D’Annuncio, Gabriele

Reseña biográfica

Gaetano Rapagnetta, nombre real del poeta, nació en Pescara, Italia,

en 1863.

Perteneciente a una familia burguesa, se educó en un prestigioso colegio e ingresó luego a la Universidad de Roma para estudiar Filosofía y Letras, carrera que dejó inconclusa por su interés en la poesía, el drama y la novela.

Después de varias publicaciones en las que mostró su inclinación por la escuela decadentista y simbolista, alcanzó la fama con sus novelas “El placer” en 1889 y “El triunfo de la muerte” en 1894. “Alción”, su trabajo poético más destacado, fue publicado en 1904.

Derrochó su fortuna, y ya arruinado se trasladó a Francia en 1910 para huir de sus cuantiosos acreedores. A su regreso a Italia durante la I Guerra Mundial, participó en política y se alistó en el ejército transalpino.

En sus últimos años militó en el fascismo y se retiró a su villa de Lago de Garda donde falleció en marzo de 1938.

El inefable gozo

…Celebra el grande, el inefable goce

de vivir, de ser joven, de ser fuerte,

de hincar los dientes ávidos y blancos

en los más dulces frutos terrenales.

De posar las audaces, sabias manos

sobre todo lo más puro y secreto,

y de tender el arco contra todas

las presas que voraz deseo asecha.

De oír todas las músicas livianas,

y mirar, con pupilas fulgurantes,

la bella faz del mundo, como mira

un amante feliz a su adorada.

A ti el placer, ¡oh amiga!

¡A ti el ensueño!

¡Yo quiero revestirte la más roja

de las púrpuras regias, siquier tiña

su seda con la sangre de mis venas.

Yo quiero coronarte de albas rosas

para que así, transfigurada, cantes

la divina Alegría, la Alegría,

la Alegría, magnífica, invencible!

Las manos

¡Oh manos de mujeres encontradas

una vez en el sueño y en la vida:

manos, por la pasión enloquecida

opresas una vez, o desfloradas

con la boca, en el sueño, o en la vida.

Frías, muy frías algunas, como cosas

muertas, de hielo, (¡cuánto desconsuelo!)

o tibias cual extraño terciopelo,

parecían vivir, parecían rosas:

¿rosas de qué jardín de ignoto suelo?

Nos dejaron algunas tal fragancia

y tan tenaz, que en una noche entera

brotó en el corazón la primavera,

y tanto embalsamó la muda estancia,

que más aromas el abril no diera.

Otra, que acaso ardía el fuego extremo

de un alma (¿dónde estás, oh breve mano

intacta ya, que con fervor insano

oprimí?), clama con el dolor supremo;

¡tú me pudiste acariciar no en vano!

De otra viene el deseo, el violento

deseo que las carnes nos azota,

y suscita en el ánimo la ignota

caricia de la alcoba, el morir lento

bajo ese gesto que la sangre agota.

Otras (aquéllas?) fueron homicidas,

maravillosas en engaños fueron:

de arabias los perfumes no pudieron

endulzarlas, hermosas y vendidas

¡cuántos ¡ay! por besarlas perecieron!

Otras (¿las mismas?) de marmóreo brillo

y más potentes que la recia espira,

nos congelaron de demencia o ira,

y las sacrificamos al cuchillo

( y, ni en sueños, la manca se retira.

vive en el sueño inmóvilmente erguida

la atroz mujer sin manos. Junto brota

fuente de sangre y sin cesar rebota

el par de manos en la enrojecida

charca, sin salpicarse de una gota ).

Otras, como las manos de María,

hostias fueron de luz vivificante,

y en su dedo anular brilló el diamante

entre la augusta ceremonia pía:

¡jamás los rizos del amante!

Otras, cuasi viriles, que oprimimos

con pasión, de nosotros la pavura

arrebataron y la fiebre oscura,

y anhelando la gloria, presentimos

iluminarse la virtud futura.

Otras nos produjeron un profundo

calofrío de espasmos sin iguales;

y comprendimos que sus liliales

palmas podrían encerrar un mundo

inmenso, con sus bienes y sus male

¡Oh alma, con sus bienes y sus males!

Versión de Guillermo Valencia

Mujeres

Han existido mujeres serenas de ojos claros,

infinitas y silenciosas como esa llanura

que atraviesa un río de agua pura.

Han existido mujeres con visos de oro,

rivales del estío y del fuego, semejantes a

trigales lascivos que no hieren la hoz

con sus dientes pero arden por dentro

con fuego sideral ante el cielo despojado.

Han existido mujeres tan leves

que una sola palabra, una sola,

las convirtió en esclavas. Y existieron otras,

de manos rojizas, que al tocar una frente

suavemente disiparon ideas terribles.

Y otras cuyas manos exangües y elásticas,

con giros lentos aparentaban insinuarse

creando una urdimbre rara y fina

en que las venas simulaban

hilos de vibración ultramarina.

Mujeres pálidas, marchitas, devastadas,

ardidas en el fuego amoroso

hasta lo más profundo de sí mismas,

consumido el rostro ardiente,

con la nariz agitada por el impulso

de inquietas aletas, con los labios abiertos

como yendo hacia las palabras pronunciadas,

con los párpados lívidos

como las corolas de las violetas.

Y todavía han existido otras y,

maravillosamente, yo las he conocido.

Versión de Luis A. Cano

Pánfila

Ya que el amor que brinda nuestra esfera

no consigue aplacar en el artista

ese orgullo viril que no tolera

ni el rastro de una sombra pasajera,

que pueda oscurecerle su conquista;

ya que la hembra, para siempre impura,

su vergonzosa herida siempre abierta

llevará, en el orbe sin ventura

nunca hallaré la femenil criatura

jamás por los humanos descubierta;

hoy el poder oculto de mi sueño,

por atediarme sin piedad evoca,

como un refugio, con tenaz empeño,

a la amada de todos, al risueño

numen que a todo amor tendió su boca,

ya en los mórbidos lechos perfumados

o las encrucijadas del camino,

donde por la pasión arrebatados

acudieron marinos y soldados

inmundos, tambaleándose de vino;

la que en el amplio lecho de caoba

fue de duques y príncipes un día,

y entre el tibio silencio de la alcoba

su veneno letal, pérfida loba,

en las más ricas sangres infundía.

Ella que del afeite con los brillos

restauró su mejilla fatigada

y consteló su pecho de cintillos

de eterna claridad, y con anillos

hizo su mano exangüe más pesada.

Por todas partes de caricias llena

y gozada de todos, del mendigo

y el amo que a sus gracias se encadena,

para mí su beldad, venga conmigo

la última flor de tu jardín, ¡oh Helena!

Todo el encanto de la edad pasada,

con sus dulces misterios soberanos,

la circuyen de luz, como a la amada

que ante los muros de llión sagrada

vieron resplandeciente los troyanos.

A esa amaré, sobre su carne impura

recogeré todo el deseo terreno,

todo el amor conoceré del mundo,

por sus ojos veré la nada oscura,

y entre la gruta estéril de su seno

oiré latir su corazón profundo.

Y besaré sus manos, esa mano

experta que en la faz de los pilotos

acarició con mimo soberano

la barba de que en día ya lejano

se cubrieron en piélagos ignotos;

o lentas erizaron con blandura

los cabellos de algún meditabundo,

si rendido de sueño por la altura

de los grandes silencios, sombra pura

divagaba su espíritu errabundo.

Sus manos besaré do inmateriales

palideces fijaron los ungüentos,

y besaré sus dedos musicales

que vertieron tal vez las inmortales

cadencias de una lira por los vientos

de Helenia, o en tus playas rumorosas

¡oh Lesbos! donde en vívida maceta

embalsamaban las desnudas rosas

a las tiernas amigas voluptuosas

de Safo, los cabellos de violeta.

Las venas más azules de sus brazos

las besaré con ávida locura,

y, en silencio, mis férvidos abrazos

a aquella boca de divinos trazos

arrancaránle la palabra impura,

más lasciva que el beso; del olvido

rescataré los nombres delirantes

con que arrulló mil veces el oído,

entre un grito de gozo y un gemido,

en horas de pasión a sus amantes.

Y entre sus labios de encendida grana

beberé lentamente, gota a gota,

el jugo de la blonda cortesana,

do gustaré la esencia más remota

que perfume la selva más lejana.

Y la amaré, sobre su carne impura

recogeré todo el deseo terreno,

todo el amor conoceré del mundo,

por sus ojos veré la nada oscura,

y entre la gruta estéril de su seno

oiré latir su corazón profundo.

Versión de Guillermo Valencia

Un sueño

Estaba muerta, sin calor La herida

era visible apenas en el flanco:

¡estrecha fuga, para tanta vida¡

El lienzo funeral no era más blanco

que el cadáver. Jamás humana cosa

verá el ojo, más blanco que aquel blanco.

Ardía Primavera impetuosa.

Los cristales, do cínifes inermes

Golpeaban con ala rumorosa…

Huyó de ella el calor, Yo dije: ¿Duermes?

Con un salvaje sonreír violento

más cerca repetíle: ¿duermes? ¿Duermes?

¿Duermes? Y al recordar que aquel acento

no era el mío, me crispó de pavura,

escuché. Ni un murmullo, ni un acento.

Cautivo de la roja arquitectura,

se dilataba en el bochorno un fuerte

olor a destapada sepultura.

El hálito invisible de la muerte

me estaba sofocando en la cerrada

habitación. A la mujer inerte

¿Duermes?, le dije. ¿Duermes? Nada nada…

el lienzo funeral no era mas blanco.

Sobre la tierra de los hombres, nada

verá el ojo más blanco que aquel blanco!…

Versión de Luis A. Cano

Vas spirituale

La diestra espiritual sobre un salterio,

solemne y taciturna,

una mujer vigila en el misterio

de la hora nocturna.

Un gran bosque de símbolos circunda,

a esa mujer. Sobre su frente pía

que ultraterrena claridad inunda,

tiende su red la gótica arquería

de vasto templo. Aladas potestades

pueblan las anchas naves penumbrosas

y sobre el mármol blanco de las losas

tumulares, reposan indolentes

las estatuas yacentes

entre guirnaldas de eternales rosas.

Cabe las puertas de bruñido cedro

que guardan el letárgico reposo

del santuario, y en frisos y molduras

se mezclan en hieráticas posturas

los monstruos de un bestiario fabuloso.

Ella, bajo la albura de la estola

medita blanca, sola

y solemne. Parece que concreta

en sí las tres Virtudes Teologales;

en círculo, los signos zodiacales

la nimban los cabellos de violeta.

Plumas y gemas de irisados brillos

constelan su pesado vestimento;

su diestra espiritual, llena de anillos

áureos, reposa sobre el instrumento

y al pie de ella un pontífice latino

mueve en un ritmo acompasado y lento

un frágil incensario de oro fino.

Versión de Luis A. Cano