Ridruejo, Dionisio
Poeta español nacido en El Burgo de Osma, Soria, en 1912.
Fue alumno de Antonio Machado, y como otros compañeros de su generación, participó activamente
en las empresas políticas y culturales de su país, trasladando a su obra esa dualidad tan característica
de aquellos años, entre el esteticismo clásico y la proyección ideológica. Publicó sus primeras poesías en 1935,
y con el paso del tiempo su obra mostró una métrica cada vez menos formalista y de expresión más sencilla.
Fue profesor de Literatura Española en varias universidades norteamericanas, ensayista y autor dramático.
Obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1951 y falleció en 1975, poco después de publicar su último libro
«En breve».
El  recto andar del agua prisionera
se hizo círculo y copla en tus ardores,
pan de roca, en tu danza molinera,
alegres de tus albas mis rumores.
Sol de espigas, tus labios giradores,
labios del llanto, pesadez  ligera,
enmudecen tu amarga primavera,
luna muerta en el llanto de las  flores.
Hoy te miro, descanso del camino,
moneda del recuerdo  abandonada
en la quieta nostalgia del molino.
Cíclope triste, el ojo  sin mirada
y la forma andadora sin destino,
en el eje del aire  atravesada.
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A una estatua de mujer desnuda
Desnuda y vertical, pero ceñida,
la línea de la tierra a  la pereza
de una carne que cede, cuando empieza
la perfección del sueño,  su medida.
Materia sin amor, pero encendida
por el número fiel de la  pureza
donde la fría carne se adereza
sin el gusto del tiempo y de la  vida.
¡Oh, dócil a los ojos y apartada
del fuego de la sangre, muda  gloria
en éxtasis de tierra levantada!
Antigua juventud fresca y  gastada
que aflige la pasión de su memoria
en esta eternidad tan  sosegada.
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Suave y firme tu mano.
No tembló  tu corazón; era un instante
de calma y superficie
en tu voz como plata  con arena
y en la húmeda pizarra de tus ojos. 
Ha sido ahora, ausente,
cuando el  tacto recuerda una caricia
y sangre adentro va tu aroma alzando
el  oleaje y quema tu piel de oro. 
Sufro extrañado en esta mano nueva
con su emoción de almendro,
que late y crea al recordar. La paso
por  los objetos de costumbre: el hierro,
la madera, el cristal, la lana -tuyos-
y una descarga eléctrica de rosas
los hace carne viva.
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Como ofrenda del  trigo aventurada
para dar su pasión a la marina
avanzabas, esbelta y  matutina,
de oro gentil vestida y coronada.
Mediodía del sol, tierra  postrada
con niebla de estupor, siesta salina;
y agosto en ti, con la  sazón divina
de una torre solar, libre y pausada.
Espada fresca, el  aire de tu paso,
calmaba la aridez mientras ardía
sosteniendo los cielos,  milagrosa.
Sólo mi corazón era el ocaso;
mi alma detrás, la noche sólo  mía,
para sólo tu lumbre victoriosa.
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Nos junta el resplandor en  esta hoguera
que tu alabastro transparenta y dora,
y en lenguas  alegrísimas devora
una viña de muerta primavera.
Astros de velocísima  carrera
resbalan en tus ojos, y me explora
todo tu ser en ascua  tentadora,
el corazón que consumido espera.
Amada sin secreto, tan  cercana,
veo íntima y abierta, en un ocaso
que hace el sol en ti misma,  cómo mana
tu savia ardiente bajo  limpio raso;
y hago sarmiento de mi amor, que gana
oro para la sed en que  me abraso.
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Anteayer dormí en el prado
sobre  el olor de la hierba,
ayer entre los pinares,
hoy en la tranquila  selva,
mañana, raso con raso,
solo entre el cielo y la tierra.
El alba  de cada sol
nuevo campo me revela,
y el sueño de cada noche
las mismas  hondas estrellas.
En el día se recorre
lo que en la noche se  sueña:
siempre la misma esperanza
bajo distinta promesa,
y en la noche  se vigila
todo lo que el paso deja,
compañía militar
en camino de la  ausencia.
¿Cuánto será lo que avanza
y cuánto lo que regresa?
Corazón  aventurado:
¿qué miras en lo que sueñas?
La sangre, toda la sangre.
La  tierra, toda tu tierra.
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Quien le dé un corazón a este  minuto
yerto, a este fluir sin armonía,
a esta mi sangre dolorosa y  fría,
a este seco dolor sin voz ni luto.
Quien pula aristas al diamante  bruto,
quien vuelva al ave su perdida guía,
quien haga soledad y  compañía,
voz y silencio al cántico absoluto.
Quien me devuelva todos mis  paisajes
y vea, en mis quietudes recogida,
costa anhelada y velo de mis  viajes;
Quien la salud me torne con su  herida,
quien a mis sueños vista con sus trajes,
¡ansia sin forma!  cumplirá mi vida.
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Es, si en olvidos dolorosos  entro,
tu voz jamás oída la que grita.
Fuiste eterno después y eterna  cita
que no cumplió el minuto del encuentro.
Como órbita turbada por  su centro
que en fugas torna y el contacto evita,
con la certeza del amor  escrita,
vivías lejos y latías dentro.
Ni caricia ni voz se  conocieron,
ni el aire sospechó nuestros amores
que en un tiempo sin  horas se durmieron.
Ojos tuvo el amor, siembra sin flores,
y en  aquellos sin llanto que me vieron
aún me verán las lágrimas que  llores.
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Muerta que  mueve a amor, presente vida
con la sangre arrastrada por pinceles
y de  nuevo en mis ojos concebida.
Muerta en muerte nublada por  laureles,
con los últimos llantos enterrados,
en el descanso de tu carne,  fieles.
Muerta de los minutos reposados,
lejana de tus siglos de  ceniza
y de tus breves años animados.
Caliente juventud que se  eterniza
en el único vuelo de mirada
que a una luz sin edades  paraliza.
Vida por blandas rosas encauzada,
venas al tiempo del mejor  latido
vertidas en la boca enamorada.
Seno en la nieve del suspiro  erguido,
frente en el frágil pensamiento fría
bajo oro en seda sin rubor  ceñido.
Peso de nube, grave de armonía,
en cándido vestido sin  materia
que de ascua cede al hielo su porfía.
Oh, muerte dulce, tu  presencia sería
posada, sin atmósfera en el lecho
hiela del tiempo la  fluida arteria.
La voz que guarda tu lejano pecho
habla en la risa de  tu nueva esencia
adolescente, del ayer deshecho.
Tus ojos me revelan  la evidencia
de aquellos ojos que brotaron flores
en polvo de tu muerte  sin ausencia.
Tu talle, apenas arco de temores,
libra sus flechas  hacia el bosque yerto,
en el que fueron ramas tus temblores.
Sólo mi  amor para la angustia abierto
sufre de no llegar a las entrañas
del dolor  a mis venas descubierto.
Oh, forma que a amor mueves y que  engañas
-viva sin existir, muerta sin piedra-
al fuego frío que sin llanto  bañas.
Dime cuál árbol de tus huesos medra,
señálame el verdor que te  levanta
y al tronco limpio juntaré mi hiedra.
Pero en la fiel mudez de  tu garganta
vuelvo a verte tan cierta y renacida
velada por un aire que no  canta,
que se torna la muerte la fingida.
Y tú, la trenzadora del  anhelo
que asciende casi eterno por mi vida,
confuso si de tierra o si de  cielo.
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Epitafio de la amada en la voz del amante
No es, enterrada bajo sauce mudo,
piedra y  silencio su presencia pura,
la encuentro en alas de tu voz segura
de vida  y muerte en amoroso nudo.
Su luz erige tu clamor agudo
y en él anida  su feliz ternura,
puebla del gozo la florida altura
y de los llantos el  vergel desnudo.
Todo tu verbo de su pulso nace,
toda tu tierra se  estremece y vive
de ser la tierra en que su forma yace.
Tu ser  cumplido de su ayer recibe
este balido que en sus labios pace
hierba  presente que el mañana escribe.
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Como tibia azucena  adelantada
castamente, entre el alba y el rocío;
orante nieve, cúpula de  frío,
ojiva pura, levedad trenzada.
Como ramo del alma,  revelada
pulcramente a la luz sin atavío
como la fe del suspirante  brío
en un vuelo de carne sosegada.
Como un sueño de amor  encaminado,
en alba de gemelos surtidores,
al éxtasis del cielo  recatado.
Como ave par, alzada sin  temblores,
calmando en un misterio desposado
la desazón humana de las  flores.
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Y resbaló el amor estremecido
por  las mudas orillas de tu ausencia.
La noche se hizo cuerpo de tu esencia
y  el campo abierto se plegó vencido.
Un ayer de tus labios en mi oído,
una huella sonora, una cadencia,
hizo flor de latidos tu presencia
en  el último borde del olvido.
Viniste sobre un aire de amapolas.
Como  suspiros estallando rojos,
bajo el ardor de las estrellas plenas,
los labios avanzaron como olas.
Y sumido en el sueño de tus  ojos
murió el dolor en las floridas venas.
Tu soledad de nieve reclinada,
virginal y sencilla, en mi memoria,
como agua fiel de fatigada  noria
viene a regar mi voz enamorada.
¡Cómo recrea el alma  sosegada
la penumbra y dulzor de aquella historia
con resplandores de  tardía gloria
entre abejas y frutos constelada!
¡Oh, delicada llama,  ardor primero
velado en llanto y celestial mirada,
par del trino, la  fuente y la azucena!
Mírame combatido y prisionero
volver a tu  ilusión breve y tronchada
como un temblor en la desierta arena. 
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Serena tú mi sangre, clara fuente
Me está dejando casi sin  entrañas
este tremendo amor enarbolado
-¡Oh, páramo de ardores  dilatado!-
en que escucho mis voces como extrañas.
Serena tú mi sangre en las  cabañas
íntimas de tu ser y tu cuidado,
y guárdame en el aire  enamorado
con que a veces mi dolor engañas.
Si mi lumbre te duele, ¡Oh, clara  fuente!,
yo borraré los húmedos celajes
que tus párpados prenden  tibiamente.
Volveré a tus cielos sus  paisajes
clavándote en los ojos hondamente
los mansos huertos de mi ardor  salvajes.
Ven a mis dulces campos de ribera…
Ven a mis dulces campos de ribera
que suspiran en  álamos por verte.
Hacia la brisa que tu aliento vierte
levantará sus  hierbas la pradera.
Se cuajará de flor la primavera
que al peso de tu  sueño se despierte.
Saldrán de las raíces de la muerte
las alas de la vida  que te espera.
Las aguas de la espuma de tu baño
se abrirán como  labios, como orillas,
para besar la luz en tu tamaño.
Y ahora que sólo  de inminencia brillas,
mira en mi corazón, año tras año,
pleno el mundo y  las horas de rodillas.
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Ya  solo en mi corazón…
Ya  solo en mi corazón
desiertamente he quedado;
el alma es como una  nieve
extendida sobre el campo,
la tierra desaparece,
el cielo niega el  espacio,
las cosas que me rodean
rechazan la luz del hábito.
¿De  qué me sirven los ojos?
¿De qué el aroma sin rastro?
¿De qué la voz sin el  nombre
que se despoja del labio?
El tiempo de mi esperanza
es como  tiempo pasado.
Ya solo en mi corazón
desiertamente he quedado.
