Sicilia, Javier
Poeta, ensayista, y novelista mexicano nacido en Ciudad de México en 1956.
Realizó estudios en las facultades de Filosofía y Letras y en la de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad
Autónoma de México.
Ha sido fundador y director de El Telar, coordinador de varios talleres literarios, guionista de cine y televisión,
jefe de redacción de la revista Poesía, miembro del consejo de redacción de Los Universitarios y Cartapacios,
miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 1995, profesor de literatura, estética y guionismo en
la Universidad La Salle de Cuernavaca y actualmente director de la revista Ixtus.
Es autor de los siguientes libros de poesía: “Permanencia en los puertos” 1982, “La presencia desierta” 1986, “Oro” 1990,
“Trinidad” 1992, “Vigilias” 1994 y 2000.
En 1990 ganó el premio Ariel por el mejor argumento original escrito para cine y en febrero de 2009 el Premio
Nacional de Poesía de Aguascalientes por “Tríptico del desierto”.
Actualmente reside en Cuernavaca.
A William Nessme
Eres, oh cuerpo oscuro, el siempre amado,
desnudo lecho en que los días fueron
y el placer de las noches donde ardieron
el sueño, la pasión y lo sagrado.
Por ti conoce el alma lo creado:
las formas de las cosas bajo el día,
tu desnudez más pura y la alegría
de sentirte en la sombra sosegado;
conoce el pan, el agua, la blancura
y el mar que bajo el cielo tiembla al roce
del ave y su secreta arquitectura…
Tantos dones al alma has entregado
que en la muerte, mi amor, sabré del goce
de haber vivido un día lo creado.
Despedida
(A la manera de Cavafis)
I
Recuerda, cuerpo, cuánto te quisieron:
no sólo las alcobas donde amaste
y los desnudos cuerpos que gozaste,
sino también los ojos que te vieron,
los labios que por ti de ardor temblaron
y por los cuales en deseo ardiste.
Recuerda, cuerpo, que alto y bello fuiste
como un dios, que otros cuerpos desvelaron
sus noches recordándote, y amor
rozó sus ojos como si el rumor
de tus besos tocara sus caricias.
Esta noche en que a solas te desnudas
y los años pasaron y las dudas,
recuerda como entonces sus delicias.
II
Pues,
nada te detendrá mi cuerpo amado,
ni el ardor de los besos que allanaste,
ni las tibias alcobas donde amaste
la blancura de un cuerpo abandonado;
nada, muchacho, nada, ni el helado
secreto de los labios que habitaste,
ni las heridas ingles ni el engaste
de tu placer herido y entregado
al roce delicado de unos dedos;
nada, mi servidor, mi amante, nada,
ni acaso la caricia más amada,
pues más allá del goce y sus recuerdos,
ah, sientes cómo el polvo se aproxima
a la dulce insistencia que te anima.
Me sedujiste, Amor, y me he dejado
seducir, me forzaste y me pudiste,
allanaste mi alcoba y le prendiste
fuego a mi alto cuerpo amurallado;
violaste con tus labios mi costado,
a tu placer rendida me tuviste,
mi goce a sequedad lo redujiste
y a polvo mis encantos y mi agrado;
tendida, cual la tierra contra el día,
tus oscuras caricias me domaron
hasta volverme yermo y luz baldía;
y ahí donde tus labios se gozaron
y sólo queda un hueco, un claro abismo,
de tan simple y desnuda soy Tú mismo.
A Manuel Ponce
Escuchar el rumor bajo la aurora
del día que se abre a la espesura,
mirar la madrugada aún oscura
adelgazarse lenta en cada ahora;
estar ahí sin tiempo y sin demora
contemplando el espacio en su mesura
y sentirse atrapado en la atadura
de su exacto equilibrio que enamora;
y ser entonces árbol, agua y tierra
y luz donde la noche ya vacía
delinea los contornos de la sierra,
lo sabe aquel que vela a cielo abierto
en espera de Dios y de su día,
lo sabe sólo quien está despierto.
I
Sentirte, Amor, es contemplar el muro,
el muro blanco, limpio ante el que rezo,
espejo de la luz, desierto yeso,
cerrada claridad, confín más puro.
Sentado ante su luz el día es duro,
duro tiempo sin fin, vacío ileso,
donde el cuerpo extravía forma y peso
y ausente se contempla más seguro.
Yo me abro mi Amor a este vacío
en el que a solas soy blanco desierto,
espacio sin lugar y polvo yerto,
polvo de luz, ausencia ya sin brío.
Nada queda de mí que estoy abierto
sino esta claridad donde te espío.
II
Herido por tu luz ya nada espero
de mi cuerpo que es éxtasis del día,
polvo absuelto en la luz del mediodía,
paja seca quemada por Tu esmero;
es luz la suave tarde de este enero,
luz mi pan y la alcoba húmeda y fría,
mi mujer, la ciudad y la alegría
de mi alma que arde en tu brasero.
¿Qué puedo ya esperar si todo es fuego
que cotidianamente me calcina
y deja en lo más hondo su sosiego?
Todo en la vida es luz de tan amada,
sólo mi cuerpo es paja, leña y brizna
que consumido en luz es tierra, es nada.
A José Ramón Enríquez
y a Ignacio Solares
Solo, ante el pelotón que lo ejecuta,
Pro se ha puesto a rezar e invoca a Cristo;
no lo alcanza el rencor, duro e imprevisto,
de Calles, ni la befa y la disputa.
Su dolor el via-crucis rememora
cuando bajo las sombras amanece
y a la venganza jacobina ofrece
su cuerpo en cruz, altivo cual la aurora.
A Cristo imita en ese aciago día
en que de pie enfrentado al soberano
hace vivir su fe con su agonía.
Vive al fin la verdad en esa muerte,
y en el cuerpo de Pro que yace inerte
se muere la victoria del tirano.
Para ser el menor entre los hombres
y servir a Jesús, una mañana
abandonó su iglesia y su sotana,
la liturgia, sus fieles y sus nombres.
Sobre tierras paganas fue un errante:
anduvo por Rabat, amó a su gente
y en el Kebbab inhóspito y doliente
sirvió a los más pobres, fue constante.
Ni la espada, ni el fuego, ni las prédicas
fueron los incentivos que llenaron
al infiel con las llamas evangélicas;
de Jesús fue razón su humilde historia,
el amor que sus obras heredaron:
él fue su servidor, su oscura gloria.
A Georges Voet
y a Patricia Gutiérrez-Otero
Sediento de aventuras fue un soldado
de Francia en las colonias africanas;
amó el desierto, el sol, las caravanas,
el goce de las hembras, lo vedado.
Una tarde en los yermos de Marruecos,
bajo la hirviente luz que es un destello
fugaz de Dios, tal vez sólo un resuello,
descubrió su placer, su goce seco.
Buscó en la trapa, se hizo un monje austero;
se negó hasta ser sombra, polvo, nada,
y a los tuaregs sirvió, fue un pordiosero.
No conoció del triunfo la morada;
solo en su soledad fue oscuramente
un hombre que amó a Cristo intensamente.
A Luis Fracchia
Una mujer piadosa e iletrada;
vivió en un mundo dulce y venturoso,
tuvo un rancho, unos hijos, un esposo,
fue una vida pequeña y ordenada.
Nadie supo que en la aparente calma
de su hogar el Espíritu moraba,
que el amor de Jesús la devoraba
y vulneraba su quietud de alma.
Sólo el padre Rougier supo en secreto
que ese fuego interior, arduo y discreto,
era la confidencia misteriosa
del dolor de la cruz y su agonía.
Nos legó una orden religiosa
y una vasta y profunda teología.
Teresa de Lisieux
Sentada en la penumbra del convento,
Teresa observa el muro gris y yerto;
no la turba el silencio, ese desierto
del alma, en la quietud del aposento.
Los sueños y los goces de la vida
que en el duro Carmelo palidecen,
en ella ya no existen. Obedecen
sus ojos a otro sueño, a otra medida:
piensa en la dicha amada que le espera,
en el dolor que roe sus pulmones
y ofrece en redención y la lacera;
sabe en su pequeñez que no está sola,
que en la noche y sus arduas aflicciones
es Dios quien sufre en ella y quien se inmola.