Sánchez Rosillo, Eloy
Poeta español nacido en Murcia en 1948.
Es profesor de literatura española en la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia y colabora activamente
en numerosas revistas literarias.
Antes de cumplir los treinta años obtuvo el Premio Adonais 1977 por su libro «Maneras de estar solo».
Posteriormente publicó «Páginas de un diario» 1981, «Elegías» 1984 y «Autorretratos» 1989, así como
dos recopilaciones de toda su poesía, «Las cosas como fueron» de 1974 a 1988, y «La vida», donde reúne composiciones
escritas entre 1989 y 1995, su poemario quizá más depurado y maduro
La luz los separaba. No podían
acomodar sus ojos al dolor que la mañana
derramaba en su mundo, en el tierno desorden de sus cosas.
El día le dictaba a la indolencia normas de claridad,
difíciles caminos bajo el sol.
Malgastaban su tiempo en trabajos extraños,
en tareas que les eran ajenas y que las horas
dejaban en sus manos de repente.
Y transcurrían siglos de silencio, inacabables
épocas de sed, grandes espacios de flores muertas,
Pero al fin la triste respiración de la ciudad cansada
les decía que comenzaba a regresar el atardecer.
Posaban la mirada en las lejanas cumbres. Presentían
que en el rumor oscuro de sus árboles
ya estarían las aves buscando su cobijo,
su humilde refugio de verdor apagado.
Entonces olvidaban la larga separación,
rompían las ataduras de la luz
y se encontraban de nuevo en el límite exacto de la sombra.
Porque la noche los unía, los empujaba suavemente
al lecho en que los cuerpos celebran los ritos de la
inmediatez,
al reino de la inocencia y de lo verdadero.
11 de junio de 1976
Casi sin ver la realidad del día
ni la certeza de su claridad,
ando en busca de ti, de los vestigios
de unos años, de un mar, de unos lugares.
Porque la sombra avanza y los astros escriben
sus órdenes fatales en mi frente,
y es triste a solas proseguir la angustia
de los caminos que iniciamos juntos.
Pensar un cuerpo es inventar la noche
de las islas perdidas, el fulgor
olvidado en los brazos de la hierba.
Es difícil ahondar en el silencio,
llenar de amor el hueco que el instante
abre en el grito con que te pronuncio.
No escucho la presencia de tus pasos
vigilando la herida de los versos escritos
ni el temblor desolado de la tarde
deja en mi voz el poso transparente
de lo que ardió y se fue y es ya elegía.
Seguir es regresar, volver al borde
del lecho aquel, de la blancura en llamas.
La soledad me dicta letras anochecidas
y las horas se duermen en el pulso del tiempo.
Vuelve a llamarme. Esparce tus designios
en las proximidades de otra hoguera.
Se acabará el sonido del invierno,
la mirada extendida, la sed de las palabras
El deseo que recuerda el color de unos ojos
descansará en la tierra que conoce.
Las calles arderán a mediodía
y cantará la luz entre mis manos.
14 de marzo de 1974
Y ahora cállate. No dejes que a tus labios
se asomen nunca más las palabras que hoy
has dicho por vez última. Guarda la voz
para tu soledad. Que tu trabajo
sea el silencio, el gozo o el dolor de callar
lo que las horas te dieran, lo que aprendiste
en los días luminosos que se fueron.
Eran tan sólo cuerpos asustados,
carne color de grito, fiebre alerta
en la savia lunar de los rumores.
Al llegar pronunciaron su oleaje,
su ocupación cansada de la noche.
Hincaron su raíz en la penumbra
y en los atrios brillaron las señales
de una claudicación predestinada.
Nada dijeron de la luz herida,
de las gargantas que se despertaron
sobre la oscuridad de ciertas horas,
ni del murmullo arrodillado, lento,
de la respiración de sus edades.
Sobre la piel de una sonrisa muerta
creció la profecía de los nombres.
Las calles se olvidaron de los ecos
que acaricia al pasar la madrugada,
y la humedad trepó por la osamenta
de una ciudad hundida en el verano.
Nadie pudo advertir con su ternura
la palabra que el tiempo edificaba
sobre un reloj partido: la memoria.
El Sur se levantó sobre la sangre
y la sangre gritó en sus acueductos.
Después volvió el dolor a los caminos
y abrió sus espirales la costumbre.
12 de abril de 1974
A veces recuerdo la tibieza de aquellos días,
la gracia de aquel cuerpo dormido,
la blancura del lecho en un rincón del cuarto,
el libro abandonado, entreabierto,
la lámpara sumisa, la ventana,
el sonido lejano de la lluvia,
los lentos rumores de la noche.
y pienso entonces que fue hermosa la vida,
y acaricio en mi pecho las heridas del tiempo.
25 de agosto de 1975
Extraña conjunción, pueblo de ríos
fluyendo hacia ese centro, bajo un astro
que derrama su luz sobre las rocas.
Eterno mar, quimera de otro tiempo,
sombra asustada, oscuridad que sufre.
Acercarse hasta allí, viajar al fondo
de nuestra soledad, de nuestro miedo,
y encontrarnos de pronto frente a frente
con la mirada de la inmensidad.
Aventura de andar a ciegas por el borde
de una palabra llena de gritos y caricias,
de una fascinación antigua y poderosa.
Y más tarde volver al lugar conocido
-casa apagada, seca geometría-
con los ojos más viejos, sin nada entre las manos,
y seguir contemplando con dolor y en silencio
nuestro propio cadáver: la muerte acostumbrada.
18 de febrero de 1974
Dejadme aquí, sumido en la penumbra…
Dejadme aquí, sumido en la penumbra
de esta habitación en la que tantas horas de mi vida
transcurrieron.
Es tarde ya. La noche se aproxima
y hoy -no sé por qué- más que otras veces necesito
quedarme solo y recordar muy lentamente
algunas cosas del pasado,
ciertas historias ya casi perdidas,
mientras el sol se aleja y la ciudad va hundiéndose
en la sombra.
14 de marzo de 1977
En el atardecer, después de la lluvia,
el sol acariciaba las piedras de la antigua ciudad
de una especial manera,
con un profundo y triste y natural amor.
Y al mirarnos supimos que éramos conscientes
de aquel minuto prodigioso,
de aquella intensa belleza inestable.
5 de septiembre de 1976
Me instalo frente a ti, miro tus ojos
y vigilo el espacio donde tu voz me busca.
Me estremece el dolor del encuentro imprevisto,
la sed con que te acercas al borde de mi sombra,
el hueco que descubres en la luz de mi espejo.
La soledad me arropa. Sólo en la noche existo.
Y nunca me detengo sobre el mismo minuto
en el que tú te apoyas para seguir llamándome.
Suéñame de otro modo. Sacude el saco triste
del idioma heredado. Cuéntale a las palabras
las historias oscuras que sólo tú conoces;
diles cómo te asusta mi presencia y mi odio,
cuánta muerte te cuesta acariciar mi huida.
A veces, en el centro mismo de tu pregunta,
me reconozco y corro hacia otra oscuridad:
es amargo encontrar al final de un abrazo
mi propio grito erguido y mi propio deseo.
Por eso me divido, me desdoblo y me hundo
en heridas distintas: me da miedo encontrarte.
Tu sonido es el mío. Tu tristeza, tus ropas
saben a mí, y m escuece el recuerdo adherido
al tiempo conciliado, al tiempo único
en que la conjunción habitó nuestras sangres.
27 de febrero de 1974
El mar estaba lejos.
Pero en el aire húmedo de la mañana
se percibía un vago olor salado y rumoroso.
Fue entonces cuando el hombre despertó.
Guardó en su pecho las hermosas imágenes del sueño
y emprendió su camino.
Atrás fueron quedando
las ciudades, los pueblos, las aldeas
que el afán de los hombres levantara.
Atravesó también bosques umbrosos,
tierras resecas, valles pensativos.
Pasaron muchas horas. Y ya el sol último
arrojaba los restos de su incendio
a las cimas de los montes más altos.
Y el caminante se adentró en la noche
como un dios en su soledad.
Ahora la luna brilla en el centro del cielo
y su plena mirada contempla con amor
la juventud del hombre y su quimera.
El mar estaba aún lejos. Pero ya podía oírse
su canción misteriosa.
La madrugada
refrescaba las sienes fatigadas del hombre,
que siguió caminando y advirtió
una presencia humana en la lejana orilla.
Una hermosa muchacha lo veía acercarse:
eran grandes sus ojos;
su cabello, oscuro como el viento nocturno:
su cuerpo, silvestre y frágil.
Intensamente se miraron,
y el silencio les hizo comprenderse.
Abandonaron sus ropas en la arena
y juntos penetraron en las oscuras aguas.
12 de junio de 1976
A veces me tropiezo con tu sonido. Escucho
un eco que golpea las paredes del sueño
y oigo en mi pulso un ritmo de aventura y suicidio.
La noche se hace entonces laberinto. Mis pasos
penetran en el bosque, presienten el encuentro.
Me acerco a los lugares donde la muerte esconde
el vértigo y la luz de su relámpago.
Para todo soy ciego si este dolor me acecha:
la destrucción buscada es la vida más honda.
Ya no puedo escapar. tu voz es cárcel;
la orden se hace canción, llanto quemado,
lucidez delirante, tiempo entero.
Me rodean las cosas; en la penumbra gimen
y esperan que las nombre, que mis manos
impriman un color a su destino,
esculpan una forma en su carne reciente.
Me olvido del silencio, de la larga sequía;
la soledad se puebla de jadeos y gritos;
giran los signos y la sombra acepta
mi fiebre sacudida, mi pasión levantada.
Me pierdo en el camino. regreso. Al fin descifro
la secreta escritura, el vértice sonoro.
todo termina y callo. Tiembla la noche. Cae
una gota de lumbre sobre el papel en blanco.
27 de febrero de 1974
Mejor tal vez sería no recordar de nuevo
los días que pasaron como caricias crueles
por tu piel y mis manos.
En la luz del deseo brillaron nuestros cuerpos
y juntos escuchamos la voz ancha del mar.
Las heridas fragantes de aquel tiempo persisten
como antiguos dolores recientes en mi carne.
Yo no quiero escuchar el lenguaje marchito
de las cosas que ardieron.
Pero sé que es inútil. No es posible
recurrir a un presente hecho de soledad
para olvidar el canto de un verano, unos brazos,
para dejar temblando en el camino
el fuego que aún enciende sin querer mis palabras.
7 de julio de 1974
A veces me pregunto qué habría sido de mí
sin los recuerdos que tan celosamente guardo:
aquella callejuela que olía a madera y a fruta
en un húmedo barrio de París,
los árboles dormidos bajo el sol
en una plaza antigua de Florencia,
el órgano que hacía vibrar la catedral de Orvieto
en un amanecer lejano,
la lluvia golpeando en la ventana
de una habitación en la que yo sufrí,
los ojos oscuros que me miraron
en un crepúsculo de no sé dónde…
Cuando la inmediatez de los oficios cotidianos
se filtra hasta mis huesos y me impide
respirar con amor los olores espesos,
fríos, sin luz, de la costumbre,
cierro los ojos, regreso lentamente
a las tierras que en otro tiempo recorrí,
a los lugares en los que el olvido no impuso su silencio.
Acaricio los días que pasaron,
las horas que brillan en la distancia
como ciudades recostadas a la orilla de la noche.
Y pienso con tristeza que fue hermoso andar tantos
caminos,
aunque sepa que ya sólo podré pisarlos
con una pobre ayuda: la memoria.
10 de octubre de 1975
Yo sé que sigue allí.
Si la memoria
se acerca sin querer a las riberas
de aquel tiempo que grita en el silencio
de los días perdidos, se levanta
otra vez en mi pecho el antiguo dolor,
la profunda caricia del incendio
que cantaba en el centro de un verano
vibrante, de unos meses extendidos
sobre la tierra aquella, tan lejana.
Heridas de la luz, caminos lentos
por los que anduvo un cuerpo, una alegría,
un temor que creció bajo los ojos
de cualquier madrugada.
Ahora regreso
a la casa de entonces. Allí siguen
los objetos que oyeron el sonido
de nuestra soledad en la penumbra
de aquella habitación, el viejo lecho
en que ardieron los astros, los minutos
que se fueron cayendo de tus manos.
Y afuera sigue el sol, y el árbol solo
anclado en el calor del mediodía.
25 de mayo de 1975
Abre la puerta y da la luz.
Es ya muy tarde,
y sabe que en su casa nadie lo espera.
Todo
sigue en su sitio y el silencio pesa
sobre las mudas cosas que le ignoran.
Va de aquí para allá, por el pasillo, por las vacías
habitaciones, y no sabe qué hacer, por qué esta noche
está tan lejos todo.
Coge un libro.
Pasa un rato leyendo.
Luego, escucha
con desgana una música.
Mientras, la madrugada
avanza lentamente.
Acaso alguna rosa
de ese florero que hay sobre la mesa
deja caer sus pétalos marchitos.
De Páginas de un diario
La ciudad los ungió con las luces del alba
y extendió ante su asombro el viejo laberinto de sus calles.
Traspasaron el umbral de la mañana. Los ojos
se habituaron pronto a la belleza de este día.
Porque en otro lugar y en horas menos plenas
supieron intuir lo que ven hoy:
ese reloj que hace vibrar la plaza
cuando deja caer trozos de tiempo sobre el mundo,
el rincón soleado donde un hombre muy viejo
vende objetos inútiles y hermosos…
Ellos saben muy bien que las cosas que crecen
bajo este cielo ajeno no son suyas.
Y querrían
tenderse para siempre sobre la hierba del verano
y engañarse olvidando lo que fueron
antes de estar aquí, antes de haber vivido
de acuerdo con la vida, con arreglo a la luz.
Piensan que pronto, en otra tierra, lejos,
cuando de nuevo vuelvan a sus viejas costumbres
y otra vez el invierno los habite y los venza,
recordarán, oscuros, este sol, este sueño
¡1 de libertad que quiso regalarles la vida.
Pero deciden aplazar las sombras.
Ahora
no dicen nada. Están aquí. Se miran.
La mañana transcurre. Y son dichosos.
De Maneras de estar solo
Esa ciudad del sur donde tú cantas
se me acerca en la noche.
Apenas oigo
el rumor encendido de un labio que pronuncia
las letras del deseo,
la fórmula secreta de dos seres tendidos,
los anillos del fuego, los nudos del amor,
la ecuación desgarrada del minuto y la sombra.
La vida arrastra nombres, fechas, rostros,
caricias que llenaron de luz aquel verano,
risas sobre las sábanas lamidas por el sol.
Todo se va. Las cosas
tienen entre sus manos un designio de herida.
El silencio se agranda y cava su agujero;
la soledad apaga las lámparas colgadas
en los umbrales de la oscuridad.
No me mires ya más. Cierra los ojos,
arranca ese recuerdo caliente de tu pecho,
entierra las imágenes que juntos levantamos,
busca sin ilusión la llave que perdiste.
Y después siéntate, pacientemente:
el libro abierto huele a madrugada.
20 de febrero de 1974
No se puede prever. Sucede siempre
cuando menos lo esperas. Puede pasar que vayas
por la calle, deprisa, porque se te hace tarde
para echar una carta en correos, o que
te encuentres en tu casa por la noche, leyendo
un libro que no acaba de convencerte; puede
acontecer también que sea verano
y que te hayas sentado en la terraza
de una cafetería, o que sea invierno y llueva
y te duelan los huesos; que estés triste o cansado,
que tengas treinta años o que tengas sesenta.
Resulta imprevisible. Nunca sabes
cuándo ni cómo ocurrirá.
Transcurre
tu vida igual que ayer, común y cotidiana.
“Un día más”, te dices. Y de pronto,
se desata una luz poderosísima
en tu interior, y dejas de ser el hombre que eras
hace sólo un momento. El mundo, ahora,
es para ti distinto. Se dilata
mágicamente el tiempo, como en aquellos días
tan largos de la infancia, y respiras al margen
de su oscuro fluir y de su daño.
Praderas del presente, por las que vagas libre
de cuidados y culpas. Una acuidad insólita
te habita el ser: todo está claro, todo
ocupa su lugar, todo coincide, y tú,
sin lucha, lo comprendes.
Tal vez dura
un instante el milagro; después las cosas vuelven
a ser como eran antes de que esa luz te diera
tanta verdad, tanta misericordia.
Mas te sientes conforme, limpio, feliz, salvado,
lleno de gratitud. Y cantas, cantas.
Como alguien que después de un vasto tiempo de oscuridad
descubre tras el rostro de la noche
la inesperada presencia del amanecer,
halló el adolescente en un repliegue de su vida
un tesoro nimbado de misteriosos brillos:
era la muerte del silencio. Y el muchacho
penetró en el umbral de la poesía
con paso decidido y fervor en su pecho:
allí estaba la luz de la palabra,
el extraño fulgor de cada hora,
la ignorada expresión de la hermosura
en el regazo de lo conocido.
Un día, con un libro bajo el brazo,
anduvo por las calles soñolientas y tibias
de una ciudad del sur, de su ciudad.
Sentóse al fin en una plaza silenciosa
y vio cómo las manos del sol acariciaban
el oscuro verdor de los magnolios
con más amor que en otras primaveras.
Abrió entonces el libro. Y sólo dos palabras
en su portada halló:
Teócrito: Idilios.
Y el pastor siciliano se aproximó al muchacho
y le contó muchas historias, tan hermosas
como frutas silvestres o el canto de un jilguero.
Con voz muy dulce hablóle largamente
de los amores mitológicos, simples y fabulosos.
Y cuando sus palabras se apagaron
una flauta afligida se despertó a lo lejos.
La luz mediterránea descansaba
en la plata apacible del olivo;
las cigarras cantaban en la sombra;
cerca del mar crecían las adelfas.
17 de julio de 1977
Aquel brillo asustado de tus ojos, cuando la tarde
derramaba su cansancio sobre la ciudad.
Aquella impotencia del deseo, del amor amenazado,
oprimido por un peso ajeno
a nosotros, a nuestra fuerza, a nuestra
capacidad para arrodillarnos ante el dolor.
La luz cayó sobre tu piel, dejando
en ella un sabor dorado, un halo de dulzura sin historia.
Pero luego el recuerdo aproximó sus redes
y el pasado alzó sus voces enterradas.
No había nadie. Sin embargo,
una impensada presencia, un implacable
mandato de regreso a los orígenes
se impuso de repente.
Cuando llegó la noche
se nos hizo difícil avanzar por las calles,
dirigir nuestros pasos hacia el lecho
en el que convivían el fuego y el olvido.
No era posible decir las palabras de siempre,
pronunciar los augurios de cada día.
Porque tu país nos llegaba a través del olor de la lluvia,
y el tiempo se negaba a ser piedra sin fecha,
camino detenido, huella leve.
Las tierras lejanas que yo había visto
se agolparon de pronto delante de cualquier sonrisa,
y se detuvo el aire de la madrugada,
y comenzaron a despertarse en mi memoria
las temidas imágenes, los avisos
de una costumbre que no me había abandonado,
que defendía su antigua conquista.
Tuvimos que olvidar los círculos recientes,
las aproximaciones asumidas, los sabores
de la oscuridad deseada, de las cálidas luchas.
Y vimos cómo iba creciendo la sombra junto a nuestro
abrazo.
Y cerramos los ojos porque teníamos miedo.
21 de julio de 1975
Me entrego sin tristeza a ese rumor amargo
en el que el miedo agita con ira sus metales,
y, habitante de un mundo de muerte y transparencia,
obligo a mi mirada a vagar por un cuerpo.
Con urgencia golpeo sobre las decisiones
de un mar que no conozco, de un dolor que introduce
su noticia de sal en la herida reciente.
He abandonado el barro, la arcilla conocida,
para vivir al borde de un peligro que amo,
para buscar las manos que sostengan mi rostro
sobre el silencio neutro de las profundidades.
Parpadea un color, un informe lejano,
una constelación de sabores marchitos,
y una materia oscura, casi vencida, escucha
el vasto movimiento de un corazón insomne.
Se aproxima la noche.
Desaparece el rastro
que trazaron mis labios sobre la dulce piel
de un tiempo que latía.
Una piedra señala
el origen concreto de un orden sacudido.
y una mínima lumbre, una gota encendida,
encuentra al fin su lecho, su destino en la espuma.
La espera es una angustia que fluye lentamente.
Mis ojos amanecen enfrente de un deseo.
Ahora puedo gritar: un círculo de vidrio
observa los caminos que el sol abre en el agua.
14 de abril de 1974
Ya no sé cuándo, pero una vez dijiste
algo sobre la noche, algo acerca
de los poderes de la oscuridad.
y tus palabras, tan extrañas a ti, tan diferentes
de tu esencial y conocida luz,
me hicieron recordar los largos años
que tardó este presente en madurar.
Hubo un tiempo anterior. Hubo una ausencia
de sol acariciando los lugares
que después me ofrecieron su verdad más profunda.
y fue lento el azar. Y fueron lentos
los toscos argumentos del dolor,
las oblicuas miradas de la sombra.
Ahora escucho el sonido claro que en la mañana
se alza sobre los cuerpos, los paisajes
que antes fueron oscuros.
Frente a mis ojos brillan
realidades distintas, que hoy comprendo.
Pero cuando la tarde se acerque a los confusos
y trágicos colores de su fin,
tal vez oiga de nuevo la voz que había olvidado
y tenga que encontrar otras razones
para pensar que esto tampoco es cierto.
16 de diciembre de 1976
Dejadme a solas una noche entera
con esta voz que tiembla decidida y mojada,
con este cuerpo frágil y agresivo que pronuncia las
letras de un incendio instantáneo,
de un dolor que derriba las paredes del miedo
y erige su canción en la tierra arañada.
En la profundidad de esos ojos es posible encontrar
la huella de un astro salvaje,
de un vegetal orgulloso y persuasivo.
Este presente es llave, libertad, cárcel, mundo que
yo conozco:
la selva misteriosa de una piel reencontrada,
el verano extendido de una frase, de un gesto,
la sorpresa desnuda de un acto infinitamente repetido,
la posesión de un agua secreta.
Calles con sed, desiertos de mi mano,
oscuridad que palpa la epidermis del trigo,
encuentro de dos gritos usados,
cicatrices de antiguas y extensas caricias.
El vértigo que habita este minuto,
que instala su deseo en la cima de esta unión desesperada,
taladra el vidrio opaco de las soledades que dejamos atrás:
oficios que mancharon con su cera abatida la frente
de los metales más sonoros,
ocupaciones que nos persiguieron,
instrumentos roncos avecindados en ciudades húmedas,
poderes que sembraron tristes banderas en mi carne.
Ahora siento tu olor, ahora te escucho. y sólo existe
la voluntad madura de unos labios que cantan.
Afuera quedó todo. No hay ventanas
en esta habitación que nos acoge.
25 de marzo de 1974
Supón que aún es agosto y que no estás tan lejos…
…aunque el ser amado esté ausente, a mano están sus imágenes
y su dulce nombre resuena en nuestros oídos.
Lucrecio
Supón que aún es agosto y que no estás tan lejos
de esta ciudad que todavía guarda
los últimos vestigios de aquella altiva llama del verano
que lentamente fue, como todo, muriéndose;
imagina que aun estas aquí, conmigo,
en la paz de esta casa que la luz hace hermosa,
y busca en tu memoria el esplendor dorado
de los días perfectos que en ella -porque así
lo deseó algún dios de mirada propicia-
hemos vivido, ajenos a todo aquello que no fuera
nuestra propia alegría de estar juntos.
Recuerda.
Mira. Mira esas gloriosas
mañanas: hace un rato que tú te despertaste,
y esperas en silencio a que yo abra los ojos
para darme los buenos días y decirme -hoy también-
que eres dichosa.
Y me señalas luego
ese rayo de sol que entra por la ventana
y aquí, junto a la cama, en el suelo, dibuja
un dulce charco de oro.
No dejes que se borren
de tu alma las risas de ese tiempo,
las palabras ardientes que sonaban
como un cristal finísimo y llenaban de música
las horas del amor: el espacio inocente
de la pasión cumplida en las radiantes noches
que nuestros cuerpos conquistaron.
Contempla estas imágenes,
y olvídate de ese lugar que ahora
a tu pesar y a mi pesar habitas:
calles llenas de otoño, gentes que desconocen
nuestra historia, tierras que no son tuyas,
y ese río que en nada se parece
a éste nuestro de aquí, que bajo el sol discurre
a través de los huertos.
Ojalá lleves siempre
contigo, a cada instante, mi recuerdo,
y estas palabras que en la noche escribo
pensando en ti, para que tú las leas,
te ayuden a estar sola,
y te acompañen.
De Páginas de un diario
Ahora, juntos, vivimos la hermosura
de esta tarde de junio,
el fulgor de las horas en que nos entregamos
al conocimiento de la verdad del amor,
a la gran llamarada del encuentro.
Ahora sabemos que toda la alegría
cabe en el mundo breve de esta habitación,
en el espacio ardiente de este lecho.
La luz cansada del atardecer
dibuja sobre el tiempo islas doradas.
En un rincón del cuarto
brilla la enredadera de la música.
Un viento súbito sacude nuestros cuerpos.
y lo olvidamos todo.
Después regresan las miradas lentas,
los gestos satisfechos, las sonrisas.
Y luego contemplamos en silencio
con qué dulzura va cayendo la noche
sobre la indiferente ciudad que nos rodea.
“Maneras de estar solo” 18 de junio de 1975
Con el tiempo los cuerpos se acostumbran
a caminar completamente solos
sobre la tierra de la soledad.
Las vagas sensaciones, los recuerdos
de los lugares en los que encontramos
a alguien con quien hablar, a alguien que escuche
nuestras palabras mientras cae la tarde,
se van borrando lentamente, como
huellas que el viento apaga y desordena.
Y el eco tibio del antiguo encuentro
no persiste en la voz, en el lenguaje
con que aprendimos a nombrar las cosas.
Sólo queda la noche. Y nos perdemos
en el largo silencio de las calles
vacías. Y al llegar la madrugada
sentimos frío y respiramos muerte.
16 de octubre de 1975