Molina, César Antonio
Poeta español nacido en La Coruña en 1952.
Licenciado en Derecho y en Ciencias de la Información, se doctoró “cum laude” con un trabajo de investigación
sobre la prensa literaria española.
Fue profesor de Teoría y crítica literaria en la Universidad Complutense, director del Círculo de Bellas Artes
y profesor de Humanidades y Periodismo en la Universidad Carlos III de Madrid. Desde mayo de 2004 ocupa
la dirección del Instituto Cervantes.
En septiembre de 2005 fue nombrado Caballero de las Artes y las Letras por el gobierno de Francia.
De su obra poética, recogida en numerosas antologías y traducida a varios idiomas, se destacan:
Épica en 1974, Últimas horas en Lisca Blanca en 1979, El fin de Finisterre en 1988, Para no ir a parte alguna en 1994,
Olas en la noche en 2001 y En el mar de Ánforas en 2005
A filo de obsidiana
Al borde del antiguo bosque o del lago desecado,
en agosto, tanta lluvia, al atardecer.
Sombras que huyen.
El pájaro carpintero sin llegar.
La calle serpentea lentamente.
Pasé junto con la calle.
Al otro lado la tapia colorada.
Los árboles se movían como antepasados.
Montículos y colinas que fueron.
Quién sufría bajo cascos herrados.
La calle se detuvo frente a destinos cruzados.
¡Nadie!
Sólo una gran plaza esbelta y otra y otra.
Una balsa de piedra.
Todo en el orden de las proporciones.
Terrazas, tiendas, oficinas y hasta el Parnaso cerrado.
Una gran fuente. Coyotes abrevando.
La calle te llevaba.
Entonces salió un grito del bosque:
dos, tres, hasta cuatro veces.
¡Un grito!
No sé quién sufría a filo de obsidiana.
Ninguna luz se encendió.
La lluvia y el viento borraron todas las huellas.
¿Del grito o del sueño?
Y así, al margen, en esta calle
al margen del tiempo y de la vida,
sobre la sombra del mundo
la cama sin hacer.
Los gritos de pájaros oscuros
en medio de la llanura
que amanece de nuevo a filo de obsidiana.
Era tan hermosa como pude imaginármela.
Los cabellos dorados como el trigo maduro.
Los ojos más profundos que las profundidades
de las aguas tranquilas.
La vi aquella tarde de diciembre
donde son tantos y todos sin meta
los caminos brumosos de la madrugada.
Nos cruzamos en los acantilados.
Nos cruzamos en el Cotillón do Cabo d’Area.
Nos cruzamos en el atrio y entre las dunas de la playa.
La miré con mis mortales ojos la única vez.
Y su silencio fue como el de un jardín cerrado.
Ella no dijo nada.
y yo no dije nada.
Yo iba a donde todos van.
Ella venía de Bristol.
Allí está larguísimo el camino dorado en su mañana.
A un lado, en medio del boscaje, las ruinas plateadas.
Al otro, ningún pasaje secreto.
Miro a mi alrededor:
allí fui la que soy aquí,
aquí soy la que fui allí.
Palomas torcaces se sobresaltan.
Pasos y buen aire en los pulmones
para errar por esta Tebaida bajo nubes de medianoche.
Yen cada encrucijada aquél y éste miran en torno.
La rama astillada del sauce cae.
Allí un remolino, la estatua rota esconde su rostro.
¿Dónde están?: los maizales más repletos,
la alta hierba ocultando a la liebre,
la hoja de mirto entre el ciprés severo,
la luz de una luciérnaga en el país de las hadas.
y los lagartos a la paz del sol sobre losas esculpidas rudamente.
¿Soy el alba que despereza el césped estrellado,
o la niebla que la oculta?
Pasos y buen aire en los pulmones.
Pero, al tercer día, el desaliento.
¿Dónde la armadura en la que iba a ver mi espíritu?
Allí está larguísimo el camino dorado en su mañana.
La mentira quiere el olvido,
la culpa expía el perdón.
Alrededor de puertas enmohecidas suplica una sombra,
mientras de las costas de los varios mundos
viene ya la caballería como una inmensa ola.
Aunque las olas del río de los sueños…
Aunque las olas del río de los sueños
crezcan como un maremoto
y la espuma blanquecina
-danzando una infernal zarabanda-
se ilumine con el esperma de una ballena,
remaremos más aprisa antes de que se vaya la noche
hacia los lugares, en los eternos espacios,
donde aparecen por todos los lados
los nombres que tan bien recuerdan nuestros corazones
y la reliquia de la antigua ruina de los varios mundos.
Caminemos entre la blanca nieve…
Caminemos entre la blanca nieve
atravesando el más afilado silencio
con pasos tan suaves y tan lentos
que nunca dejaremos de caminar.
Pisemos su pecho de gaviota blanca,
de colmillo de ballena sin tallar.
Y a donde quiera que no lleguemos,
el silencio se esparcirá como el rocío
sobre el aún más blanco y blando silencio.
Caminemos entre la blanca nieve…
¡Oh!, todo estaba encendido.
La música impelía torpemente
hacia adelante y hacia atrás.
Entraban y salían gentes desconocidas.
Y había muchas voces y lenguas diversas.
Pero la que más recuerdo es la tuya,
la que no se oía.
Ella pedalea al borde de una dársena seca
recordando los versos de un examen suspenso.
En este puerto, cuando yo era tan joven,
las lanchas que zarpaban y regresaban
casi se tocaban en este mismo beso.
¿De dónde partió y a dónde llegó?
Ella pedalea y ya no está el espejo de agua
en donde mirar si se es digno de morir sin ser digno de la muerte.
Cuando nace el sol y es claro, templado, sin nube alguna.
Cuando la luna naciente muestra su luz alrededor
y sus círculos son blancos, amarillos y dorados.
Cuando las estrellas están quietas y muy resplandecientes
y se ven correr, de una parte a otra, exhalaciones.
Cuando el Arco Iris surge de entre la lluvia
y al salir el solo al ponerse relámpagos sin truenos.
Cuando al alba hace frío y el rocío se posa
y el humo asciende por encima de las aguas detenidas y los prados.
Cuando después de alguna borrasca se aparece en la vela
un tenue resplandor y un soplo.
Cuando los halcones están sosegados en las riberas.
Cuando las grullas vuelan en lo alto
y callan sin graznar.
Cuando los milanos juegan los unos con los otros.
Cuando los palomos planean muchas veces
de una a otra parte y cantan.
Cuando los cuervos abren la boca mirando al sol.
Cuando los peces de los ríos y del mar saltan.
Y cuando la televisión se ha terminado
y todas las luces de los patios se apagan y cae la noche
sobre el jardín que se cavó a la sombra
y vuelven las más espesas tinieblas
y mi pensamiento aún no está conmigo,
sino que se demora combatiendo en ultramar
con aquella felina dependienta en la batalla de las esmeraldas.
I
Quien te ve se vuelve culpable.
Quien no te ve no te deseará.
Pues de todo deseo son los ojos
los culpables.
II
Puse dos yunques a tus pies.
III
Qué mortal tu arco sin flecha
IV
La luz del faro cae al alcance del ahogado
que no encuentra el camino de la oscuridad.
V
También toda la sangre llega a su quietud.
VI
Pozos de verdad clara y negra
donde tiembla una estrella fugaz
que cae al alcance de un cocodrilo.
VII
Estrecha fuga para tanta herida.
En el viejo jardín de la casa
se recogían las hojas con rocío.
Las gotas del río celeste
con las que escribir los deseos
atados a las ramas combadas de los sauces.
En el viejo jardín de la casa
por el filo del puente de plata
se huía en soledad hacia el Solitario.
I
No es el alma la que tiene
alas
sino el deseo.
El duro deseo de durar,
el duro durar del deseo.
Bajo la luna de rápido parto
el horizonte oculta su silueta
en una sábana de cardos.
II
En los tálamos de las duraciones,
en la paz de tu pez,
volver hacia atrás y regresar a pisarte
antiguo rostro.
Besar en tu boca muerta
la espina luciente de estrellas.
Esa llaga que, de cierto, es la puerta estrecha.
III
En la paz de tu pez,
en los tálamos de las duraciones
a la deriva de los imanes
cardar eclipses en el atolón de ánforas.
Oír al claro de luna
el serrallo de las ánimas en lágrimas.
IV
Mientras en las conchas de tortugas
arde el aceite de ballena,
las ánforas llenas de panales
esperan a que suba la marea de obsidiana.
¡Oh, los bordes, el resplandor que las orla!
Tocar sus vientres: centro o mediodía.
Y pensar que las tomarán como dianas
unos arponeros que no saben asaetear al deseo.
El duro deseo de durar.
Fin de año en el frontón Madrid
Me la encontré,
era una camarera en el Frontón Madrid.
Era la encargada,
o tal vez la propietaria.
¡No lo sé!
El caso es que yo estaba allí
deambulando,
sacado de la cama por unos amigos,
festejando no sé qué que no quería.
Estaba perdido
como cuando en un bosque,
al atardecer,
se filtran cientos de rayos diversos.
Era una sombra a la que abrazar.
Todo flotaba como ramas de abedules.
Éramos dos extraños que coinciden de pronto,
dos espías que,
a partir de entonces,
se vigilan desde el frío.
Ella lo hacía mientras cortaba las entradas,
contaba los cupones de las bebidas,
o daba órdenes a quien ponía música.
Ni me molestó,
ni habló.
Lo cual no es nada sorprendente.
Una persona no suele hacerlo en semejantes circunstancias.
Todo lo más
una inclinación de cabeza 0 algo así.
Un suspiro que hinchó su pecho de matrona.
Al mirarla, desde un ángulo del mostrador,
la vi sin ropa,
translúcida.
Cada parte de su cuerpo parecía pertenecer
a una edad distinta,
a otros cuerpos.
Su pubis brillaba ralo entre la botillería.
Sonreía su caverna dentada con cristales.
El rubor me hizo huir escaleras arriba.
Quién podía pensar que en una noche de tanta vida
se tratara de la Muerte.
Y lo era
cuando la miré.
¡Sin duda!
Aunque pareciese una modelo, avanzando y retrocediendo,
girando sin cesar entre el mostrador como por una pasarela.
O una chica de alterne que necesita hacerse querer,
dejarse
rozar
por la clientela que paga.
Aquel lugar parecía un ring inmenso
en donde se luchaba cuerpo a cuerpo,
sin reglas,
pues el amor las desconoce.
En las paredes,
grandes fotos de antiguos pelotaris famosos.
¡La fama de América!
Aquel manco,
¡toda la vida lanzando piedras contra el vacío!
El Frontón Madrid
es un discreto edificio visto desde fuera.
Por dentro,
un mascarón desarbolado.
De espaldas da a un cine
especializado en películas de terror
que,
a su vez,
linda con una iglesia dieciochesca clausurada.
Las almas que habiten este último inmueble
deben compartir su pena con hombres lobo,
enanos malvados, seres peludos innombrables…
E incluso
hasta con el
Maligno,
cuyo número ahora mismo confundo
con el teléfono de algún impostor.
Y lo que es peor,
con esos golpes sin límite del pelotari manco
tratando de hacerla pasar por el aro de un agujero negro.
Así,
se puede decir
-con toda seguridad-
que la manzana del Frontón Madrid
estaba podrida.
Un purgatorio.
Y todas estas ánimas errantes, entre las que me encontraba,
festejando su quemazón.
Y yo estaba allí
-con cota y escudo-
recorriendo su topografía,
como un vecino intruso que va subiendo las escaleras,
que son unos lugares más privados
de lo que uno pudiera imaginar.
En un descanso,
bajo un túmulo,
oculta en un matorral de plantas de plástico,
se dejaba como a una presa pelar sus mallas.
Su tesoro parecía defendido por un reptil fogueante.
Y el vaso robado,
el grial hirviente
entre sus cálidas llamas y el pútrido aliento.
En lo alto,
¿una mujer o una sierpe?
envuelta en los focos.
Los corazones al fuego
-vuelta y vuelta-
¿si Ella se comiera esa sangre de vida?
Pero ahí estaba
a la vista de todos,
a la jineta.
Y yo a la sombra del árbol.
Sus dientes centelleaban como pepitas de oro.
Hasta me reconfortó,
perdido
entre aquellos sollozos
que agitaban el ancho mar de carnes,
asistir desde la costa a los esfuerzos del otro.
Y de repente,
el verdugo desenvainando sus manos la abofeteó
y vino rodando a caer hasta mis pies como un río de agua.
Debería haberla ayudado,
¿pero entonces?
Me miró conmovedoramente.
¿Fue su ojo de cristal
lo que me hizo pensar en ella como en la Muerte?
¡No!
No había nada sorprendente en su ojo,
ni en sus labios que sangraban como cualquier animal degollado,
ni en su sexo que temblaba como la boca de un rumiante.
¡No!
No había nada extraño en aquella huella de mi antigua llama,
en aquella sármata
que iluminaba con un brillo metálico su placer.
Juncos del lago Titicaca,
juncos del antiguo Nilo.
Barcos en el desierto
herrados por el óxido.
Mares de arena.
Trigo, espigas, cebada:
aramos con las anclas.
Cómo quisiera no imaginar
a aquél que desconozco.
Cada uno debajo de su duna
y el sagrado simún sellando todo.
Desde la torre veletas de bronce dorado.
La campana sonando en la proa.
La vela que se curva en la curva del corazón.
Y el corazón en la flecha del haz de luz.
Aves errantes se estrellan contra la linterna.
La férrea escalera de caracol sube y baja sin fin
como un condenado al que pasan por la quilla.
Blancas son las paredes y las maderas de caoba,
libros y periódicos encima de las órdenes,
las páginas saqueadas sin leer.
Leve ruido de cuervos en un campo de cucos.
Desde la ventana todo está tranquilo,
todo está en su ordenado desorden.
Y no hay remordimiento que turbe,
y los goces del pasado alimentan la melancolía.
y llega la noche abarcando lo vasto,
lo lejano que está ya próximo.
Y llega la noche,
y la luz que de nuevo se enciende y no basta.
Sacudidas.
Rocas y cenizas desde la pasada madrugada.
El lodo hirviente. La caldera. El mar.
El sueño en la agonía de los espejos estrellados,
de las velas fracturadas hasta las primeras horas de la tarde.
El rumor de labios cobijados
sin saber a quién besar en este mes de despedidas.
y pronto la lluvia, el viento, el granizo sacudido
como un grano en los cráteres de nuestras casas barrenadas.
Hasta cien metros de altura el vuelo del pichón,
el resplandor herido en las cenizas.
Y ya el invierno arreciado por fumarolas.
Y las palabras acompañadas de lodo hirviendo
en los surcos abandonados de ríos apagados.
Y las citanias de nuevo abiertas a las velas.
Y los géiseres iluminados como fuentes de colores.
Y la salida del vapor que se perfila con la urgencia de un correo nocturno.
Las ruinas del mundo no mueren,
van apareciendo nuevas, vírgenes,
cada ciertos diluvios.
Escondidas en los grandes cenotes
como luna en noche nublada apareciendo.
Las ruinas del mundo no mueren,
van desenterrándose distintas cada ciertos incendios.
Un día el rayo toca con sus cuchillos
los cuerpos del génesis:
Escarba y surgen
sexos fósiles en lechos de lava.
Las ruinas del mundo no mueren,
van apilándose como trastos de un viejo attrezzo.
Ahora es tu propia tumba
candente figura del olvido.
Allí,
en un valle cualquiera,
frente a los ojos absortos
y museos y fotógrafos y flashes,
que intentan despertarse del sueño
con voces implacables.
Al final se hace el silencio.
La sábana se alza como tapete de ilusionista.
Y ya debajo del doble fondo
sólo nada.
Deslumbrante atardecer, pausado y silencioso.
La hora está en reposo,
tranquila
como un escalador que perdió el aliento,
el cordaje,
en su suprema ascensión.
El sol va rodando apacible
sobre un filamento incandescente.
Se refleja en los fuselajes la paz del cielo.
Mientras,
la Máquina potente se despereza,
y con su cóncavo movimiento
levanta un rumor cual relámpago incesante.
No pude retener por más tiempo esas manos
que partieron inopinadamente.
La desolación por la ausencia la llenó todo.
Pese al estrépito de la lluvia creí oír
el avión pasar bajo,
entre las nubes,
despegando desde el ara recóndita,
levantando plumones multicolores.
Todo se perdió: la infancia, la juventud.
Todo perdido entre la estructura invisible de vastos pliegues.
Y el primer amor pasó
y el segundo
y el tercero.
¿Y el dolor semejante a un diamante?
Y el remolino de arena
en su danza inaudible de hélices
confundiéndolo todo.
¡Todo se perdió!
Y eres un sicomoro al cual cientos de recuerdos
se prenden como en un viejo tendal.
Estás desnudo en la nieve,
en la marea flotando
como el dosel de una barca de piedra.
No hay suma que valga.
Pero ¿qué fue del desdén?
Y por los altavoces de la sala de espera del aeropuerto
se urge tu nombre.
Y el corazón
vuelve a latir en la ignorancia.
Pasadizos apoyados en las nervaduras
donde resuena la resolana de la música.
Abandonado, sumergido en el polvo y en la desgracia,
paciente como el más miserable Job
cuya pena interminable, lenta,
apenas vinimos a turbar.
Manos codiciosas la hurgaron en busca de tesoros.
La ignorancia se cebó sin comprender
que ella misma era el tesoro del que hablaba la leyenda.
El cielo semejante al canoso mar.
Hojas y ramas combándose al peso del fruto.
Reverdecen los árboles que jamás serán cetro.
Los cardos en luna creciente van sembrándose.
Las cepas dañadas por la azada curan.
El húmedo soplo de los vientos
trae recuerdos.
¡Calla! ¡Reténlos! ¡No preguntes!
El agua perenne de los lavaderos
salpica el velludo corazón.
Todo brilla tierno y verdecido.
Las almas no dan sombra.
Las antorchas y velas,
cuando no las dejan extinguirse por sí mismas,
emiten un sonido como el de un animal sacrificado.
Siempre sobre la mesa queda algo.
El espejo quiebra la imagen de una nube.
En el palomar,
todo blanco y pulido,
entran y salen mensajeras
protegidas por sogas y correas de ahorcados.
El caballo semejante a la noche salada.
Cuanto cogimos lo dejamos.
Cuanto no cogimos nos lo llevamos.
Sobre la in(utilidad) de las cosas
Un espantapájaros,
en medio de un mar agostado de trigo,
no vigila a nadie
de manera consciente.
Pero no es inútil pues cuida de la ausencia.
Todo el peso del mundo
no puede pesar tanto como el de esta
gata deslizándose por mi espalda
cual doblón de oro entre los dedos
de un verdugo.
En la noche siega la hierba de oro.
Siluetas perdidas viven de su vida,
como yo,
y las estrellas fugaces
que van cual surco abierto
en la espuma del mar tras los buques.
Se diría que su ojo, al que ilumina la esperanza,
también brilla eterno en la otra orilla.