Hernández, Francisco
Poeta mexicano nacido en San Andrés Tuxtla, Veracruz, en 1946.
Es una de las voces representativas de la nueva poesía mexicana.
Su poesía es muy versátil y maneja con igual vigor los temas sensuales, el humor negro y la añoranza.
En 1982 obtuvo el Premio Nacional de Poesía de Aguascalientes, en 1993 el Premio Carlos Pellicer para Obra publicada
y en 1994 el Premio Xavier Villaurrutia. Actualmente es becario del sistema nacional de Creadores de Arte del FONCA.
«Gritar es cosa de mudos» en 1974, «Portarretratos» en 1976, «Textos criminales» en 1980, «Mar de fondo» en 1982,
«Oscura coincidencia» en 1986, «El ala del tigre» en 1991 y «Antojo de Trampa» -selección de su obra- en 1999,
son sus obras más significativas.
A estas palabras menudas…
-A estas palabras menudas se las va a llevar
la trampa, me aseguras.
Y añades en voz baja:
-Ojo con el hoyo hirviente
de las bellas bailarinas tramposas.
Ahora, rojo es el lenguaje…
Ahora, rojo es el lenguaje,
rojo como mi lengua cuando pasa
sobre la flor labiodental del flamboyán.
Ahora, tu cara es roja,
roja como cuando se enfrenta
a la rubicundez arrugada de mi cara.
Ahora, más que nunca,
rojo antojo de tus grandes ojos.
(Sobre una llave de agua, canta un gallo
blanco a punto de enrojecer.)
Desnuda eres como una calle…
Desnuda eres como una calle
subes, te abres, serpeas, te angostas,
doblas, sigues mis pasos y desembocas.
El amor, rodeado casi siempre por un antojo…
El amor, rodeado casi siempre por un antojo
de olvido, avanza resuelto hacia las trampas
creadas para cazar osos con piel de leopardo
y serpientes con plumaje de cóndor.
Y el amor sobrevive a las heridas y ruge,
voladora, la envidia de los venenosos.
En las trampas de los ojos…
En las trampas de los ojos
el paisaje y su escritura verde,
la tierra y su amor calizo,
la luz y sus remolinos amarillos.
El tránsito hacia los escalofríos,
hacia el vestido recto de la noche,
hacia el agua embriagante de la cercanía.
La plenitud de tu flor abierta
en el espejo, de tu cintura encerrada entre mis manos,
de tus labios en el lugar común
de mi nombre completo.
Extraño tu sexo. Piso flores al caminar y extraño tu sexo…
Extraño tu sexo. Piso flores rosadas al caminar y extraño
tu sexo.
En mis labios tu sexo se abre como fruta viva, como voraz
molusco agonizante.
Piso flores negras al caminar y recuerdo el olor de tu sexo,
sus violentas marejadas de aroma, su coralina humedad
entre los carnosos crepúsculos del estío.
Piso flores translúcidas caídas de árboles sin corteza
y extraño tu sexo ciñéndose a mi lengua.
Fantasma
Amo las líneas nebulosas de tu cara,
tu voz que no recuerdo,
tu racimo de aromas olvidados.
Amo tus pasos que a nadie te conducen
y el sótano que pueblas con mi ausencia.
Amo entrañablemente tu carne de fantasma.
Gota
Una gota de anís
resbala por tus muslos
con la indiferencia
de un barco que se aleja.
Suena el color dorado en las orillas del ojo,
del mar del ojo, del mal de ojo.
Sueña una imagen color naranja
con ser, eternamente,
una perseguidora quintaesencia.
Por eso, a las trampas del ojo
me encomiendo.
Y me inflamo, por si llegan a tiempo
las pesadillas del cristalino.
Habla Scardanelli
I
Cómo cantarte, Diótima, sin vino
y con el piano mudo que a señas me congela.
Cómo describir, en su cadencia, tus lentas ceremonias
si no puedo beberte de mi vaso,
si no te me atragantas rumorosa,
si la botella rota no conserva tu ardor
ni los reflejos.
No hay alcohol, amantísima Griega de voz noble,
comparable a tus claras humedades:
las de tus ojos grandes y en destierro,
las de tus frescas lágrimas fingidas,
las de tu vientre ajeno que humea bajo la lluvia.
Cómo cantarte con la garganta seca,
cómo vivir si no puedo beberte devorándote,
cómo sorber tus músculos tirantes
de alta mujer bandera entre los hombres
si ya no estás emparedada en vidrio,
si resulta imposible pulverizar tus huesos.
Brilla perfecto el sol de los nocturnos.
El veneno en silencio merodea.
La quietud con sus fauces me rodea.
II
Cómo nombrarte, Diótima, sin vino en la mar alta.
Se resecan los vocablos innobles,
se agrieta la faringe bajo esta
sobriedad de hachazos,
no soportan tus lóbulos carnosos
mis huecas oraciones caídas del fermento.
Qué soledad más triste la del sobrio.
De la luz amarilla se desprende un tropel
de gnomos enyesados.
Abro la boca para que mis gritos
se adornen con vómitos o maldiciones
y las encías supuran
una dulce canción por la embriaguez perdida.
Cómo nombrarte, Diótima, si no soy el ahogado
amanecido en el centro de tu calma.
La primera mujer que recorrió mi cuerpo…
La primera mujer que recorrió mi cuerpo
tenía labios de maga: labios verdes y azules,
con sabor a fruto silvestre,
con señales indescifrables como la miel o el aire.
Muchas veces incendió mis cabellos con siete granos y
siete aguas, con ensalmos que sonaban a campanillas
de barro, con nubes de copal que se mezclaban al embrión
que recorría mi frente coronada por ramos de albahaca.
Toda la noche ardía la pócima bajo mi cama.
Al día siguiente, un niño nacido después de mellizos
la arrojaba al río, de espaldas, para no ver el sitio
donde caía ni el vuelo repentino de los zopilotes.
Entre tanto, mi madre me contaba
lo que Colmillo Blanco no sabía de la nieve
y el recuerdo del mar era un espejismo bajo la sábanas.
Las gastadas palabras de siempre
Déjame recordarte las gastadas palabras de siempre,
los armarios que encierran la humedad de los puertos
y el sabor a betel que dejas en mis labios
cuando desapareces en el aire.
Déjame tender tu cabello a la sombra
para que la penumbra madure como el día.
Déjame ser una ciudad inmensa, un bote de cerveza
o el fruto desollado ante la espiga.
Déjame recordarte dónde me ahogué de niño
y por qué hace brillar mi sangre la tristeza.
O déjame tirado en la banqueta, cubierto de periódicos,
mientras la nave de los locos zarpa
hacia las islas griegas.
Mariposa
Tu sexo,
una mariposa negra.
Y no hay metáfora:
entró por la ventana
y fue a posarse
entre tus piernas.
Mayo se hizo presente y las nubes entraron…
Mayo se hizo presente y las nubes entraron
a la casa tomando posesión de los floreros.
Te imagino con la cara lavada en una mecedora, puliendo
monedas de oro. El escaso viento palúdico
me trae un olor a camarones vivos, a tehuanas
con frialdad de cerveza en los aretes.
Un perro iluminado por Toledo trata de morder
tus tobillos. Las monedas de oro caen sobre el
mosaico y dan con el canto en el origen de
los ladridos.
Todo se dispersa. Mayo se deja encadenar por el
pintor, y el artista y el mes se van con sus
resplandores a otra parte.
Junio se hace presente con sus altanerías.
Es decir, con sus fechas de muerte, rabia y nacimiento.
Mis manos en tu espalda…
Mis manos en tu espalda
desconocen la artritis
y las sombras de la deformación.
Mis manos, en tus muslos,
no piensan en un río
ni en la inconsciencia de la navegación.
Mis manos, en tus manos,
no extrañan cuello alguno
ni se avergüenzan
de un antojo de trampa,
de una esperanza de mutilación.
Muero por deslizar, verticalmente…
Muero por deslizar, verticalmente,
mi lengua entre tus labios.
Por humedecer, horizontalmente,
el imposible rencor de tus encías.
Se me antojan tus ojos cuando,
repletos de placer, miran empavesados
espejismos.
Desnúdate. Blanquea la oscuridad.
Ya crecieron mis uñas.
Ya encaminadas van hacia tus labios.
Nubes a lo lejos…
Nubes a lo lejos,
sobre el hilo tenso de la carretera.
Frente a nosotros,
manos azules desanudando
el hilo tenso de la carretera.
Puestos a secar,
tus deseos cuelgan
del hilo tenso de la carretera.
Otro día sin verte, sin poner mis pupilas…
Otro día sin verte, sin poner mis pupilas
encima de tus trampas.
Quiero decir: encima de tus rodillas sin cicatrices,
de tus labios amameyados, de tus afiladas
rencillas rojas, de tus palabras claves
que continuamente preguntan si te entiendo.
Otro día sin verte, otras horas
de amarte a cielo abierto,
de acariciarte en un aire ya sujeto
por mi collar de uñas enterradas.
Palabras de la griega
No me guardes en tu imaginación.
No me pienses.
Tus ojos están llenos de espléndida ponzoña.
No me mires.
Que mi saliva te inunde la garganta.
No me asfixies.
Deja de agusanar mi mente confundida.
No me pudras.
Guarda mis incisivos en una caja de plata
pero no te arrodilles ante sus resplandores.
No me reces.
Que mis ropajes no sirvan de velamen
a los navíos sin patria.
No me rasgues.
Que mis coágulos no vivan en tus uñas
ni en los nudillos que derriban templos.
No me maldigas.
En la herida la sal halle su suerte.