Molina Foix, Vicente
Poeta, novelista, crítico de arte y traductor español, nacido en Elche, Alicante, en 1946.
Estudió Derecho, Filosofía y Letras y se graduó más tarde como “Master of Arts” en la Universidad de Londres.
Saltó a la fama a los veinticuatro años cuando fue incluido en la antología Nueve novísimos poetas españoles de
José María Castellet. Fue profesor de Literatura Española en la Universidad de Oxford, y de Filosofía del Arte
en la Universidad del País Vasco.
Gracias a su sólida formación intelectual, su labor literaria se extiende a la novela, el ensayo, las obras de teatro,
la dirección de cine, y la traducción de autores como Shakespeare y Kubrick. De su vasta obra literaria cabe destacar:
Poesía: Nueve novísimos poetas españoles 1970, Los espías del realista 1990 y Vanas penas de amor 1998.
Narrativa: Busto 1973, Los padres viudos 1983, La quincena soviética 1988, La mujer sin cabeza 1997
y El vampiro de la calle Méjico 2002.
Teatro: Los abrazos del pulpo 1985, Hamlet 1989 (traducción de Shakespeare), Seis armas cortas 1998
y Romeo y Julieta 2005 (traducción de Shakespeare).
Ensayo: New cinema in Spain 1977, El novio del cine 2000 y 98 y 27 dos generaciones ante el cine 2005.
En 1973 ganó el Premio Barral por Busto, en 1983 el Premio Azorín por Los padres viudos, en 1988
el Premio Herralde por La quincena soviética, y en 2002 el premio García-Ramos por El vampiro de la calle Méjico
He oído los cascos de un caballo
temblar en la colina.
No he hecho nada.
He comido raíces y el fruto de las bayas
que crecen sin provecho
entre las calaveras.
No me ha ocurrido nada.
He tocado la estela de tu cuerpo.
He visto nuestras cartas húmedas y arrugadas.
He pasado la lengua por los labios
que sólo a mí me cierras.
No he sentido nada.
Publicado en la antología “Del goce y de la dicha”
Arrancar florecillas
del campo
está hecho para nosotros.
Y saltar riachuelos
sin que el salto
nos impida seguir
con la mirada
los deslices plateados
del pez vivo.
Oír la esquila y ver
las nubes bajas
confundidas
con los recién nacidos
del rebaño.
Recostarse a la sombra
del arbolito
que apenas tiene
y observar cómo crecen
las crías de la reina
de las rapaces.
Una naturaleza pequeña
le conviene
a nuestro repentino
y algo escuálido amor.
Publicado en “Ínsula”
En un principio se creyó ver en él al desprovisto de mensajes,
al venido de lejos,
a sólo un miembro de secciones ocultas
que todo encierran en el estrecho cauce de los libros.
-ignorantes, según se observa, lo fiel de su manejo
con problemas de audiencia más vasta-.
Tuvieron que llegar edades más adultas
que le reconocieran.
-algunos han pensado que hallábanse
ante un nuevo profeta de lo inútil-.
(Los grabados de época nos muestran un Descartes
siempre sentado junto al fuego,
con el hábito negro,
más preocupado en la textura o esencia del escrito
que propiamente haciéndolo.)
Aléjanse de mi horizonte algunos personajes de tragedia,
aquellos que -preciosamente- guardaba entre los hielos
en espera de una hipotética reunión escénica.
Los peces de asimétrica calcificación que Príamo enviara
como signo de mal talante a su hija Alejandra.
Las huellas del desespero, las que provocan unas sandalias
mal anudadas en pies desobedientes a mandatos
del corazón.
El cachorro que después creció, pero en la época en que
Holofernes no temía soliviantarlo con maullidos
ficticios y una escaramuza de carne cruda y helechos
nunca, finalmente, otorgados.
La escarapela de Clitemnestra, de decisivo empleo en la
resolución de los debates Cástor-Pólux, aunque
aumentado su valor dramático ahora por ciertos
célebres sollozos que conserva guardados en los
pespuntes de la capa.
Sí, puedo perfectamente recordar que sucedía en la noche
por el ruido preciso y espectacular -que aún estalla en mi rostro-
de los espolones de la guardia de corps, difícilmente sujeta
a sus señores en unos tiempos, aquellos de los que os hablo,
sembrados del desorden y la más indisciplinada nocturna
diversión desconsiderada. Nos sentamos, mi protector y yo,
en el banco frontal a la iglesia Nazarena, y allí escuché, arrobado,
el maligno relato. Él había conocido bien al Barón, y de aquel trato
su conocimiento tan pormenorizado del color rojizo que tenía
en el pelo y el amor antinatural que aún le profesaba.
Hubo un rasgo en la historia, con todo, que me asombró: el lobo
calzaba medias en lugar de mirliflores, como suele ser habitual,
y la princesa, no siendo una belleza deslumbrante, se negaba
una y otra vez a hacerse pasar por coqueluche y por amante de la Bestia,
ignorando la tonta que estas uniones un poco fuera de lo normal
siempre reportan después grandes beneficios, y renombre.
¿Eres col o
me escuchas,
oreja de los campos
que el genio de la tierra
más profunda
ha tenido el capricho
de moldear así,
como espiral de carne
que respira?
Ya no puedo comerte,
por respeto.
Lo más probable es
que tengas vida,
blanca col,
col acaracolada,
y si muerdo los nervios
de ese cuerno
de tu abundancia
oiga al fondo
la queja de las manos
de los hombres
que han tardado
un año
y algunos siglos más
de raciocinio
en darte forma.
En mi viaje a las Islas me contaron que Lovecraft jamás murió,
al menos no en el lugar ni en fechas que sus biógrafos marcaron.
Sostienen, ellos, que este escritor sabía otras muchas más cosas
de las que consignó en sus libros, y no todas, precisamente,
las recibidas de sus -ya certificados- contactos
con personas del Más Allá.
Los moradores me dicen, sin embargo, que ellos nunca observaron
por estos parajes sucesos sorprendentes, lejos de lo normal;
quizá, retrocediendo mucho, la cabalgadura que se negó
a seguir tirando la rueda del molino, convertida después
en manantial ( año 70) , o todo un pinar que en el verano
más lluvioso del cantón, el que no se recuerda, ardió sin un motivo
porque, según parece, no se avenía a ser talado de unos árboles sí
y de otros no.
De mis postreras deducciones llego a pensar que este escritor mantuvo -durante mucho tiempo-
una compensación onírica.
Parece ser que todo sucedía de la siguiente forma: a los pocos minutos de entrado en la Caverna, y con operaciones
envidiables, muy extrañas, de pulgares cruzados,
chasquidos de la lengua, silbos desacordados, el fulgor permanente de una lámpara azul, se presentaban en la estancia
unos cuantos sujetos -protagonistas de los hechos-, bien adiestrados para aquello por embozados de tradición.
En los últimos años, por lo menos, las imágenes fueron siempre las mismas (y también
el lugar de la escena): un pájaro ideado, con el plumaje al viento, reconstruido en cera,
plástico y cartón, hermosísimo objeto de cuyo resplandor la habitación súbitamente se encendía;
un hombre deformado, con la cara rayada y ostensible carencia de curvas,
cualquier ángulo, cabello, ojo izquierdo y palabras ( sin vestido adecuado, torpemente aliñado, y sin dientes,
sentado en una tabla, difícilmente habituado al fluido carnal de aquella casa); y -por si elegir fuera ya fácil-
una tercera instancia, la de la reflexión ajena a la belleza, que suscitaba una forma débil y cenicienta, unas tablas de ley,
plumas pintadas, restos de muebles que sostuvieron una preciosa culpa, los polvitos de magia que ya no cambian nada.
Desmadejado, desaparecido mi control sobre una cabellera
en alboroto que opta a menudo por resoluciones
distintas a las del sistema motriz,
penetro en la desértica extensión de los telares y en el
depósito de las almas muertas, que sostienen resignadamente
colores de lapislázuli y cartonajes con memoria particular,
mas desechada, raídos, túmido, ominosamente numeradas,
delicadamente sustraídos de tono, agrietados, por ajena
voluntad borrada.
En los pasadizos de la trastienda no únicamente duele
el hallazgo de frondas que treparon vertiginosas escalones
de mármol despintado o la arboleda que poseía poseía
articulaciones mecánicas para asustar y hacer caer de su caballo
a la Joven Furtiva que eligió las incertidumbres de un Caballero
sólo recientemente armado,
pues tal vez con semejante desafección encontráramos el mascarón
de proa que puso en pie a toda una generación y los nimbos
algodonosos que por primera vez llevaron a muchos a pensar
que quizá no todo consista en arribar al propio domicilio una vez
la obra terminada y revolverse entonces pesarosos entre las
engañosamente mullidas plumas del jergón.
Vuelta la espalda a un creciente clamor de asentimiento que invade
la platea, navego con vacilación un estrecho cuarto de luces y el
camarín de la estrella, dejado intacto en su crepúsculo de noche
resonante y con la misma argolla aún, sujetando los muslos que
trastornan y aquella máscara de labios curvados hacia abajo,
poseedora del secreto que desencadenó guerras.
Decretada mi extinción por ocupantes de los palcos más celebrados,
dudo acerca de enfrentarme a la conjuración mortal de luces
que convergen en el proscenio,
o practicar (sea por una sola vez!) la compuerta de hierro que conduce
al callejón de la Mala Conducta y hace evitar la probablemente
desmerecida dialéctica de la palestra.
Buscando, buscando, halló, en efecto,
acurrucado entre los pliegues calientes de la sábana,
a su sexo de por las mañanas, el pequeño y burlón,
que le enviaba gestos como queriendo continuar su reposo.
Proust, sin embargo, se mostró aquella mañana inflexible
y se lo calzó ( ayudándose de un cucharón de palo y del manípulo de cinc),
y ajustábase después los faldones de la redingote
pronunciando con decisión el apellido del chofer,
“Fontainebleau” .
Con los años
me estoy haciendo
un excelso
casamentero
de antiguos
amores.
Visito en las ciudades
más pobladas
de tres países
a parejas estables
que se cogen la mano
agradecidas
y tienen el detalle de tenerme
en el altar
de sus aparadores
con una foto
de entonces,
muy favorecedora.
He llegado a contar
en hogares felices
seis libros dedicados
de mi puño y letra
con promesa
de amor eterno.
Y en un caso reciente
pude reconocer
la chaqueta de punto
tejida a mano
que regalé a mi amante
por Reyes
llevada por el otro,
y unas manchas de vomitona mía
en el entarimado
de la alcoba
que hoy me está prohibida.
Soy el visitador
de los enamorados.
Si es verdad, como dices,
tú, conciencia,
la que no miente,
que ya no sé amar,
reconoce al menos
que preparo muy bien
a quienes yo renuncio
para las duras pruebas
del amor de verdad.
Al final de la barra apareciste
como un tren fantasma
que mueve campanillas.
Tu cara aún tenía
el susto del viajero
que, en vagón de madera,
siente los escobazos, el hilo de
la muerte, la calabaza hueca.
Querías compañía para entrar en el túnel.
No te la di, no puedo.
He de ocupar mi sitio
detrás de las cortinas,
para seguir aullando
y mordiendo a los niños.