Valverde, Álvaro
Poeta español nacido en Plasencia en 1959.
Fue director durante ocho años del Aula de Literatura José Antonio Gabriel y Galán junto al novelista Gonzalo Hidalgo Bayal,
y cofundador de la revista Espacio/Espaço escrito. Actualmente dirige la Editora Regional de Extremadura.
Ha recibido los premios Ciudad de Badajoz en 1984, Loewe en 1991, el Ciudad de Córdoba en 1993 y fue finalista en
el Premio Café Gijón, Tigre Juan y Premio Extremadura a la Creación por su primera novela «Las murallas del mundo»
en el año 2001.
Su última novela, « Alguien que no existe» fue editada en 2005 por Seix Barral.
De su obra poética se destacan: «Territorio» 1985, «Las aguas detenidas» 1989, «Una oculta razón» 1991,
«A debida distancia» 1993, «Ensayando círculos» 1995, «El reino oscuro» 1999 y «Mecánica terrestre» 2002.
Ciudad de ceniza
Una ciudad es todas las ciudades.
Cruzas el mismo andén, las avenidas
iguales y lejanas, tan inhóspitas
como esos edificios que proyectan
su luz vítrea y opaca en el asfalto.
Una ciudad es sólo un sentimiento
de euforia o de catástrofe, un círculo
que es suma de otros círculos
igual de fantasmales.
Es un azar, una ciudad; un tramo
entre dos direcciones de ida y vuelta,
y un idéntico fin y un mismo origen.
Con la mirada hundida, el paso rápido,
recorres sin cesar las mismas calles
que desoladas cercan tu destino.
De “Mecánica terrestre” 2002
Quise volver de donde no se vuelve.
Si el viaje duró lo que dura una vida,
fue el destino culpable.
Nada hice que hoy me recuerde el pasado.
Una bruma extravía los mares que cruzara
y en el puerto se cubren las balizas de sal.
De las ciudades guardo la nostalgia del límite
y ningún barco lleva el nombre de mi reino.
Demoré la llegada sin saber que perdía
esa clave dudosa que dibujan los atlas.
Sólo sé que fue inútil.
Viviré de olvidarme.
De “Una oculta razón” 1991
Vivir es deslizarse, repetiste,
captar nuestra existencia de soslayo
o verla desde lejos, en lo alto,
con la perplejidad del que contempla.
Los que te conocieron aseguran
que tu viviste así, que no hubo nada
ni nadie que pudiera desviarte
ni un ápice siquiera de ese trazo
que le diste por fin a tu camino.
Esa senda emboscada conducía
a una casa perdida entre los páramos.
Sobre aquel pedregal erosionado,
bajo la ardiente luz de los veranos,
una sombra precisa dibujaba
el estupor final de tu extravío.
En ese santuario estableciste
una visión del mundo peligrosa.
Rogabas a los dioses con frecuencia
que no nos castigaran con desgracias
(capaces en su ardor de destruirnos)
sin antes enseñarnos lo importante:
la frágil transparencia de la vida.
Habrá estado esperando que la noche
cumpliera su sentencia contra el tiempo,
el terco maleficio que la habita
y que a solas padece
cada vez que en el sueño le despierta el temor
y, después, la vigilia se establece imponiendo
una extraña alianza de excepción y costumbre.
Habrá intentado acaso explicar el porqué
de aceptar sin ceder esa ciega amenaza
que le cerca y, no obstante, él espera implacable.
En la primera claridad tras la penumbra
que agota de la noche el cauce oscuro,
la realidad ordena en sus contornos
la tregua en que apagar otra conciencia.
De “Una oculta razón” 1991
He llegado. Me acerco
con cautela a la orilla y distingo en las aguas
una suerte de antigua y fugaz transparencia.
Queda al lado un desierto, un lugar retirado
que una puerta franquea preservando el destino
de los hombres que huyen. Una breve vereda
que coronan cipreses nos conduce a la senda
reiterada, a los pasos
que se llegan a Yuste -el otoño dorado
de la hiedra rojiza y el estanque en penumbra-,
al jardín de Abadía -ruinas, mármol, canales,
Lope, acantos y olivos-.
Es difícil saber
sobre qué edificamos
la virtud. Qué lugares
-evocados o vistos- nos contienen.
Paredes,
tapias, huertos, bancales,
muros hechos de piedras
colocadas siguiendo cumplimientos idénticos.
Minuciosos remiten
a un estado de cosas que se pierde.
Enseñanzas
de la edad sometidas
a un complejo sistema en precario equilibrio.
Su presencia anticipa la verdad de la historia.
No es extraño volver, sorprendido, la vista
y caer en la cuenta: somos agua, y aun piedra;
árbol, río, retamas. Somos tierra. Hago mías
las razones de Anteo.
Arrancada a la roca la ruindad de los huertos,
empeñados en darle a las aguas su cauce,
embalsando su fuerza en los largos estíos,
aguardando la nieve transformada en torrente,
afinando en la viga la bondad de los troncos,
observando en las nubes la promesa de lluvia,
¿no cumplirnos un ciclo necesario e idéntico?
De “El reino oscuro” 1999
He temido el encuentro. Sí, supuse probado…
He temido el encuentro. Sí, supuse probado
que esa ignota comarca encerraba secretos
que eran míos de antiguo.
Que su mito era fruto de una aciaga mentira.
Sus leyendas tejieron una red de emboscadas.
Cuando apenas conozco, hago mías las huellas
de esos pasos que ahora
asimila la sombra.
Cada casa o iglesia, cada muro o sendero,
participan del tránsito.
Suspendidos proponen su ficción de promesas.
Junto al río, sentado, al pasar de la noche,
he entendido lo inútil de ofrecerles batalla.
Paralelos discurren dos viajes. A un tiempo,
retrocedo y avanzo. Peregrino a las fuentes
y aun así permanezco.
Voy de paso. ¿Hacia dónde?
¿ Qué remoto espejismo me depara el presente ?
¿Por qué yendo, regreso? Trazo círculos, lanzo
-piedras planas al agua. En sus ondas intento
apresar el que sea, para mí, convincente.
Con paciencia, persisto. Fijo el pulso. Procedo.
Son ensayos fallidos. Darán cuenta algún día
de la vida de un hombre: solo, ajeno, consigo.
Abro la verja del jardín sin nadie.
Espera mi llegada el viejo limonero
y al verlo me parece
que no hubiera pasado en parte alguna
todo este largo tiempo,
que siempre hubiera estado
sentado en esta sombra, silencioso,
viendo pasar los días
con la mirada turbia de los que nada esperan,
pero al fin sobreviven.
Con tanta asiduidad he recordado
este mismo lugar
que no es extraño
sentir la vuelta a casa
como un hecho casual como si ahora
volviera una vez más y simplemente
cerrara una vez más la misma puerta.
La casa es hacia dentro el laberinto
que siempre he perseguido. Permanece
sitiada por los muros
azules de la infancia,
por ecos de una edad sobrevenida.
En la azotea,
el puerto sigue siendo un sueño antiguo
y arriba en las estrellas
leo de nuevo
el rumbo del viaje que comienza.
De “Una oculta razón” 1991
Este viento tan cálido que recompone ahora
un verano tardío; la luz anaranjada
del cuarto y la penumbra
de los libros que aguardan
al lector del invierno.
Las breves y oscilantes líneas de sol
dispuestas, la desdichada espera
de quien cifró en la huida
la razón y el principio
y reconoce apenas que una ciudad le acecha
y ésta será la única.
Aquél que en la distancia quiso amar lo recóndito
y el tiempo le devuelve la certeza del sitio.
Aquél éste que ahora -ya decía-
se empeña, y recupera en vano
lo que nunca ha existido,
y en el viento que entra, cuando atardece, observa,
toma papel y escribe.
Yo mismo, el que contempla
el río entre las hojas, cierra la puerta y vuelve
a ocupar su costumbre.
Aquél al que le basta la sombra fugitiva,
el instante, esa efímera razón de permanencia.
De “Una oculta razón” 1991
Lo mismo que una imagen
recuerda a alguna análoga
y una sombra a la fresca
humedad de otra estancia
y un olor a una escena
cercana por remota
y esta ciudad a aquélla
habitable y distante,
así, cuando la tarde
se hace eterna y es julio
todo expresa una múltiple,
inasible presencia,
y el agua es más que el filtro
de lo que fluye y pasa
y la luz más que el velo
que ilumina las cosas
y el viento más que el nombre
de una oscura noticia.
De “Mecánica terrestre” 2002
Escucho en la sumisa soledad de la tarde
el rumor de las sombras cuando llega la noche
y en la ventana, oblicua, la luz se ha detenido.
Lo que está al otro lado,
¿no son, acaso, idénticas visiones
de ciudades distintas
unidas por su sola sucesión en el tiempo?
Las ramas de Hyde Park que hoy oscurecen
la mesa donde escribo,
¿no son en su quietud las contempladas
algún lejano día que regresa?
Se dibuja un perfil, la vaga imagen
de un paisaje que agota su presencia
como demora de su ser inmóvil.
El caer de las hojas reconoce
su tránsito fugaz en la distancia
que separa la vida de su muerte.
De “Una oculta razón” 1991
De verdad es ahora
cuando te reconozco.
Sólo a través del sueño
tus contornos son nítidos,
oigo clara tu voz,
recupero tus gestos
y tu lenta presencia
como el lento mecerse
de las aspas que giran
sobre nuestras cabezas.
Con la misma demora
con que tomas un baño
al final de la tarde.
Te conozco en la oscura razón
que sucede a la noche,
en la frágil frontera
de la luz, cuando el tiempo
es más real que nunca
o eso, acaso, parece.
A tu lado, aunque lejos,
tan en ti como ausente,
reconstruyo velado
tu otro rostro invisible,
el que en la edad dé forma
a la que en sueños eres.
De “A debida distancia” 1993
Cada día visitaba la casa.
Las palabras dispuestas,
la estancia en la penumbra
de las horas más cómplices,
ambos sentados en el corazón de la noche
desvelando al unísono
la dudosa frontera de la luz y la sombra.
Fuera, el verano encendía la isla.
Los ecos llegaban apagados y oscuros
como nos llega aquello que sabemos cercano
y, además, conocemos.
Leíamos de nuevo -renovando aquel rito-
la vida imaginada que enfrentábamos juntos,
la común experiencia: nuestros viejos deseos,
las lecturas amadas, los paisajes que fueron
nuestra propia mirada,
lo que perteneciéndonos era revés y causa,
el final y el principio.
Vivir era más fácil parecía sencillo.
Nos bastaba sentir nuestra voz encendida
y la muda presencia de las altas estrellas.
Al alba, de regreso, cada cual conservaba
la secreta esperanza de iniciar nuevamente
el texto abandonado, el libro perseguido,
por siempre inalcanzable.
De “Una oculta razón” 1991
Imagina dos trenes,
rodando en la alta noche,
que se cruzan de golpe,
camino cada cual de su destino.
En cualquier parte,
en medio de un empalme en ningún sitio,
por vías oxidadas, los vagones,
de pronto, se detienen.
Miras por el cristal y allí,
en lo negro,
se ilumina una cara justo enfrente.
De momento has pensado que es la tuya
reflejando tu insomnio y tu cansancio.
Es una sensación. Dura un instante.
Te fijas con cuidado en la ventana
y el rostro que se enciende al otro lado
es, sin duda, de otro.
De una oscura mujer, para más señas.
Es hermosa, te dices, mientras miras
sus ojos en los tuyos duplicados.
La escena es momentánea.
Tras un ruido metálico
y muy seco, el movimiento
empieza a separaros para siempre.
Ninguno de los dos hacéis ya nada
que impida lo que es inevitable.
Con el ruido del tren y el traqueteo
supones que pensabais en lo mismo:
que fue un vano espejismo,
que fue un sueño.
La flama de la siesta socava las paredes
y agota en su fulgor esa mirada
de lo que siendo escapa a la razón. Preguntas
si habrá de sucedernos la edad en que perviva
todo lo que merece la presencia:
el rosal inflamado, las aguas repetidas
en ese único río que vive para siempre,
la rueda de molino de apariencia inmutable
y la casa erigida sobre una red de arena.
Acaso la respuesta esté en el arco
y su umbral desgastado,
en esa enredadera sometida a la forma,
en el denso dolor de este manso silencio.
Anticipa la tarde una antigua certeza
de la que sólo es cómplice la sombra:
el ocaso será la nueva aurora.
De “Una oculta razón” 1991
Miro la hiedra que a mi puerta muestra
la verde lluvia sucesiva y ciega;
traspaso un nuevo umbral, piso sus losas,
me sé en otro recinto que conozco.
Entro, y en la costumbre de la luz mis ojos
penetran el silencio, en vano se preguntan.
Se saben de paso, se contentan
con su pálida atmósfera, se funden
con el olor que el tiempo ha reposado
en sus estancias húmedas.
Su oscuridad se puebla de palabras
repetidas al ritmo de la asfixia,
entre alacenas y humo.
Esta casa es ahora mi morada,
el territorio inhóspito que aloja
las aguas placentarias
donde el canto construye
su forma hacia lo hondo.
Donde torna la rosa subterránea
(que urge material, que hermosa emerge)
en lengua poderosa.
Me interno en los rincones que rodean el patio.
Conservan sus enseres
la apariencia observada por los viejos objetos:
la urna, el astrolabio, la máscara, el espejo.
De su interior destilan la tensión que no dicen.
Compone su armonía una vasta intemperie,
un interior que oculta un dios oscuro.
Me encuentro a gusto entre su accidental presencia
de gastadas imágenes, de inscripciones caducas.
Lo que supuse, ellos, desvaídos asertan.
La penumbra de las cosas que habito
es el dulce lugar donde halla el asombro
la alta luz del encuentro,
la velada noticia de su origen más claro.
El cristal ha adoptado una distancia equívoca.
Lo que fui, lo que he sido, no lo sabe mi mano
(que desconoce el pulso de mi centro,
que yerra al calcular mi edad perfecta).
La mano desconoce el atributo
de quien alza y perece, se levanta,
y es hueco su cimiento, y es de aire.
¿Es derrota silencio?
Acaso este horizonte conocido
en el recuerdo de la Habana Vieja
sea la salvación, la piedra, el sueño.
Acaso ya mi nada.
En el blanco, la huella
que recorre el pasado,
la niebla de febrero sobre el lago
y la velocidad ajena
con que los coches cruzan sus orillas.
Sobre el papel los claros de un bosque
a las afueras
de una ciudad que ignoro,
la vegetal sabiduría de la sombra,
el oquedal solícito.
En estas letras, tinta del fondo de la noche.
El espacio se torna fragmentario, difuso.
He recogido restos de un discurso arrasado,
de un canto ya abolido.
Me detengo en el vidrio
que mi hálito empaña.
Súbitamente sopla el sirocco de Roma
(hace tanto. ..), la tarde (via Gesú e María)
en que quiso la muerte
aventar sus cenizas.
(La palabra nada es hermosa, dijiste.)
No acepta la costumbre la sombra que tuvimos:
es pura argucia el tiempo.
La mirada se fija en las llamas azules.
Ya nublada, se vence.
Es inútil saber dónde me encuentro.
¿Son acaso estas aguas un fiel eco del Tíber?
Ha cesado la lluvia: La ciudad ahora altera
la visión de su herrumbre.
De “Una oculta razón” 1991