García Nieto, José

Reseña biográfica

Poeta español nacido en Oviedo en 1914.

Desde los catorce años se radicó en Madrid donde inició sus estudios universitarios de Ciencias Exactas, abandonados al poco tiempo para dedicarse por completo a la poesía y el periodismo.

Fue fundador y director de varias revistas literarias, presidente del Círculo de Bellas Artes, miembro de la Real Academia Española desde 1985, crítico y defensor de la corriente de Garcilaso, y representante eximio de la poesía española de la post-guerra.

Es autor de una amplísima obra poética caracterizada por una gran facilidad y sencillez de expresión, reconocida por los críticos como “sosegadamente apasionada”.

Recibió numerosos premios entre los que se destacan:

«Nacional de Literatura» en 1957, «Nacional de Poesía Garcilaso de la Vega» en 1951, «Fastenrath» en 1955, «Tomás Morales» de Canarias en 1954, «Internacional de Poesía de Portugal» en 1966, «Ciudad de Barcelona» en 1967, «Hucha de Oro de Cuentos» en 1972, «Boscán» en 1973, «Francisco de Quevedo» en 1976, «Ángaro» en 1978, «Internacional de Poesía Religiosa» en 1979, «Internacional Fernando Rielo» en 1987 y «Cervantes» en 1996.

Falleció en el año 2001.

A tu orilla

A tu orilla he venido. Tengo un otoño, un pájaro

y una voz desusada. Tú me esperas: un río,

una pasión y un fruto. Y tiene nuestro encuentro

el vuelo, la corriente, seguros, proclamados.

He venido a tu orilla con los brazos tendidos

y ahora ya soy la hierba que no termina nunca,

el barro donde el agua sujeta sus mensajes

y la cuna del cauce para mecer tu sueño.

Dime si estoy pendiente de mi diario trabajo,

si basta a tus oídos mi tristísimo verso

o si a mi sombra vive mejor mayo tu carne.

De tu orilla me iría si ahora me dijeras

que te amo solamente como los hombres aman

o que mi voz te suena como todas las voces.

Al espejo retrovisor de un coche

Tú eres el corazón con lo vivido,

en ti está lo que atrás vamos dejando,

lo que hemos ido con pasión amando,

definitivamente ya perdido,

en ti vemos las gracias que se han ido,

los paisajes y el cielo del ayer,

cuando las cosas que ahora sigues recordando

flotan sobre las aguas del olvido,

pero vives y estás, claro y pequeño,

miras aquellos prados, aquel sueño tan lejano,

las rosas de aquel día,

crees que puedes cambiar toda la suerte y,

aunque vamos derechos a la muerte,

vives de lo pasado todavía.

Alta de amor

Para las altas cumbres, alta vida.

Alta de amor. Voz alta. Alto sendero

-sierpe de fe y de luz-. Albor primero

para las altas nubes de tu huida.

Alta de brisas altas. Confundida

con el latir más alto. Alto crucero

por altas costas. Alto mastelero

para altas velas, altas de partida.

Alta de ti, ya fiebre de mis pulsos,

ofreces en tus brazos la balanza

que iguale en el cenit nuestros impulsos.

Y al alcanzar tu imagen su infinito

hay un temor a que se clave en lanza

y una ambición de que culmine en grito.

Barro de la palabra

Hoy he tomado el barro de la palabra en frío;

su piel ya me conoce; poco a poco, temblada

por mi caricia, vibra, responde a la llamada

de la costumbre. Toco. Me adueño de lo mío.

Penetro en la palabra. Las orillas del río

me acogen, me conducen, y se siente creada

la mano creadora… ¿Vive la enamorada

mi amor, o me amenazan su ocaso y su extravío…?

¡Qué torpe es el amante, qué ciega su porfía!

No dice la palabra lo que ayer le decía.

O sí: dice lo mismo, miente lo mismo, inventa

lo mismo… «¡Calla, calla…!», le increpa. Y luego llora

su soledad. Y vuelve. Y, arrastrándose, implora:

«Quiero morir tocando tu barro, aunque me mienta».

Despedida

Vuelvo a mi casa, más alta

que la tuya, Luisa Esteban,

pero sin una ventana

que dé al atrio de la iglesia.

-¡Adiós, adiós-

Y no oyes,

Luisa Esteban.

No levantarás el cántaro,

por mí, de su cantarera,

con el agua de aljibe,

sonora, delgada y fresca.

En tu cama de altos hierros

no dormiré más la siesta.

Ni en tus sábanas de hilo,

Luisa Esteban.

Porque a mí llevan -mira,

tú que no oyes, mi pena-

amores de otras ciudades

hasta otra calle cualquiera

que no es ésta con un toro

descansando ante tu puerta.

El hacedor

Entra en la playa de oro el mar y llena

la cárcava que un hombre antes, tendido,

hizo con su sosiego. El mar se ha ido

y se ha quedado niño, entre la arena.

Así es este eslabón de tu cadena

que como el mar me has dado. Y te has partido

luego, Señor. Mi huella te ha servido

para darle ocasión a la azucena.

Miro el agua. me copia. Me recuerda.

No me dejes, Señor; que no me pierda.,

que no me sienta dios, y a Ti lejano…

Fuimos hombre y mujer, pena con pena,

eterno barro, arena contra arena,

y sólo Tú la poderosa mano.

En la distancia

Perlora, en la distancia, recordarte

es dar al sueño una verdad lejana;

es como oír de nuevo la campana

de aquel mar que florece al golpearte.

Qué fábula, qué magia pudo darte

entre el verdor la gracia ciudadana:

una distinta luz cada ventana,

una lanza el maíz por cualquier parte?

Te pienso aquí y te sé en la tierra mía.

Era una vez… Y nadie me creía.

Pero yo te he tenido, y he tocado

tu piel que bajo el cielo se serena:

aquí, Carranques, dos labios de arena,

allí, Candás, como un navío anclado.

Esta muchacha y su hermosura antigua…

Esta muchacha y su hermosura antigua

y su ademán de enamorada calle

que va con las ventanas de sus ojos

hacia los arcos del amor triunfante,

¿de qué lugar del suelo se ha escapado?,

¿de qué reino en que estuve hace un instante?

Hace mil años ya, pero conozco

de su piel encendida las señales.

Pasa con sus navíos por el agua;

abre sus velas; sabe de cien mares:

quieren dejarse hundir por su madera

y hacer brillar cien veces sus metales.

En la penumbra, un arenal sombrío

intenta recordar los cuerpos ágiles.

Aquí estaban un día, pero el viento

borró la oscura huella de la sangre.

La letra se refugia en la costumbre…

¡Adelante los nombres; adelante!

¿Quiénes sois? ¿Dónde estáis, sílabas muertas?

Es memoria falaz la de la carne.

Esos cabellos sueltos, esos brazos,

esos pies que se hunden, leves, graves,

esa pierna que avanza irrepetible,

ese velado pecho inalcanzable,

¿qué tejados tendrán?, ¿qué fina lluvia

harán caer en un pinar sin nadie

donde algún corazón sienta sus pasos

y estremezca los nidos al mojarse?

Señor, Tú eres el agua que ha anegado

los caminos de oro en esta tarde.

Conocían mi huella entre los pinos

que confunde la noche al acercarse.

Tenía la belleza por fortuna;

tenía un cielo azul por hospedaje,

una plaza cuadrada con palomas

y un palomar donde habitaba el aire.

Arriba estabas Tú con la mañana

llena de sol. Tu mano, dulce y grande,

se apoyaba en los hombros de la tierra,

bajaba a mis balcones a tocarme.

Hoy se han oscurecido de repente

los troncos dibujados de los árboles

donde a tientas persigo inútilmente

el testimonio de las iniciales.

Gracias, Señor, porque estás…

Gracias, Señor, porque estás

todavía en mi palabra;

porque debajo de todos

mis puentes pasan tus aguas.

Piedra te doy, labios duros,

pobre tierra acumulada,

que tus luminosas lenguas

incesantemente aclaran.

Te miro; me miro. Hablo;

te oigo. Busco; me aguardas.

Me vas gastando, gastando.

Con tanto amor me adelgazas

que no siento que a la muerte

me acercas…

Y sueño…

Y pasas…

Vas a pasar, Señor, ya sé quién eres;

tócame por si no estoy bien despierto.

Soy hombre, ¿me ves?, soy todo el hombre.

Mírame Tú, Señor, si no te veo.

No hay horas, no hay reloj, ni hay otra fuerza

que la que Tú me des, ni hay otro empleo

mejor que el de tu viña…

Pasa…

Llama…

Vuelve a llamarme…

¿Qué hora es? No cuento ya bien.

¿Es la de la sexta?, ¿la de nona?,

¿la undécima? ¿o ya es tarde?

Pasa…

Quiero seguir, seguirte…

Llama. Estoy perdido;

estoy cansado; estoy amando, abriendo

mi corazón a todo todavía…

Dime que estás ahí, Señor; que dentro

de mi amor a las cosas Tú te escondes,

y que aparecerás un día lleno

de ese amor mismo ya transfigurado

en amor para Ti, ya tuyo.

¡Grita! ¡Nómbrame,

para saber que todavía es tiempo!…

Hace frío…

¿Será que la hora undécima

ha sonado en la nada?…

Avanzo,

muerto de impaciencia de estar en Ti,

temblando de Ti, muerto de Dios,

muerto de miedo.

Yo soy el hombre, el hombre, tu esperanza,

el barro que dejaste en el misterio.

Ir y venir de todas las memorias…

Ir y venir de todas las memorias

que el alma, olvidadiza, desenreda;

verse hombre solo, antiguo y solo, errante;

ver que todos los tiempos están cerca.

De un golpe, como hermosos corazones,

yacen los capiteles en la hierba

y encuentran hecha luz como un milagro

la flor silvestre de la primavera.

Se hace el acanto vegetal y tierno;

el hombre lo acaricia y algo tiembla

debajo de su mano; le parece

que un cuerpo estremecido se despierta.

¿Puede latir la sangre por los pulsos

ante la soledad de esta belleza

cuando todo se para en un intento

de detener la dicha verdadera?

Llueve un poco, tímidamente llueve;

brilla el mármol, el árbol de la piedra;

por un instante sólo, esta columna

alcanza con sus hojas las estrellas,

Que están, que van a estar, que acaso miran,

que mirarán desde su noche eterna

el desamparo de los que caminan

sin amor por la sombra de la tierra.

Joven para la muerte

Arrojado a tu luz madrugadora,

me muero niño y soy todo un deseo

de varón en continuo jubileo

hacia tu corazón de ruiseñora.

De trino escalador junto a la aurora

eres, y voy a ti, y hay un torneo

donde la algarabía del gorjeo

triunfa de mí y en mí se condecora.

Arrancados de un sueño o de una fuente,

por tu espada los límites del nardo

me mintieron temprana primavera.

Y estoy ahora por ti tempranamente,

como nadie, de amor herido, y tardo

en morirme de amor como cualquiera.

La hora undécuima

En la sombra sin nadie de la plaza,

la espalda de la amada y su silencio;

en la sombra sin nadie de la plaza,

aquel niño de Batres, mudo y quieto;

en la sombra sin nadie de la plaza,

mis hijos, solos, vadeando el sueño…

Y han pasado las horas, y las luces

distintas; los videntes y los ciegos

han pasado -la plaza está vacía-;

los torpes han pasado, y los despiertos,

y los del pie descalzo y la sandalia

rota; los de la cera, los del fuego,

los de la miel, los del dolor pasaron…

La plaza, sola. Un hombre, solo, en medio.

Del señor que llamaba, apenas queda

una huella levísima en el suelo.

Se detuvo en la arena como si algo

le faltara. Miró a su espalda. Luego

llamó otra vez. Y otra. Y todavía

otra. Pero ya nadie oía; pero

nadie abrió los balcones, las ventanas,

las torpes barricadas de su encierro.

El hombre, el hombre, qué delgada ruina,

qué abdicación, qué torre sin cimiento,

qué nube hacia otras nubes deshilándose,

qué carbón imposible hacia otro fuego.

El hombre, el hombre, el hombre, el hombre, el

hombre

qué redoble de letras en un cuero

rajado, qué bandera mancillada,

qué cristal defendiéndose en el cieno,

qué fuerza para nada, contra nada,

qué rama malherida por el viento,

qué triste perdidizo en la tristeza,

qué soledad en soledad naciendo…

El hombre, el hombre, todavía el hombre;

yo, el hombre, ya lo he dicho; yo, en el miedo

de un bosque, en las fronteras de una isla

-el agua junto al pie, y el alma al cuello-;

yo, el hombre, sí, yo mismo, yo, más solo

que tú, hombre como yo; tanto o más lejos

de la verdad que tú, o acaso menos,

o acaso más…

Oh, qué torpeza el hombre;

oh, qué locura el hombre; oh, qué destierro,

qué cueva sin salida, qué raíces

sucias de tierra, qué turbión, qué dédalo,

qué picador en lo hondo de una mina

sin la luz encendida del minero…

El hombre, yo, lo he dicho ya, creía

que siempre habría más, que habría tiempo

para más. ..¿Para qué, niño de Batres?

¿Para qué que no sea tu silencio

junto al pan en la tarde; con tus ojos

volcados en la nada, en Dios inmersos?…

El hombre, yo, junto al girar del cántaro,

que busca sin descanso, aquí, en el centro

de la plaza, a la orilla del arado,

o en el arado mismo, junto al hierro

resplandeciente de la vertedera,

¿está definitivamente ciego?…

Vas a pasar, Señor, ya sé quién eres;

tócame por si no estoy bien despierto.

Soy el hombre, ¿me ves? , soy todo el hombre.

Mírame Tú, Señor, si no te veo.

No hay horas, no hay reloj, ni hay otra fuerza

que la que Tú me des, ni hay otro empleo

mejor que el de tu viña…

Pasa…

Llama…

Vuelve a llamarme…

¿Qué hora es? No cuento

ya bien. ¿Es la de sexta? , ¿la de nona? ,

¿la undécima? ¿O ya es tarde?

Pasa…

Quiero

seguir, seguirte…

Llama. Estoy perdido;

estoy cansado; estoy amando, abriendo

mi corazón a todo todavía…

Dime que estás ahí, Señor; que dentro

de mi amor a las cosas Tú te escondes,

y que aparecerás un día lleno

de ese amor mismo ya transfigurado

en amor para Ti, ya tuyo. ..

El ciego,

el sordo, anda, tropieza, vacilante,

por la plaza vacía.

Ya no siento

quién soy. No me conozco…

¡Grita! ¡Nómbrame,

para saber que todavía es tiempo!…

Hace frío…

¿Será que la hora undécima

ha sonado en la nada?…

Avanzo, muerto

de impaciencia de estar en Ti, temblando

de Ti, muerto de Dios, muerto de miedo.

Yo soy el hombre, el hombre, tu esperanza,

el barro que dejaste en el misterio.

La partida

Contigo, mano a mano. Y no retiro

la postura, Señor. Jugamos fuerte.

Empeñada partida en que la muerte

será baza final. Apuesto. Miro

tus cartas, y me ganas siempre. Tiro

las mías. Das de nuevo. Quiero hacerte

trampas. Y no es posible. Clara suerte

tienes, contrario en el que tanto admiro.

Pierdo mucho, Señor. Y apenas queda

tiempo para el desquite. Haz Tú que pueda

igualar todavía. Si mi parte

no basta ya por pobre y mal jugada,

si de tanto caudal no queda nada,

ámame más, Señor, para ganarte.

La puerta

Golpeo ahora

-y nadie dentro-

con los nudillos

hasta hacerme sangre

-y nadie dentro-

en estas puertas donde sé

-¡con qué certeza!-

que estuvo la ternura,

que estuviste tú, amor,

zaguán de sombra, renovada lumbre,

con el vestido aquel de cada día,

distinto siempre,

y suave, entero, con la luz tejido.

Nada me importa que ese árbol,

que ahora se muestra en una frontera

inalcanzable,

no tuviera ese sabor que hoy siento,

añoro.

Lo que yo busco, vive

porque está en mi deseo,

y ese deseo sé que es mío, tanto

como lo perdí,

que no me pertenece,

que no puede esperar el desterrado.

Golpeo, y no contestan las cosas.

Y estaban. Aquí estábais, labios,

días, miedos y posesiones

fugaces, y extremadas razones, presas

de la inquietud.

Abra

quien abra,

responda quien responda,

sé que nunca será aquella voz,

aquella la acogida

por donde todo el día me anegaba

triunfando.

Sé que otra mano tomará aquel pomo

de la puerta, otra voz

-que yo querré encontrar en la memoria-

dirá: «Pasa aunque es tarde…»

Y entraré en la penumbra

-¿no dije antes que en la luz?-

doblando un poco el cuerpo

para que no se rompa del todo

la estrecha división de lo esperado

tanto tiempo.

Abra

quien abra,

pecho mío, ciego de incertidumbre,

sabio y caliente del refugio probado,

te precipitarás, porque la noche, fuera,

o el cegador día del que ahora vienes,

te habrán herido entre las ruinas

de la ciudadela abandonada.

Abra

quien abra,

golpeo, porque el brazo

tiene ya la costumbre mendicante

que le ha dado el amor.

Los herrajes hermosos,

la brillante fimbria de la puerta,

el asidero dulce del aldabón,

como un hombro desnudo,

salen al paso del mendigo, alargan

la conocida calle del deseo.

Puertas y puertas. Puertas.

Abra quien abra.

Llaman los puños apretados,

y aúlla, como un viento desconocido,

nuestra doliente voz

en la nevada calle

que se va prolongando hasta la muerte

con sus puertas cerradas.

La tarea

Qué esfuerzos por ser hombre, qué trabajo forzado

por hacer este torpe varón que, apenas hecho,

se vio imperfecto y débil, por la pasión deshecho,

y herido a cada paso del camino empezado.

¿Por qué siguió? , decidme. ¿Por qué seguí?

¿He andado

lo suficiente fuera? Porque, dentro del pecho,

yo sé bien qué carreras, qué saltos hasta el techo

del alma- ¡oh, saltimbanqui de soledad!-h e dado.

Cuando la obra estuvo casi hecha: un remedo

de música, de sueño, de defensa, de miedo,

se vino abajo todo lo que se alzó conmigo.

Cuando se miró el hombre para ver dónde estaba,

vio tendida hacia el viento su mano de mendigo,

y en ella, una moneda que ya nadie tomaba.

Lastres

Canta el mar a mis pies, canta y resuena,

y dice su mensaje apresurado

hasta escalar la soledad del prado

donde otra playa de verdor se estrena.

Se ve en la hondura el oro de la arena,

la sangre de la ola, en el tejado,

ya allá, el azul del cielo, traspasado

por la niebla que al monte se encadena.

Amor del que nací, vuelve y empieza

de nuevo donde surge la belleza

y hace jugoso todo cuanto toca.

Corazón enredado, sal si puedes,

o besa entre los hilos de estas redes

la misma sal de aquella antigua boca.

Madrigal

Porque te hice de la nada,

de la sorpresa y el deseo,

de la carne de las palabras

y con la forma de los sueños,

y porque sólo una mirada,

sólo un temblor entre mis dedos

eres, y por mis labios pasas

dándole alivio a mi destierro,

en la alta noche me amenazan

tus vecindades tan sin peso;

la soledad cerca mi alma;

hombre de barro soy y temo.

Llega la estrella a mi ventana.

Como te hice te recuerdo.

Duermes. Yo soy el que te canta,

hacia la muerte, con el viento.

Mis ojos van por estos árboles…

Mis ojos van por estos árboles,

pájaros tristes del otoño,

desalentados, con memoria

de los verdores más remotos.

Dudan, avanzan, se confunden

entre los círculos de oro;

llegan ahora hasta las últimas

galerías del cielo absorto

para caer precipitados

en el camino frío y hondo;

llevan las alas malheridas

por un antiguo, oscuro plomo.

¿Dónde estarán aquellas sedas

de ayer, aquel aire sonoro?

¿La vecindad de aquellos nidos,

su humilde y delicado trono?

Sé que vendrán miradas, aves,

cuando yo sea sombra sólo

y buscarán entre las ramas

la antigua herida de mis ojos.

¿Hacia qué amor irá la noche?

¿qué luz tendrá la tarde? ¿cómo

caerán entonces en mis techos

las hojas muertas del otoño?

Mujer, quiero ya huir, quiero sentirte…

Mujer, quiero ya huir, quiero sentirte

tan distinta, distante, adivinada,

que el tacto sea ajeno a la llegada

y aun el sueño incapaz para fingirte.

Tan lejos que no pueda orarte, herirte

-blanco de mi plegaria y mi lanzada-;

que seamos, tú, carne en ala alzada,

y yo, babel de amor por conseguirte.

¿No ves que a este velarte y revelarte

se sublevan mis brazos maniatados

en el deleite o cruz de tu presencia?

Sombra me alcanza ya de no alcanzarte.

y tengo verso y sangre preparados

para vivir la muerte de tu ausencia.

No sé si soy así ni si me llamo…

No sé si soy así ni si me llamo

así como me llaman diariamente;

sé que de amor me lleno dulcemente

y en voz a borbotones me derramo.

Lluvia sin ocasión, huerto sin amo

donde el fruto se cae sobradamente

y donde miel y tierra, juntamente,

suben a mi garganta, tramo a tramo.

Suben y ya no sé donde coincide

mi angustia con mi júbilo, ordenando

esta razón sonora y sucesiva.

Y estoy condecorado, aunque lo olvide,

por un antiguo nombre en que cantando

voy a mi soledad definitiva.

Oferta

Voy hacia ti, luz y fe por ti logradas,

con el valor del labio y de la frente;

todo mi ardor, ya sed en tu corriente,

destino entre tus manos sosegadas.

Traigo una nueva vida a tus miradas

en triunfo conseguida; tibiamente

iré dando a tu anhelo transparente

este retorno cálido de espadas.

Labraré el alto cauce. Por tu río

toda mi voluntad será la rama

que doble al paso fiel de tu navío,

y en el rizado encaje de la estela,

iré buscando el ángel que me llama

desde tus limpios ojos de gacela.

Paisaje inicial

Ya todo preparado,

suspendidas las lágrimas de aquel párpado antiguo

todo deshabitado para el tacto que estrena

la raíz poderosa de su hermosura fácil

-oh, terciopelos muertos de rubor en la espalda!-

la pared y la acacia,

y hasta aquella esquina que jugaba su luz indeseable,

y el hombre primitivo desempolvando gestos,

y aun el niño.

Sí, el niño también iba tras de su ligereza

comunicando brillos de estrellas trasnochadas

-¡Corre, que llega la sombra!-

Sí, hasta el niño me vio aquel silencio

madrugador a oscuras.

Y no pasaba nada;

ni mi inocencia lejos de los álamos

-mis árboles cordiales-,

ni un recuerdo de nieve

por la cabeza pálida y peinada.

Yo sabía mi nombre, y la hora, y la prisa,

porque traen las mañanas hace tiempo un mandato,

y creía en Dios, dulce, maravillosamente…

¿Es bastante?

No sé quién puede levantar así, sin piedras y sin nubes

esta residencia ya tan cercana al cielo;

no sé quién puede destinar al vuelo

tanta arena sin ala, sin recuerdo y sin hojas;

pero es que estaba todo tímido y preparado,

también yo en mi silencio,

en mi ignorancia oculta,

como un lagarto frío entre las piedras.

Nadie, nadie sabía que yo hacía mis versos

con mi sangre cortada por el hielo del hombre.

Y a veces del amigo,

y de mí mismo a veces.

Nadie vio en mis mejillas

este revés del cielo

que se muere de sed inaplacable;

y yo iba tan despierto

que en este gesto triste que no sé a quién le debo

había una promesa rotunda de la aurora.

Todo estaba dispuesto,

y yo entré como el viento cerca de la campana,

por los desorbitados ojos de alguna torre.

Entré.

Preguntadme ahora cómo es mi habitación.

Yo os la describiré a ciegas y cantando,

hasta el detalle mínimo;

pero de aquella entrada nada sabré decir.

No me exijáis tampoco.

“No la toquéis ya más…”

O sí; rompedla, heridla,

estrujadla en las manos

o echádsela a los muertos,

“…que así es la rosa”.

Piedra y cielo de Roma

Ese dedo de Dios, eternamente

acercándose al hombre -y no lo toca-,

ese soplo encendido de su boca

que da sentido a un torso y a una frente,

ese ser poderoso y derribado

que recibe la llama de la vida

en la carne, de amor estremecida,

en el barro, de amor humanizado,

no son tuyos; no has sido tú el maestro,

ni el creador, ni el oficiante diestro;

no era tuya la mano que pintaba.

Eras el obediente y conducido.

Dentro de un paraíso, aún no perdido,

también a ti el Señor te señalaba.

Qué quieto está ahora el mundo. Y tú, Dios mío…

Qué quieto está ahora el mundo. Y tú, Dios mío,

qué cerca estás. Podría hasta tocarte.

Y hasta reconocerte en cualquier parte

de la tierra. Podría decir: río,

y nombrar a tu sangre. En el vacío

de esta tarde, decir: Dios, y encontrarte

en esas nubes. ¡Oh, Señor, hablarte,

y responderme Tú en el verso mío!

Porque estás tan en todo, y yo lo siento,

que, más que nunca, en la quietud del día

se evidencian tus manos y tu acento.

Diría muerte, ahora, y no se oiría

mi voz. Eternidad, repetiría

la antigua y musical lengua del viento.

Se oye levísima la voz…

Se oye levísima la voz

del viento. Suena entre los árboles

quizá como nunca sonó.

La noche nace como un río

de las manos mismas de Dios.

Yo miro desde mi ventana.

Yo no rezo ni lloro. Yo

no pregunto ni espero. Miro.

Te sé mirándome, Señor.

Desorbitadamente quieta

está la noche entre los dos.

¿Qué mandato el de tu palabra?

qué música la de tu voz?

No hay nadie. No, Señor; no hay nadie.

Solo con mi silencio estoy.

Solo contigo. Me das miedo.

¿Y a Ti no te doy miedo yo?

La noche es una espada fría

que amenaza con su fulgor.

Luchamos denodadamente

para ganarnos. ¡Cuánto amor

nos dejamos en la batalla!

Los caballos de mi pasión

piafan inquietos en la sangre,

pero tu ejército es peor.

Sé que beso la muerte cuando beso…

Sé que beso la muerte cuando beso

tu piel que aloja y vence a la hermosura,

y que el final que mi pasión procura

es lugar de la muerte al que regreso.

Sé que en ti misma acabas, y por eso,

al sentir que en mis labios tu madura

forma de amor, mi sangre más oscura

se rebela en las cárceles del beso.

Sé que rozo y consigo un sólo instante,

que aire recojo sólo y ligereza

de lo que poco a poco nos destruya.

Y en tu boca cegada y anhelante

sé que te besa toda mi tristeza

y que beso mi muerte por la tuya.

Sí; tú eres el amor. Y nadie enfrente…

Sí; tú eres el amor. Y nadie enfrente.

No hay nadie al otro lado. cuando besas

vas a tus mismos labios, y regresas

vacía para buscarte inútilmente.

está sólo el amor. No de repente.

En el origen ya, ya en las promesas,

juntas las manos y las alas presas,

llora el amor su soledad naciente.

Porque eres tú el amor. Y nadie ayuda

a librar la batalla. Surge, muda,

ciega, una sombra cerca… ¿Es el amante?

¿O es el mar del amor, donde se acaba

todo el caudal que la pasión llevaba,

bebiendo eternidad en un instante?

Soneto

Soy esto sólo, un grito que se ordena

para cantarte a ti recién venida,

un ala inesperada y decidida

que roza en esa piel, en esa arena

de tus hombros, y ciega se encadena

al brillo de tu pelo, donde anida

la nieve más alzada y escogida

de tu frente: la sien o la azucena.

Y nada más y nada menos, eso

que a tanta luz responde, a gracias tantas

que el aire lo resuelve en un murmullo;

un momento de ardor, un libre beso,

una ceniza ya que tú levantas

de un fuego más antiguo que este tuyo.

Soneto a una muchacha enamorada

Si de algo supe fue de amor. Lo digo

con miedo, con ternura, con futuro

para rendir mi cuenta. Sí; lo juro:

si de algo sé es de amor, y él es testigo.

El es a un tiempo apoyo y enemigo,

él lo más miserable y lo más puro.

a ti te acecha en tu desvelo oscuro,

y yo, sólo, entre sueños, lo persigo.

Pero, aunque sé de amor y nadie sabe

tanto de amor, ni amor mismo, no cabe

en otro amor mi tiempo y mi amargura.

Desde tu amor no sabes tu del mío.

Ni yo del tuyo sé. No sabe el río

del agua pura y niña de la altura.

Soneto de la nieve todavía

Mira cómo se quema el Guadarrama

en sus torres azules. Esa loma

tiene un poco de nieve, una paloma

que ha librado sus alas de la llama.

Qué desierta de pájaros la rama

donde a la luz mi corazón se asoma,

como un clavel de invierno sin aroma

como un campo segado de retama.

Crezco de amor bajo este sol tendido,

y crecen las montañas imitando

el hielo que mi ardor no te ha deshecho.

Bajo un ave de nieve estoy vencido

y están sus alas frías coronando

una sierra de sangre por mi pecho.

Te han nacido los ojos con preguntas…

Te han nacido los ojos con preguntas,

y sin cesar me asedias preguntando.

Y yo sin contestar… Hija, ¿hasta cuándo

mudos tú y yo: dos ignorancias juntas?

¿Hasta cuándo en silencio irán las yuntas

de tu asombro y mi amor; de mí, temblando,

y de ti, poco a poco, asegurando

música sin palabras…? Sé que apuntas,

en brotes de miradas, rosas rojas

que un día se harán voz contra mi pecho

y tendré con la voz que responderte.

Se turbará mi otoño entre tus hojas,

y las mías serán un vasto lecho

donde al hundir tu pie suene mi muerte.

Tú eres el corazón con lo vivido…

Tú eres el corazón con lo vivido;

en ti está todo lo que atrás vamos dejando,

lo que hemos ido con pasión amando,

definitivamente ya perdido.

En ti vemos las gracias que se han ido,

los paisajes y el cielo de ayer, cuando

las cosas que ahora sigues recordando

flotan sobre las aguas del olvido.

Pero vives y estás: claro y pequeño,

miras aquellos prados, aquel sueño

tan lejano, las rosas de aquel día.

Crees que puedes cambiar toda la suerte

y, aunque vamos derechos a la muerte,

vives de lo pasado todavía.

Veo a diario tu casa que, encendida…

Veo a diario tu casa que, encendida

con ese sol, ya casi en primavera,

es la rosa del día más primera

por donde tú apareces a la vida.

Así mi corazón, casa dormida,

tiembla bajo tu sol, y no quisiera

más ventanas de amor, ni más espera

que la de hallarse en tu estación florida.

Veo a tu casa en la alta noche ahora,

la nieve de la luna con las hiedras

de la sombra escalando el muro frío,

como mi corazón, también, que añora

tantos días sin sol sobre sus piedras,

tantas noches sin ti en el pecho mío.