Núñez de Arce, Gaspar
España (1834-1903)
I
¡Gloria al genio inmortal! Gloria
al profundo
Darwin, que de este mundo
penetra el hondo y pavoroso arcano!
¡Que, removiendo lo pasado incierto,
sagaz ha descubierto
el abolengo del linaje humano.
II
Puede el necio exclamar en su locura:
«¡Yo soy de Dios hechura!»
y con tan alto origen darse tono.
¿Quién, que estime su crédito y su nombre,
no sabe que es el hombre
la natural transformación del mono?
III
Con meditada calma y paso a paso,
cual reclamaba el caso,
llegó a tal perfección un mono viejo;
y la vivaz materia por sí sola
le suprimió la cola,
le ensanchó el cráneo y le afeitó el pellejo.
IV
Esa invisible fuerza creadora,
siempre viva y sonora,
música, verbo, pensamiento alado;
ese trémulo acento en que la idea
palpita y centellea
como el soplo de Dios en lo creado;
V
hablo de Dios, porque lo exige el metro,
mas tu perdón impetro
(¡oh formidable secta darviniana!)
Ese sonido como el sol fecundo,
que vibra en todo el mundo
y resplandece en la palabra humana;
VI
esa voz, llena de poder y encanto,
ese misterio santo,
lazo de amor, espíritu de vida,
ha sido el grito de la bestia hirsuta,
en la cóncava gruta
de los ásperos bosques escondida.
VII
¡Ay! Si es verdad lo que la ciencia enseña,
¿por qué se agita y sueña
el hombre, de su paz fiero enemigo?
¿A qué aspira? ¿Qué anhela? ¿Qué es, en suma,
el genio que le abruma?
¿Fuerza o debilidad? ¿Premio o castigo?
VIII
Honor, virtud, ardientes devaneos,
imposibles deseos,
loca ambición, estéril esperanza;
horrible tempestad que eternamente
perturbas nuestra mente,
con acentos de amor o de venganza;
IX
conciencia del deber que nos oprimes,
ilusiones sublimes
que a más alta región tendéis el vuelo:
¿Qué sois? ¿Adónde vais? ¿Por qué os sentimos?
¿Por qué crimen perdimos
la inocencia brutal de nuestro abuelo?
X
Ajeno a todo inescrutable arcano,
nuestro Adán cuadrumano
en las selvas perdido y en los montes,
de fijo no estudiaba ni entendía
esta filosofía
que abre al dolor tan vastos horizontes.
XI
Independiente y libre en la espesura,
no sufrió la amargura
que nos quema y devora las entrañas.
Dábanle el bosque entretejidas frondas,
el río claras ondas,
aire sutil y puro las montañas;
XII
la tierra, a su elección, como en tributo
dulce y sabroso fruto,
música el viento susurrante y vago;
su luz fecunda el sol esplendoroso,
la noche su reposo
y limpio espejo el cristalino lago.
XIII
En su pelliza natural envuelto,
gozaba alegre y suelto
de su querida libertad salvaje.
Aún no grababa figurines Francia,
y en su rústica estancia
lo que la vida le duraba el traje.
XIV
Desconoció la púrpura y la seda
no inventó la moneda
para adorarla envilecido y ciego,
ni se dejó coger, como un idiota,
por una infame sota
en la red del amor o en la del juego.
XV
No turbaron su paz ni su apetito
este anhelo infinito,
esta pena tan honda como aguda.
¡Ay! ni a pedazos le arrancó del alma
su candorosa calma,
el demonio implacable de la duda.
XVI
Y en esas lentas y nocturnas horas
negras, abrumadoras,
en que la angustia nos desgarra el pecho,
con tu mirada impenetrable y triste
nunca te apareciste
¡oh desesperación! junto a su lecho.
XVII
No buscó los laureles del poeta,
ni en su ambición inquieta
alzó sobre cadáveres un trono.
No le acosó remordimiento alguno.
No fue rey, ni tribuno,
¡ni siquiera elector!… ¡Dichoso mono!
XVIII
En la copa de un árbol suspendido
y con la cola asido,
extraño a los halagos de la fama,
sin pensar en la tierra ni en el cielo,
nuestro inocente abuelo
la vida se pasó de rama en rama.
XIX
Tal vez enardecida y juguetona,
alguna virgen mona
prendiole astuta en sus amantes lazos,
y más fiel que su nieta pervertida,
ni le amargó la vida,
ni le hirió el corazón con sus abrazos.
XX
Y allí, bajo la bóveda azulada,
en la verde enramada,
a la sonora margen de los ríos,
adormecidos con los trinos suaves
de las canoras aves,
ocultas en los árboles sombríos;
XXI
allí donde la gran Naturaleza
descubre la belleza
de su seno inmortal, siempre fecundo,
en deliquios ardientes y amorosos,
los dos tiernos esposos
engendraron al árbitro del mundo.
XXII
¡Al árbitro del mundo!… ¡Qué sarcasmo!
Perdido el entusiasmo,
sin esperanza en Dios, sin fe en sí mismo,
cuando le borre su divino emblema,
esa ciencia blasfema,
como la piedra rodará al abismo.
XXIII
Caerá de sus altares el Derecho
por el turbión deshecho;
la Libertad sucumbirá arrollada.
Que cuando el alma humana se obscurece,
sólo prospera y crece
la fuerza audaz, de crímenes cargada.
XXIV
¡Ay, si al romper su religioso yugo,
gusta el pueblo del jugo
que en esa ciencia pérfida se esconde!
¡Ay, si olvidando la celeste esfera,
el hijo de la fiera
sólo a su instinto natural responde!
XXV
¡Ay, si recuerda que en la selva umbría
la bestia no tenía
ni Dios, ni ley, ni patria, ni heredades!
Entonces la revuelta muchedumbre
quizás, Europa, alumbre
con el voraz incendio tus ciudades.
XXVI
¡Batid gozosos las sangrientas manos
déspotas y tiranos!
Ya entre el tumulto vuestra faz asoma.
Que el hombre a la razón dobla su frente;
mas sólo el hierro ardiente
la hambrienta rabia de las fieras doma.
24 de diciembre de 1872
Roto el respeto, la obediencia rota,
de Dios y de la ley perdido el freno,
vas marchando entre lágrimas y cieno,
y aire de tempestad tu rostro azota.
Ni causa oculta, ni razón ignota
busques al mal que te devora el seno;
tu iniquidad, como sutil veneno,
las fuerzas de tus músculos agota.
No esperes en revuelta sacudida
alcanzar el remedio por tu mano
¡oh sociedad rebelde y corrompida!
Perseguirás la libertad en vano,
que cuando un pueblo la virtud olvida,
lleva en sus propios vicios su tirano.
6 de enero de 1866
En celebridad de su coronación
Allá en la edad florida
de mi niñez serena,
cuando las leves horas de mi vida
resbalaban en calma,
y no ahuyentaba la ambición ardiente
las doradas imágenes del alma;
mi buen padre, en aquella
tierna y dichosa edad, me refería
la página más bella
que hay en la historia de la patria mía.
Contóme cómo un día
de eterno luto y duelo,
vino desde las márgenes del Sena
a posarse orgullosa en nuestro suelo
la águila altiva de Austerliz y Jena;
cómo, en vibrante cólera encendido
el pueblo castellano,
combatió contra el genio y la fortuna;
y al escuchar tan peregrina historia,
bendije a Dios, que colocó mi cuna
en donde crece el lauro de la gloria.
Pobre niño inocente,
«¿quién, pregunté a mi padre, animar pudo
vuestro brazo nervudo?
¿Qué genio prepotente
despertó vuestro espíritu valiente?
¿Qué voz agitadora y soberana
mantuvo en vuestros pechos la energía?»
Y mi padre llorando respondía:
«¡la voz del gran QUINTANA!
España en ese acento
palpitaba y gemía;
él era la expresión del sentimiento
de la nación ibera,
el eco fiel de nuestras glorias era.»
. . . . . . . . . . . . . .
Desde entonces te amé, y este cariño
no huyó como las blandas ilusiones
que halagan siempre el corazón del niño.
Por eso hoy que en tu frente
brilla el lauro inmortal, genio profundo,
paréceme que veo
coronado el esfuerzo giganteo
con que el pueblo español asombró al mundo.
12 de marzo de 1855
Eres ariete formidable: nada
Resiste a tu satánica ironía.
Al través del sepulcro todavía
Resuena tu estridente carcajada.
Cayó bajo tu sátira acerada
Cuanto la humana estupidez creía,
Y hoy la razón no más sirve de guía
A la prole de Adán regenerada.
Ya sólo influye en su inmortal destino
La libre religión de las ideas;
Ya la fe miserable a tierra vino;
Ya el Cristo se desploma; ya las teas
Alumbran los misterios del camino;
Ya venciste, Voltaire. ¡Maldito seas!
¡Oh eterno Amor, que en tu inmortal carrera,
das a los seres vida y movimiento,
con qué entusiasta admiración te siento,
aunque invisible, palpitar doquiera!
Esclava tuya la creación entera,
se estremece y anima con tu aliento,
y es tu grandeza tal, que el pensamiento
te proclamara Dios, si Dios no hubiera.
Los impalpables átomos combinas
con tu soplo magnético y fecundo:
tú creas, tú transformas, tú iluminas,
y en el cielo infinito, en el profundo
mar, en la tierra atónita dominas,
¡Amor, eterno Amor, alma del mundo!
Septiembre de 1872
El Sol tocaba en su ocaso,
y la luz tibia y dudosa
del crepúsculo envolvía
la naturaleza toda.
Los dos estábamos solos,
mudos de amor y zozobra,
con las manos enlazadas,
trémulas y abrasadoras,
contemplando cómo el valle,
el mar y apacible costa,
lentamente iban perdiendo
color, transparencia y forma.
A medida que la noche
adelantaba medrosa,
nuestra tristeza se hacía
más invencible y más honda.
Hasta que al fin, no sé cómo,
yo trastornado, tú loca,
estalló en ardiente beso
nuestra pasión silenciosa.
¡Ay! al volver suspirando
de aquel éxtasis de gloria,
¿qué vimos? sombra en el cielo
y en nuestra conciencia sombra.
Marzo de 1863
El reo de muerte
¡Oh, vedle; vedle! ¡Turbia y ardiente la mirada,
en brazos de su culpa que le acrimina austera,
tan lejos y tan cerca de la insondable nada,
del mundo que le arroja, del polvo que le espera!…
¡Luchando con extrañas y horribles agonías
que traen ante sus ojos en rápida carrera
sus inocentes horas, sus conturbados días,
el cuadro pavoroso de su existencia entera!
Ayer, aunque entre sombras, lo porvenir incierto,
brindábale ilusiones de amor y de ventura,
y hoy, asomado al borde de su sepulcro abierto,
contempla horripilado la eternidad obscura.
La muerte, que le acosa con misterioso grito,
despierta los terrores de su conciencia impura:
quiere llamar, y apaga sus voces el delito,
quiere huir, y le asalta la hambrienta sepultura.
¡Ay, si recuerda entonces el dulce hogar sereno
donde pasó ignorada su infancia soñadora,
la amante y pobre madre que le llevó en su seno,
único ser acaso que le disculpa y llora!
¡Ay triste de él si al lado del hondo precipicio
su amparo no le presta la fe consoladora;
la fe que se levanta potente en el suplicio
y da sus alas de ángel al alma pecadora!
¡Miradle! Cada paso que hacia el cadalso avanza
de su agitada vida los horizontes cierra:
apágase en sus ojos la luz de la esperanza
y el peso de la muerte fatídico le aterra.
¡Ay, ten valor! Si un día de imprevisión y dolo
te puso con los hombres y con la ley en guerra,
mañana entre los muertos abandonado y solo
en su profundo olvido te envolverá la tierra.
Aparta tu mirada terrífica y sombría
de esa apiñada turba que bulle en el camino
para gozar del triste placer de tu agonía
y presenciar el término de tu fatal destino.
¡Oh! no la empuja sólo su imbécil sentimiento
hacia el cadalso infame que espera al asesino.
¡Hasta la cumbre misma del Gólgota sangriento
siguió también los pasos del Redentor divino!
Julio de 1861
Guarneciendo de una ría
la entrada incierta y angosta,
sobre un peñón de la costa
que bate el mar noche y día,
se alza gigante y sombría
ancha torre secular
que un rey mandó edificar
a manera de atalaya,
para defender la playa
contra los riesgos del mar.
Cuando viento borrascoso
sus almenas no conmueve,
no turba el rumor más leve
la majestad del coloso.
Queda en profundo reposo
largas horas sumergido,
y sólo se escucha el ruido
con que los aires azota
alguna blanca gaviota
que tiene en la peña el nido.
Mas cuando en recia batalla
el mar rebramando choca
contra la empinada roca
que allí le sirve de valla;
Cuando en la enhiesta muralla
ruge el huracán violento,
entonces, firme en su asiento,
el castillo desafía
la salvaje sinfonía
de las olas y del viento.
Ció magnánimo el monarca
en feudo a Juan de Tabáres
las seis villas y lugares
de aquella agreste comarca.
Cuanto con la vista abarca
desde el alto parapeto,
a su yugo está sujeto,
y en los reinos de Castilla
no hay señor de horca y cuchilla
que no le tenga respeto.
Para acrecentar sus bríos
contra los piratas moros,
colmóle el Rey de tesoros,
mercedes y señoríos.
Mas cediendo a sus impíos
pensamientos de Luzbel,
desordenado y cruel
roba, asuela, incendia y mata,
y es más bárbaro pirata
que los vencidos por él.
Pasma el mirar su serena
faz y su blondo cabello,
que encubra rostro tan bello
los instintos de una hiena.
Cuando en el monte resuena
su bronca trompa de caza,
con mudo terror abraza
la madre al niño inocente,
y huye medrosa la gente
del turbión que la amenaza.
En el monasterio de piedra (Aragón)
Venga el ateo y fije sus miradas
En las raudas cascadas
Que caen con el estrépito del trueno
En ese bosque que oscurece el día,
De rústica armonía
Y de perfumes y de sombras lleno;
En la gruta titánica que arredra
Con sus monstruos de piedra,
Su oculto lago y despeñado río:
Que ante tantas grandezas el ateo
Dirá asombrado: -¡Creo,
Creo en tu excelsa majestad, Dios mío!
Arpa es la creación, que en la tranquila
Inmensidad oscila
Con ritmo eterno y cántico sonoro,
Y no hay murmullo, ni rumor, ni acento
En tierra, mar y viento,
Que del himno inmortal no forme coro.
El insecto entre el césped escondido,
El pájaro en su nido,
El trueno en las entrañas de la nube,
Hasta la flor que en los sepulcros brota,
Todo exhala su nota
Que en acordado son al cielo sube.
Nunca del hombre la soberbia ciega,
Que a enloquecerlo llega,
Podrá alcanzar, en su insaciable anhelo,
Ese poder augusto y soberano
Que enfrena el océano
Y hace girar los astros en el cielo.
En vano, golpeándose la frente,
Se agitará impotente
En su orgullo satánico y maldito;
Siempre, desesperado Prometeo,
Le acosará el deseo,
¡Ay!, que como el dolor, es infinito.
I
La generosa musa de Quevedo
desbordose una vez como un torrente
y exclamó llena de viril denuedo:
«No he de callar, por más que con el dedo,
ya tocando los labios, ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo».
II
Y al estampar sobre la herida abierta
el hierro de su cólera encendido,
tembló la concusión, que siempre alerta,
incansable y voraz, labra su nido,
como gusano ruin en carne muerta,
en todo Estado exánime y podrido.
III
Arranque de dolor, de ese profundo
dolor que se concentra en el misterio
y huye amargado del rumor del mundo,
fue su sangrienta sátira cauterio
que aplicó sollozando al patrio imperio,
mísero, gangrenado y moribundo.
IV
¡Ah! si hoy pudiera resonar la lira
que con Quevedo descendió a la tumba,
en medio de esta universal mentira,
de este viento de escándalo que zumba,
de este fétido hedor que se respira,
de esta España moral que se derrumba;
V
de la viva y creciente incertidumbre
que en lucha estéril nuestra fuerza agota;
del huracán de sangre que alborota
el mar de la revuelta muchedumbre;
de la insaciable y honda podredumbre
que el rostro y la conciencia nos azota;
VI
de este horror, de este ciego desvarío
que cubre nuestras almas con un velo,
como el sepulcro, impenetrable y frío;
de este insensato pensamiento impío
que destituye a Dios, despuebla el cielo
y precipita el mundo en el vacío;
VII
si en medio de esta borrascosa orgía
que infunde repugnancia al par que aterra
esa lira estallara, ¿qué sería?
Grito de indignación, canto de guerra,
que en las entrañas mismas de la tierra
la muerta humanidad conmovería.
VIII
Mas porque el gran satírico no aliente,
¿ha de haber quien contemple y autorice
tanta degradación, indiferente?
«¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?»
IX
¡Cuántos sueños de gloria evaporados
como las leves gotas de rocío
que apenas mojan los sedientos prados!
¡Cuánta ilusión perdida en el vacío,
y cuántos corazones anegados
en la amarga corriente del hastío!
X
No es la revolución raudal de plata
que fertiliza la extendida vega:
es sorda inundación que se desata.
No es viva luz que se difunde grata,
sino confuso resplandor que ciega
y tormentoso vértigo que mata.
XI
Al menos en el siglo desdichado
que aquel ilustre y vigoroso vate
con el rayo marcó de su censura,
podía el corazón atribulado
salir ileso del mortal combate
en alas de la fe radiante y pura.
XII
Y apartando la vista de aquel cieno
social, de aquellos fétidos despojos,
de aquel lúbrico y torpe desenfreno,
fijar llorando sus ardientes ojos,
en ese cielo azul, limpio y sereno
de santa paz y de esperanzas lleno.
XIII
Pero hoy ¿dónde mirar? Un golpe mismo
hiere al César y a Dios. Sorda carcoma
prepara el misterioso cataclismo;
y como en tiempos de la antigua Roma,
todo cruje, vacila y se desploma
en el cielo, en la tierra, en el abismo.
XIV
Perdida en tanta soledad la calma,
de noche eterna el corazón cubierto,
la gloria, muda, desolada el alma,
en este pavoroso desconcierto
se eleva la razón, como la palma
que crece triste y sola en el desierto.
XV
¡Triste y sola, es verdad! ¿Dónde hay miseria
mayor? ¿Dónde más hondo desconsuelo?
¿De qué la sirve desgarrar el velo
que envuelve y cubre la vivaz materia,
y con profundo inextinguible anhelo
sondar la tierra, escudriñar el cielo;
XVI
entregarse a merced del torbellino
y en la duda incesante que la aqueja.
el secreto inquirir de su destino;
si a cada paso que adelanta, deja
su fe inmortal, como el vellón la oveja,
enredada en las zarzas del camino?
XVII
¿Si a su culpada humillación se adhiere
con la constancia infame del beodo,
que goza en su abyección, y en ella muere?
¿Si ciega, y torpe, y degradada en todo,
desconoce su origen y prefiere
a descender de Dios, surgir del lodo?
XVIII
¡Libertad, libertad! No eres aquella
virgen, de blanca túnica ceñida,
que vi en mis sueños pudibunda y bella.
No eres, no, la deidad esclarecida
que alumbra con su luz, como una estrella,
los lóbregos abismos de la vida.
XIX
No eres la fuente de perenne gloria
que dignifica el corazón humano
y engrandece esta vida transitoria.
No el ángel vengador que con su mano
imprime en las espaldas del tirano
el hierro enrojecido de la historia.
XX
No eres la vaga aparición que sigo
con hondo afán desde mi edad primera,
sin alcanzarla nunca… Mas ¿qué digo?
No eres la libertad, disfraces fuera,
¡licencia desgreñada, vil ramera
del motín, te conozco y te maldigo!
XXI
¡Ah! No es extraño que sin luz ni guía
los humanos instintos se desborden
con el rugido del volcán que estalla,
y en medio del tumulto y la anarquía,
como corcel indómito, el desorden
no respete ni látigo ni valla.
XXII
¿Quién podrá detenerle en su carrera?
¿Quién templar los impulsos de la fiera
y loca multitud enardecida,
que principia a dudar y ya no espera
hallar en otra luminosa esfera,
bálsamo a los dolores de esta vida?
XXIII
Como Cristo en la cúspide del monte,
rotas ya sus morales ligaduras,
mira doquier con ojos espantados,
por toda la extensión del horizonte
dilatarse a sus pies vastas llanuras,
ricas ciudades, fértiles collados.
XXIV
Y excitando su afán calenturiento
tanta grandeza y tanto poderío,
de la codicia el persuasivo acento
grítale audaz: «¡El cielo está vacío!
¿A quién temer?» Y ronca y sin aliento
la muchedumbre grita: «¡Todo es mío!»
XXV
Y en el tumulto su puñal afila,
y la enconada cólera que encierra
enturbia y enardece su pupila,
y ensordeciendo el aire en son de guerra
hace temblar bajo sus pies la tierra,
como las hordas bárbaras de Atila.
XXVI
No esperéis que esa turba alborotada
infunda nueva sangre generosa
en las venas de Europa desmayada;
ni que termine su fatal jornada,
sobre el ara desierta y polvorosa
otro Dios levantando con su espada.
XXVII
No esperéis, no, que la confusa plebe,
como santo depósito en su pecho
nobles instintos y virtudes lleve.
Hallará el mundo a su codicia estrecho,
que es la fuerza, es el número, es el hecho
brutal ¡es la materia que se mueve!
XXVIII
Y buscará la libertad en vano,
que no arraiga en los crímenes la idea,
ni entre las olas fructifica el grano.
Su castigo en sus iras centellea
pronto a estallar, que el rayo y el tirano
hermanos son. ¡La tempestad los crea!
25 de abril de 1870
Por qué los corazones miserables,
por qué las almas viles,
en los fieros combates de la vida
ni luchan ni resisten?
El espíritu humano es más constante
cuanto más se levanta:
Dios puso el fango en la llanura, y puso
la roca en la montaña.
La blanca nieve que en los hondos valles
derrítese ligera,
en las altivas cumbres permanece
inmutable y eterna.
Marzo de 1872
¡Pantoja, ten valor! Rompe la valla:
luce, luce en tarjeta y en membrete
y cabe el toro que enganchó a Pepete
date a luz en las tiendas de quincalla.
Eres un necio. -Cierto.- Pero acalla
tu pudor y la duda no te inquiete.
¿Qué importa un necio más donde se mete
con pueril presunción tanta morralla?
¡Valdrás una peseta, buen Pantoja!
No valen mucho más rostros y nombres
que la fotografía al mundo arroja.
Enséñanos tu cara y no te asombres:
deja a la edad futura que recoja,
tantos retratos y tan pocos hombres.
30 de abril de 1862
¡Los tiempos son de lucha! ¿Quién concibe
el ocio muelle en nuestra edad inquieta?
En medio de la lid canta el poeta,
el tribuno perora, el sabio escribe.
Nadie el golpe que da ni el que recibe
siente, a medida que el peligro aprieta:
desplómase vencido el fuerte atleta
y otro al recio combate se apercibe.
La ciega multitud se precipita,
invade el campo, avanza alborotada
con el sordo rumor de la marea.
Y son, en el furor que nos agita,
trueno y rayo la voz; el arte, espada;
la ciencia, ariete; tempestad la idea.
11 de diciembre de 1874
A mi querido amigo el distinguido poeta
don Antonio Hurtado
Desde esta soledad en donde vivo,
y en la cual de los hombres olvidado
ni cartas ni periódicos recibo;
donde reposo en apacible calma,
lejos, lejos del mundo que ha gastado
con la del cuerpo la salud del alma;
antes de que el torrente desbordado
de la ambición con ímpetu violento
me arrebate otra vez; desde la orilla
donde yace encallada mi barquilla,
libre ya de las ondas y del viento,
como recuerdo de amistad te escribo.
¡Ay! Aunque salvo del peligro, siento
la inquietud angustiosa del cautivo,
que rompiendo su férrea ligadura,
traspasa fatigado a la ventura
montes, llanos y selvas, fugitivo.
El rumor apagado que levantan
las hojas secas que a su paso mueve,
las avecillas que en el árbol cantan,
el aire que en las ramas se cimbrea
con movimiento reposado y leve,
el río que entre guijas serpentea,
la luz del día, la callada sombra
de la serena noche, el eco, el ruido,
la misma soledad ¡todo le asombra!
Y cuando ya de caminar rendido,
sobre la yerta piedra se reclina
y le sorprende el sueño y le domina,
oye en torno de sí, medio dormido,
vago y siniestro son. Despierta, calla,
y fija su atención despavorido;
las tinieblas le ofuscan, se incorpora
y el rumor le persigue. «¡Es el latido
de su azorado corazón que estalla!»
Y entonces ¡ay! desesperado llora.
Porque es la libertad don tan querido.
que en el humano espíritu batalla,
más que el placer de conseguirla, el miedo
de volverla a perder.
Yo que no puedo recordar sin espanto la agonía,
la dura y azarosa incertidumbre
en que mi triste corazón gemía
sometido a penosa servidumbre,
cuando, arista a merced del torbellino,
sin elección ni voluntad seguía
los secretos impulsos del destino,
y, en ese pavoroso desconcierto
de la social contienda, consumía
la paz del alma ¡la esperanza mía!
hoy que la tempestad arrojó al puerto
mi navecilla rota y quebrantada,
temo ¡infeliz de mí! que otra oleada
la vuelva al mar donde mi calma ha muerto.
Para vencer su furia desatada
¿qué soy yo? ¿qué es el hombre? Sombra leve,
partícula de polvo en el desierto.
Cuando el simún de la pasión le mueve,
busca el átomo al átomo, y la arena
es nube, es huracán, es cataclismo.
Gigante mole los espacios llena,
bajo su peso el mundo se conmueve,
obscurece la luz, llega al abismo
y al sumo Dios que la formó se atreve.
Vértigo arrollador todo lo arrasa;
pero después que el torbellino pasa
y se apacigua y duerme la tormenta,
¿qué queda? Polvo mísero y liviano
que el ala frágil del insecto aventa,
que se pierde en la palma de la mano.
¡Oh grata soledad, yo te bendigo,
tú que al náufrago, al triste, al pobre grano
de desligada arena das abrigo!
Muchas veces, Antonio, devorado
por ese afán oculto que no sabe
la mente descifrar, me he preguntado,
-cuestión a un tiempo inoportuna y grave
¿qué busco? ¿adónde voy? ¿por qué he nacido
en esta Edad sin fe? Yo soy un ave
que llegó sola y sin amor al nido.
A este nido social en que vegeta,
mayor de edad, la ciega muchedumbre,
al infortunio y al error sujeta
entre miseria y sangre y podredumbre.
Contémplala, si puedes, tú que al cielo
con tus radiantes alas de poeta
tal vez quisiste remontar el vuelo,
y si éste el mundo que soñaste ha sido
nunca el encanto de tu dicha acabe…
¡Ay! pero tú también eres un ave
que llegó sola y sin amor al nido.
Desde la altura de mi siglo, tiendo
alguna vez con ánimo atrevido,
mi vista a lo pasado, y removiendo
los deshechos escombros de la historia,
en el febril anhelo que me agita
sus ruinas vuelvo a alzar en mi memoria.
Y al través de las capas seculares
que el aluvión del tiempo deposita
sobre columnas, pórticos y altares;
del polvo inanimado con que cubre
la loca vanidad del polvo vivo,
que arrebata a su paso fugitivo,
como el viento las hojas en octubre;
mudo de admiración y de respeto
busco la antigüedad -roto esqueleto
que entre la densa lobreguez asoma
y ofrecen a mi absorta fantasía
sus dioses Grecia, sus guerreros Roma,
sus mártires la fe cristiana y pía,
el patriotismo su grandeza austera,
sus monstruos la insaciable tiranía,
sus vengadores la virtud severa.
Y llevado en las alas del deseo
que anima mi ilusión, a veces creo
volver a aquella Edad: En la espesura
del bosque, en el murmullo de la fuente,
en el claro lucero que fulgura,
en el escollo de la mar rujiente,
en la espuma, en el átomo, en la nada,
Apolo centellea, alza su frente
de luminoso lauro coronada.
Por él la luna que entre sombras gira,
la luz que en rayos de color se parte,
la ola que bulle, el viento que suspira,
todo es Dios, todo es himno, todo es arte.
¡Ay! ¿No es verdad que en tus eternas horas
de desaliento y decepción, recuerdas
esa dorada Edad, y que te inspira
el coro de sus musas voladoras,
que murmuran y gimen en las cuerdas
de la ya rota y olvidada lira?
Aunque las llames, no vendrán; ¡han muerto!
La voz del interés grosera y ruda
anuncia que el Parnaso está desierto
la naturaleza triste y muda.
Que en este siglo de sarcasmo y duda
sólo una musa vive. Musa ciega,
implacable, brutal. ¡Demonio acaso
que con los hombres y los dioses juega!
La Musa del análisis, que armada
del árido escalpelo, a cada paso
nos precipita en el obscuro abismo
o nos asoma al borde de la nada.
¿No la ves? ¿No la sientes en ti mismo?
¿Quién no lleva esa víbora enroscada
dentro del corazón? ¡Ay! cuando llena
de noble ardor la juventud florida
quiere surcar la atmósfera serena,
quiere aspirar las auras de la vida,
esa Musa fatal y tentadora
en el libro, en la cátedra, en la escena
se apodera del alma y la devora.
¡Si a veces imagino que envenena
la leche maternal! En nuestros lares,
en el retiro, en el regazo tierno
del amor, hasta al pie de los altares
nos persigue ese aborto del infierno.
¡Cuántas noches de horror, conmigo a solas,
ha sacudido con su soplo ardiente
los tristes pensamientos de mi mente
como sacude el huracán las olas!
¡Cuántas, ay, revolcándome en el lecho
he golpeado con furor mi frente,
he desgarrado sin piedad mi pecho,
y entre visiones lúgubres y extrañas,
su diente de reptil, áspero y frío,
he sentido clavarse en mis entrañas!
¡Noches de soledad, noches de hastío
en que, lleno de angustia y sobresalto,
se agitaba mi ser en el vacío
de fe, de luz y de esperanza falto!
¿Y quién mantiene viva la esperanza
si donde quiera que la vista alcanza
ve escombros nada más? Por entre ruinas
la humanidad desorientada avanza;
hechos, leyes, costumbres y doctrinas
como edificio envejecido y roto
desplomándose van; sordo y profundo
no sé qué irresistible terremoto
moral, conmueve en su cimiento el mundo.
Ruedan los tronos, ruedan los altares:
reyes, naciones, genios y colosos
pasan como las ondas de los mares
empujadas por vientos borrascosos.
Todo tiembla en redor, todo vacila.
Hasta la misma religión sagrada
es moribunda lámpara que oscila
sobre el sepulcro de la edad pasada.
Y cual turbia corriente alborotada,
libre del ancho cauce que la encierra,
la duda audaz, la asoladora duda
como una inundación cubre la tierra.
-¡Es que el manto de Dios ya no la escuda!
No la defiende el varonil denuedo
de la fe inexpugnable y de las leyes,
y el dios de los incrédulos, el miedo,
rige a su voluntad pueblos y reyes.
Él los rumores bélicos propala,
él organiza innúmeras legiones
que buscan la ocasión, no la justicia.
Mas ¿qué podrán hacer? No se apuntala
con lanzas, bayonetas ni cañones,
el templo secular que se desquicia.
En medio de este caos, como un arcano
impenetrable, pavoroso, obscuro,
yérguese altivo el pensamiento humano
de su grandeza y majestad seguro.
Y semejante al árbol carcomido
por incansable y destructor gusano,
que cuando tiene el corazón roído,
desenvuelve su copa más lozano,
al través del social desasosiego
cruza la tierra en su corcel de fuego,
hasta los cielos atrevido sube,
pone en la luz su vencedora mano,
el rayo arranca a la irritada nube
y horada con su acento el Océano.
¡Mas, ay, del árbol que frondoso crece
sostenido no más por su corteza!
Tal vez la brisa que las flores mece
derribará en el polvo su grandeza.
¡Tal vez! ¿Lo sabes tú? ¿Quién el misterio
logra profundizar? Esta sombría
turbación, esta lóbrega tristeza
que invade sin cesar nuestro hemisferio,
¿es acaso el crepúsculo del día
que se extingue, o la aurora del que empieza?
¿Es ¡ay! renacimiento o agonía?
Lo ignoras como yo. ¡Nadie lo sabe!
Sólo sé que la dulce poesía
va enmudeciendo, y cuando calla el ave
es que su obscuridad la noche envía.
Oigo el desacordado clamoreo
que alza doquier la muchedumbre inquieta
sin freno, sin antorcha que la guíe;
ando entre ruinas, y espantado veo
cómo al sordo compás de la piqueta
la embrutecida indiferencia ríe.
-También en Roma, torpe y descreída,
la copa llena de espumoso y rico
licor, gozábase desprevenida,
hasta que de improviso por la herida
que abrió en su cuello el hacha de Alarico
escapósele el vino con la vida.
Todo el cercano cataclismo advierte;
pero en esta ansiedad que nos devora
ninguno habrá que a descifrar acierte
la gran transformación que se elabora.
¿Y qué más da? Resurrección o muerte,
vespertino crepúsculo o aurora,
los que siguen llorando su camino
por medio de esta confusión horrenda,
con inseguro paso y rumbo incierto,
¿dónde levantarán su débil tienda
que no la arranque el raudo torbellino
ni la envuelva la arena del desierto?
En otro tiempo el ánimo doliente,
atormentado por la duda humana,
postrábase sumiso y penitente
en el regazo de la fe cristiana,
y allí bajo la bóveda sombría
del templo, el corazón desesperado
se humillaba en el polvo y renacía.
Cristo en la cruz del Gólgota clavado
extendía sus brazos, compasivo,
al dolor sublimado en la plegaria,
y para el pobre y triste fugitivo
del mundo, era la celda solitaria
puerto de salvación, sepulcro vivo,
anulación del cuerpo voluntaria.
¡Ay! En aquella paz santa y profunda
todo era austero, reposado, grave.
La elevación de la gigante nave,
la luz entrecortada y moribunda,
la sencilla oración de un pueblo inmenso
uniéndose a los cánticos del coro,
la armonía del órgano sonoro,
las blancas nubes de quemado incienso,
el frío y duro pavimento, fosa
común, perpetuamente renovada,
de la cual cada tumba, cada losa
es doble puerta que limita y cierra
por debajo el silencio de la nada,
por encima el tumulto de la tierra;
aquella majestad, aquel olvido
del siglo, aquel recuerdo de la muerte,
parecían decir con infinita
dulzura al corazón desfallecido,
al espíritu ciego, al alma inerte:
Ego sum via, et veritas et vita.
Aquí en su pequeñez el hombre es fuerte.
Mas ¿dónde iremos ya? Torpes y obscuros
planes hallaron en el claustro abrigo,
y Dios airado desató el castigo
y con el rayo derribó sus muros.
¿Dónde posar la fatigada frente?
¿Dónde volver los afligidos ojos,
cuando ha dejado el corazón creyente
prendidos en los ásperos abrojos
su fe piadosa y su interés mundano?
¿Dónde?
¡En ti, soledad! Yo te bendigo,
porque al náufrago, al triste, al pobre grano
de desligada arena das abrigo.
San Gervasio de Cassolas, 20 de abril de 1868
Por razones que se calla
la historia prudentemente,
dos monarcas de Occidente
riñeron fiera batalla.
La causa del rompimiento
no está, en verdad, a mi alcance,
ni hace falta para el lance
que referiros intento.
Sobre el campo del honor
cubierto de sangre y gloria,
donde alcanzó la victoria
más la astucia que el valor;
dos discípulos de Marte,
que airados se acometieron
y juntamente cayeron
pasados de parte a parte;
sumergidos en el lodo,
mientras que llegaba el cura
para darles sepultura,
platicaban de este modo:
Soldado primero
¡Hola, compadre! ¿Qué tal
te ha parecido el asunto?
Soldado segundo
Puesto que me ves difunto
debe parecerme mal.
Soldado primero
Pues ha sido divertida
la función: mira a tu lado.
Lo menos hemos quedado
doce mil héroes sin vida.
Y en esto me quedo corto,
que me enfadan los extremos.
Soldado segundo
¡Con qué habilidad nos hemos
destrozado! Estoy absorto.
Ha habido alarmas y sustos
y muertes y atrocidades
para todas las edades
y para todos los gustos.
Soldado primero
Mas yo quisiera saber
por qué con tanto denuedo
nos matamos…
Soldado segundo
¡Ay! No puedo
tu duda satisfacer.
Para entrar en esta danza
tuve que dejar mi oficio.
Sé que aprendí el ejercicio,
sé que estudié la Ordenanza.
Sé que en compañía de esos
que están mordiendo la tierra,
me trajeron a la guerra
y me moliste los huesos.
Y, en fin, francamente hablando,
puedo decirte al oído,
que he muerto como he nacido;
sin saber por qué, ni cuándo.
Soldado primero
De tu explicación me huelgo,
porque mi vida retrata.
En esto, alzando la pata
un moribundo jamelgo,
¡Gracias, dioses inmortales!
-dijo con voz lastimera-
Pues de la misma manera
morimos los animales.
Cuando pasó la impresión
de tan extraño incidente,
así anudó el más valiente
la rota conversación:
Soldado primero
Aunque ignoramos la ley,
origen de esta querella,
juro a Dios vivo que en ella
lleva la razón mi rey.
Soldado segundo
¿Y por qué?
Soldado primero
Porque es el mío.
Soldado segundo
¡Qué salida de pavana!
La justicia es de quien gana.
Soldado primero
De tu ignorancia me río.
¡Pues cuántos que han hecho eternos
sus nombres con la victoria,
no han ido a gozar la gloria
de su triunfo a los infiernos!
Soldado segundo
Considera lo que dices,
porque estoy ardiendo en ira.
Soldado primero
¡No me alces el gallo!…
Soldado segundo
Mira
que te rompo las narices.
Y fieros y cejijuntos
a combatir empezaron
de nuevo… ¡y no se mataron,
porque ya estaban difuntos!
Diéronse golpes crueles,
hasta que hueca y ufana
llegó la Locura humana,
sonando sus cascabeles.
Puso paz entre los dos
y dijo con desenfado:
«¿Qué es esto? Habéis olvidado
que sois imagen de Dios?
Tal vez la inmortalidad
con justo título esperen
los que por la patria mueren,
por Dios, por la libertad.
Pero que el hombre sucumba
en conquistadora guerra,
cuando siete pies de tierra
le bastan para su tumba;
o que en lucha fratricida
entre, sin saber quizá
ni por qué la muerte da,
ni por qué pierde la vida;
esto mi paciencia apura,
y cuantas veces lo veo,
aunque soy Locura, creo
que es demasiada locura.»
Diciembre de 1857
Dulces y amorosos sueños
de la virgen candorosa,
que tomáis en el espacio
blanca y delicada forma;
melancólicos suspiros
de la flor que se deshoja,
que os convertís en el cielo
en espíritus de aroma;
yo siento sobre mi frente
vuestras alas temblorosas,
y siento en los labios míos
el beso de vuestra boca.
Lloráis para consolarme
de mis pasadas congojas,
y ese llanto es el rocío
que se columpia en las rosas.
Mas si queréis que no pene,
desde el cielo en donde mora,
si no al ángel que me inspira
bajadme al menos su sombra.
Es de noche: el monasterio
que alzó Felipe Segundo
para admiración del mundo
y ostentación de su imperio,
yace envuelto en el misterio
y en las tinieblas sumido.
De nuestro poder, ya hundido,
último resto glorioso,
parece que está el coloso
al pie del monte, rendido.
El viento del Guadarrama
deja sus antros obscuros,
y estrellándose en los muros
del templo, se agita y brama.
Fugaz y rojiza llama
surca el ancho firmamento,
y a veces, como un lamento,
resuena el lúgubre son
con que llama a la oración
la campana del convento.
La iglesia, triste y sombría,
en honda calma reposa,
tan helada y silenciosa
como una tumba vacía.
Colgada lámpara envía
su incierta luz a lo lejos,
y a sus trémulos reflejos
llegan, huyen, se levantan
esas mil sombras que espantan
a los niños y a los viejos.
De pronto, claro y distinto,
la regia cripta conmueve
ruido extraño, que aunque leve,
llena el mortuorio recinto.
Es que el César Carlos Quinto,
con mano firme y segura
entreabre su sepultura,
y haciendo una horrible mueca,
su faz carcomida y seca
asoma por la hendidura.
Golpea su descarnada
frente con tenaz empeño,
como quien sale de un sueño
sin acordarse de nada.
Recorre con su mirada
aquel lugar solitario,
alza el mármol funerario,
y arrebatado y resuelto
salta del sepulcro, envuelto
en su andrajoso sudario.
«¡Hola!» grita en son de guerra
con aquella voz concisa,
que oyó en el siglo, sumisa
y amedrentada la tierra.
«¡Volcad la losa que os cierra!
Vástagos de imperial rama,
varones que honráis la fama,
antiguas y excelsas glorias,
de vuestras urnas mortuorias
salid, que el César os llama.»
Contestando a estos conjuros,
un clamor confuso y hondo
parece brotar del fondo,
de aquellos mármoles duros.
Surgen vapores impuros
de los sepulcros ya abiertos:
la serie de reyes muertos
después a salir empieza,
y es de notar la tristeza,
el gesto despavorido
de los que han envilecido
la corona en su cabeza.
Grave, solemne, pausado,
se alza Felipe Segundo,
en su lucha con el mundo
vencido, mas no domado.
Su hijo se despierta al lado,
y detrás del rey devoto,
aquel que humillado y roto
vio desmoronarse a España,
cual granítica montaña
a impulsos del terremoto.
Luego el monarca enfermizo,
de infausta y negra memoria,
en cuya Edad nuestra gloria,
como nieve se deshizo.
Bajo el poder de su hechizo
se estremece todavía.
¡Ay, qué terrible armonía,
qué obscuro enlace se nota
entre aquel mísero idiota
y su exhausta monarquía!
Con terrífica sorpresa
y en silencioso concierto,
todos los reyes que han muerto
van saliendo de su huesa.
La ya apagada pavesa
cobra los vitales bríos,
y se aglomeran sombríos
aquellos yertos despojos,
aquellas cuencas sin ojos,
aquellos cráneos vacíos.
De los monarcas en pos,
respondiendo al llamamiento,
cual si llegara el momento
del santo juicio de Dios,
acuden de dos en dos
por claustros y corredores,
príncipes, grandes señores,
prelados, frailes, guerreros,
favoritos, consejeros,
teólogos e inquisidores.
¡Qué es mirar como serpea
por su semblante amarillo
el fosforescente brillo
que la podredumbre crea!
¡Qué espíritu no flaquea
con mil terrores secretos,
viendo aquellos esqueletos,
que ante el César, que los nombra,
se deslizan por la sombra
mudos, absortos, inquietos!
¡Cuántas altas potestades,
cuántas grandezas pasadas,
cuántas invictas espadas,
cuántas firmes voluntades
en aquellas soledades
muestran sus restos livianos!
¡Cuántos cráneos soberanos,
que el genio habitara en vida,
convertidos en guarida
de miserables gusanos!
Desde el triste panteón
en que se agolpa y hacina,
hacia el templo se encamina
la fúnebre procesión.
Marcha con pausado son
tras del rey que la congrega,
y cuando a la iglesia llega,
inunda la altiva nave
un resplandor tibio y suave,
que ni deslumbra ni ciega.
Guardando el regio decoro,
como en los siglos pasados,
reyes, príncipes, prelados
toman asiento en el coro.
Después en tropel sonoro
por el templo se derrama,
rindiendo culto a la fama
con que llena las historias,
aquel haz de muertas glorias,
que el César convoca y llama.
Por mandato soberano
de Carlos, que el cetro ostenta,
llega al órgano y se sienta
un viejo esqueleto humano.
La seca y huesosa mano
en el gran teclado imprime,
y la música sublime,
que a inmensos raudales brota,
parece que en cada nota
reza y llora, canta y gime.
Uniendo al acorde santo
su voz, los muertos despojos
caen ante el ara de hinojos
y a Dios elevan su canto.
Honda expresión del quebranto,
aquel eco de la tumba
crece, se dilata, zumba,
y al paso que va creciendo,
resuena con el estruendo
de un mundo que se derrumba:
«Fuimos las ondas de un río
caudaloso y desbordado.
Hoy la fuente se ha secado,
hoy el cauce está vacío.
Ya ¡oh Dios! nuestro poderío
se extingue, se apaga y muere.
¡Miserere!
»¡Maldito, maldito sea
aquel portentoso invento
que dio vida al pensamiento
y alas de luz a la idea!
El verbo animado ondea
y como el rayo nos hiere.
¡Miserere!
»¡Maldito el hilo fecundo
que a los pueblos eslabona,
y busca, y cuenta, y pregona
las pulsaciones del mundo!
Ya en el silencio profundo
ninguna injusticia muere.
¡Miserere!
»Ya no vive cada raza
en solitario destierro,
ya con vínculo de hierro
la humana especie se enlaza.
Ya el aislamiento rechaza:
ya la libertad prefiere.
¡Miserere!
»Rígido y brutal azote
con desacordado empuje
sobre las espaldas cruje
del rey y del sacerdote.
Ya nada existe que embote
el golpe ¡oh Dios! que nos hiere.
¡Miserere!
»Mas ¡ay! que en su audacia loca,
también el orgullo humano
pone en los cielos su mano
y a ti, Señor, te provoca.
Mientras blasfeme su boca
ni paz ni ventura espere.
¡Miserere!
»No en la tormenta enemiga:
no en el insondable abismo:
el mundo lleva en sí mismo
el rayo que le castiga.
Sin compasión ni fatiga
hoy nos mata; pero muere.
¡Miserere!
»Grande y caudaloso río,
que corres precipitado,
ve que el nuestro se ha secado
y tiene el cauce vacío.
¡No prevalezca el impío,
ni la iniquidad prospere!
¡Miserere!»
Súbito, con sordo ruido
cruje el órgano y estalla,
la luz se amortigua y calla
el concurso dolorido.
Al disiparse el sonido
del grave y solemne canto
llega a su colmo el espanto
de las mudas calaveras,
y de sus órbitas hueras
desciende abundoso llanto.
A medida que decrece
la luz misteriosa y vaga,
todo murmullo se apaga
y el cuadro se desvanece.
Con el alba que aparece
la procesión se evapora,
y mientras la blanca aurora
esparce su lumbre escasa,
a lo lejos silba y pasa
la rauda locomotora.
25 de junio de 1873
I
Tantas esperanzas muertas
y tantos recuerdos vivos!…
en el corazón humano
jamás se forma el vacío.
Nace una ilusión y muere;
pero su cadáver mismo
queda insepulto en el alma
y siempre en la mente fijo.
¡Ay! Por eso yo que os llevo
ha tantos años conmigo,
esperanzas engañosas
que me halagasteis de niño;
hoy que bajo el grave peso
de vuestro cadáver gimo,
¡infeliz de mí! quisiera
que nunca hubierais nacido.
II
¿Te acuerdas? Al pie de un árbol
en el jardín de tu casa,
el dulce y maduro fruto
ibas cogiendo en la falda.
Turbando nuestra alegría.
crujió de pronto la rama,
diste un grito, y desplomado
caí sin voz a tus plantas.
No vi más; pero entre sueños
me pareció que escuchaba
desconsolados gemidos,
tiernas y amantes palabras.
Y cuando volví a la vida,
en una sola mirada
se besaron nuestros ojos
se unieron nuestras almas.
III
¿Te acuerdas? Seis años hace
cuando por la vez primera
eterno amor nos juramos
y fidelidad eterna.
¡Cuán venturosas corrieron
las horas ¡ay! y cuán prestas!
un deseo, una esperanza
fue nuestra dulce existencia.
Turbose un día el encanto
de aquella pasión inmensa,
y el viento de la fortuna
llevome a lejanas tierras.
Colgándote de mi cuello,
en llanto amargo deshecha,
«vuelve, me dijiste, vuelve;
que mi corazón te llevas».
Volví… ¡Ya estabas casada!
y un ángel de rubias hebras
en tu regazo dormía
el sueño de la inocencia.
Posé, temblando, mis labios
en su faz blanca y risueña,
y al mirarte, vi que estabas
pálida como una muerta.
IV
Después, aturdido, ciego,
cuando me hirió el desengaño,
en tus queridas memorias
quise vengar mis agravios.
Busqué frenético el rizo
de tus cabellos castaños,
que en la postrer despedida
me diste, Inés, sollozando.
«Muera, dije, este recuerdo
de aquel corazón ingrato,
y arrastre el viento en cenizas
la inútil prenda que guardo».
Miréla suspenso y mudo,
hasta que ahogándome el llanto,
en vez de arrojarla al fuego
la llevé ¡loco! a mis labios.
¡Ay! quiera Dios que no veas
presa en amorosos lazos,
al hijo de tus entrañas
llorar, como estoy llorando.
V
¿Te acuerdas cuando en los días
de mi secreto infortunio
dudaba yo de mí mismo,
pobre, olvidado y obscuro;
enjugando compasiva
mi llanto abundante y mudo,
«no desmayes, me dijiste,
que el porvenir será tuyo».
Yo compartiré contigo
lauros, honores y triunfos,
y a la sombra de tu fama
nuestro amor llenará el mundo.
Hoy rompe a veces mi nombre
la indiferencia del vulgo,
y a veces también su aplauso
trémulo y turbado escucho.
Pero como estás muy lejos
y en vano te llamo y busco
paréceme que resuena
en el hueco de un sepulcro.
Julio de 1862
Cuando el ánimo ciego y decaído
la luz persigue y la esperanza en vano;
cuando abate su vuelo soberano
como el cóndor en el espacio herido;
cuando busca refugio en el olvido,
que le rechaza con helada mano;
cuando en el pobre corazón humano
el tedio labra su infecundo nido;
cuando el dolor, robándonos la calma,
brinda tan sólo a nuestras ansias fieras,
horas desesperadas y sombrías,
¡ay, inmortalidad, sueño del alma
que aspira a lo infinito! si existieras,
¡qué martirio tan bárbaro serías!
14 de noviembre de 1879
¡Treinta años! ¿Quién me diría
que tuviese al cabo de ellos,
si no blancos mis cabellos
el alma apagada y fría?
Un día tras otro día
mi existencia han consumido,
y hoy asombrado, aturdido,
mi memoria se derrama
por el ancho panorama
de los años que he vivido.
Y aparecen ante mí
fugitivas y ligeras,
las venturosas quimeras
que desvanecerse vi:
la inocencia que perdí
y aquel vago sentimiento
que animó mi pensamiento
cuando eran mis alegrías
las mágicas armonías
del mar, del bosque y del viento.
Han sido para mi daño
en la vida que disfruto,
un siglo cada minuto,
una eternidad cada año.
El dolor y el desengaño
forman parte de mí mismo,
y el torpe materialismo
de esta edad indiferente,
cubre de sombras mi frente
y abre a mis pies un abismo.
Sacude el mar su melena
de crespas olas, rugiendo,
y con pavoroso estruendo
los aires asorda y llena.
Pero una playa de arena,
su audaz cólera contiene…
¡Ay! ¿Quién habrá que refrene
el tormentoso océano
que en el pensamiento humano
ni fondo ni orillas tiene?
¡La razón!… Tanto se encumbra
tan locamente camina,
que ya no es luz que ilumina
sino hoguera que deslumbra.
Al horror nos acostumbra,
siembra de ruinas el suelo,
y en su inextinguible anhelo
álzase hasta Dios atea
con la sacrílega idea
de derribarle del cielo.
He visto tronos volcados,
instituciones caídas,
y tras recias sacudidas
pueblos y reyes cansados.
Propios y ajenos cuidados
muévenme continua guerra,
y mi espíritu se aterra
cuando, perdida la calma,
siento rugir en el alma
la tempestad de la tierra.
Cuando pienso en lo que fui,
hondas heridas renuevo,
y me parece que llevo
la muerte dentro de mí.
No veo lo que antes vi,
no siento lo que he sentido,
no responde ni un latido
del corazón si a él acudo,
llamo al cielo y está mudo,
busco mi fe y la he perdido.
Infeliz generación
que vas, con loco ardimiento,
nutriendo tu entendimiento
a expensas del corazón,
dime, ¿no es cierto que son
vivas tus penas y ardientes?
¿No es verdad que te arrepientes,
presa de terrores graves,
de los misterios que sabes
y de las dudas que sientes?
¡Yo sí! Feliz si lograra,
después de mis desengaños,
lanzar hacia atrás los años
que el destino me depara.
Pero ¡ay! el tiempo no para
ni tuerce su curso el río,
ni vuelve al nido vacío
el ave muerta en la selva,
¡ni quiere el cielo que vuelva
la esperanza al pecho mío!
4 de agosto de 1864