Gil Albert, Juan

Reseña biográfica

Poeta, ensayista y crítico español nacido en Alcoy, Alicante, en 1904.

Estudió Derecho y Filosofía y Letras en Valencia. Publicó sus primeras obras en prosa en 1927, y luego, gracias a su amistad con García Lorca, Cernuda, Jiménez y Chacel, entre otros, se puso en contacto con la poesía.

Publicó sus primeros poemas en 1936 convirtiendo su casa en el centro de los intelectuales republicanos.

Su dolorosa experiencia en la guerra civil lo aleja de su tendencia vanguardista, convirtiéndolo en un poeta reflexivo e intimista. Se exilió en México y Argentina de 1939 a 1947. Al regresar a España, publicó varias obras entre las que se cuentan «El existir medita su corriente» en 1949 y «Concertar es amor» en 1951.

La década del setenta marcó su consagración definitiva, con obras tan importantes como su autobiografía en prosa, «Crónica general», «Fuentes de la constancia», «Las ilusiones», «Heraclés» en 1975, «Memorabilia» en 1975, «A los presocráticos» en 1976, y una nueva edición de «Breviarium vitae» en 1979.

En 1982 obtuvo el Premio de las Letras del País Valenciano.

Falleció en 1994.

A la poesía

Al fin, rendida entre mis suaves brazos,

me has concedido el don de tus deseos,

¡oh virgen maternal, extraño sueño

que conturba al poeta! Adolescente

yo te rondé, como un antiguo novio

ronda la misteriosa casa amada

y tras de aquellos cercos, algún día,

logré verte pasar, apenas sombra

entrevista en las luces de mis ojos.

Como tantos que aspiraban a hablarte

consumía mi juventud buscando

las palabras que guardan en su fondo

un fulgor inicial, y aventuraba

mis ramilletes cerca de esos prados

en cuya palpitante lozanía

enfriábanse duras como piedras

las pruebas de mi amor. Algún aplauso

premiaba mis desvelos, porque el hombre

conmuévese ante todo lo que rinde

la lucha ajena, mas otros designios

quieren que no haya esfuerzo en esos dones

con que la gracia sabe coronamos

ligera, como el ánimo que envía

viento fresco en el día caluroso,

o hace engendrar al hijo de la gloria

en un raro momento de cansancio.

Así tú, aprovechando del descuido

de mi ocio, te entraste hasta mis labios

sin que yo lo supiera, igual que ignora

el que duerme la luz de la mañana

mojándole los párpados, y dentro

de su plácido sueño está ya el día.

Délficas desde entonces van sonando

mis graciosas palabras cuando hierve

dentro de mí la extraña fuerza hermosa

que alimentó los juegos de los hombres

por la boca sagrada del tebano

que ensalzó el agua, como un raro olivo

de magnífica sed, la que más tarde,

en la divina siesta del que siempre

conducirá rebaños, compartía

con él el claro queso. ¡Oh fértil sombra,

que en mi leve saliva depositas

la miel en que renace como un soplo

la antigüedad! De todas las amantes,

sólo en ti el rastro del amor no queda

como una mancha, como un eco oscuro,

y así veo en la huella que ha dejado

la locura de aquel que en su pureza

dialogó con las viejas primaveras

de la divinidad, resplandeciente

la transida cabeza de ese casi

cisne de Suabia envuelto por las brumas

de su melancolía. ¿Cómo el rayo

que aniquila la vida puede a veces

entreabrir en nosotros ese verde

suspiro en que se escapan las canciones

halagadoras? Rudo es el mensaje

para el que canta, mas lo que destruye

su vigor encendido sólo deja,

como trazas de su misión, los suaves

versos que el hombre escucha embelesado,

como esa extraña claridad que flota

tras la ruin tormenta. ¡Oh poesía!

Un dulce maleficio te estremece

como alguien que estando entre los dioses

no alcanza su serena y reposante

naturaleza, o bebe la ambrosía

con torvo ceño y queda trastornada

en medio de aquel círculo de fuego

que corona las frentes silenciosas.

Una terrenal ansia comunicas

turbados a los graves comensales

de aquel festín, mientras que hacia la tierra

arrojas esos grumos del incienso

que exalta el alma y déjala sombría

de ambiciones; unos y otros luchan

atraídos por el misterio ajeno

y a través del poeta se contemplan

la faz de la ilusión, mientras expira

por mis labios el genio que te oculta.

De “Las iusiones”

A mis manos

Formas infatigables de mi alma,

blancos rayos de luz sobre las cosas,

terrenal soplo abierto, alas mías,

que me arrastráis sin freno ni codicia

por esta indescifrable primavera

del ser, los tactos, la tibieza, el frío,

las formas y el color de sus pasiones,

los más ocultos sinos de la tierra;

¿dónde vais desbocadas, presurosas,

a qué porción del mundo oscurecido,

a qué estelar materia abandonada

osáis acometer, cual si en los dedos

harpas o púas de un amor ardiente

guiaran vuestros toques extasiados?

La delicia del mundo os acompaña

en ese deambular como a las aves,

que van y toman siempre insatisfechas

de su angustiado vértigo amoroso

y alguna vez detiénense cantando

el repentino goce que las prende

a esa mortal belleza de la tierra.

Así vais y venís, cual alejadas

de mí y mi ajeno rostro entristecido,

entre cosas, materias vulnerables,

cuerpos, sustancias, posos, ilusiones,

roces enervadores, somnolientos

seres que al ser tocados se despiertan,

superficies hirsutas, densas moles

sin forma ni color que están temblando,

apariencias hermosas yabsorbentes,

yertos encantos, toscos materiales

que conservan extraña lozanía,

inmensa exploración de los sentidos

en las ligeras naves de mis manos.

¿Dónde depositar tales tesoros?

Poseer, poseer, parece el sino

de vuestra inagotable extravagancia.

Acumular los dones de la tierra,

los impalpables brotes del pecado,

los frutos de la nada, los carnales

relámpagos del ser, ¿en dónde ocultos?

¿Dónde lleváis, al son de qué festejos,

de que hastíos solemnes, de qué angustias,

ese espectral tesoro arrinconado,

a qué desván espléndido de polvo,

donde un fantasma llora arrepentido?

¡Volad, volad, extrañas claridades,

gracias definidoras que sentencian

Con su tacto el valor de lo existente,

ligerísimas hijas de mi cuerpo

que en su graciosa furia enajenada

húndense en el vacío, despertando

el misterioso sueño de la tierra

y después me abandonan los rumores,

el humo, la ilusión, las ansiedades,

el engaño de gracia y de hermosura,

esta ficción alada que construyen

con sus tristes techumbres c ontra el cielo!

Si tras los años puedo en algún día,

posado en una roca inexistente,

la gran melancolía de los dioses

revelar, meditando hacia la tierra,

diré: Yo te conozco, extraño mundo;

tu horror y tu delicia en el recuerdo

no me dejan gozar en mis alturas

el reposo anhelado. La corona

de terrenales flores no la siento

sobre mi sien desnuda y desolada.

Manos que reposáis tras los abismos

de espantosas distancias: ¿qué inquietudes

me transmitís, aún yertas en la sombra?

De “Las iusiones”

A un abanico perdido

Para Lea Pentagna

En las manos del ocio, un breve tiempo

abriste tu ala blanca, pregonando

el lejano país donde se oculta

la oriental primavera. Yo podía,

con un antiguo gesto silencioso,

sentir la palpitante ligereza

del aire en mis mejillas, como vuela

entre el denso calor adormecido

la errante mariposa. Nunca tuve

poder más lisonjero que los días

en que en tu frágil cetro de bambúes

florecían las brisas al deseo

de su mecido dueño. ¿Quién osaba

rivalizar conmigo un privilegio

tan olvidado, y quién sonríe ahora

a esos dones trenzados por las gracias?

Breve fue, ¡oh tierno objeto!, la fragante

flor de tu amor, que arranca de las manos

el destino insaciable cuando intenta

hundirnos en distancias infinitas.

Como un sueño contemplan nuestros ojos

el vacío de algo que brillaba

como un cuerpo real, y sólo queda

de un tal placer la sombra de una duda,

con tan intensa fuerza evocadora

que visionarios somos de sus tercas

formas desvanecidas. Un aliento

de extraña ligadura nos conmueve

con todo lo que fue, y así tú ahora

transmites al que pulsa el varillaje

de tu inconsciente alma, unos secretos

velados por la lánguida pereza,

y que dan a esa faz que te sonríe,

como yo ayer, el soplo de la vida.

De “Las iusiones”

A un arcángel sombrío

Canción

Algún día

el sigiloso administrador de la divinidad,

aquel doncel extraño,

descenderá, para llevarme allí

donde su espada da luz a los elegidos

y la radiante oscuridad de sus ojos

satisface la integridad del hombre,

así como la fruta madura

sirve al inextinguible apetito de la muerte.

Removerá con su oscuro aleteo

el aire corrompido de la tierra

dejando que sus candorosos pies

levanten la polvareda de los caminos

y un viento invernal

hiele el corazón de las criaturas

y haga caer como frías muecas de consumación

los viejos ramajes de los árboles.

Dejará que los que le temen

oculten su vergüenza en la penumbra

y acallando sus pechos

musiten las plegarias que destinan

al huracán que arranca las cosechas

o a la pálida peste

que devora a sus hijos.

La vida que despierta,

el inclemente pasmo de su felicidad,

borrará pronto las huellas

de tanto horror,

y una radiante luz estacionada,

un nimbo clarividente y majestuoso

delatará a los hombres

que allí vive el elegido de su corazón,

y nadie osará desplegar los labios

ni cruzar con la irrespetuosa cabeza cubierta

por aquel vergel intransitable y quieto

donde se celebran las nupcias perennes del amor.

El murmullo de la vida

discurre bajo los apagados mármoles eternos,

y las flores que crecen

en los cercos de aquel confín

ostentan un no sé qué de repleto y magnífico,

y el balanceo de sus tallos

adquiere allí toda la gentileza de lo irremediable.

¡Venturoso el corazón que alberga

tu terrible placidez!

Aquellos sobre los que has descendido libremente

-como en nuestra melancólica tierra

solemos encontramos,

cual insospechado vestigio de tu existencia,

las encantadoras criaturas

sobre las cuales posamos nuestros ojos

con angustia mortal-

tendrán al fin aprisionado

en el frágil reducto de su cuerpo

tu luz enternecedora,

el filo de tu espada que da vida,

yen torno a sus mudas frentes de placer

el aleteo negro de tu fruición

estará moviendo aquellas lacias cabelleras deseadas.

Así reinas,

divino ser del universo,

sobre aquellos que te amaron ciegamente

a través de las apariencias.

De “Las iusiones”

El lujo

Balada

«¿Dónde estás, dónde, en qué país extraño

has ido a hundir el rostro venerable

en el agua que aniña y que refresca

los insignes harapos? ¿A qué tierra

ignorada del hombre te volviste,

llorando los caudales misteriosos

de una gran deserción, de una congoja

de algo viejo y pesado que se hunde?

¿Por qué caminos fuiste abandonando

el gran oro del sol, cuando mirabas

temblar la tierra, llena del reflejo

de tus antiguos ojos de esmeralda?»

Pocos recuerdan ya tus esplendores,

algún anciano amable, alguna dama

que acaba de expirar te sonreía

en su dichoso espejo. Y eso es todo.

Tus huellas más recientes se han perdido

entre la ciudadana indiferencia

de este gran malestar, y algún objeto

sale a veces cual lívido fantasma

hasta el ceño y encono de unos ojos

endurecidos. Polvo y terciopelo

son hoy tristes hermanos que se aman.

Mas nosotros seguimos el camino.

Y sin embargo yo te recordaba,

porque de niño pude vislumbrarte

cuando, tus equipajes preparados,

brilló una extraña cola tras la puerta

del dorado salón. Yo nunca supe

si eras hombre o mujer, porque fue un goce

tan cálido aquel soplo amarillento

que tenía delante, que confieso

me perdió, cual trastorno, una molicie

fría y severa en torno a unos modales

cuyo recuerdo guardo como un santo

la verdad revelada. Ví un sombrero

tan hermoso, posado en la cabeza

de un ser extraordinario, con sus plumas

de bengala caídas con un dejo

de tal inolvidable negligencia,

que me rendí a la sombra de su influjo

ceremonioso. En una mesa antigua

vi unos guantes en tono de canela

escarchados de perlas diminutas.

Ajetreadas gentes se movían

sobre un musgo de púrpura, y abajo

de los anchos balcones esperaban

los landeaux, entre un humo delicioso

de caballos que piafan impacientes

con sus sombrías riendas perfumadas,

y el primitivo fuego en las antorchas

de los ujieres, pálidos de muerte.

La voz timbrada de una dulce amiga

me dijo adiós, y al ir con reverencia

a besarle la mano en que oprimía

un haz de violetas como el cetro

de una divinidad, vi tras los velos

espesos que cubrían su semblante

como un tigre que enfunda su fiereza

con felina elegancia. Nunca supe

si era hombre o mujer. Salieron todos

con un frou-frou radiante de festines

y bailes, algo lúgubres en cambio.

Oí que los cocheros repetían:

«¡Hacia San Petersburgo!» En poco tiempo

todo había pasado. Y estas luces,

que alumbran como estrellas en el cielo

el tétrico paisaje de la Historia

se irán helando en siglos y distancias,

en silencioso polvo diamantino,

cual una nebulosa diadema

inalcanzable al ansia del arqueólogo.

Himno a la castidad

La canción ignorada entre las valvas

del corazón sospecho floreciente

como un ímpetu ciego que me tienta.

Que sea no lo sé, pero me llama

esta fruición oculta que sorprendo

dentro de mí tendiéndome en sus brazos

como en lecho de sierpes entre cercos

de algún rosal. Tristeza o alegría,

no sabría decirlo cuando sopla

un viento rumoroso en que vacila

el torpe sueño y déjame sumido

en una despiadada trascendencia,

mientras yo estoy rendido y arrullado

por unas leves coplas que acompañan

al feliz corazón. ¿Qué inarmonía

junta la desazón y el entusiasmo

en estas largas noches en que gime

la castidad? Las voces interiores

dícenme un embeleso de palabras

que cual un vino sienten derramarse

por los lánguidos miembros. Vanas ansias

del pecador mordido por el fuego

de aquella fuerza ignota cuando sangran

sus ilusiones. Mas todo se nubla,

y suspenso en su flor se desvanece

si una voz misteriosa nos convida

a sonreír cubiertos de laureles

como un fiel desposado al que se rinde

la falaz apariencia.

Himno a la vida

Cuando eras una joven indefensa

con aquel cuello frágil levantando

la lozana cabeza en que esplendía

el amplio sol su dulce arrobamiento,

y cual pájaro o flor que nada teme

abre al espacio el curso de sus alas

o sus pétalos tiñe ardientemente

con el claro rubor de su existencia,

entonces te canté como si hermana

fueras de mi ilusión, y en tu regazo

fraternal vuelo alzaba contemplando

esa faz adorable. Era aquel tiempo

en que tus ojos garzos me miraban,

del color de los bosques, y surgías

toda tú cual un árbol silencioso

llevándome contigo lentamente

hacia la esbelta copa en que soñaban

las misteriosas aves matutinas.

Allí la transparencia deseada

de miles de deseos tentadores

brillaba como engaño delicioso,

y una invisible mano removía

mis cabellos cual eco prematuro

de los desordenados sentimientos

que el amor transportaba entre sus brazos.

¡Ah, lenta violencia de mi vida,

trastornadora gracia del abismo,

ese negro principio originario

que trepa con tu verde savia alada

el confín sin medidas! ¡Dónde fueron

los que como racimos se mecían

en nacarado aire, tallas ubres

de una vitalidad encantadora,

entre las hojas mágicas de fuego

de aquel festín? ¿En dónde han escondido

sus verdes oleadas de cenizas

esas fragantes rosas tentadoras,

como senos de virgen que se han ido,

dejando sobre el tallo que las tuvo

sólo una sombra gris y porfiada?

Tu color se ha mudado, criatura,

el encendido rostro del que vive

esa ascensión incólume y hermosa

pasa de aquel fulgor del oro vivo

a este gris terrenal que esparce ahora

sobre tu sien la angustia de unas alas.

Postreras alas, cumbres que nos llevan

hacia dentro en un vuelo inesperado,

por extrañas regiones invisibles,

más allá de los lindes de la tierra,

aquí en el fondo mismo del abismo

donde mi vida vive su existencia.

Vuelve hacia mí tus lágrimas sombrías,

fraternal resonancia de ancho seno,

antigua jovencilla ilusionada

cuyos largos cabellos aún evocan

aquella brisa errante. Ahora el hermano

tiende a tus pies las viñas de amargura

y en derredor los campos que florecen

leves lirios oscuros se preparan

a vernos enlazados como amantes

cruzar las blancas crestas de la tierra

por donde están las uvas que no apagan

el eterno sabor incandescente

de su fértil amargo. Allí te esperan

más que tus rosas, ¡oh hija de la carne!,

calladas violetas vespertinas

sobre las cuales vamos densamente

uno hacia el otro, amándonos confusos,

en el cálido soplo que nos lleva.

De “Las iusiones”

La canción

Presiento una larga noche de silencio,

una pausa misteriosa sin palabras,

como si unos brazos doblados como plumas

recogiéranse de nuevo en su originaria mudez.

Lo que se habla al mandato de la poesía

no da luz al que dice sin quererlo

esas aterradoras resonancias antiguas

enviadas como rayos sobre la paciente humanidad.

Caída su lumbre en el corazón de quien la escucha,

¿qué queda en aquel que vio fluir de su mano

la chispa de los grandes designios?

Una nube de cenizas ciega sus ojos,

como los nubarrones se oscurecen

tras el alumbramiento fugitivo

de la tempestuosa tormenta. Luego callan,

más seductores en su enigmático mutismo.

Tan sólo la embriaguez de unos momentos

tienta al canto motivo de su ser. Y cuando cesa

un poeta de hablar esos oscuros signos que despiertan

el terror o las ávidas pasiones en los mortales indefensos,

todo él enmudece como una piedra prestigiosa

y ciémese sobre la vida una bonanza, un cierto fresco

que engaña a quienes se recrean bajo su sombra,

porque en su seno hierven peligrosas las canciones venideras.

De “Las iusiones”

La higuera

(Apunte para una oda anacreóntica)

No sé si era nostalgia.

El amor y el recuerdo

estaban confundidos en mi ser.

Entrelazados quedarán en la memoria

como un sueño que resplandece,

y el corazón seguirá ignorando

el origen de tanta clemencia.

¡Crepitante laxitud

que enalteces mi desfallecimiento,

mi mísera condición terrenal!

Bajo tu sombra morada

descansé un día, venturoso,

y en el olor caliente de tu existencia

me anegué de desesperación

porque el sol ácido

ponía un cerco de mortalidad

al amoroso refugio.

Cabellos tan frescos como los pámpanos

entre cuyo follaje tentador

crece el higo, más triste que la soledad;

dulce y caliente es la clara miel

de su boca,

y entre sus labios maduros

busca el poeta el sabor de lo irremediable.

¡Ah, las alas de oro,

los listados cuerpecillos de las abejas,

cuyos besos de fuego se cumplen

y en cuyo amor se apaga

el centelleo de la divinidad!

Si mis versos os siguen con admiración

y aspiran a eternizar este recuerdo

del ser a quien amo,

es que mis alas son las palabras,

y sin ellas caigo desvanecido en un torpe sueño.

De “Las iusiones”

La isla

Felicidad, no supe hasta este día

que como un abanico entre sus pliegues

guarda en sí ese paisaje deseado

del aire, tú en ti misma te encerraras,

sin que el hombre cansado consiguiera

ver llegar a sus sienes la frescura

de tu aliento. No solamente el oro

necesita que el ávido lo busque

para que en nuestra mano resplandezca;

todo goce es igual, todo está oculto

a la humana ansiedad, mas si el encuentro

surge al fin, ay, sabemos que no es nuestro,

tan sólo es una dicha de sí mismo.

¿Cómo no contemplarte si meciste

tantos años la imagen que pedía

nuestro amor a otro cuerpo? En unas horas

déjame que engañado me abandone

a mi torpe ternura, y en tu suave

pecho quemante duerma unos momentos

la languidez. Yo sé que los estíos

pasan sobre la tierra y se marchitan

los cálices primaverales, veo

cómo las nieves antes que florezca

el sol de abril descienden de las cumbres

donde brillaron, mientras las mañanas

no dejan para ti de abrir sus lentas

lenguas de fuego y prenden en las noches

de tu cálida piel, cual vivas joyas,

las luciérnagas; deja que me anegue

en tu monotonía, que es la sombra

del amor, cuando tiende como brazos

sus redes infinitas al amante,

rendido en virginal prisión eterna,

como un dios en su isla. La ventura

concédeme al igual que a esos pequeños

seres que duermen en tus anchas ramas,

tranquilos al saber que el nuevo día

repetirá al siguiente y al pasado

la febril somnolencia. Pueda al menos,

como este mar que olvida sus pasiones

sombrías en el fondo de sus aguas,

acercar unos labios murmurantes

en cuyo fiel latir apenas se oyen

las lejanas empresas. ¿Cómo luego

de haberte abandonado, como tantos,

para hundirme en la hostil indiferencia

dueña del mundo, logran mis desvelos

decir que busco aquello que mis ojos

vieron pasmados, como a un ser, un día?

De “Las iusiones”

La melancolía

En los postreros días del invierno

las claras lluvias alzan del abismo

un velo luminoso. Despejados espacios

flotan sobre las aguas invernales,

y un recóndito prado verdeante

surge ligero. Entonces una sombra

graciosamente andando reaparece

hacia el claro horizonte derramada,

y tras su espalda se abren los rumores

de una ofrenda gentil. En sus tobillos

sopla la brisa el surco de su velo,

y cual aparición queda en las almas

de arrobamiento. Apenas alejada,

sombra o verdad que cruza melodiosa,

sentimos nuestros pies paralizados

por su espectro ligero, y en las plantas

de nuestra mansedumbre ya verdea

el pálido confín, y los arroyos

se vierten como música en la tierra.

Sagrada luz resbala en nuestros hombros

cual un tibio vestido y contemplamos,

como hijos del sol, la nube henchida

vagar y en la ceñosa peña abrirse

la llama de la rosa. Es, nos han dicho,

la dulce Primavera; id a los bosques

donde al pasar la oscura tentadora

ha quedado un temblor insatisfecho

entre las misteriosas aves frías

que pueblan esas bóvedas silvestres.

Joven es el amigo que acompaña

nuestro pasmado anhelo con su casto

corazón encendido; ya no sabe

si es amor o amistad la que enamoran

sus delicados ojos, y se turba

ante la hermosa vida revelada.

¡Cuán breve es la embriaguez para los hombres!

Hoy, cuando he visto a aquella que ensimisma

los terrenales campos y los llena

de un fulgor amoroso, fui delante

de la visión que antaño sedujera

mi mortal alegría y la vi extraña,

Con sus negros cabellos recogidos

por triste diadema, cual la sombra

de los que como el oro recordaba

brillar entre sus velos. Sus ropajes

cuelgan ensombrecidos con un gesto

de cansada arrogancia. No muy lejos

se oyó cantar la tórtola dolida

en íntimos coloquios, y la dama

miraba con intensa servidumbre

las frescas violetas germinando

entre las verdes hojas de la noche.

Al acercarme vi su frente blanca

de extenuación y dije: ¿Tú quién eres?

Soy la Melancolía.

De “Las iusiones”

La primera tentación de la serpiente

En el tiempo en que el hombre estuvo solo,

en la paradisíaca complacencia

de lo creado, errante por los bosques

de las primeras sombras tentadoras

al descanso, cuando el sol y la luna

parecían venir y suspenderse

para mirar atónitos la gracia

originaria, el don de la sonrisa

en este solitario favorito

de la divinidad, un gran trastorno

turbó sus naturales inocencias

porque la sierpe atenta le espiaba

sus paseos dichosos. No le tuvo

que hacer llegar al claro son del agua

para rendirlo allí a aquel sobresalto

de su desnudo cuerpo. El hombre mismo

lo iba presintiendo lentamente

en un extraño triunfo deleitoso

subiéndole a los labios el aroma

de una oscura arrogancia. El se veía

contemplado en los ojos infinitos

de Dios, con tales muestras de ternura

surcadas por las ondas amorosas

de la benevolencia, que en su hondo

corazón, recién hecho para el juego

demoníaco, oyó que unos murmullos

iniciaban los pálidos temblores

de la inquieta soberbia. Los prodigios

le rodeaban, valles y montañas,

los mugidos pasmosos, los olores,

la virtud transparente de los aires,

el agua que deslumbra y los astros

musicales; a todo prefería

Dios al mirarlo el soplo de su cuerpo,

ese cuerpo que el hombre adivinaba

tan leve y soberano entre las cosas.

Tocaba su nacida primavera,

el puro despertar de los sentidos,

la latente llamada de su pecho,

la fresca frente en medio de las crines

o plumas negras suaves a sus manos.

Y cayó enamorado de sí mismo,

en una gran torpeza venturosa

medio triste y contento en ese instinto

precursor de su raza. Iba solo

por las recientes sombras de la tierra,

para escuchar el crespo torbellino

de su sangre; la sierpe proyectaba

su doble imagen, y la idolatría

adolescente puso sus cimientos

en esa soledad reveladora

de la belleza. Dios quiso salvarle

de esa gran tentación, y entre las hojas

de un arbusto florido abrió la vida

de la mujer, que apenas despertada

vio al hombre ante sus ojos indefensos

y lo halló ya tan lleno del misterio

de existir que, inclinada libremente,

sintió hacia él su dulce dependencia.

La pupila de Dios volvió al reposo

de sus mejores días tras el goce

del sueño realizado, mas no pudo

borrar de algunos hijos de los hombres

aquella inclinación estremecida

que sellaba una herencia, y en los brazos

de estos ensimismados pecadores

mécese la ilusión de aquel amante

igual a nuestro rostro en el espejo.

La rosa

La imagen del amor como una rosa

abre sus encendidas ilusiones

y sobre el tallo esbelto resplandece

su oscura primavera deseada;

el naciente reflejo de su sombra

nubla el claro contorno de la vida

y nos absorbe su letal aliento

cual la luz la cautiva mariposa.

Alas llevo rondando el escondido

deseo de mi amor, ansiosas alas

me sirven como un velo trasparente

ante el divino rostro que enamora,

y en la locura de ese vuelo incauto,

quemándome las alas cual se ajan

las dulces vestiduras de mis sueños,

¿me acerco al ser extraño que está abriendo

sus abismadas aguas de belleza,

o cada vez más cerca de su vida

me alejo del misterio deseado?

¡Inútil desazón, vuelo perdido

que nunca detendrá sus angustiosas

alas negras de amor ante esa llama

del fuego primitivo que despierta

como una rosa el pasmo de los hombres!

Cual un pájaro ciego yo te canto,

porque eres mi sombría rosa amada,

y cuando está anegado de tristeza

mi corazón renueva sus canciones.

De “Las iusiones”

La siesta

Si alguien me preguntara cuando un día

llegue al confín secreto : ¿qué es la tierra?

diría que un lugar en que hace frío

en el que el fuerte oprime, el débil llora,

y en el que como sombra, la injusticia,

va con su capa abierta recogiendo

el óbolo del rico y la tragedia

del desahuciado : un sitio abrupto.

Pero también diría que otras veces,

en claras situaciones alternantes,

cuando llega el estío y los países

parecen dispensar la somnolencia

de un no saber por qué se está cansado,

mientras vibra en lo alto, alucinante,

un cielo azul, los frutos se suceden

sobre las mesas blancas, y entornados

los ventanales, frescos de penumbra,

buscamos un rincón donde rendirnos

al dulce peso, entonces sí, diría

que la tierra es un bien irremplazable,

un fluido feliz, un toque absorto.

Como una tentación sin precedentes

hecha a la vez de ardor y de renuncia.

Una inmersión gustosa, un filtro lento.

Las dispensadoras del sueño

A Elisabeth van der Schulemburg

¡Extraña floración donde las noches

depositan su lúgubre simiente!

La luz del día encuentra vuestros rostros,

doblados en patética ternura,

sobre la misteriosa urnilla verde

en que yace dormida la honda esencia.

Allí diseminadas por los campos,

celadoras de indescifrable culto,

aspiráis el aliento vaporoso

de ese ser que subyuga, y abrazadas

cual ebrias a una sombra irresistible

os rendís a su dulce maleficio

con la sedosa púrpura teñidas

del primer sueño. Lejos os ignoran

las rosas del jardín, bajo los tilos,

junto a claros estanques extasiadas,

cuando la errante yedra les transporta

más que el amor, el polen que desprende

el gran extenuado en vuestros brazos.

¡Qué ligereza tiende por los aires

su extraño peso! Vedlos acallados,

los pájaros en torvas mansedumbres,

débiles en las ramas, como pulsos

de la vencida selva; y aun los hombres

en sus dichosos entretenimientos

caen rendidos al suave toque oscuro

de sumisión. Olvídase el avaro

de su tesoro, y déjalo perdido

por aquel que es más fuerte que sus ansias;

siente el enfermo que una mano tibia

ahuyenta, cual la pluma, de sus sienes

la amarga realidad, y hasta el amante

deja a su lado, ciego, a la que adora,

porque alguien más potente le ha besado

los fatigados ojos. El sol mismo,

¿no descansa su párpado un momento,

entornado en las lindes de la tierra?

Sólo las aguas suenan por las noches,

rebeldes al fatídico reposo,

huidizas del sueño que las tienta

con ese frenesí de lo imposible.

De “Las iusiones”

Las lágrimas

Las lágrimas son el vino de los ángeles.

San Bernardo

Un día el hombre vio llorar al ángel.

Algo había pasado en los espacios,

algo muy tierno o algo muy terrible,

y el hombre contemplaba conmovido

la alada criatura en su congoja.

Vio en su rostro encendido por la gracia

una expresión tan honda, vio en sus rasgos

abrirse tales muestras de tristezas

y pasar por su frente tales nubes

de inmensos infortunios, que prendado

quedóse allí mirando la nobleza

de aquel dolor. El ángel suspiraba

cual si en sí mismo un mundo más potente

diera un extraño impulso a su amplio pecho.

Llevábase las manos tan hermosas

a su faz dolorida, y el trastorno

daba a su cabellera un indolente

sabor de adversidad. Cuando en sus ojos

comenzaron con lívidos fulgores

a cuajarse unas aguas con destellos

de sobrenaturales inclemencias,

el hombre se sintió sobrecogido

y allá en su corazón algo ignorado

fluyó a su vez; caían sobre el ángel

unas lágrimas densas, arrastrando

no se sabe qué peso delicioso,

y cada vez que abría sus pupilas

hacia el vaso horizonte le manaba

aquel triste caudal. ¡Ay!, dijo el hombre,

¿qué goce extraño es ése o desvarío

que siento remontar en mis entrañas,

qué turbadora imagen comunica

a mi ser un dolor irresistible?

Y cuando con dulzura abandonado

lloró también gimiendo amargamente,

una sal en los labios le vertían

las luces de sus ojos.

Las mentiras

Tema para una canción

No puedo sino amaros

estrujando vuestras veleidosas acechanzas

sobre mi pecho estremecido,

porque ¿de qué otra cosa podría vivir?

Recordar la vida pasada

es como regar el huerto de vuestras sombras,

y suspirar por algo desaparecido

es levantar las ciegas estatuas de un jardín.

El desvarío es grande

e insensata la índole de mis sentimientos,

mas cuando un hechizo obra sobre un corazón,

¿quién puede disiparle esa áspera pena?

Verdad, verdad deseada,

en los labios engañosos del mundo

paréceme escuchar como posible

el eco de tu clemencia.

Las violetas

A la memoria del poeta romántico

Enrique Gil, que cantó a la violeta.

Una leche nocturna os amamanta

en el triste regazo de los sueños;

la oscura palidez tiñe las hojas

de vuestros leves brazos somnolientos

y al fin, en la espesura humedecida,

queda el intenso beso de la noche,

su mortal arrebol allí dejando

la tardía belleza; ya la aurora,

rosa y apenas verde como todo

lo que se inicia, extiende su mirada

sobre el mundo, que lleno de rocío

simula un despertar; sólo vosotras,

ajenas al placer de la mañana,

conserváis ese lívido trastorno

de la noche perdida, y allí envueltas

en vuestra huraña y misteriosa sombra,

cual si, morado pájaro en la tierra,

más que savia, un latido os levantara

del sopor vegetal; porque entretanto,

la noche, el fresco viento o el poeta

os dejaron el cárdeno suspiro

del gran enamorado que no vuelve.

De “Las iusiones”

Los idólatras

Cada cual a través de las tinieblas

ansia de luz advierte en las entrañas;

cada cual va buscando con anhelo

un confín que recuerda desde niño, niño

una aquietada llama. ¡Y para cuántos

esa luz es abismo en que naufraga

su dulce y loca libertad transida!

En los bosques la espada de los cielos

no disipa las sombras, las enciende

de misteriosos halos que se ocultan

entre las altas formas del silencio.

Todo palpita oscuro, y aquel rayo

torna más insaciable la existencia.

Hay unos hombres tristes de extravío

que adoran las estatuas, cual entonces,

cuando entre el mirto agreste aparecía

un blanco mármol de dormida testa

soñando indiferente su hermosura.

Entre las multitudes las descubren,

entre el vasto oleaje que devora

y hace brillar el sol de las ciudades,

señalan las infaustas criaturas

en cuyos rostros ábrese el abismo

del que nadie retorna. Hay en sus cuerpos

un claro resplandor de tentaciones,

un esbelto misterio trastornado,

una azulosa llama con que alumbran

el sediento vacío: las estatuas

son del Amor. Prisiones encendidas.

Los idólatras, cual una garra, sienten

su tierno corazón sobrecogido

y en sus ávidas almas se entroniza

como un furor la imagen engañosa.

Siervos de falsa aurora, no conocen

ni placer ni reposo; esperan siempre,

ante el ídolo amado, que se abran

las desiertas regiones de sus ojos

y en el helado pecho van buscando

la imposible palabra. Las coronas

que dejan extasiados en sus sienes

apenas si un momento vivifican

el lúgubre esplendor y ajadas cuelgan

su insaciable tortura, cual la muerte

deja amarillo el rastro de las horas.

Un inútil desgarro les advierte

la sombría emboscada y nada saben,

divinos ciegos, de la luz que anhelan.

De “Las ilusiones”

Los muchachos

Homenaje a Porfirio Barba-Jacob

Me veo precisado a repetirlo

una vez más: mis solos compañeros

de ruta y lecho: jóvenes que fuisteis

mi tentación más firme y el encanto

de mi flaqueza. Debo repetirlo

por última verdad: os amé a todos

cual si fuerais el mismo y el distinto

que cada vez mostrábase a la vista

como un primaveral brotar de nuevo:

fuisteis David, Tobeyo, Albano, Cinthio,

y aquél que no durmió nunca en mis brazos

pero supo decirme como nadie

que me quería. Espectros redentores

de mi corporeidad, númenes vivos

de mi pasión, tormentas fugitivas

de mi buen tiempo. Chicos azarosos

que con vuestras muchachas e inquietudes

cumplíais vuestro sino dando el pecho

a toda adversidad y pregonando

la frágil dicha, el sueño interrumpido,

lo duro que es vivir aun siendo joven

y la mucha energía que se gasta

en tratos baladíes. Pero entonces,

como quien oye a Dios o algún maestro

que suele aparentar su misma calma,

veníais a buscar en mi clemencia

el resplandor difuso de mi sombra

rodeada de sol como un gran árbol

que nos acoge en sí y que nos preserva

de no sabemos qué, muchachos míos,

de no sabemos qué. ¡Qué más quisiera

que haberos preservado eternamente

de vuestra soledad originaria,

de vuestro desconcierto! Nunca pude

sino disimular mi limitada

zona de luz, lo poco que tenía,

para que sustentáramos unidos

esta gravitación de la existencia.

Pero os he sido fiel y eso me salva.

Estaban bien dispuestos los altares

en los que colocaba cada noche

vuestra imagen triunfal con su avecilla

de temblorosa luz. y aun cuando a veces

la soledad rociaba con ausencias

mi corazón, presagios eran siempre

de una nueva deidad que se avecina,

y pronto dibujábase en la mente

un inédito rostro que aportaba

con el sueño pasado la extrañeza

de un nuevo amanecer: constancias mías

de la cambiante forma que me disteis.

Así quiero que conste en mis palabras

lo que es verdad y nadie desvaríe

cuando quiere emplear la suficiencia

y hablar de lo que ignora. Sólo sabe

quién es quien se hace dueño de sí mismo.

Yo soy quien os amó. Vosotros fuisteis

los órganos florales de mi suerte.

y ahora que ya no estoy sobre la tierra

y que en hombres vosotros convertidos

añoráis algún día la fragancia

de lo que se extinguió, sabedme siempre, I

dispuesto a recrear no importa dónde, !

no importa con qué nuevo compañero,

la evanescente forma prohibida,

este inútil contacto perdurable

que fue mi meta.

Refinamiento del campo

Las piedras colocadas sobre piedras

y encima de ese muro primitivo

algún olivo blanco.

No sé por qué será que ciertas cosas

que apenas dicen nada,

que bien analizadas no son cosas

dignas de nada,

causan sobre mi ánimo un influjo

de inextinguible paz.

Se diría que siento mis raíces

dentro de esos contornos depurados

que no son nada,

dentro de esa vejez

de una humildad tan firme

cual si una incitación muy familiar

me retuviera allí.

Algo como una voz que me dijera

de dentro de mí mismo :

esta fe encantadora

es la pobreza.

Sobre unos lirios

(Apuntes)

I

Mancebos como príncipes,

os habéis alejado del jardín

y crecéis en mi alma,

en algún oculto declive.

Morados y blancos, malvas y amarillos

son los colores de vuestras vestiduras,

y espolvoreados de plata

desafiais al tiempo.

Cuando sopla la brisa

de mi corazón enamorado,

sonreís lentamente

como si recordarais.

II

Os llevaba conmigo,

como un manojo de príncipes

que rodean al maestro

en el ejercicio de la mañana.

Luego engalanabais

mi mísera vivienda,

pero vuestros verdes espadines

me recordaban nuestra distancia.

III

Os amo,

flores lejanas,

jóvenes reyes

del monte misterioso.

Comprendo que hayáis huido

del jardín y su gente;

nada atrae allí

a vuestra altiva sencillez.

Entre estas cuatro paredes,

¿os resultaré un triste inoportuno?

Y sin embargo vuestro dulce aroma

me llega como la respiración de un amigo.

IV

Desde muchos años,

nadie había sabido acompañarme

con esta gentileza

que me cautiva.

Cautivadores sois,

inexpresables,

y vuestra presencia ha sido en estos días

como el sueño de mi juventud.

Cuando la pálida púrpura

del capullo se aje,

¿qué imagen entristecedora

os llevaréis de mí?

V

Os puse junto al recuerdo

de una jovencilla desaparecida,

porque me gusta rodearme

de seres que no dañan al amor.

Quizás entre ella y vosotros

hay un diálogo inefable

que yo nunca entendería,

porque soy un hombre.

De “Las iusiones”