Reseña biográfica
Poeta cubano nacido en Madrid en 1903.
Hijo de padre español y madre cubana, desde temprana edad residió junto a su familia en La Habana, donde transcurrió su formación académica y su creación literaria, convirtiéndose en uno de los autores más trascendentes de la lírica cubana.
Colaboró junto a Cintio Vitier y Eliseo Diego en varias publicaciones y actividades literarias de la Isla, hasta 1940 cuando se trasladó a Estados Unidos donde vivió hasta su muerte en el año 2000.
Nueva York fue el escenario de casi todo su trabajo como ensayista, crítico literario y traductor. En los cursos de la Escuela de Verano de Middlebury, en Vermont, trabó amistad con Jorge Guillén, Luis Cernuda y Pedro Salinas, ayudando a formar a numerosos estudiantes y promoviendo actividades culturales a través del Instituto Hispánico.
De su obra se destacan «Trópico» 1930, «Conversación a mi padre» 1949, «Asonante final» y «Lo que que queda» en 1995.
Recibió en 1994 el premio Fray Luis de León, de la Universidad de Pontificia de Salamanca y el Premio Mitre, concedido por The Hispanic Society of America, en Nueva York. En 1991, 1994 y 1995 fue uno de los tres candidatos presentados para el Premio Cervantes de ese año por la Academia Norteamericana de la Lengua Española.
Falleció en Nueva York en el año 2000.
A la mariposa muerta
Tu júbilo, en el vuelo;
tu inquietud, en el aire;
tu vida, al sol, al aire, al vuelo.
Qué pequeña tu muerte
bajo la luz de fuego vivo.
Qué serena la gracia de tus alas
ya para siempre abiertas en el libro.
Y en ti, tan suave, en tu morir callado,
en tu sueño sin sueños,
cuánta ilusión perdida al aire,
cuánto desesperado pensamiento.
Canciones para la soledad
Tú no sabes, no sabes
cómo duele mirarla.
Es un dolor pequeño
de caricias de plata.
Un dolor como un árbol
seco por la mañana.
Un dolor sin orilla
para dormir el agua.
Un dolor como el rastro
de la nube que pasa.
Tú no sabes, no sabes
cómo duele mirarla.
Del silencio
Ahora ya está la brisa por el aire dispersa,
con las manos hundidas en los árboles;
pero en aquel momento se había ido tan lejos,
que era como si no existiese memoria de su nombre.
Todo el silencio estaba caído por el mundo;
la tierra misma no era sino una gota de silencio.
Los segundos del sol bajaron a beber aguas muertas
donde nacía la inquietud de unas horas futuras,
prontas a alzar el vuelo con las palomas de la tarde.
Aquel minuto se extendía sobre las ramas inmóviles,
abriendo una luz sin ecos, ni cantos, ni nada.
El silencio perfecto de lo que va a surgir y aun se detiene.
Ancha campana de cristal para la luz del mediodía,
que viene limpia desde su nido alto
a florecer en una exacta rosa de doce pétalos.
Desde la nieve convertida en agua…
Desde la nieve convertida en agua,
desde el sucio periódico sin dueño,
desde la niebla, desde el tren hundido
con sus cientos de manos que buscan asidero;
desde la fantasía de los anuncios luminosos
y el ruido sin piedad de las bombas de incendio;
desde la noche que nos cae encima
-losa de cielo sin estrellas-;
desde cada momento perdido entre las calles
donde todos los solos del mundo pasan desconocidos;
desde el árbol sin hojas y el camino sin gente,
otra vez, como ayer, como mañana,
acaso ya como todos los días que vendrán, si es que vienen,
entro al silencio.
Destino
Mejor ámbito aquí, dentro de casa,
para escribir lo ancho
y lo pequeño de este mundo.
Apenas diferente
conocer la distancia de una estrella
o el alado camino
de la hoja caída de su árbol.
Preciso es dar al aire
este amargo sabor que muerde dentro,
que pide luz de fuera, la que arde
de su estar siempre fiel a su destino
que es el lucir en las palabras
y saltarse los mundos que conoce
y los que aún no han sido revelados.
Un ámbito que esconde
en sí el oculto pensamiento
brillante piedra que en su día
nos pidió rescatarla,
a ella, la escondida de los siglos,
humilde aún, que espera
el roce misterioso de unos dedos…
Ahora, despertada
de su soñar antiguo,
nacida a luz y sol,
hecha ya una palabra.
Milagro al fin que vive
al amor de su dueño:
de quien soñó con ella
en la forma final de su destino.
El alto gris
Que está más alto Dios lo sabes
tú por el fervoroso pensamiento,
aquí, vacío de palabras
y casi ya vado de recuerdos.
Alma de paz que al cielo de la tarde
subes en brazos del silencio
cuando se asoma débil entre nubes
un sol amarillento.
Más alto Dios en ti. Más firme,
más verdadero
que tú mismo, hilo de humo
con el amor dormido dentro.
Que bien lo sabes. Porque está la noche
en la Ciudad cayendo
y todo en ti se pone gris
con el opaco gris del cielo.
Y con el gris de la callada altura
se van iluminando los ensueños
-gotas de luz que se abrirán más tarde
en unas flores de brillantes pétalos.
Tu lo sabes. Que Dios
abre su rosa de invisible fuego
ahora cuando, reina de la altura,
sube tu alma en brazos del silencio.
El deseo
Quisiera haber escrito más, pero no pude.
Lo escrito escrito está. No me arrepiento.
Hubiera Dios querido, lo que siento
dentro de mí, como una espina, al viento
pudo salir, fuerte de luz, de verso lleno.
Pero no pudo ser. Y aquí me quedo
sin gloria ni valer, que no apetezco.
Tan sólo un poquitín de pensamiento
cuando no sea yo más que otro muerto.
Otro muerto cualquiera. Un gran deseo…
Y este amor a la tierra en que estoy dentro.
(¿Los árboles, las flores, el mar? Pues todo ello
aquí, muriendo como yo, en mi cuerpo.)
El mar de siempre
No volver a soñar más que en lo mismo
para tejer el hilo de los tiempos
que tal vez fueron milagrosos.
O acaso no existieron,
sino en la mente de quien los pensó.
Ese arrullo que escuchas
no es el del mar de entonces;
aquel calló con las ausencias,
o bien se hundió lejano
y se perdió en la espuma de otros mares.
No son los mismos, nunca.
Cada uno se acerca a sus orillas,
diversos todos, todos únicos
en el rozar del agua con su tierra;
y cada tierra con su mar se duerme
o al levantar el sol con él se alza.
Pero distintas, diferentes,
las tierras lejos, las de cerca,
tienen su propio mar que las arrulla
y con diverso pálpito respiran.
Como es otra la música
que en su bajar nos llega
del infinito mar de las constelaciones.
Y así vamos de mares y de orillas
al límite final que nos espera.
El poema
Sí, se te pone un nudo en la garganta
y no sabés que hacer para soltarlo.
Tal vez llorar es bueno,
pero tal vez eso no basta.
Porque si lloras te saldrán los llantos
con un gusto de amargo sentimiento.
Y, además, que llorando no te calmas.
No se te calma el nudo ni la angustia,
que es como si todo un cielo se te hundiera
o como si nadando por el agua
con las flores del agua te enredaras.
Como soñar que vas cayendo,
yendo cayendo que caerás sin prisa
y que nadie te espera al fin de la caída.
Es como que te ahoga un pensamiento
que quiere hablar, salir, saltar, volar,
y cada vez da con la jaula.
Miras el libro abierto
y ni te fijas en la página,
miras el cielo por alzar los ojos
pero no ves ni la nube que pasa,
miras la flor, no te enamora,
miras el árbol, no te espanta
oyes el ruiseñor entre la noche
y no comprendes lo que canta.
Has de volver a ti las soledades
con que vas habitando tus moradas,
y pensar poco apoco el pensamiento
y decir poco a poco las palabras,
y formar el poema con la angustia
que te mordía la garganta.
(después de todo bienvenido
si como mariposa te me quedaste fijo
clavado por las alas).
La compañera
A Cintio Vitier
A veces se la encuentra
en mitad del camino de la vida
y ya todo está bien. No importa nada.
No importa el ruido, ni la ciudad, ni la máquina.
No te importa. La llevas de la mano,
compañera tan fiel como la muerte,
y así va con el tren como el paisaje,
en el aire de abril como la primavera,
como la mar junto a los pinos,
junto a la loma como está la palma,
o el chopo junto al río,
o aquellos arrayanes junto al agua.
No importa. Como todo lo que une
y completa. Junto a la sed el agua,
y al dolor el olvido. El fuego con la fragua,
la flor y la hoja verde,
y el mar azul y la espuma blanca.
La niña pequeñita
con el brazo de amor que la llevaba,
y el ciego con su perro lazarillo,
y el Tormes junto a Salamanca.
Lo uno con lo otro tan cerrado
que se completa la mitad que falta.
Y el cielo con la tierra.
Y el cuerpo con el alma.
Y tú, por fin, para decirlo pronto,
mi soledad, en Dios transfigurada.
Los pobres en amor, qué pobres somos…
Los pobres en amor, qué pobres somos.
Ya ni la tierra nos parece hermosa,
ya ni la noche, ni la tarde clara,
ni el árbol, ni la flor nos enriquecen.
¿Qué nos da de calor la mano abierta,
de compañía la callada estancia,
del piano la voz desvanecida,
de la luz el brillar, de la presencia
el hálito fugaz que se evapora?
Pobres de amor, pasamos de camino
con la desilusión por compañera
y un preguntar que nadie nos responde
queda vibrando al aire del silencio;
y al aire van las voces y la pena
y todo el aire es un lugar de olvido.
¿Quieres amor? Más quiero la riqueza
de este seguro estar en mi pobreza.
Momento
Si no me falta nada. Si estoy bueno.
Si hay sol con frío por el aire.
Tengo cariño a mano. Mas no tengo
el que dentro de mi tener querría.
Es tranquila esta paz, pero me duele
con un vacío que no tiene nombre.
Y no acierto a decir lo que quisiera…
Tal vez un poco de melancolía.
5 de febrero de 1974, después de leer a Bécquer
Versos
Como no sabes lo que pasa
te parece la noche más oscura
dentro del vaso de cristal
y ya no tienes miedo
a que salgan los sueños a morderte,
que están seguros en su puesto.
Como no sabes lo que pasa
no quieres ver lo que te ronda
sobre el giro del día
y ya no temes ni la flecha,
ni el color, ni la llaga
de la luz que nos pesa.
Y como pues no sabes
ni lo que pasa ni lo que se queda
no te angustia la flor
que allí en su rama temblorosa
lejos de ti, puesto que no la miras,
se está quedando de ti sola.
No sabes lo que pasa
porque de ti no sabe nada nada.
Como no se sabe qué color tiene Dios
-¿será blanco y azul como este libro,
o rojo y púrpura como el ocaso,
o amarillo y rosado de la aurora,
verde tal vez como este mar,
como la cinta, como son las hojas?-
Ay, que Dios sin color se me desliza
y se me queda gris como ceniza.
Ceniza gris, Dios gris me gusta:
gris de pensar lo permanente,
gris de llover, de transitar palabras,
gris de pasar la rueda,
gris de torcer el hilo de las tardes
y de mirar lo que nos queda.
Y como no se saben los colores
que aquí y allí nos dejan en la mano
temblorosos de fines los adioses.
Pero es que ni tú, ni yo, ni aquél,
ni nadie, ni cualquiera
sabemos lo que pasa o lo que queda.