del viento de la historia,
o el conversar despacio de las cosas sabidas…
De “La espera”
Me amarga y me consuela que mañana…
Me amarga y me consuela que mañana
cuando a cerrar se empiece esta mi herida
yo te veré pasar junto a mi vida
con tu dicha pequeña y cotidiana.
Mi consuelo será juzgar tu vana
biografía menuda y repetida
y volverme a mirar mi alma escogida,
del verso y de sí misma soberana.
Mas, ¡ay!, que libre y todo, e insobornable
esta fría altivez de nieve y cielo
el dolor de estar solo no me engaña.
…Y, otra vez, al destino irremediable
de no saber tener otro consuelo
que el que me pueda dar mi propia entraña.
Publicado en Garcilaso, octubre de 1943
Mi angustia amargará la brisa pura…
Mi angustia amargará la brisa pura
que no tiene complicidad contigo;
mi soledad ya enturbia el blanco trigo
que crece sin pensar en su dulzura.
…Te le has ido a sembrar otra ventura
por los surcos calientes de un amigo
y a fuerza de pensar no te maldigo
porque nunca te dije mi amargura.
Yo sólo fui el autor de mi derrota;
nunca te dije nada y hoy no puedo
ni tener con razón melancolía…
Me engañaré, diciendo a mi alma rota
que, con mi verso, intacto y fuerte quedo…
cuando eras tú quien todo lo ponía.
Publicado en Garcilaso, agosto de 1943
Miro cantar la vida como fuente…
Miro cantar la vida como fuente
al pie de mi ventana desdeñosa;
miro estallar las gracias de la rosa
y no embriago en su olor mi triste frente.
Está el mundo lejano en mí presente
doliéndome y latiendo, cosa a cosa,
y toda la tristeza misteriosa
de la vida me embriaga en el poniente.
¿Y eso es todo; mirar, sentir la vida?
¡Qué más quisiera yo, en la primavera!
Mas ¿qué hacer, en las manos del mandato,
sino servir? Y ya, la orden cumplida
y muerto tras mi voz, sólo me espera
esta paz orgullosa de algún rato.
De “Nuevas elegías. Anticipo”
Oh amor desconocido, amor lejano…
Oh amor desconocido, amor lejano,
que ya no sé esperar como solía,
¿me guarda Dios la aurora todavía
y al despertar te encontraré en mi mano?
Ay, para que se cumpla algo en lo humano
cuántas casualidades en un día
se tienen que juntar en armonía;
cuántos intentos mueren en lo vano.
Mas ¿no existe, sencilla e inexplicable,
la rosa? ¿Es por difícil menos bella?
¿No es difícil el ser, y es verdadero?
Tú también puedes ser, con la inefable
solución de la planta y de la estrella;
y alzándome otro trecho, espero, espero.
De “Nuevas elegías. Anticipo”
(El poeta)
…la mano creadora del olvido.
Antonio Machado
A Luis Rosales
Cuando toco el alma, encuentro
que no es verdad el olvido.
Todo lo que fue una vez
vuelve a aparecerse, vivo.
Pero todo está olvidado
desde antes de haber sido.
Nada de lo que me llega
puedo tomarlo por mío.
El olvido y la memoria
trabajan para lo mismo:
van convirtiendo en palabra
cuanto atraviesa el espíritu.
Se nombra lo que se fue.
El recordar es mi oficio.
Recordar pasado, ahora,
y lo que aún no ha venido.
Se nombra lo que se fue.
El olvidar es mi oficio.
Una niebla de extrañeza
me aleja de lo que digo.
En la palabra se juntan
la memoria y el olvido.
Soy el ajeno a las cosas;
yo, que las nombro, estoy mísero.
El olvido es sólo un agua
que distancia lo vecino.
Ver junto a un acantilado,
intocable, un barco hundido.
Ver siempre el mundo en reflejo,
igual que en un lago limpio,
a cuya orilla los álamos
se desprenden de sí mismos.
Como al fondo de un espejo,
al ir viviendo me miro,
lejano, extraño, difunto,
como recuerdo en un hijo.
Todo lo confundo, todo.
Si en los lóbregos pasillos
del recuerdo torno a verte
a ti, amor, mi amor antiguo,
siento que puedo cantarte
como si estuvieras vivo.
Y si me vuelvo a ti, amiga
cualquiera, nombre perdido,
podría hablar, como si
nos hubiéramos querido.
Puedo contar tus recuerdos
de infancia, aquellos vestidos,
tus muñecas y tus miedos;
todo lo que no me has dicho.
Cuanto he tenido una vez
llevo, sin saber, conmigo
-lo mío va por la sangre
con lo ajeno confundido-,
como guarda el caminante
la presencia del camino
en la luz de la mirada,
en la anchura del respiro
y en una flor diminuta
que ha arrancado, distraído,
y que al entrar a la casa
paternal, en cualquier sitio
pone, para que se vuelva
aire en el aire sabido…
De “La espera”
Tu antiguo corazón adolescente
repósalo en mis manos, y que se abra
en historias, aromas muertos,
campanas y ecos de campanas.
Vienes hasta hoy para contarme,
bajas desde los montes de tu infancia,
el delantal lleno de flores
y el miedo del pinar en la mirada.
Ven y quiéreme tú también; ya sabes
lo poco que es vivir; descansa
tu desamparo en el mío, contándome
tu edad de niña, sin palabras.
Tú, como yo, al volver de costas,
o de bosques, o de montañas,
frente a la vida o a la primavera
o en la orilla del año que se acaba,
piensas: las cosas pasan más deprisa
que nuestros ojos pueden contemplarlas.
Para soñar cada minuto
vivido, un año haría falta.
Quieres tener los días muertos
releídos, igual que cartas,
haber libado toda su nobleza
para ese día en que ante el Señor vayas.
Vuelves, soñándolas despacio,
a las fugaces cosas que dejabas
apenas rozadas; no queden
allá, a medio exprimir, como naranjas.
Vas ahora a mejorar todo
pues lo que fue, después de muerto, cambia;
así en los hijos los padres difuntos
y la luz de la vieja casa.
Juntas uno por uno los juguetes
del recuerdo, las leves barcas
de pesca, con el nombre en letras negras
sobre la proa verde y blanca,
cuando, a la tarde, el alto rompeolas
las recibe en su sombra vasta;
las estaciones en el llano,
los cielos al trasluz del sol que marcha…
Pero ahora que yo te quiero
reúne con las mías tus estampas;
como niños con sus sellos del mundo,
del color de tierras extrañas.
Recorreremos juntos los barbechos
sin espigar, de horas gastadas;
hablaremos despacio por las tardes,
revolviendo las hondas arcas.
Que cuanto fue nos dé su sangre,
ahora que es tiempo, no se torne en nada,
y de esta poquedad llevemos
un día a Dios nuestras manos colmadas.
Confundidas las dos memorias
nuestros ayeres uno sólo se hagan,
y de él, en común sueño poseyéndolo,
nuestro futuro único nazca.
Hilando así la tela de recuerdos
que llevaremos de mortaja,
doblaremos con días del pasado
todos los días del mañana.
Cada hora con un recuerdo
emparejada y resonando, cada
imagen tuya por entre las mías
enredándose equivocada,
todo en tal confusión crezca y dé fruto,
lo que pasó con lo que pasa,
y cada cosa se desdoble en tiempo;
como tu corazón, amada,
que huele a antiguas primaveras
y sin fin se despliega y se derrama
en sones, y ecos, y ecos de eco,
como las campanadas recordadas…
De “La espera”
Lo primero es sentir que me invade el silencio.
Huyeron las palabras, las brillantes ideas,
y apenas, niño mudo, te indico con el dedo
un pájaro, una brisa, o el día, tan hermoso.
…Al fin, querría hablarte de cosas verdaderas.
Contarte cómo he visto volar las golondrinas,
hablarte de las pocas ciudades que conozco,
de los grises pasillos de mi piso de infancia,
sacar sueños antiguos del arca, como trajes
que quedaron pequeños, abrir los gruesos libros
de neblinosas fotos, los cromos del recuerdo
de horizontes con sierras y de tardes lluviosas.
Porque eso es lo que soy, más bien que mis palabras:
una larga memoria, sonora y palpitante.
Y aunque apenas entiendo de las cosas del mundo,
tal vez pueda gustarte saber cómo es el tiempo
visto con otros ojos; y, además, es lo único
que saqué de mi vida: como el niño que vuelve
del campo, y que no trae nada que contar, sino
piedras y mariposas, y alguna lagartija…
Siempre sueño otra edad más fuerte y pura: claros
tiempos en que el poeta, sacerdotal, estuvo
en medio de los hombres, como fuente en la plaza,
con sus bueyes y viñas, su casa, rica en hijos;
sin que el traer la voz divina le arrancase
de sus hermanos, lejos, extraño y diferente.
Y me sabría igual que un pecado escribirte
de la luna, las lágrimas, el olvido y la ausencia.
Porque voy a llamarte para nombrarte esposa.
En la mano de Dios, como en una llanura
dos surcos que cobijan una sola semilla,
tal sea nuestra vida. En el campo sin bordes,
cuando cae la tarde, con una brisa leve
de soledad y frío, los desamparos juntos
de nuestras almas corran, allá, hacia el horizonte…
¡Qué bien cabes, pequeña, dentro del corazón!
Tu pelo no está hecho de sombra ni misterio,
y si hay noche en tus ojos, es una noche amiga,
como de primavera, no abriéndose a la nada,
sino con el Señor palpitando en estrellas.
Bella tú como el día, pero aun más, vencedora
de la belleza, más allá de su tragedia,
de su cruel dilema que desgarra las cosas
y con su envenenada alusión de infinito
las hace pobres sombras de más alta belleza,
perfecta, pero única, sin nombres ya, de hielo.
Vienes primero tú, y después tu belleza
te sigue, natural comitiva; entre todo
tu racimo de dones es la luz que lo dora.
Yo ya te conocía del país de los sueños.
Tu aire de niña antigua, tu palidez de antaño,
de estarte pareciendo a tu madre y la mía
cuando fueran muchachas, me están diciendo ahora
que es cierto todo aquello presentido que yace
en el alma al nacer; que todo es ya sabido,
que Dios hace los sueños con esa misma mano
con que crea las cosas que podemos hallar.
Si eres verdad, es cierto todo lo que soñamos.
En medio de la huida de las cosas, en medio
de la duda y la niebla, y este nunca curable
terror a la asechanza de la desgracia ignota
que nos ahogaría de pronto sin remedio,
yo acabo de encontrar algo que nada puede
quitarme; el amor éste que te tengo y que irá,
hecho huella en el alma, hasta el mar de lo eterno,
como río que llega del país del dolor.
De “La espera”
Retrato de una muchacha mejicana
Nos veía hablar, y sus ojos
de oscura cierva, suaves, lentos,
miraban, sabios, desde fuera
nuestras palabras, leve juego.
A veces en luz sonreía,
como no oyendo, y presintiendo,
igual que un niño ve el color
de lo dicho, sin entenderlo.
Mirándonos con la sonrisa,
respondiendo en su mirar quieto,
que palpaba las puras cosas;
ojos a tientas, ojos ciegos.
La grave forma de sus labios
no era gesto; era el cauce seco
de siglos besando el dolor,
de siglos de huraño silencio.
De “La espera”
…l’heure ou l’essaim des rêves malfaisants
tord sur leurs oreillers les bruns adolescents…
Baudelaire
A Vicente Aleixandre
Es ese pez oscuro que, nadando en lo hondo,
nubla el rostro moreno de los adolescentes.
Es el quieto relámpago, la luz lunar maléfica
que hace palidecer a las claras muchachas.
Un barro palpitante de posibilidades,
de vagos sapos, plantas de verdosas raíces
que pasan poco a poco de lo inerte a lo vivo;
de sombras fugitivas, de luces sepultadas.
La Fuerza se desliza siempre por las tinieblas.
Está en nuestras cavernas ignoradas y horribles,
tiene serpientes turbias en lo hondo de los vientres,
ataca por la espalda, nos arrastra de pronto.
La Fuerza llega al hombre cayendo desde arriba.
Le es ajena, y en todos es la misma; por eso
tiende a pasar bajando, como un río en cascadas,
a través de los hijos, rumbo a un mar ignorado.
Empezó con el tiempo. Dios la infundió en el hombre
con su soplo a través. Por eso se anonadan
los cuerpos con placer bajo su puño oscuro,
liberando ese impulso que tenían cautivo.
Ved los hombres llevados a rastras por su viento.
¿Qué somos en sus manos? Lo que creemos nuestro
no es más que la obediencia a un oscuro destino.
Pasa, y de nuestra fuerza sólo quedan cenizas.
Ved la sangre incendiada subiendo a las montañas,
empujando las ruedas, cabalgando los vientos,
amargando los mares y tiñendo las nubes.
Es la Fuerza, esa Fuerza única y sobrehumana.
Ved los ojos ardiendo del hombre enamorado,
con la ansiedad a cuestas de su sed sin descanso.
Es la Fuerza, cortada en mitades que cantan
y quieren proseguir las unas por las otras.
Ved al hombre gemir como un niño en la noche,
vedle doblarse, frágil, como flor agostada,
vedle temblar, llorar, igual que un desterrado
a orillas de ese mar nocturno de la Fuerza.
Mirad hombre y mujer cayendo como montes,
como torrentes ciegos uno en brazos del otro.
El mundo se vacía y se cumple en su abrazo,
mediodía de vida, éxtasis, plenitud.
El hombre no la entiende. No es suya. Va de paso.
Y grita allá en lo oscuro, como un pájaro ciego,
y aplasta, y quema, y ruge, y marchita lo verde,
y reseca la carne con su soplo de llama.
Al pasar, roza al hombre con sus alas negrísimas.
Profundiza sus ojos con lo que no se entiende,
y contagia de noches y abismos con su huella.
Es un místico río que nos atravesara.
Un río con reptiles difusos y gusanos,
y oscuridades verdes sobre limos ambiguos.
Pero un río celeste, de éxtasis y misterio,
que incendia nuestro cuerpo de eternidad y Dios.
De “Hombre de Dios”
Todo os lo dejaré cuando me muera…
Todo os lo dejaré cuando me muera;
las rosas que yo solo comprendía,
mi aire, mi cielo y luz, mi noche y día
mi asombro de existir, mi vida entera.
Y pues completa dárosla quisiera,
tomad también la gota de armonía
que a ese mundo he añadido mi poesía
con su revelación en mi manera.
…Pero sé que aunque os deje voz y trino
me llevaré al silencio eterno, muerto,
este modo de ver que me arrebata,
este mundo inefable que adivino,
esta revelación que nunca acierto
a expresar, que me aprieta y que me mata.
Publicado en Garcilaso, noviembre 7 de 1943
Van madurando aquellos viejos días…
Van madurando aquellos viejos días
que me aleja el silencio y el reposo;
va fermentando el más querido poso
en mis bodegas quietas y sombrías.
Ya son carne las muertas horas mías,
ya me aploma su apoyo nebuloso
y en la boca las siento, con untuoso
regusto de primeras poesías.
Madurar es sentir en la mirada
un aire, espeso y dulce como un vino,
que eterniza en su niebla lo fluyente.
Y es entreoír la voz llana y velada
del conocido pájaro divino
en la jaula del pecho, nuevamente.
Publicado en Entregas de poesía n° 14 1945