Rodríguez B., Isabel
Poeta y novelista española nacida en Madrid en 1938.
Su infancia transcurrió en un gran ambiente cultural hogareño que la impregnó desde niña de cultura clásica.
Es Licenciada en Filología Románica por la Universidad Complutense de Madrid y tiene una vasta experiencia
en la enseñanza de la Lengua, en Madrid, Barcelona y Durango. Actualmente se dedica a la docencia en Priego
de Córdoba.
Su poesía, según ella reconoce, es el producto de la influencia que en ella ejercieron escritores como Baudelaire,
Blas de Otero, Cernuda, Antonio Machado, Guerlain, Aleixandre y Neruda, entre otros.
De los galardones recibidos merecen destacarse: el Segundo Premio de la Real Academia de Córdoba en 1977,
el Premio Antonio Machado de Poesía para Profesores de la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía en 1984,
los Primeros Premios de Poesía y Narrativa Mujerarte de Lucena, Córdoba en 1992, y el Premio de Poesía Dolores
Ibarruri de Andújar, Jaén en 1999.
De sus once libros de poesía se destacan especialmente: «Íntimo Laberinto», «El Grito del Estornino», «Tiempo de Lilas»,
«Los Rosales Oscuros», «Ardiendo en el Ocaso», «El Punto de Vista», y su antología «Caleidoscopio».
La tarde  incandesecente, primaveral y clara,
se evade hacia las lindes en sombra del  ocaso,
abandonando voces, pupitres y ficheros,
cementerios y perros,  andenes y jacintos.
Pasan tibios retazos de palabras y risas
y pájaros  perdidos detrás de los cristales.
Estalla primavera en todos los aleros
Y  en los adolescentes tendidos en la yerba.
Es hermosos vivir sintiéndose  vivido,
es cálido gozar la luz en compañía,
es intenso sentir que la vida  se agolpa
en la palabra exacta y en los hondos silencios.
Es glorioso  sentirse comenzar con la vida,
levantarse la sangre en pie de amor; es  dulce
palpitar en la misma emoción inquietante
y buscarse los labios,  atónitos de besos.
Es preciso vivirse, desvivirse, gozarse
y beberse a  oleadas la tarde fugitiva,
antes de que las horas arrastren a la arena
los  restos inservibles del último naufragio.
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Allegro
I
Ojalá que te bebas mis sueños,
que mi nombre  se extienda por todo tu cuerpo.
Que me pierda en tu piel de  aceituna
en las lentas horas de abril y de luna.
Ojalá a mi  cintura
se amarre la cinta de tu sangre oscura.
Y que por tus  labios
húmedos y sabios
transiten mis besos de óxido y de  llanto.
Ojalá que asciendas
por mi sangre enhiesta
con la fiebre  izada como una bandera.
Aunque luego huyas.
Aunque nunca  vuelvas.
Aunque se haga negra
esta primavera.
Aunque yo me muera.
II
Se ha subvertido el  orden,
la ley, lo establecido…
Las lágrimas son cifra de un gozo  innominado,
el silencio es intenso mensaje estremecido,
lo que ayer  importaba
ahora parece ínfimo,
el sosiego hace daño,
el placer es  gemido…
Nos corona la noche de dalias y de mirto.
III
En esta  amanecida inaugural y áurea
un ángel con melena llega de los pinares;
lo  acerca nuestro aliento de besos y de mares
hasta el lecho de hierba donde el  amor se instaura.
Nos contempla y sonríe, nos envuelve en su aura
de  acuática armonía, de luz y pleamares,
anudados, febriles, confundidos,  impares,
exhaustos en un ansia que la noche restaura.
Génesis de la  vida súbitamente abierta
en tu carne y mi carne, en mi surco y tu  arado,
invasión consentida de mi huerto sellado,
luminosa lanzada  rasgando mi cintura,
muerte que siembra vida, vida que se  inaugura.
Paraíso cerrado que nos abre su puerta.
* * *
Vivace
I
Tan alta era, tan alta,
la torre de tu  cuerpo.
Y tan honda, tan honda,
mi raíz de misterio.
Yo no  acerté a escalarla.
Tú no bajaste al fondo
profundo del  deseo.
(Primavera lloraba
soledad a lo  lejos)
Se levantó la noche
desde un mar de  silencio.
II
Qué fulgor derramado esta luna de cera,
qué  imparable este río
de mis venas abiertas
vertiéndose incesante en tu mar  sin orillas.
Qué raudal de agonía
desatinada y plena,
de mi boca a  tu boca,
de mi mar a tu arena.
Qué deslumbrante herida,
qué llama  inapagada,
qué dulce y ardua furia de vientos anudados,
qué tierna la  derrota despues de la batalla…
* * *
Adagio
¿Qué estoy haciendo  ahora,
varada en mi ventana,
mientras un nuevo otoño incendia los  pinares
y derrama en mi mesa
su dulce llamarada?
(Y  tu piel allá lejos,
y tu boca temprana)
¿Y por qué  este inventario
de ardores y de inviernos,
de la sed y del  agua?
(Y tu risa perfecta.
Y tu boca  lejana…)
II
En la soledad espesa de esta noche de octubre
una  puerta se abre…
Tal vez sea sólo el viento.
Seguramente,  nadie.
Tal vez sólo la lluvia,
penetrante y cercana,
con sus  húmedos dedos llamando en mis cristales.
Tal vez sólo el crujido
con  que se ensaña el tiempo
sobre la piel opaca de las fotografías
Tal vez  nunca se abra
la puerta del deseo.
Mas tal vez esta noche
de  octubre suntuoso
se produzca el milagro.
(Y ni yo sé  decir
el milagro que espero…)
* * *
Andante
Contemplo  atentamente
mi rostro en el espejo,
y me asombro de súbito ante esta boca  ávida
y ante el largo relámpago
de estos ojos famélicos.
Lo que  miro en mi rostro
varado en el espejo
es sobre todo el hambre.
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Qué fulgor derramado  esta luna de cera,
qué imparable este río
de mis venas  abiertas
vertiéndose incesante en tu mar sin orillas.
Qué raudal de  agonía
desatinada y plena,
de mi boca a tu boca,
de tu mar a mi  arena.
Qué deslumbrante herida,
qué llama inapagada,
qué dulce y  ardua furia de cuerpos anudados,
qué tierna la derrota después de la  batalla…
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Es imposible contener el grito
con que toda mi sangre  levantada
en pie de amor, atroz, enajenada,
en ti se vierte en implacable  rito.
Es imposible y, sin embargo, quito
volumen a mi voz; la tengo  atada
al silencio, por siempre enajenada
sangre y voz; sin plegarias y sin  gritos.
Y aun siendo así, tan terca es la esperanza,
tan incansable,  tan rebelde y fiera,
que aun en esta mudez que me sentencio
día a día  se pone en la balanza,
y contra la evidencia, espera: espera
que tú puedas  oírme en el silencio.
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Cuando ya nada importe.
Cuando ya hasta los grillos más  tenaces
apaguen el clamor de su chirrido;
cuando por las esquinas de la  noche
se eclipsen los deseos
y en un rumor de oscura madreselva
se  confundan los ecos
de la impaciencia antigua
y sus desvelos.
Cuando  el airado cielo y su tumulto
se entreguen al silencio,
cuando el viento  recueste su cabeza
y se evapore el mar…
Entonces me  veréis
llegar, intacta, envuelta
en el azul sudario de mi  vida,
regresada, veraz, indemne, libre,
a salvo de ataduras
de amor y  de naufragios,
del largo desconsuelo
y la voraz urgencia.
Entonces,  sólo entonces.
Cuando ya nada importe.
Cuando todo esté aquí.
De  “Oleajes”
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Escalo la montaña de tu pecho.
Tus manos son la suma del  ardor.
Me pierdo por la fiebre de tus labios.
Nos estalla en los muslos un  volcán.
Tu aroma de canela y yerbabuena.
Mi almizcle y mi naranja y mi  jazmín.
Y tu olor de simiente desgranada,
y la arena anhelante de mi  sed.
Las palabras son música infinita,
estremecido son de viento y  mar,
puertas del abandono y la pasión.
No necesito verte: te  dibujo
con mis dedos, mis labios y su sal.
Y paladeo el gusto de tu  piel.
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Yo subiré al amparo de tus labios
entre nubes de acero  desgarradas
y trenzarán al fin mis dedos sabios
las olas de tu aliento  desatadas.
Yo llevaré a tu puerta mi astrolabio
y mi esfera armilar y  mis andadas.
Y llegaré sin dudas ni resabios,
sin historia y sin huellas,  y sin nada.
Y dormiré al cobijo de tus besos.
Y a la luz tersa de la  amanecida
carne y carne serán glorioso cepo.
Monumento de amor serán  los huesos.
Árbol sin fin los enlazados cuerpos
con su savia de sangre  estremecida.
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Es inútil soñar aquellos besos.
Inútil evocar  aquellas horas,
aquel agonizar los dos, obsesos
de soledad, de sed  devastadora.
Inútil demandar a nuestros huesos
alzarse sobre el tiempo  y nuestro ahora;
que tú ya no eres tú, ni yo, ni esos
instantes volverán.  Inútil. ¿Lloras…?
Pero no. Tú no lloras. Tú, sombrío.
Inútil esperar  una palabra.
Inútil ensanchar el llanto mío.
Inútil ya el vivir. Tu  mano labra
-qué impiadoso el buril de tu sentencia-
mi muerte, sobre el  barro de tu ausencia.
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Estás en mí, esta noche, sin posible retorno,
sin un  solo recurso que me libre de ti.
Te siento en mi cintura como un estrecho  abrazo,
te siento en mi garganta, donde tiembla tu voz.
Me siguen en  la noche tus ojos insondables,
ese infinito océano, oscuro y  abismal.
Me envuelve tu silencio, tu indefensa ternura,
tus largos  aislamientos, tu tristeza tenaz.
Me salpica la boca el chorro de tu  risa,
subes en oleadas constantes por mi piel.
No puedo defenderme del  calor de tus manos,
ni de tu boca triste, ni de tu claridad.
Te siento  como un hierro candente en el costado,
llevo grabada a fuego la marca del  amor.
Estás entre mis libros, mis antiguos papeles,
la música que amo,  en mi viejo reloj.
Te enredas en mis versos, te bebes mis palabras
y  todo lo que escribo te transparenta a ti.
Esta noche te siento subir por  mi silencio
y siento que ya nada me queda por hablar.
No quiero que me  ocupes, no quiero que me afluyas
como un río incesante de piedras y de  sal.
No quiero que me envuelvas, pero tal vez lo quiero.
Tal vez ya no  supiera cómo vivir sin ti.
Estás en mí, esta noche, y ya no me  defiendo:
arrásame la vida y déjame morir.
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Ojalá que te bebas mis sueños,
que mi nombre se extienda  por todo tu cuerpo.
Que me pierda en tu piel de aceituna
en las lentas  horas de abril y de luna.
Ojalá a mi cintura
se amarre la cinta de tu  sangre oscura.
Y que por tus labios
húmedos y sabios
transiten mis  besos de óxido y de llanto.
Ojalá que asciendas
por mi sangre  enhiesta
con la fiebre izada como una bandera.
Aunque luego  huyas.
Aunque nunca vuelvas.
Aunque torne negra
esta  primavera.
Aunque yo me muera.
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Todo el dolor y toda la  alegría
caben en este amor que me levanta,
que me exalta y me abaja y me  adelanta
hasta ti, y me hace nueva cada día.
Cuanto tú me pidieras te  daría.
Limpia dicha de darte, clara y alta,
la fuente jubilosa que me  salta
en las entrañas, honda vida mía.
Yo te ofrezco mi voz  enmudecida
porque tú me lo pides; si quisieras,
si el dique del silencio  se rompiera,
te asombrara mi voz de tan quebrada,
a tan largo silencio  acostumbrada
y en tan largo silencio enronquecida.
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No creáis mi historia:
los hombres la forjaron
para  que el sacro fuego de inventados hogares
no se apagara nunca en femeniles  lámparas.
No creáis mi historia
Ni yo esperaba a Ulises
Tantas  Troyas y mares y distancias y olvidos…,
ni mi urdimbre de tela
desurdida  de noche
se trenzaba en su nombre.
Mi tela era mi escudo,
no del  honor de Ulises,
no de la insomne espera
del ya más extranjero
que los  lejanos príncipes que acechaban mi tálamo.
Y si el arco de  Ulises
esperaba su brazo,
es porque yo al arquero
sólo desdén  profeso,
y nada me interesan sus símbolos de pureza:
sus espadas, sus  arcos,
sus tremolantes cascos
y las espesas sangres
de su inútil  combate.
No creáis en mi historia
Cuando volvió el ausente
me  encontró defendiendo con mi ingeniosa urdimbre
mi derecho inviolable al  tálamo vacío,
a la paz de mis noches,
al buscado silencio:
la soledad  es un lujo que los dioses envidian.
De “Tiempo de lilas”
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He cerrado mi maleta
sobre el viejo cadáver que alimento  a diario,
con el forro gastado de sus ropas cansinas,
su casi  imperceptible olor a camposanto,
su traslúcida piel.
He cerrado mi  puerta
tras el silencio espeso de la alcoba vacía,
con sus sábanas yertas  de irrevocable ausencia,
sus ventanas cerradas al rumor de la vida,
su  lenta oscuridad.
He cerrado mi maleta
y he metido en el fondo, con mi  viejo cadáver,
un candil de esperanza y unas gotas de olvido,
un traje de  deseo y unas botas de andar;
y he salido a la luz.
He cerrado la  casa.
Les he vuelto la espalda a los ciegos rincones,
a las hoscas paredes  que musitan rencor,
y he comenzado un viaje sin destino y sin rumbo,
un  viaje que me enseñe,
desde los vericuetos y vueltas del camino,
a enterrar  mi cadáver definitivamente
y a nacer otra vez
